Lola

Lola


TERCERA PARTE » 24

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Domingo, 22 de noviembre de 2009

Menorca.

Dylan llevaba allí más de diez minutos cuando Andy salió del gimnasio. A pesar del baño de mar y el posterior intercambio de mensajes, le había costado conciliar el sueño y sobre las seis, cuando se había despertado por última vez, ya no había podido volver a dormirse. 

Para colmo de males, al levantarse comprobó que Angela ya estaba dando vueltas por la casa, preparando la mesa de desayuno para su hija y su yerno que tampoco tardaron en hacer acto de presencia, luciendo más frescos que una lechuga después de una buena noche de sueño. Y de pronto, le resultó tan obvio que la única razón por la que un dormilón como él estaba de pie a esas horas de un domingo era la ansiedad que se lo estaba comiendo vivo, que se inventó una excusa para quitarse de en medio antes de que las miradas y los comentarios pícaros volvieran a empezar. Otro tanto que apuntarle a la preciosa criatura, sin duda. Que él recordara, todavía estaba en la escuela primaria la última vez que algo -llamado paperas, concretamente- le había impedido dormir como un topo toda la noche.

Andy venía conversando con dos compañeros que solían entrenar a la misma hora, pero en cuanto vio a Dylan su atención los abandonó definitivamente y se concentró en el hombre que la esperaba, apoyado ligeramente sobre el guardabarros de su monovolumen. Probablemente se debería a que el irlandés le resultaba más mirable cada minuto que, valga la redundancia, lo miraba, pero… Qué bien le sentaba el color petróleo. Ya era difícil no reparar en él cuando escogía ropa ceñida y se ponía esas camisetas sin mangas, o de mangas muy cortas que exhibían sus múltiples tatuajes, hoy que se había decantado por un estilo más masculino -menos ceñido y más elegante-, era un imán de ojos femeninos. Los suyos, desde luego, los tenía pegados, pensó al darse cuenta de su (alarmante) nivel de abstracción en las vistas. Por suerte, el irlandés no se había percatado. 

—Qué raro es verte sin moto… ¿Dónde la has dejado, por cierto?

Los ojos de Dylan siguieron a los dos obeliscos que habían salido con ella hasta que montaron en sus respectivas motos; luego, al fin, se centraron en Andy.

—¿Guardaespaldas? —le preguntó. Su tono sonó razonablemente divertido, hasta cierto punto, desenfadado. Pero en el fondo, Dylan sabía que no era así; aquello no le había hecho ni puta gracia. No entendía el por qué y lo que sí entendía era que se trataba de una soberana gilipollez que, por el bien de su salud mental, esperaba que fuera transitoria.

Ella volvió la cabeza brevemente para mirar a los chicos que se alejaban. Los saludó con un gesto de la mano.

—Qué va. Esos músculos son de utilería. Pura fachada —miró a Dylan con una sonrisa y volvió a repetir su pregunta—: ¿Y tu moto? 

—En Niza.

Vaya. Un motero no se iba muy lejos sin su moto, y en el caso de tener que dejarla en casa, nunca era por mucho tiempo. Lo cual quería decir que…

Bah, qué más daba. 

Andy asintió y cambió de tercio.

—¿Qué, vamos a desayunar? Invito yo —dijo. En apariencia animada. En apariencia, la de siempre. Pero al irlandés no le pasó desapercibida aquella ráfaga de nubes que habían ensombrecido sus ojos durante un brevísimo instante. Ni tampoco la rapidez con la que le había dado la espalda y se había puesto en marcha, ocultando su rostro. Poniendo fin al tema y al momento. 

A Dylan se le rió el alma ante aquella inequívoca señal de interés por parte de Andy. La primera del día y una señora señal. De contar con las piezas del rompecabezas que le faltaban, la reacción de la preciosa criatura habría sido bien distinta, pensó. Un dato tan aparentemente intrascendente como la localización actual de su Harley Davidson encerraba, por sí sola, información suficiente para que ella dedujera todas las respuestas que ansiaba conocer y por las que aún se resistía a preguntar. Casi se sintió tentado de darle alguna pista.

Casi. 

Al fin, el irlandés apuró el paso detrás de Andy que no fue muy lejos; apenas cincuenta metros, hasta una cafetería decorada estilo años cincuenta, con las paredes cubiertas de pin-ups, y una de carne y hueso luciendo un primoroso uniforme de camarera color rosa detrás del mostrador.

A juzgar por la cantidad de testosterona que se respiraba en el ambiente, aquel local vistoso y agradable era el punto de reunión de los alumnos del gimnasio. Todas las mesas estaban ocupadas excepto una, ubicada al fondo, hacia la cual Andy guió el camino, saludando a unos y a otros sin detenerse a conversar. La pin-up de carne y hueso, una morena de curvas pronunciadas que Dylan calculó rondaría la treintena, no tardó en acercarse y después de saludar a Andy con un beso en cada mejilla, se puso a conversar con ella.

El irlandés tenía la sensación de que hablaban de él, pero entendía poco y nada del dialecto local y no acababa de estar seguro de interpretar bien lo poco que creía entender. 

En efecto, hablaban de él. O mejor dicho, ella hablaba; Sofía, la dueña de la cafetería. 

—Tú siempre tan bien acompañada, chica. ¿Compañero nuevo del gimnasio? Debe tener a las monitoras loquitas con esos tatuajes… ¿Son de cuerpo completo o lo que se ve es todo lo que hay? 

Dylan sonrió por hacer algo cuando las dos mujeres lo miraron risueñas. 

—Es un amigo y sí, hay más tatuajes de los que se ven —respondió Andy.

—Con lo que me gustan a mí los tíos tatuados —dijo la dueña de la cafetería con tanto sentimiento que Andy volvió a reír. Entonces, la mujer se volvió al oír que la llamaban de una de las mesas y dijo—: ¿Te sirvo lo de siempre? —Andy asintió y Sofía se dirigió a Dylan—: ¿Y a ti, guapo, qué te pongo?

La mirada del irlandés, claramente pidiendo socorro, se trasladó de la mujer que le hablaba a la que no le hablaba y se lo estaba pasando bomba a su costa. 

—Pregunta qué quieres desayunar —aclaró Andy, aguantando la risa. 

—¿Y encima es inglés? —dijo la mujer en el idioma de Dylan—. Haberlo dicho, Andy. Pensé que era un isleño que yo no tenía controlado. ¿Te recomiendo algo o eres de los que tienen las ideas claras?

Y tan claras, pensó Dylan.

—Soy irlandés —precisó mirando a las dos mujeres—. Y os dejaré que decidáis mi desayuno. Por esta vez.

* * * * *

A Dylan le había tocado en suerte un café de sabor intenso y una rebanada de pan tipo casero rociada con aceite de oliva sobre la que habían extendido varias lonchas de jamón que devoró de cuatro bocados. 

Para sorpresa de Andy, él pidió que le trajeran otra que también devoraba con evidente placer mientras ella disfrutaba de su desayuno sano -a lo que Sofía se había referido por “lo de siempre”- consistente en un batido de plátano hecho con leche de soja, y un sandwich vegetal de pan de centeno. 

El ambiente era súper distendido y se notaba que los dos estaban disfrutando del primer momento realmente a solas y sin sobresaltos desde que Dylan había llegado a la isla. A Andy le recordó las épocas de sus charlas barra mediante en el MidWay; a Dylan, los pocos pero significativos momentos “post-sexo” que habían pasado juntos, cuando saciado (temporalmente) el deseo y a cubierto de miradas críticas, se mostraban tal cual eran. 

—¿Cómo está tu madre?

—Empeñada en que te invite a merendar esta tarde. Eso quiere decir que está bien. 

Dylan alzó la vista de su tosta de jamón y miró a Andy, expectante.

—No es broma —afirmó con picardía mientras mordisqueaba un trozo de tomate que asomaba de un extremo de su sandwich, amenazando con lanzarse en plancha justo dentro de su batido—. Dulce y simpática como la ves, puede ser muy insistente cuando se le mete algo entre ceja y ceja. 

El irlandés hizo un gesto cómico con la boca que a punto estuvo de conseguir que Andy se atorara con su batido.

—Quién me ha visto y quién me ve haciendo mérito con la madre de la chica… —dejó caer, mientras continuaba devorando su tosta como si no acabara de soltar una bomba de neutrones sobre la primorosa mesa del desayuno.

Y al fin lo consiguió. El gesto del irlandés se quedó en el “a punto”, pero sus palabras ocasionaron el desastre. Un sorbo de batido salió disparado, en plan llovizna, sembrando de diminutas gotitas blancas todo lo que se hallaba en un radio de cincuenta centímetros. Al atoramiento, siguió un ataque de risa que el irlandés contempló maravillado. 

—¡Mierda… Mira la que he liado! —exclamó la camarera, desternillándose.

Y mientras Andy todavía riendo y un tanto ruborizada intentaba limpiar el pequeño desastre con ayuda de una servilleta, Dylan no podía pensar en otra cosa que podría pasarse horas así, haciendo tonterías solo por el placer de oírla reír, completamente embrujado.

Hubo un intercambio de miradas cómplices, pero ningún comentario. Y tal como esperaba el irlandés, la conversación continuó por otros derroteros.

—Por lo que veo te llevas fenomenal con el jamón —comentó Andy al ver que de la segunda tosta ya no quedaban más que migas—. ¿Te pido otra?

Dylan declinó el ofrecimiento con un gesto de la cabeza.

—Desde que nos conocimos somos íntimos, sí —comentó. Y bromas aparte, era un fan devoto del jamón desde que lo había probado por primera vez en Andalucía, hacía años. 

—¿Has hecho las paces ya con el atún? —insistió ella, sonriente—. Porque te diré que te lo vas a encontrar a menudo en estas tierras…

Dylan sonrió al recordar una de sus conversaciones delirantes barra mediante en el MidWay.

—No aguanto a los pesados y el tío es pesado a más no poder.

Andy asintió. Durante unos instantes revolvió su batido con la mente a kilómetros de allí. Al fin, decidió soltarlo.

—¿Y con Amy? ¿Has hecho las paces?

Sus miradas se encontraron. Millones de kilovatios de energía amorosa fluyeron entre los dos, rodeándolos. Cautivos de los que sentían el uno por el otro.

Dylan no se lo pensó. 

—¿Quién es Amy? —murmuró. Lo último que deseaba era tener a la amiga de Abby como tema de conversación.

Andy miró a otra parte, contrariada. Le costaba un mundo hacerle según que preguntas y recibir ese tipo de respuestas no contribuía a la comunicación. Debería entender que ella necesitaba saberlo. 

—Prefiero que me digas que no quieres hablar del tema, Dylan. No me gustan las evasivas.

—¿Por qué quieres hablar de ella? —le preguntó mirándola a los ojos—. No hay nada que contar. 

Esa no era exactamente la clase de respuesta que esperaba, pero teniendo en cuenta la practicidad del irlandés, sin duda, era una respuesta categórica. Andy asintió.

—¿Nada de nada? —insistió con su vocecita dulce.

Dylan respiró hondo y decidió ser magnánimo. Por ella. Por Andy. 

—Cuando se trata de follar me da un poco igual si son buena gente o no. Pero para estar en mi vida, sí que cuenta.

 El irlandés apartó la mirada considerando cómo seguir. Lo había enfadado mucho no haberse dado cuenta antes de que la rubia platino era una aprovechada. Había creado una situación muy desagradable en Barcelona que podía haber terminado mucho peor de lo que acabó. Pero ya le había dicho a ella, en su cara, lo que pensaba y encima se había quitado el regusto amargo, aceptando su regalo de despedida antes de marcharse de Londres. Su ego se había quedado a gusto. Y no tenía nada más que decir. Ni a Andy ni a nadie, pero menos a Andy. Sin embargo, era evidente que la preciosa criatura necesitaba saber más. Volvió a mirarla.

—Ella no pasó ese filtro. Por eso no hay nada que contar, Andy. ¿Te vale así?

Por supuesto que le valía. Con lo fácil que habría sido contarle las razones que lo habían cabreado tanto que todos, incluida ella misma, lo habían tomado por un ataque de celos. No lo había hecho. De la misma manera que tampoco lo había hecho con Conor en su momento. En siete meses siendo testigo de montones de conversaciones en el MidWay, jamás había escuchado a Dylan hablar mal de nadie. Lo cual, sin duda, decía mucho de él. 

Andy esbozó una ligera sonrisa y asintió. Bebió otro sorbo de batido. 

Dylan continuó observándola. Estaba bastante seguro de lo que vendría a continuación y esperó con un nivel inusualmente alto de ansiedad. 

—Vino a verme a Barcelona… Conor —aclaró. 

Como si hiciera falta aclararlo, pensó con incomodidad. El irlandés permanecía en silencio, mirándola con tanta intensidad que no entendía cómo todavía seguía de una pieza.

—Reconozco que me sorprendió. Lo último que me imaginé aquel día era que se me presentaría allí.

Había empezado y tenía que continuar, pero los recuerdos de aquella tarde seguían siendo agridulces y tremendamente reveladores. 

Quizás demasiado. 

Demasiado reveladores como para compartirlos. 

Después de todo, ¿qué sabía de Dylan hasta el momento? Que había venido a verla, a por esa “posibilidad entre cien millones” de que la razón de que Conor ya no pintara nada en su vida, fuera él. Muy bien, ¿y qué más? Porque emocionante como le resultaba que el irlandés estuviera allí, sus razones para mantenerse alejada de la tentación también seguían allí. Tan claras y preocupantes como siempre.

—Hay mujeres que dan segundas oportunidades… y terceras —su propia madre, sin ir más lejos—. Pero mis desencantos tienen mal arreglo. Y también supongo que he crecido diez años de golpe. Por las circunstancias —meneó la cabeza con cierta incredulidad—. Cuando se puso a imitar al mimo en las Ramblas haciendo reír al mundo de gente que los rodeaba, de pronto, tuve la sensación de que estaba con Danny y no con el motero que me había hecho suspirar durante meses… Fue un shock —admitió con un gesto tristón.

Toma ya. Tanto devanarse el seso pensando cómo se las había arreglado Conor para volver de Barcelona con las manos vacías, y resultaba que la culpa la había tenido su propensión a hacer el gilipollas. Bien. No había sido una confesión de amor en toda regla, del tipo “y entonces me di cuenta de que eras tú por quien suspiraba”, pero le valía.

A Dylan le valía cualquier razón que eliminara a Conor de la ecuación. 

—Y yo que pensaba que nuestros polvos épicos habían tenido que ver… —apuntó el irlandés con su desparpajo característico.

Andy sonrió. Había tenido que ver. No solo la química que existía entre los dos. Él. Su forma de ser y de hacer. Sin proponérselo -y sin que ella misma fuera consciente al principio-, le había mostrado qué se sentía, cómo era estar con un hombre hecho y derecho. 

Y desde luego, no había color. Dylan era un pedazo de hombre en todos los sentidos de la palabra. En lo que a Andy concernía, nadie le hacía sombra al irlandés.  

Que fuera admitirlo, así sin más, era otra cuestión.

—Ya ves que no —mintió la camarera.

* * * * *

La pareja había llegado a la residencia de Cala Morell en vehículos separados después de recoger el utilitario de Andy del lugar donde se había quedado el día anterior. Atravesaron el césped intercambiando miradas pícaras a cuenta de la escena que había tenido lugar en aquel mismo jardín veinticuatro horas antes, y cuando Dylan repitió el gesto de hacerse un lado y dejarla entrar en la vivienda en primer lugar, Andy comentó:

—Sigue sin parecerme una buena idea. Que te quede claro, calvorotas.

Él sonrió para sus adentros y sus ojos del color del cielo mostraron que el cazador que vivía en él ya estaba agazapado, acechando.

—Tranquila, no hay peligro. El alféizar más alto está a noventa centímetros del suelo. Los he medido a todos.

Andy explotó en carcajadas y mientras le daba un codazo de broma en el estómago, sus mejillas viajaban a sus anchas por toda la escala de rojos.

—¡Calla, hombre! ¡Qué memo eres…! —Rió—. La pobre Angela alucinará con nuestras conversaciones…

—Y lo que alucinará cuando vuelva a la isla y se los encuentre veinte centímetros más altos, ¿qué? Va a alucinar pepinillos —apuntó el irlandés y echó a reír también. 

La imagen de Angela, tan compuesta y tan políticamente correcta, mirando intrigada la reforma que habían sufrido los arcos de sus ventanas, le resultaba tronchante.

La pareja entró en la vivienda partiéndose de risa para regocijo de la dueña de casa que ponía un ramo de rosas frescas en el florero del recibidor.

—¡Ah, qué maravilla es veros reír, chicos! Venid, pasad, que el café está casi a punto… —los “chicos” entrecruzaron miradas y siguieron a Angela hacia el salón—. ¿Qué tal ha amanecido tu madre hoy, Andy? ¿Está mejor?

—Sí, sí, gracias… Durmió toda la noche como un lirón y hoy ya estaba dándole indicaciones a todo el mundo.

Otro cruce de miradas y otra vez, los recuerdos asociados a punto de desencadenar un nuevo ataque de risa en Andy que un comentario de Angela logró detener en el último instante.

—No creo que le haga falta dar muchas indicaciones, cariño mío. Con dos hijos tan buenos y responsables como tu hermano y tú, no lo creo. Se nota que está orgullosa de vosotros —dijo Angela acariciando el cabello de la joven, a lo que ella respondió con una sonrisa agradecida.

Dylan contempló la escena mientras pensaba que aquella frase que generalmente se decía por decir, en este caso le parecía cierta. Cuando Anna miraba a sus hijos, especialmente a Andy, había orgullo y admiración. Dylan no recordaba haber visto esa mirada en sus padres.

—¿Y la pequeña Luz? —quiso saber Angela—. Será una rompecorazones de mayor ¡con meses ya los tiene embelesados a todos en casa!

—Ya lo creo. Cuando Danny está en casa la monopoliza por completo —y aunque pudiera parecer una queja, el tono de su voz y la expresión de la camarera mostró claramente que no era así. 

Estaban llegando al salón cuando empezaron a oírse las voces de Evel y Abby que subían las escaleras que conducían a la planta sótano de la vivienda. Pronto aparecieron en el pasillo y se unieron al grupo. Tras los saludos de rigor, Angela puso tal cara de pícara que hizo reír a Andy cuando les preguntó:

—¿Has acabado de convencer a tu bomboncito de que este es el lugar idóneo, Brian, o necesitas mi ayuda?

—¿Idóneo para qué? —intervino Dylan con un interés egoísta en el tema ya que vio peligrar su querida y deseada vida solitaria. Por favor, que no dijera que pensaban quedarse una semana más, a tomarse unas “merecidas vacaciones”. Que se las tomaran, sí, pero en otra parte.

—La palabra clave es “boda” —respondió Angela, feliz ante la idea de que al fin volviera a asomar por el horizonte aquella idea tan romántica que una intervención inadecuada de los padres de la novia había echado a perder en agosto.

“Otra boda no, por favor”, pensó Dylan con desesperación. ¿Pero qué le pasaba a todo el mundo? ¿Acaso era una enfermedad infecciosa? Ya se veía ocupándose de las luces y el sonido de otro bodorrio coleguil. Y antes de que pudiera acabar de quejarse a gusto, una voz, perteneciente a la última persona que habría imaginado, se dejó oír. Sonó tan feliz y dicharachera como la de Angela.

—¡Ay, sí, sí… qué bien! ¡Tenéis que celebrarla aquí! ¡Es un paraíso! Y además, lo tenemos todo: casas de sobra para alojar a los invitados, restaurante para la comilona ¡y qué comilona, porque no sabéis lo bien que cocina mi primo Ciro! Y la boda… ¿La has llevado a Sa Cova d`en Xoroi14, Evel? —dijo, mirando a su ex jefe y a su mujer alternativamente, súper excitada—. ¡Es un lugar de película! ¡Ideal para una boda!

La respuesta era sí. En las pocas horas que llevaban en Menorca, la habían recorrido de un extremo al otro. Abby se había enamorado de aquella pequeña isla en cuanto había puesto un pie en ella y al ver las legendarias cuevas se había quedado con la boca abierta. Él, lógicamente, no había perdido la ocasión de comentar que era "un lugar ideal para una boda".    

—¡Y a ti que te preocupaba que no hubiera suficiente alojamiento, cariño! —exclamó Angela, cada vez más animada— ¡Tenemos hasta un chef con dos estrellas Michelin para deleitarlos a todos con sus delicias!

—¿Tenemos chef para la boda? —preguntó Sylvia, que junto a su esposo, se habían acercado a ver qué era todo aquel bullicio—. ¡Eso es fantástico!

Evel miró a su mujer con los mismos ojos de hombre enamorado que se le ponían cuando ella entraba en su campo visual. Abby, de pronto, parecía haber vuelto a la vida en aquel asunto. Por primera vez desde la tarde de la discusión familiar, no solo no rehuía el tema “boda”, sino que se mostraba ilusionada, pensó el motero de la cresta. Dios, al fin.

—Todavía no me ha dado el “sí” —dijo rodeándole la cintura con un brazo mientras ella le regalaba una de sus sonrisas tiernas—, pero tengo esperanzas. Es lo último que se pierde, así que… Igual mi chica me dice que sí.

—¿Te casarías conmigo otra vez, motero? —le preguntó Abby, rezumando dulzura.

Dylan miró alrededor y puso los ojos en blanco. Todo el mundo estaba abstraído en el momento azúcar de la pareja. Hasta Clinton Rowley -que después de él, era el tipo menos dotado románticamente hablando- contemplaba a la pareja con una cara desconocida. 

—Decidme que no será este año, por favor. Decidme que no joderéis mi única semana de vacaciones haciéndome montar las luces y el sonido para otra boda. 

Evel le rodeó los hombros con un brazo, le dio un apretón cariñoso.

—Tranquilo, chaval. No te joderemos las vacaciones y para que veas lo buenos que somos, también te daremos tiempo a que busques tu propia casa, ¿verdad, Abby? —ella asintió ilusionada y Evel se creció—.

Habrá boda en Menorca, pero no será este año.

—Ah, joder, qué peso me has quitado de encima, tío —respondió el irlandés, que en un inusual ataque de expresividad, le dio un abrazo agradecido que todos celebraron con risas.

Todos, excepto Andy. 

Y no porque no le hicieran gracia las salidas de Dylan, sino porque ella seguía colgada de otra secuencia de la escena. De esa en la que Evel había dicho que le daría tiempo a que se buscara su propia casa. ¿No había venido de vacaciones? Cada segundo que pasaba su corazón latía más fuerte. 

Más fuerte y más rápido.

—¿Estás buscando casa en la isla? —se las arregló para preguntar sin que el corazón se le saliera por la boca. Pero la cerró de inmediato. Se mordió los labios y mantuvo la mirada, totalmente consciente de que se estaba sacudiendo por dentro.

Dylan miró de reojo a Evel, enviándole toda clase de maldiciones por la diarrea verbal que parecía afectar a un tipo que siempre había tenido por reservado. Seguramente, sería un efecto secundario del amor, pensó. Antes de enrollarse con Abby, era bastante “potable”. Moñas, pero potable.

Angela, que estaba a su lado, le apretó cariñosamente el brazo y fue entonces que el irlandés notó que absolutamente todo el mundo estaba pendiente de él. Andy, por supuesto, la que más. 

Sin duda, era un momento M, pensó con guasa. A ver qué tal se te da, chaval.

Miró a Andy con una pretendida sonrisa irónica que, en realidad, fue tremendamente dulce.

—¿Y cómo esperabas que aprovechara esa posibilidad entre cien millones, chateando por Messenger? —le dijo.

Andy respiró hondo una vez y otra. Sacudió ligeramente la cabeza, confusa y cada minuto más enamorada.

—¿No has venido de vacaciones… ?

Dylan se la comió con los ojos. Nunca le había importado especialmente la presencia de público y llegados a este punto, para él, en su mente, solo estaban él y la mujer que había desatado un huracán de nivel siete en su vida.

—¿Menorca?, ¿en noviembre? Alguien me dijo que era una pésima idea.

Andy exhaló un suspiro, pero antes de que pudiera decir o hacer algo, Evel volvió a intervenir. Más asombrado, incluso, que la propia interesada.

—Tío, llevas dos días aquí… ¿De verdad, todavía no le habías dicho nada? No me lo puedo creer —se quejó el motero de la minicresta—. Yo soy Andy y te mato.

Abby miró a la pareja con gusto y a continuación a su marido, que al instante captó sus intenciones y miró a otra parte para no delatarse.

—Pues verás cuando se entere de lo que hay abajo —dijo, señalando graciosamente la planta sótano con un dedo.

Los ojos de Andy se desplazaron de Abby a Dylan, brillantes como estrellas. 

Y esta vez no fue Evel quien se fue de la lengua, sino Angela. 

—Pero, Dylan, cariño, ¿tampoco le has dicho que le has traído su moto? Muy mal, muy pero que muy mal.

La expresión de la camarera cambió en un solo instante. Ilusión, emoción, incredulidad, ansiedad… Todo en conjunto constituyó una visión que embrujó a Dylan mucho más que antes.

Andy ya corría escaleras abajo y sus palabras quedaron flotando en el aire:

—¡¡¿Me has traído a Lola?!!! ¡Diosssss, me va a dar un infarto de la alegría!

Cuando dejó de verla, el irlandés volvió a la realidad. Intentó poner cara de disgusto, de trasmitirles cuánto lo cabreaba que se metieran en sus asuntos. Pero después de ver cómo se había transformado aquella cara preciosa…

Dylan salió pitando tras Andy sin decir ni mu.

Tenía cosas muchísimo más importantes de las que ocuparse.

La anciana no se lo pensó dos veces y dirigiéndose a su familia, dijo:

—Propongo un día de turismo en familia. Hace años que no veo mis rincones favoritos de esta isla y estoy segura de que a Dylan no le importará que nos llevemos su coche —una gran sonrisa pícara apareció en su rostro—. Creo que hoy no le hará falta.

Como era de esperar, la propuesta de Angela fue aprobada por unanimidad.

* * * * *

Si había un lugar en el mundo en el que podía reinar el orden a pesar del caos, esa era la planta sótano de la residencia que Angela Swynton tenía en Cala Morell. Estaba conectada con el garaje por un doble portón metálico que permitía el acceso de un vehículo para facilitar el proceso de carga y descarga. Y, a pesar de que estaba destinado al uso de trastero, lucía impoluto. Muebles en desuso, cubertería extra, ropa, herramientas, mantas, sábanas… Todo tenía su sitio en la gran estancia y lo único que parecía fuera de contexto era la pila de ocho cajas perfectamente rotuladas y la vieja motocicleta Honda que Dylan había traído de Londres. Las primeras estaban situadas contra la pared de la izquierda, al otro lado de la vía de acceso; la segunda cerca del portón metálico, sobre un trozo de plástico para evitar manchar el suelo.

Dylan había salido a prisa tras la camarera, pero al llegar al sótano y encontrarla en pleno ataque de alegría, decidió tomarse su tiempo. Disfrutar de las vistas, porque si Andy le parecía todo un espectáculo sin arreglos ni situaciones especiales, en su actual estado de júbilo era la primera maravilla del mundo, ganándole por goleada a la Gran Pirámide de Giza. Acariciaba el manillar de su viejo trasto como si no lo hubiera visto nunca antes y soltaba grititos de alegría entremezclados con esa risa suya tan contagiosa… Dios, qué ganas de comérsela entera y no dejar ni las migas…

Sin embargo, la abstracción del irlandés duró muy poco. Hasta que en una de sus vueltas alrededor de la moto para mirarla desde todos los ángulos, Andy se percató de su presencia. Estaba de pie sobre el último peldaño de la escalera, con las manos en los bolsillos de sus pantalones, contemplándola.

—No puedo creer que hayas hecho esto —meneó la cabeza ligeramente y la sonrisa ilusionada no abandonó su rostro en ningún momento—. Estoy alucinando desde que has llegado, porque no has hecho más que sorprenderme a cada momento y cuando menos me lo espero, vuelves a hacerlo.

—Sí, soy una caja de sorpresas —concedió el irlandés. Bajó el escalón y empezó a acercarse a ella.

—Así que habías sido tú el comprador… —Frunció el ceño pero siguió sonriendo—. Estaba segura de que Tina… mi amiga me había dicho otro nombre… Markus algo.

—Gillmore, Markus Gillmore —dijo Dylan—. La compró para mí.

Los ojos de Andy mostraban cada vez más asombro.

—¿Pero… por qué?

—Para evitar oír gilipolleces peores de las que me tocó oír cuando le compré la moto a Dakota porque necesitaba pasta —al ver la expresión de puro alucine de la preciosa criatura, añadió con simpleza—. Soy práctico, ya te lo he dicho.

—Ya me lo has dicho, sí… —suspiró y volvió a mirarlo con los ojos muy brillantes—. ¿Por qué compraste a Lola?

Dylan movió la cabeza como si decidiera qué responder. Volvió a optar por la broma. Volvió a hacerlo porque sabía que lo que vendría después de la broma, probablemente no sería tan agradable como hasta ahora.

—No la habría comprado de saber que se llamaba así. ¿De quién fue la idea de bautizar con semejante nombre a una Honda del año del caño?

Nadie rió. Y nadie respondió.

Andy permaneció mirándolo. Sus ojos, cada vez más brillantes, no se apartaron del irlandés. 

Dylan respiró hondo.

—¿Qué por qué me tomé tantas molestias por alguien a quien le importaba tan poco que ni siquiera se dignó a darme su nuevo número de móvil cuando lo cambió? ¿Eso es lo que quieres saber? —Andy se puso roja y al verla, Dylan sacudió la cabeza sin ocultar su disgusto—. Supongo que pensé que te gustaría recuperarla… No sé, me dio la impresión de que era algo especial para ti.

—Muy especial. Era de Sonia —concedió ella. Tragó saliva en un intento de empujar la angustia que había empezado a apretarle la garganta—. El traslado a Barcelona nos dejó sin un penique… Traerla a España implicaba papeleo, dinero y discusiones con la vena mercantilista de los Estellés, que insistían en que con esa cantidad podía comprarme una nueva aquí… O sea, disgustos para mi madre que, como siempre, decidí ahorrarle —su mano, temblorosa, acarició el manillar—. Y sobre lo otro… No es cierto que no me importes, Dylan. Me importas mucho más de lo que crees.

—Vaya, es bueno saberlo…

—Lo digo en serio.

Dylan la miró fijamente, ni el más leve rastro de humor en su rostro.

—Yo también.

Dios, estás enfadado. Pues verás cuando sepas que…

Andy exhaló un suspiro.

—Estuve en Londres para la boda de Dakota —confesó. Y al ver la expresión del irlandés, pasó de estar helada de los nervios a sentir un calor horrible trepando por su rostro.

—Tienes que estar de coña.

—No es ninguna broma, no… Estaba lista: vestida y maquillada, y a diez minutos de salir, cambié de idea.

Andy bajó la cabeza. Tan solo el recuerdo de aquel momento volvía a traer consigo toda la ansiedad, toda su desesperación por volver a verlo…  Y todo el miedo a estrellarse.

—Cambiaste de idea —repitió él a ver si diciéndolo en voz alta, su cerebro conseguía asimilarlo.

A ver si conseguía desviar su atención de una realidad que se le había quedado atravesada a mitad de garganta y no bajaba de ahí. O sea, que mientras él se subía por las paredes, presa de la ansiedad, muriéndose por verla, ella estaba en Londres para asistir a la boda, pero había cambiado de idea. Había estado en Londres y se había largado sin hacer el menor intento de verlo. Ni una llamada. Nada.

El silencio que sucedió a aquellas tres palabras fue tan explícito que Andy, de repente,  se encontró justificándose.

—Mira mi vida, Dylan, ¿te parece que puedo permitirme la estupidez de jugar al romance? Hay veces que hasta yo saldría corriendo, ¿por qué no ibas a hacerlo tú?

Dylan alzó las dos cejas al mismo tiempo. La cosa mejoraba por segundos.

—¿Lo dices en serio? Francamente, no sé qué me alucina más: si descubrir la gran confianza que tienes en mí —su mirada se endureció— o que eres mortal. Que también la cagas, como todo el mundo.

Qué fácil era hablar de los errores ajenos desde la cómoda perspectiva de quien no tiene nada que perder. No le deseaba a nadie lo que ella había tenido que vivir, pero tampoco estaba dispuesta a tolerar críticas. Lo había hecho lo mejor que había podido. Tenía la conciencia muy tranquila.

—Perdona por no ser perfecta.

La respuesta de Dylan fue igual de cáustica.

—No sé si me da la gana perdonarte, guapa.

Ambos apartaron la mirada y guardaron silencio durante unos instantes. Pero Andy sabía que le tocaba mover a ella. Mover, de verdad.

—¿Puedo ser sincera sin que te enfades?

—Por favor —replicó él, mordaz.

Andy se removió incómoda, sin tener muy claro por dónde empezar. Al fin, se decantó por la verdad sin adornos, estilo Dylan. Diría la verdad pura y dura. Y que cada palo aguantara su vela.

—Me enamoré de ti. —Su mirada ascendió lentamente hasta que al fin encontró la de Dylan. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal al descubrir el brillo demencial en aquellos ojos claros que siempre le habían parecido increíblemente hermosos—. Y ahora que estás aquí… Mira, no sé si podría vivir con tu ausencia, pero lo que sí sé es que no soportaría una pérdida más, una decepción más. Ahora no. La muerte de mi hermana me dejó destrozada, estoy hecha polvo…

 Hizo una pausa al darse cuenta de que era la primera vez que lo decía en voz alta. La primera vez que lo admitía abiertamente. Ahora, el vacío que Sonia había dejado en su corazón parecía insondable. ¿Dejaría de doler tanto alguna vez?

—Y no puedo permitirme flaquear —lo miró directamente—. Demasiadas cosas dependen de mí, ¿lo entiendes? Así que… Por favor, por lo que más quieras, Dylan… Si no estás seguro de esto… —Andy dejó de hablar cuando la angustia le cerró la garganta y apartó la vista.

Tenía gracia, pensó él, para una vez en toda su vida que se colgaba de una mujer, la candidata no era que perdiera el culo por verlo o estar en contacto con él, precisamente. Y eso que, según ella, “se había enamorado de él”, ataja esa. El asunto de la (falta de) confianza, mejor ni mentarlo, claro, porque entonces… Tenía razones de sobra para sentirse cabreado, incluso hasta cierto punto ofendido. Probablemente lo estaría, si no fuera un tipo tan práctico. 

Y si no estuviera tan irremediablemente loco por ella.

Pero viendo la entereza con que la preciosa criatura le plantaba cara a la pesada carga que le había tocado en suerte sin soltar una sola lágrima, ni una, el único pensamiento que le venía a la mente  era…

Joder, cuánta bravura.

Solo por eso se lo merecía todo. Se lo había ganado a base de coraje.

Dylan avanzó un paso hacia ella y luego otro más. Era el mismo proceso de siempre que volvía con renovados bríos, ese magnetismo que tiraba de él como si ella fuera un imán y él un trozo de metal. Solo que esta vez ya no podría detenerse. Porque no quería detenerse. Quería pegarse a ella para los restos.

—Así que desapareces de la faz de la tierra durante tres meses —dijo al tiempo que avanzaba otro paso—, vas a Londres para la boda, pero te largas sin dar señales de vida porque, según tú, cambiaste de idea —otro paso que la obligó a alzar el mentón para mantenerle la mirada— y ahora exiges seguridad. —la señaló con un dedo que casi le rozó la nariz— me pides a mí claridad de ideas. ¿Lo dices en serio?

El irlandés hizo el ademán de seguir avanzando pero Andy lo detuvo.

—Para, por favor —suplicó ella. Jugar a desafiarse se les daba muy bien, fenomenalmente bien, pero aquello hacía mucho tiempo que había dejado de ser un juego para ella.

Dylan, sin embargo, no estaba por la labor. Miró la mano que continuaba sobre su pecho, abrasándolo; luego, a su dueña, y la retiró.

Y continuó avanzando. Esta vez, obligándola a retroceder.

—¿Si no estoy seguro de qué, Andy? —murmuró justo cuando ella dio con la espalda contra la pared. Agachó la cabeza, buscando su mirada y volvió a decir—: ¿Si no estoy seguro de qué?

Ella lo tomó por los brazos en un intento de no sabía muy bien qué, ya que lo que realmente le pedía el cuerpo era abrazarlo. La mente en cambio seguía queriendo respuestas. El incendio que se había declarado en Dylan empezó a descontrolarse.

—¿De que esto va a funcionar? —Apoyó las manos contra la pared, a cada lado de Andy, estrechando la distancia que los separaba y haciendo que a los dos un relámpago de deseo los atravesara de la cabeza a los pies— ¿De que estamos hechos el uno para el otro? ¿O de que seremos felices por siempre jamás y demás gilipolleces por el estilo?

Durante un instante permanecieron en silencio, mirándose. Estremeciéndose de deseo. Temblando de amor.

—Sé que sin ti no puedo respirar. Y es todo lo que necesito saber.

 Un huracán de emociones lo embargó al decirlo, al poner en palabras una realidad que llevaba tiempo manifestándose en pequeños detalles, como los síntomas difusos de una enfermedad que mata silenciosamente. Ella era el aire, la luz, la vida. Ella lo era todo. Sus labios rozaron la frente de Andy y bajaron inexorablemente hacia aquella boca que llevaba semanas soñando con besar.

El mismo huracán de emociones sacudió a Andy al oír aquella declaración de amor descarnada, demoledora que, sin embargo, viniendo de un hombre como él resultaba tremendamente romántica, conmovedora. Perfecta.

—Ay, Dylan… —murmuró, pegándose a él, dando rienda suelta a todos los sentimientos que mantenía encadenados en su corazón hacía tanto tiempo—. Dios, abrázame fuerte y no me sueltes nunca…

Volvían a estar juntos, volvían a ser ellos, los de siempre, y ahora, todo estaba claro para Andy. Algo en su interior le decía que era así, que las cosas eran exactamente como debían ser.

Dylan se dobló sobre ella y su boca se adueñó de la suya en un arrebato de pasión. Se fundieron en un abrazo, besándose con locura como si no hubiera un mañana. Lloviendo caricias el uno sobre el otro, a cuenta de todas las que no se habían dado en meses y sin las que ya no podían vivir.

Un sonido proveniente de la planta superior hizo que la pareja dejara de besarse y permanecieran quietos, expectantes, a ver qué sucedía. Pero no se oyó nada más y Andy fue la primera en reaccionar. Una sonrisa muy diabla iluminó su rostro cuando avanzó de espaldas, llevándose al irlandés con ella hasta el hueco que formaba el costado de una antiquísima alacena y la pared. No era el refugio perfecto, pero si alguien aparecía de repente, contarían con unos segundos extra para evitar que los pillaran in fraganti.

—Así que no puedes respirar sin mí —susurró ella—. Tranquilo que no te voy a dejar morir de asfixia. Se me da de miedo el boca a boca. ¿Quieres probar?

El cazador que vivía en Dylan, que encontraba sumamente inspiradoras esas reacciones en su princesa, para regocijo de ésta, empezó a desmelenarse.

Empujó con fuerza las caderas, aprisionándola contra la pared y cuando la sintió temblar, se frotó contra ella hambriento, desafiante, buscándola.

—Ya sabes lo que pasa cuando te pones a temblar, ¿no?

Una mano femenina se las arregló para colarse entre los dos y rodearle los testículos. Él le mordió el labio inferior, ella inició un apasionado masaje entre las piernas masculinas y él empujó más fuerte. Y mordió más fuerte, arrancándole un gemido que fue el inicio de la locura.

Lo primero que salió volando fue la elegante camiseta gris petróleo de Dylan. Con diferencia de segundos lo hizo la de Andy.  

—Dios, cuánto he echado de menos a mi samurai… —Los ojos de la camarera se regodearon en aquel torso cubierto por el magnífico tatuaje de un guerrero nipón que blandía una espada en cada mano y como siempre, unas ganas locas de lamerlo entero, trazo por trazo, se adueñaron de ella. Se puso de puntillas, dispuesta a empezar por la hombrera color rojo sangre de su armadura, que era el trazo más alto al que alcanzaba, cuando Dylan, tan caliente y pasado de revoluciones como ella, le arrancó el sostén.

—Mi turno —reclamó. La elevó por la cintura, ella le rodeó las caderas con sus piernas, y él se puso a ello.

Andy lo dejó hacer y se dedicó a mirarlo. No solo porque era de las visiones más excitantes que una mujer podía contemplar mientras gozaba, también porque no acababa de creer que estuviera sucediendo. Lo había deseado tanto que estaba segura de haberlo soñado, a escondidas de su sentido común, que seguía empeñado en que remover esas aguas no le convenía. Más de una vez había amanecido mojada. 

En aquel momento, él torció la cabeza en la dirección contraria ampliando el campo visual de Andy y abrió la boca bien grande sobre su otro pecho. Chupó con fuerza, como si quisiera tragárselo, logrando que una sucesión de estremecimientos la recorrieran y que ahuecara los hombros en un intento de liberar su pezón de la trampa masculina.

Consiguió justo lo contrario. Dylan la empujó más fuerte contra la pared, la sostuvo mejor con un brazo y con la mano libre, le agarró el pecho para evitar que ella se retirara, y chupó a destajo. Andy gimió de placer y empezó a guiar los movimientos masculinos. Él lamió a sus anchas.

—Tengo un mono tremendo de ti —murmuró él. Notó que lo estaba mirando y un ramalazo de placer le atravesó la verga al ver aquel brillo enloquecido en los ojos de la camarera, el rubor en sus mejillas, sus labios enrojecidos—. Tu madre se va a quedar con las ganas porque hoy mi única merienda serás tú.

—¿Te quedas en la isla? —dijo ella, empujando sus pechos contra la cara de Dylan.

Él volvió a dar rienda suelta a su hambre. Le mordió los pezones que estaban dolorosamente erectos, los lamió y jugó con ellos. No podía parar. Junto a ella nunca había podido parar.

Pero Andy quería su respuesta. Quería oírselo decir. Quería saber cómo era hablar de sentimientos con un hombre junto a quien solo había hablado de sexo. Empujó su mentón hacia arriba, obligándolo tácitamente a que la mirara.

—Dime, ¿te quedas en la isla, en serio?

Dylan no respondió. En cambio, se dedicó a mordisquearle los labios y luego, siguió con el cuello, los hombros y nuevamente sus pechos, embriagado por lo que sentía. Totalmente embotado por las emociones.

Andy cedió momentáneamente a la pasión desbordante del irlandés, tan embriagada como él. Pero solo momentáneamente, ya que pronto se apartó del él, apretándose todo lo que pudo contra la pared, y se cubrió los pechos con las manos.

La visión resultó tremendamente erótica para un hombre consumido por el deseo. Fue devastadora. Otro cimbronazo de pura energía sexual atravesó la espalda del irlandés, siguió camino entre sus testículos y después de recorrerle el miembro, rebotó en el glande arrancándole un gemido.

Dentro del pantalón, la erección de Dylan creció dolorosamente aprisionada por la ropa. Casi al mismo tiempo, se produjo una emisión de líquido seminal que traspasó el tejido y dejó una marca húmeda en el pantalón.

El irlandés empujó sus caderas, instintivamente y sus manos le apretaron el trasero con una torpeza apasionada.

—Me quedo contigo —respondió, envuelto en un suspiro—, da igual si es aquí o en el fin del mundo —sus ojos llamearon de deseo, y Andy lo besó en un arrebato de pasión. Fue un beso húmedo y muy caliente tras el cuál Dylan murmuró—: Y como no follemos ya me va a dar algo. 

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