Lola

Lola


TERCERA PARTE » 23

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Después de dejar a Dylan, Andy regresó al patio donde su hermano estaba solo, mirando la televisión mientras acunaba el carrito de Luz empujándolo suavemente con un pie. Había apagado la mayoría de las luces, dejando la estancia en penumbras.

—Tienes llamadas perdidas —le comentó cuando ella se inclinaba a besar la frente de la pequeña que estaba dormida como un tronco.

—¿Y cómo lo sabes? ¿No habrás estado jugando con mi móvil, no?

El adolescente torció el gesto.

Nooo, pesada. Ha estado sonando, por eso lo sé.

Andy tomó el aparato del lugar donde lo había dejado ya no recordaba cuándo. Debía hacer más de una hora. Y antes de eso, tampoco era que le hubiera prestado mucha atención… Entre la aparición de Dylan y el susto de su madre lo último que había pensado era en atender el bendito aparato… Comprobó que tenía por lo menos una docena de llamadas perdidas, la mayoría de Tina. Apenas le había dado tiempo a decirle, en medio de un ataque de excitación, que Dylan estaba en Menorca, que se había visto obligada a interrumpir la conversación. Estaba aún en el trabajo y había quedado en devolverle la llamada tan pronto acabara el turno de comidas… ¿Tan pronto acabara? Ja. Ilusa. Ya entonces estaba atacada de los nervios por su cita con el irlandés a primera hora de la tarde, era de cajón que se le olvidaría llamarla. ¡Pobre Tina!

—¿Y tía Neus? 

—Haciendo la cena —respondió el joven y miró a su hermana—. Ha dicho que se queda a dormir aquí. ¿Puedo ir a la bolera un rato?

Andy extendió una mano y le acarició el cabello con suavidad.

—¿Con Patrick y su primo? —Dos buenísimos chavales con los que, para alivio de Andy y de su madre, Danny había hecho buenas migas. Él asintió—. Claro, ve. Pero no vuelvas más tarde de las once, que mamá no se duerme hasta que no llegas, ¿vale?

—Vale, a las once —respondió satisfecho y añadió con segundas—: Así que el señor de los tatuajes se ha venido de vacaciones a la isla… ¿Vacaciones en noviembre? Raro, ¿no?

Andy se quedó mirando al joven, disfrutando del momento y sin saber muy bien qué hacer primero; si seguir con la broma o comérselo a besos. Después de su tormentoso aterrizaje en Menorca, que había sucedido a tres años cargados de neblina durante los cuales el chaval había ido cuesta abajo emocionalmente hablando, su hermano resurgía entre las cenizas. Su talante bromista empezaba a asomar las orejas otra vez. ¡Dios, cuánto lo había echado de menos y qué alivio saber que el chico se estaba recuperando!

—Te quiero, Danny. Te quiero un montón —le dijo, con una sonrisa feliz al tiempo que tomaba su rostro entre las manos.

Como era de esperar, el muchacho intentó liberarse del ataque de amor de su hermana. O al menos, hizo parecer que lo intentaba. En realidad, tomó las manos que sostenían su rostro por las muñecas, pero no las apartó. Tampoco su mirada, que continuó sobre su hermana mayor con un punto de diversión y tanto amor como el que había en los ojos de Andy.

—Pero… 

Peeeeeero… El señor de los tatuajes se llama Dylan y si decide irse de vacaciones a Laponia, a dar de comer a los renos, no es asunto tuyo, guapete.

—Renos.

—Renos —confirmó Andy, frotando la nariz de su hermano con la suya.

—Ya —concedió Danny, rezumando picardía por los cuatro costados—. Lo que tú digas.

Andy echó a reír y tras despeinar cariñosamente el pelo del chico, se encaminó al dormitorio de su madre al tiempo que le devolvía a Tina la llamada.

* * * * *

Andy ya estaba junto a la puerta del dormitorio de Anna, cuando su amiga respondió, dejándola con la palabra en la boca.

¡Toooooodo el día mordiéndome las uñas me has tenido, cabrona! ¡Ya te vale! 

—Perdón, perdón, perdón, perdón —respondió Andy entre carcajadas. Anna, que acababa de ponerse el camisón y estaba a punto de meterse en la cama, se volvió hacia la puerta con una sonrisa.

Andy le indicó con mímica que hablaba con Tina. Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

De verdad, qué ganas de matarte me dan cuando haces estas cosas… Mira que tener que llamar a Neus porque no respondías y enterarme que tu madre ha pasado la tarde en el hospital… ¡Esto no se hace, Andy!

—Tienes razón, cari, toda la razón. Lo siento muchísimo… El día ha sido una locura y no creas, todavía sigo en la brecha, a punto de irme para el turno de cenas, que como todos los fines de semana va a ser otra locura…

Vaaaale, te perdono —concedió Tina, a quien los enfados con su amiga del alma le duraban menos que un paquete de caramelos a la puerta de un colegio. Sonrió imaginando cómo estaría Andy teniendo al hombre de sus sueños en la isla—, ¡pero solo porque volver a tener a tu súper máquina sexual al alcance de la mano tiene que haber sido muuuuuy fuerte! ¡Una experiencia religiosa que quiero que me cuentes YA!

Andy se puso roja. Tenía que estarlo porque sentía las mejillas abrasadas y un calor de mil demonios. A esas alturas, no tenía claro si se debía a la presencia de su madre o al desaguisado hormonal que le provocaba el irlandés con su solo recuerdo. Y ahora, lo tenía de cuerpo presente en la isla, al alcance de la mano, como bien había dicho Tina. La ansiedad había empezado a devorarla viva tan pronto volvió a ver sus preciosos ojos del color del cielo. Horas después, la necesidad de él -emocional y de la otra- se había sumado a la cruzada. 

Sin embargo, su madre no sabía una sola palabra del tema y lo último que deseaba era que se enterara porque Tina se fuera de la lengua. O porque ella se pusiera roja, pensó con sorna.

—Pues va a ser que no, bonita. Ahora, no tengo tiempo. Me tengo que ir a trabajar. Y antes de que empieces a quejarte —dijo alzando la voz para silenciar a su amiga, que efectivamente había empezado a refunfuñar—, voy a poner la llamada en manos libres para que saludes a mi madre, ¿de acuerdo?

Desde Londres, le llegó un ruidoso bufido que definió con claridad qué pensaba su amiga al respecto.

Vaaaaaaaaaaaaaale y que conste que lo hago por esa mujer que adoro y que sé que no podría vivir sin ti, sino te juro que te mato, Andy —respondió Tina, y sabiendo que ella estaría oyéndola, su tono denotó cualquier cosa menos enfado—. ¿Qué es eso de pasar la tarde del sábado en el hospital, Anna? ¿No tenías otra cosa mejor que hacer? Pues vente para aquí y me pones a raya a los novatos ¡que me están volviendo loca!

La madre de Andy miró a su hija de reojo.

—Eso dije yo, pero ya conoces a mis hermanas… Las pobres se preocuparon y bueno, nos fuimos a dar otro paseo al hospital. Pero lo importante es que estoy bien. ¿Y tú qué tal? 

Sus hermanas no eran tan "pobres", al menos no las dos, pero dado que su madre también ignoraba el rifirrafe que había tenido lugar en la sala espera del hospital entre tío y sobrina, y no estaba por la labor de que lo supiera, Andy se aseguró de poner cara de póquer.

Agobiada, como siempre, pero cuenta, cuenta… ¿qué te ha parecido el motero tatuado? Me ha dicho un pajarito que no lo conocías…

Andy y su madre cruzaron miradas.

—No lo conocía, no. Fíjate que ni siquiera había oído hablar de él —la mirada de Anna regresó sobre su hija cuando dijo—: Empiezo a encontrar preocupante que no me dijera nada porque ¿qué llevaría a mi querida hija a ocultar la existencia de un hombre tan singular? Me da que pensar…

Andy meneó la cabeza y continuó mirando al techo con una especie de sonrisa en la cara. Estaba claro que esas dos cotillas se pondrían las botas a su costa.

Si te sirve de consuelo, yo tampoco sabía nada hasta hace poco. Y eso que según ella soy su mejor amiga, pero ya ves… —dijo Tina, añadiendo leña al fuego.

Andy miró el aparato que estaba sobre la cama como si se tratara de su amiga.

—Oye, guapa, que estoy aquí, ¿recuerdas?

Desde Londres le llegaron sus carcajadas de "Maléfica".

Pues verás cuando te cuente, Anna —insistió Tina, partiéndose de risa al imaginar la cara de Andy. 

Su rostro no podía verlo, pero el llamado de atención por parte de ella no tardó en llegar.

—¡Oye! 

Anna se estiró a acariciar el rostro de su hija al tiempo que decía:

—No creas que no me tienta pedirte que me lo cuentes tú, Tina, pero resistiré. Cuando Andy quiera contármelo, ya lo hará, ¿verdad, cariño?

¿Ves por qué adoro a tu madre, eh? Tienes un pedazo de madre que no te mereces… —hizo una pausa tras la cual rectificó—. No, disculpa… Claro que te la mereces, tú te lo mereces todo, pequeña… Pero que te quede claro que de esta noche no pasa. Cuando salgas de trabajar, me llamas, ¿vale? ¡Y me lo cuentas todo! Diosssss, ¡me voy a morir de un ataque de ansiedad!

—Te llamo, Tina. Te lo prometo, ¿vale?

Vaaale —soltó un suspiro—. Me alegro mucho de que lo tuyo no haya sido nada, Anna y te mando un abrazo bien grande… A ti no, pequeña, hasta que no hagas los deberes conmigo, ni agua —las dos mujeres sonrieron ante la espontaneidad de Tina, que continuó—. Y ahora os dejo, voy a ver si como algo, que ni tiempo me ha dado a tomar un sandwich… ¡Estos novatos van a acabar conmigo! Adiós, adiós…

Tras despedirse de Tina, Andy volvió a guardar el móvil. Miró a su madre con cara de culpable de todos los cargos. Anna la rodeó con sus brazos, cariñosamente.

—Ay, mi niña bonita… No te sientas mal, cariño. Estos meses han sido muy duros… Me basta con saber que sabes que puedes contar conmigo. Cuando tú quieras, cuando te apetezca hablarme de Dylan… Aquí estaré. Como siempre.

Andy asintió. Anna empezó a reír, haciendo reír a su hija que intuía lo que vendría después y no se equivocaba.

—¡Pero no tardes mucho, que la curiosidad me está matando!

La camarera echó un vistazo a la hora. Aún disponía de unos minutos. Se acomodó mejor en la cama de frente a su madre y sonrió al ver que ella hacía lo mismo; acomodarse para cotillear.

Soltó un suspiro. A ver por dónde empezaba, porque en este caso, la conocida regla de hacerlo por el principio sería… En fin, un poco fuerte.

—Dylan no estaba en mis planes —se encogió de hombros—. Un día suspiraba por Conor, al siguiente hubo algo entre Dylan y yo… —miró a su madre y al ver su sonrisa, meneó la cabeza— y sucedió. 

—¿Algo? 

Andy volvió a mirar a su madre con una ceja enarcada. Por más cómplices que fueran, no tenía la menor intención de ser más precisa al respecto.

—La cuestión es que no estaba en mis planes, mamá. La cuestión es que me enamoré de él y no sé cómo sucedió —sacudió la cabeza nuevamente—. No tengo la menor idea de cómo alguien puede pasarte completamente desapercibido durante meses y un buen día descubrirse ante tus ojos como el hombre ideal para ti… Ni cómo alguien tan anti-familiar y súper independiente y… —Mujeriego. La palabra que pensó y no dijo era mujeriego— puede siquiera apuntar maneras para "hombre ideal" de ninguna mujer, ya no hablemos de mí… Pero es lo que hay —admitió, completamente roja del apuro—; me enamoré. Locamente.

—¿Y…? —preguntó Anna, ilusionada e interesada a partes iguales, animándola a continuar.

Andy se tomó su tiempo. Sus ojos siguieron el movimiento ausente de uno de sus dedos sobre la colcha, dibujando formas aleatorias y pensando que lo que vendría a continuación era aún más increíble que lo dicho hasta ahora. 

—Y nada, mamá. Con el prontuario de las mujeres Avery y mis actuales circunstancias, decidí que lo mejor era dejarlo estar. 

—¿Qué quieres decir?

Andy se encogió de hombros.

—Que lo he dejado estar. No había vuelto a verlo ni a hablar con él desde que Sonia estaba en el hospital.

—Andy… —dijo Anna asombrada—, ¿pero cómo es eso? ¿No os visteis en la boda de tu jefe? —extendió una mano y le acarició el rostro—. Claro, por eso estabas tan triste…

Andy volvió a sacudir la cabeza.

—No fui a la boda, mamá.

—¡¿Por qué?! 

—Por miedo —exhaló un suspiro, derrotada—. Por miedo. Lo que siento es tan… tan intenso, tan loco… Tan mágico. Me da miedo perder la cabeza porque una parte de mí sabe perfectamente cómo es Dylan... Y no lo juzgo, es libre y tiene todo el derecho del mundo a vivir su vida como le plazca, pero mi vida es esta. Tengo una familia que me necesita y a la que necesito, y mi lugar siempre estará junto a vosotros. Dondequiera que vayamos, iremos juntos. Y sé que es difícil… No es justo esperar que alguien acepte que así son las cosas y lo dé por bueno, que lo deje todo por estar junto a mí sabiendo que nunca seré yo sola, que seré yo más mi familia. Lo sé. No es nada justo…

Andy respiró hondo. De pronto, sus ojos ardían, las lágrimas pugnaban por salir y ella no deseaba que su madre la viera llorar, así que se tomó unos instantes, ocultado su mirada, mientras se recuperaba.

—Pero prefiero vivir el resto de mi vida queriéndolo en silencio, a arriesgarme y que él no de la talla. 

Anna tomó las manos de su hija.

—¿No sabe lo que sientes por él?

Andy negó con la cabeza y no llegó a decir nada porque Anna la rodeó con sus brazos.

—Eres tan fuerte, tan madura, hija mía… —buscó su mirada y, contrariamente a lo que Andy esperaba, no encontró en ella más que ilusión y alegría—. Si la intuición no me falla no va a ser necesario que te arriesgues. ¿A qué crees que ha venido a Menorca en pleno noviembre? De vacaciones, seguro que no.

Aquella frase, que no dejaba de escuchar desde que ella misma la había pronunciado hacía veintuatro horas, cada vez cobraba más y más sentido. Cada vez, le resultaba más probable, más real. 

Los ojos de la camarera brillaron de esperanza, de ilusión. Suspiró. Una parte de ella, sin embargo, seguía sin estar por la labor de echar las campanas al vuelo. Seguía igual de aterrada… Y de enamorada.

Dios. 

—¿Tú crees? 

Andy se acurrucó en el abrazo materno y Anna la estrechó más fuerte.

—Sí, cariño. Creo que tu motero tatuado tiene las cosas muy claras.

* * * * *

Mientras tanto, en el Café Balear…

Dylan esperó a que el camarero les hubiera tomado nota para hacer algo a lo que venía dándole vueltas desde que habían abandonado la casa de Andy. Se excusó y salió a la calle ante la mirada divertida de la pareja de tortolitos que pensaban que buscaba un rincón tranquilo para llamar a Andy, y la mirada tierna de las mujeres Swynton que, por lo visto, estaban disfrutando a pares de lo bien que, según ellas, "le sentaba el amor".

En realidad, era cierto que buscaba un lugar tranquilo para hacer una llamada privada, pero no se trataba de Andy. Y no era por falta de ganas, sino porque no le tocaba mover ficha a él. Le tocaba a ella. Saltarse el turno era un último recurso desesperado al que, valga la redundancia, estaba desesperado por acudir ya que la ansiedad se lo estaba comiendo vivo. Pero no, no venía a llamar a la "hermosa criatura", venía a prevenir un incendio. O, al menos, a intentarlo.

A pesar de que el día había estado desapacible desde la mañana, la calle estaba concurrida. Muchos turistas, fácilmente reconocibles por su indumentaria típica de la costa en junio aunque el invierno estuviera a la vuelta de la esquina, paseaban, ajenos a la fina lluvia que caía desde hacia un rato. Dylan tampoco se había dado cuenta hasta que un hilo de agua se deslizó por su brillante cráneo rasurado, mejilla abajo. En aquel momento, buscó refugio bajo el saliente del edificio de viviendas que había junto al restaurante. Una vez allí, extrajo su móvil con número británico y buscó en el registro hasta que dio con el que le interesaba. Mientras esperaba que atendieran la llamada, se encomendó al Señor de la Paciencia, cruzando los dedos para que intentando prevenir un fuego, no acabara desatando un terremoto. Él seguía siendo un tipo con muy malas pulgas -aunque "el amor le sentara tan bien"- y Pau Estellés era la horma perfecta de cualquier tío cabreado. De semejante mezcla podía, perfectamente, salir una bomba de neutrones.

—No te sulfures y déjame hablar —pidió Dylan, adelantándose a su interlocutor.

Pau, que estaba junto a sus padres en casa de sus tíos maternos, los socios españoles del proyecto, donde había sido convocado a una reunión urgente, aguantando una señora lectura de cartilla tras un señor interrogatorio, permaneció en silencio. También se excusó y fue en busca de un lugar tranquilo.

—Me he enterado de lo que ha pasado —continuó Dylan— y lo primero es decirte que no tuve nada que ver…

Sí, claro —lo interrumpió Pau—. Se ha montado un follón de cojones por una conversación que tú y yo mantuvimos sin testigos, encerrados en una bodega, pero tú no has tenido nada que ver. ¡Noooo, qué va!

—Oye, tío, tú no te quieres enterar de qué voy, ¿no? Porque a poco que uses lo que tienes debajo de ese corte de pelo tan molón, cae por su propio peso que no pude tener nada que ver. No me fui del proyecto por tus amenazas que, dicho sea de paso, me importan un carajo como habrás podido comprobar, sino…

Espera, espera, espera… —lo interrumpió Pau—, ¿te has largado del proyecto?

—¿Te estás quedando conmigo, tío? Claro que me he ido… 

De hecho, Dylan había notificado a Clinton Rowley y a la empresa su decisión de no continuar trabajando en el proyecto en 2010, el día anterior a que Pau Estellés se presentara en Niza dando voces. 

Los dos hombres hicieron silencio, cada cual barajando los hechos e intentando entender qué sucedía.

—Pero… ¿qué coño…? —continuó Dylan. Soltó un bufido—. Mira, no sé qué te han contado y a estas alturas me da igual. Estoy hasta las pelotas de este asunto. Llamé para decirte que he pedido a quien presentó la queja sobre ti que la retire, y lo ha hecho. No me salió gratis, como te imaginarás, pero si consigo que este asunto se archive de una puta vez, me doy por satisfecho. Andy no sabe nada y quiero que siga así. ¿Nos entendemos?

Por la cuenta que me trae… —respondió el varón de los Estellés, altivo y resabiado ante la sola idea de que quien le estuviera salvado el trasero fuera precisamente aquel tipo que no podía ver ni en pinturas.

—Genial. Entonces, aprovecho para confirmarte que, como ves, me he pasado por el forro tu advertencia de no acercarme a Andy. Que sepas que seguiré acercándome, con lo cual queda claro que también me he pasado por el forro tu amenaza de que me olvidara de tu sobrina. Creo que a estas alturas es evidente, pero por las dudas, también te lo confirmo: no voy a olvidarme de Andy, ¿lo entiendes? Así que si no te gusta mi cara, acostúmbrate, porque la verás a menudo.

Entonces, se las verían mutuamente porque Pau no pensaba bajar la guardia. Le daba completamente igual la opinión de su padre. Le daban completamente igual las pérdidas económicas y que sus tíos lo consideraran el Dios de la domótica. Para él, Dylan Mitchell era lo que era; el cabrón que intentaba aprovecharse de una Estellés. Y dado que la familia siempre le había importado infinitamente más que los negocios…

Muy bien —replicó Pau y sin cortarse, formuló una nueva advertencia—. Ya que la cosa está así, entonces apunta: mira bien lo que haces, porque como la cagues no voy a tener compasión. Una sola lágrima de Andy, una sola, tío,  y te juro que hago sobrasada con tu polla. 

Dylan apretó los párpados. Soltó el aire en una exhalación larga.

—Lo que tú digas, chaval.

Acto seguido, cortó la llamada y regresó al restaurante.

* * * * *

Era cerca de la medianoche y Dylan y los Rowley ya no estaban en el restaurante sino en un pub, inglés, cómo no. Y Andy seguía sin mover ficha; ni mensajes ni llamadas. Nada. El irlandés volvió a dejar su nuevo móvil local sobre la pequeña mesa de metacrilato y tomó su vaso de whisky. Bebió un sorbo. Volvió a comprobar por enésima vez que cuando Evel no estaba acaramelado con su bomboncita, lo miraba. A él, sí, y con una expresión que tenía muchísima miga. Una mezcla de "mira cómo me río a tu costa" y "por más que te miro no acabo de creer que hayas caído como un chorlito". Dylan sabía que era cuestión de oportunidad que pasara de las miradas a las preguntas y, la verdad, cruzó los dedos para que la ocasión no se le presentara. Estaba hasta los mismísimos de explicar, de saciar la enfermiza curiosidad de la gente por los asuntos ajenos, de tener que dar razones para evitar males mayores. Hasta los mismísimos cojones.

Pero por más que cruzó dedos de manos y pies, no cayó la breva. Clinton recibió una llamada y salió del ruidoso local para poder hablar sin tener que dar voces. Las mujeres Swynton anunciaron que iban al baño, la bomboncita dijo "yo también" y Dylan alzó la vista al cielo, rogando clemencia.

Una clemencia que no recibió.

Miró de reojo a Evel que le obsequió otra de sus sonrisas "por más que te miro no acabo de creer que hayas caído como un chorlito" y Dylan exhaló un suspiro de aburrimiento.

—Suéltalo de una vez —le dijo.

Como era de esperar, Evel no se lo hizo repetir dos veces.

—Ya me resultó raro enterarme de que estabas aquí, pero al ver cómo os mirabais Andy y tú cuando estábamos en el patio de su casa, la cosa empezó a tener sentido… —Evel dejó de hablar y cambió de sitio, sentándose junto al irlandés. Se acercó y le dijo al oído— hasta que os despedisteis. Ni un beso en la mejilla, tío. Ni un roce. Te largaste sin siquiera tocarla. Nada menos que tú, que eres una bestia parda con las mujeres. Alucino, te lo aseguro —buscó la mirada del irlandés, a punto de soltar una carcajada—. Así que, por favor, dímelo: ¿salís juntos o todavía estás haciendo méritos? 

Dylan odiaba hablar de sus asuntos. Lo odiaba. Y odiaba más todavía que un tipo tan reservado para sus historias como Evel, demostrara serlo tan poco cuando se trataba de las historias de otros. Pero sabía que evadir el tema solo serviría para que le siguieran dando la brasa con miraditas y comentarios.

—Ninguna de las dos cosas —replicó.

El cerebro de Evel comenzó, raudo, a trazar las asociaciones pertinentes. Su rostro lucía cada vez más asombrado con lo que deducía.

—Así que no ha sucedido todavía. Pero sucederá, por eso estás aquí —Dylan permaneció mirándolo sin conceder ni negar, lo cual propició más deducciones por parte de Evel que remató la faena diciendo—: Y no estás haciendo mérito porque ya lo has hecho y no te hace falta, lo que me lleva a pensar que entonces, los celos de Conor de aquella noche, no eran producto de la noñería, ¿eh?

Para Evel fue decirlo y presenciar como al tío más pasota del planeta Tierra se le cambiaba la expresión de la cara.

—Pues si descartamos la ñoñería, entonces solo queda una opción, tío; su absoluta falta de confianza en la mujer de la que juraba y perjuraba estar metido hasta las trancas —sentenció el irlandés.

 Y volvió la vista al frente.

Evel asintió varias veces con la cabeza, sorprendido y a la vez impresionado por una reacción que no había esperado de un tipo como Dylan. El mismo tipo que le había sacado los colores a su puntillosa caballerosidad una y otra vez los últimos tres años y que ahora saltaba al ruedo a proteger el honor de su dama. Verlo para creerlo. Asombro era poco.

—Claro, disculpa —concedió—. He dicho una soberana estupidez.

Y para Dylan, fue oírlo y sentir que rompía a sudar. Era demasiado racional para atribuirlo al cabreo que todavía seguía sintiendo por Conor. Demasiado realista para no darse cuenta de que estaba protegiendo a Andy, llevaba haciéndolo desde que había puesto un pie en la isla… De hecho, desde mucho antes. Llevaba meses omitiendo, que era una forma de faltar a la verdad, o, directamente, mintiendo para protegerla. Justamente él y justamente a ella, pensó. Como si Andy no fuera capaz de cuidar de sí misma, ahí estaba él, el alfa de la manada protegiendo a su hembra. Una hembra que había demostrado tener cuatro ovarios, no dos, y que no necesitaba que ningún macho le cuidara las espaldas. Para que luego las dulces señoras Swynton dijeran que “el amor le sentaba bien”. ¿Bien? Estaba fatal. Cada día peor. 

Qué ganas de borrarme del mapa, joder.

Por suerte, esta vez sus ruegos hallaron satisfacción. Y por partida doble:  su móvil local empezó a sonar y el nombre que parpadeaba en la pantalla anticipó que se trataba de Andy, moviendo ficha.

* * * * *

—Pero fíjate, si es la jefa de sala del restaurante más cañero de la isla probando a ver si funciona mi nuevo número local… —dijo el irlandés, al tiempo que se abría camino entre la gente que abarrotaba el local, hacia la calle.

De pronto, había pasado de estar fatal a estar fantástico.

A poco menos de un kilómetro de donde estaba él, Andy, que también había salido a la calle a respirar aire fresco tras un turno de cenas mortífero, sonrió.

Ya sé que funciona, te llamé esta mañana para quedar ¿o ya no te acuerdas? 

Aquella voz tierna le acarició los oídos y siguió camino a lo largo y ancho de todas sus terminaciones nerviosas. Detrás de la caricia vino el escalofrío, y luego una sucesión de ellos y luego…

Céntrate, Dylan. Céntrate, tío.

—Es que de eso hace un siglo. Fue ayer, no hoy. —Sonrió ante lo que estaba a punto de decir y lo que diría la criatura preciosa cuando lo oyera—. Hoy todavía no me habías llamado, nena.

La escuchó reír y a continuación reír un poco más al tiempo que respondía:

¡Pero si son recién las doce y cuarto de la noche! Si no lo dices ni siquiera me había dado cuenta de que ya es otro día… Eres un caso… Dime ¿qué tal lo llevas?

Dylan se alejó varios metros de la puerta de entrada del local, donde un grupo de siete u ocho treintañeros de ambos sexos conversaba animadamente acerca de un concierto o una actuación en vivo a la que habían asistido. Lo hacían tan alto que habría podido seguir la conversación con todos sus detalles desde donde estaba. Se alejó lo suficiente para poder oír lo que le interesaba, o sea a Andy, y se recostó contra la pared, dispuesto a disfrutar del momento ahora que, al fin, había llegado.

Y a seguir apostando fuerte, a ver cuántas fichas hacía caer de una tacada.

—Bueno, ya sabes, se me ocurre una manera mejor de pasar la noche, pero no me quejo.

El silencio que ocupó los siguientes instantes le confirmó que había hecho diana. 

En aquel momento, dos chicas se detuvieron frente a él. Las dos le obsequiaron una sonrisa, hablaron algo entre ellas, y al fin una se le acercó. Súper maquillada, con el cabello de color violeta y tatuajes en las grandes porciones de piel que exhibía. No podía tener más de dieciocho o diecinueve. 

La muchacha le dijo algo en menorquín que Dylan ni entendió ni mostró el menor interés por que se lo explicaran, tras lo cual le entregó un trozo de papel y le hizo el gesto internacionalmente conocido de “llámame”… justo en el momento en que la voz de Andy volvía a acariciarle los oídos.

Y menuda caricia.

¿Te refieres a mí? Uy, qué galante, calvorotas…

—¿A ti? Qué dices. Me refiero a la sirena del pelo violeta que no puede tener más de veinte y me acaba de dar su número por todo el morro… —dijo con guasa—. Solo el número, nada de nombres. Qué práctica, ¿no?

A la pobre se le habría olvidado hasta cómo se llamaba al verlo, ¿qué esperaba? Semejante tiarrón que estaba más bueno que el pan, pensó Andy. Y que a estas alturas debía tener en su poder todo el puñetero listín telefónico de Baleares… 

Qué mierda.

Sé de alguien que tiene más de treinta y es igual de práctico a la hora de facilitar su número de móvil —replicó con segundas.

Y yo sé de una que pica que da gusto… No te pongas celosa, nena.

—Y mejor no hablamos de cómo lo sabes, ¿no? 

Andy meneó la cabeza sonriendo. Ahí estaba él, desempolvando recuerdos del pasado. Concretamente del día que Amy le había invitado a una cerveza y él se lo había agradecido flirteando con el mensajero. Mejor dicho mensajera; ella.

De eso, nada. No estaba cotilleando asuntos ajenos y reconozco que al principio tuve mis dudas, pero ese mensaje era para mí, Dylan. Tú lo sabes y yo también.

Por supuesto que era para ella.

—Una jugada maestra, ¿eh? —concedió el irlandés.

Qué cabrito eres…

Dylan sonrió para sus adentros. Las cosas, al fin, empezaban a situarse como él quería. En línea, una junto a otra para lanzar la bola y hacer strike.  

—Ingenioso, más bien —matizó—. Puedo ser súper creativo cuando voy tras algo… Y súper determinado. Un bulldozer en toda regla.

¿Ese algo… soy yo? —Se las arregló Andy para decir. 

La respuesta no se hizo esperar. Llegó en un tono grave, súper masculino. Deliberadamente sensual.

—¿No es evidente? 

Andy se mordió el labio de pura desesperación. Aquellas palabras habían tenido el mismo efecto que la mano del irlandés deslizándose suavemente por su espalda. Era como si estuviera allí, contemplándola mientras su mano la ponía al límite. Se le había erizado todo el vello del cuerpo. Todo.

—¿No lo es? —insistió él. Su voz fue apenas un murmullo.

Andy permaneció en silencio. El corazón latía tan fuerte que por momentos tenía la sensación de que conseguía que el pecho le temblara. Saludó con un gesto a uno de los pinches que salía a tirar la basura. Pronto, saldrían los demás a fumar un cigarrillo antes de encarar la limpieza de la cocina. Tenía que acabar la llamada, recuperar su corazón de donde fuera que estuviera después de haber botado fuera de su cuerpo, y regresar a preparar las mesas para el día siguiente.

¿Me dejas que te responda mañana… hoy? 

Otra vez aquella voz dulce, acariciándolo entero. Otra vez esas ganas demenciales de encerrarse con ella donde fuera y tirar la llave. 

Aishhhh… Cómo me matas, preciosa…

Dylan respiró hondo.

—Así que nos veremos hoy… ¿Has hablado con mi asistente? —preguntó haciéndose el interesante.

La sonrisa regresó al rostro de la camarera.

Verás, había pensado que si me vienes a buscar al gimnasio, podríamos desayunar juntos…

—Ya. O sea que otra vez me toca hacer de chófer…

Su risa divertida volvió a ponerlo al límite por enésima vez.

Sí, lo siento, calvorotas… Pero es que acabo de acordarme de que mi coche sigue aparcado donde quedamos ayer…

Tenía razón. Él tampoco había caído en eso.

—Ay, esa memoria… Cualquiera diría que tienes la cabeza en otras cosas… —le dijo con segundas. 

Segundas que ella volvió a ignorar.

Salgo a las ocho y media. ¿Vendrás a buscarme?

—¡¿A las ocho y media de un domingo?! —Ella rió y él fue a por todas—. Que te quede claro que pienso cobrármelo con intereses. Y el premio tendrá que ser la hostia de bueno, ¿entendido?

Entendido. Ocho y media. Ahora, vuelvo al trabajo, ¿vale?

Dylan apretó los párpados. 

Cortos, cortísimos, le resultaban los momentos que pasaban juntos. Exhaló un suspiro.

—Qué remedio.

Andy volvió a regalarle su risa y cortó la comunicación.

* * * * *

Sin embargo, Dylan y Andy todavía estarían en contacto una vez más antes de irse a dormir. 

Fue dos horas más tarde cuando el irlandés al fin pudo disfrutar de un rato de estar a su aire, un rato de soledad que el cuerpo le llevaba pidiendo a gritos todos el día.

Los Rowley se habían ido a acostar. Evel y su mujer estaban haciendo turismo nocturno por la isla. El elegante caserón de tres plantas se hallaba en silencio, enteramente a su disposición. 

Dylan no se lo pensó dos veces. Tomó una bata nueva del baño de invitados y se encaminó al jardín trasero de la casa. Era tan grande como la vivienda, tenía incluso una piscina, y tanto el césped como los parterres lucían espectaculares a pesar de que la casa llevaba años desocupada. Angela había contratado una agencia para mantener las instalaciones en condiciones y sus serviciales vecinas isleñas se ocupaban de verificar que el trabajo se hiciera bien. Desde la terraza trasera, separada del jardín por tres escalones, el paisaje se tornaba imponente; a tan solo cincuenta metros, las olas rompían contra las rocas. Una inmensidad negra y silenciosa, apenas iluminada por la luz de la luna y solo interrumpida por el rítmico sonido de las olas rompiendo contra las rocas.

Dylan se deshizo de sus ropas, que dejó sobre uno de los sillones junto a la bata, pero volvió a calzarse. Atravesó el jardín hacia la pequeña valla posterior que limitaba la propiedad y saltó por encima de ella. Avanzó entre las piedras con cuidado hasta el borde rocoso. Alumbraba el camino con la linterna de su móvil a través de la senda más segura que había encontrado aquella misma mañana, cuando paseaba por el jardín. Si lograba llegar sin percances hasta el final, solo necesitaba sentarse sobre la roca y deslizarse dentro del agua. 

Lo logró y el contacto de la piedra con sus nalgas desnudas le sirvió para hacerse una idea de que el agua estaría más que fresca. Tirando a fría. O sea, exquisita. El primer chapuzón fue duro, pero pronto braceaba a sus anchas en el Mediterráneo.

Diez minutos habían bastado para recargar sus sistemas y dejarlo a punto para un buen sueño, a falta de algo que necesitaba más que el aire, pensó al tiempo que se estiraba a sacar el móvil de sus pantalones.

Tecleó:

"Te chiflaría estar aquí". Y le envió el mensaje a Andy.

Repantigado en el amplio sillón, el irlandés miraba la pantalla con una sonrisa de la que no era consciente mientras se secaba el pecho con la punta de la bata y su ansiedad por averiguar si podría tener otro poquito de la "preciosa criatura" antes de rendirse al llamado de Morfeo, subía imparable. 

Tras lo que le pareció una eternidad, obtuvo su respuesta:

"¿Te refieres al lugar o a la compañía? ;)".

Dylan rió de buena gana, en parte de alegría y en parte porque siempre disfrutaba muchísimo del lado cómico de Andy. Sus ocurrencias le resultaban súper frescas, tenían un punto de picardía juvenil, casi inocente, que suponían un cambio radical al tipo de intercambios hombre-mujer a los que estaba acostumbrado después de toda una vida de soltería. 

Él, sin embargo, no sería tan inocente:

"Acabo de bañarme en el mar y estoy en pelotas. Tu verás qué te chifla más".

A Andy por poco se le cae el móvil de las manos. Acababa de dar de comer a Luz que había vuelto a quedarse dormida. Sus neuronas habían pasado en milisegundos de la fase "niñera" a la de "mujer loca por un hombre". Por ese hombre. El del chapuzón en pelota picada.

Diossssss… La imagen que acababa de clavarse en el medio de su mente era capaz de resucitar a un muerto.

Todavía vestida con el uniforme de trabajo, se sentó sobre la cama, se apoyó en el espaldar y volvió a leer el mensaje. Comprobó que seguía disparando imágenes igual de calientes que la primera.

"¿Sigues ahí o te has desmayado?", fue el siguiente mensaje que recibió del irlandés y que le hizo caer en la cuenta de que seguía en Babia. Meneó la cabeza alucinada ante la seguridad en sí mismo de ese hombre por el que estaba loca de remate, aunque ni siquiera se lo hubiera comunicado al interesado todavía.

Ahora verás, pensó Andy. Tecleó:

"¿Me has despertado para fardar de tu pronunciada tendencia al exhibicionismo, Dylan? Espero que no".

El irlandés se quedó mirando la pantalla con el ceño fruncido unos instantes. Al fin, una sonrisa iluminó su rostro.

"No, no te despertaría para recordarte lo que te estás perdiendo. Lo sabes de sobra, nena. ¿Dónde queda tu gimnasio?"

Serás cabrito…

Los dedos femeninos volvieron a volar sobre el teclado:

"¿Y tenías que despertarme para eso? ¿No podías preguntármelo por la mañana? Vale, ahí van las señas”.

Y a continuación, recibió otro mensaje con la dirección del lugar donde Andy entrenaba. E inmediatamente después, otro que decía: 

"¿Algo más?".

Dylan volvió a reír. Tan seguro como de que estaba allí, "fardando de su pronunciada tendencia al exhibicionismo", que ella estaba soltando globos sonda. Ni la había despertado ni estaba enfadada.

"No estabas dormida".

¿En serio? Menudo engreído.

"¿Y tú cómo lo sabes? No sabía que tuvieras el don de la ubicuidad".

Vale, tocaba apostar fuerte otra vez. Dylan no se lo pensó dos veces.

"Lo sé porque a mí me pasa igual. La ansiedad por tenerte un rato, aunque sea así, me estaba matando… No iba a poder pegar ojo. Y tú tampoco".

Andy apretó los párpados y se deshizo en un suspiro enamorado, sabiendo que él no podía oírla. Dios, entre lo acertivo que era aquel hombre en todos sus avances y las ganas desesperadas que le estaban entrando de montarse en un taxi y plantarse en su casa en plena noche, estaba apañada.

La respuesta demoró en llegar, pero cuando lo hizo, Dylan lanzó un puñetazo victorioso al aire.

"Al final va resultar que sí tienes el don de la ubicuidad… Qué peligro, de verdad", decía el mensaje.

"No lo sabes tú bien", respondió él, a quien la sonrisa de ganador se le estaba tragando la cara. Pensaba hacer uso y abuso de ello.

Pero no ahora. El irlandés tenía claro que no podría mantenerla en aquel revelador intercambio de mensajes por más tiempo, que Andy no se dejaría. Y así lo manifestó el nuevo mensaje que iluminó su pantalla.

"Buenas noches, Dylan".

Esta vez fue él quién suspiró. 

"Buenas noches, nena".

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