Lola

Lola


Dedication

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A las fans de la serie Moteros y, en especial,

a las “Bollitos”, miembros de mi grupo de seguidoras 

en Facebook.

Porque sin ellas, sin su cariño y constante apoyo, 

Princesa jamás habría dejado de ser una novela independiente.

Sois las mejores, niñas.

A mis padres.

Porque son y siempre serán la luz que alumbra mi camino.

Hasta que volvamos a vernos…

Lo que viene a continuación corresponde a sucesos inmediatamente anteriores al inicio de Lola, pero no forman parte de ella. Se trata de un fragmento de Harley R. Entre-Historias, un apasionado spinoff de Harley R., la segunda de moteros, que te recomiendo que leas si aún no lo has hecho; te ayudará a entender en profundidad cómo han llegado los personajes hasta el momento actual y además constituye un excelente aperitivo romántico que, como buena lectora del género, sabrás apreciar.

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* * * * *

“Dylan se estaba quitando el casco cuando la refulgente Sportster Iron plateada del presidente de los MidWay Riders torcía la esquina. Lo vio aparcar pocos metros más adelante, en el único hueco libre que quedaba, y apearse de su Harley.

—Vaya horas de empezar el finde —dijo el motero calvo a modo de saludo. 

—Anda que tú… 

Los hombres se encontraron a mitad de camino. Para entonces, Conor también se había quitado el casco y Dylan miró aquella maraña de rastas con cómico interés. Siempre le había resultado gracioso que un chaval joven escogiera no solo ponerse trenzas en el pelo, sino encima teñirlas. Con el transcurso del tiempo, la tintura se había ido desgastando y entre eso y que sus propios ojos se habían acostumbrado, ya casi no notaba el estropicio capilar del presidente del club de moteros. Hoy, sin embargo, las rastas volvían a lucir colores chillones. 

—¿Te has hecho la coifeur? —bromeó el calvo, partiéndose de risa.

Conor no se dio por aludido. Llevaba un peinado súper cañero que estaba convencido que le quedaba fenomenal.

—¿Has visto qué pelos divinos llevo? 

Era un peinado llamativo y no le quedaba mal, pero así como toleraba perfectamente los excesos de tinta sobre la piel en un hombre, cuando se trataba del pelo no era así. Dylan hizo una mueca dudosa con la boca.

—Tanto como divinos… 

Conor le pasó un brazo alrededor del hombro y los dos se encaminaron hacia la entrada del bar mientras conversaban.

—Divinos, chaval —insistió Conor. Se pasó su mano libre por las rastas en plan exhibición y le dijo a modo de confidencia—: A las tías las vuelve locas un hombre con rastas, deberías probarlo —y a continuación miró la calva del irlandés con malicia y añadió—: Coño, que tú no puedes… Perdona.

Dylan meneó la cabeza. ¿Por qué todo el mundo daba por hecho que se afeitaba para disimular las calvas?

—¿Hacerme eso en la cabeza? Tú lo flipas, chaval —se acercó a decirle en confidencia—. Tengo tatuajes, las tías se pirran por mis tatus. No me hacen falta rastas. 

En aquel momento, se abrió la puerta del bar y apareció Andy. Conor retiró el brazo del hombro de Dylan de inmediato, quien se dio cuenta que le había bastando ver a la chica de sus sueños para ponerse nervioso. Tuvo que reprimir una carcajada. A veces, el chaval le parecía un adolescente en plena edad del pavo.

—¿Recién acabas tu turno? —preguntó Dylan en un intento de salvarle el culo al de las “rastas divinas” que se había quedado como un pasmarote—. No me lo digas, Samir os volvió a dejar colgados.

—Hola, Andy —dijo Conor, saliendo de su abstracción.

La camarera lo miró brevemente. Respondió a su saludo igual de parca que las últimas semanas y siguió a lo que estaba, acomodándose mejor la mochila. Cuando habló se dirigió exclusivamente al irlandés. Algo que no pasó desapercibido a Conor que, incómodo, miró a otra parte.

—Por lo que sé, colgados definitivamente. Nos ha cambiado por el Ace Café. Él se lo pierde —sonrió—. ¿Y tú, qué? Te has perdido la actuación en vivo… Estuvo muy bien.

—¿Está en el Ace Café? —preguntó Conor en un intento de meterse en la conversación, de tener su atención aunque fuera un instante.

Pero Andy no estaba por la labor. Conor le gustaba y estaba claro que, en cierto modo, le seguía importando. De otra forma, sería capaz de comportarse con él como se comportaba con todo el mundo, y no era así. En otro tiempo, en otras circunstancias, las cosas serían diferentes. Ahora, sin embargo, cada vez que lo miraba, lo veía tonteando con la amiga de la novia de Evel en aquella disco de Barcelona. No podía evitarlo. 

Los ojos de la camarera se desplazaron de Dylan al presidente del club de moteros. Fríos, muy fríos.

—Eso he dicho, sí —y acto seguido, empezó a despedirse. Lo mejor era marcharse—. Bueno, me voy antes de que mis jefes cambien de idea y vengan a buscarme. Buenas noches.

—Adiós, guapa —la saludó Dylan.

Conor en cambio permaneció en silencio mirándola alejarse, molesto y con su amor propio revolviéndose cual animal herido.

—Parece que voy a tener que afeitarme la cabeza para que me preste atención.

Dylan rió con ironía.

—¿Y qué tal si creces un poco, tío? —dijo al tiempo que abría la puerta del bar.

Conor volvió a cerrarla y se encaró con él, más que serio.

—Contigo está que ni caga y conmigo intenta hasta ahorrarse un mísero saludo, así que tú dirás.

“¿Que yo diré?”, pensó el irlandés con sorna.

—¿Eres tonto o te lo haces? Conmigo habla como habla con todo el mundo en este bar, excepto tú. Y es así porque sigue cabreada contigo por el numerito de Barcelona. De mí pasa; de ti no. ¿Te enteras o te lo vuelvo a explicar?

Conor no pudo evitar suspirar. Lo hizo con sutileza y casi pasó desapercibido entre el ruido de la noche. Pero el brillo de sus ojos no pudo ocultarlo. Llevaba semanas jodido con aquel asunto, pensando que la había fastidiado del todo con Andy, y al mismo, negándose a darla por perdida. No era que se fiara demasiado de lo que decía Dylan, pero necesitaba oírlo. Necesitaba pensar que todavía había esperanzas.

Dylan continuó. A ver si conseguía hacerlo espabilar de una buena vez.

—Yo la dejaría a su aire un par de meses, que se le olvide, y después volvería a la carga. Pero si no vas a dejarlo estar, al menos, cambia de estrategia. Que vayas de chico arrepentido está claro que no le mueve una pestaña. Así solamente la estás cabreando. 

Conor asintió con la cabeza varias veces. Era evidente que la estaba enojando cada día un poquito más. Probablemente el irlandés tuviera razón y lo que debía hacer era cambiar de estrategia. 

—Gracias, tío —dijo al tiempo que abría la puerta—. Venga, que nos tomamos unas birras. Yo invito.

Dylan rió con sorna.

—Cerveza para mí; tú a leche, chaval, que luego me toca meterte en la cama —sentenció el irlandés”.

Y pocos días después…

“A Dylan le resultó evidente que algo no iba bien. Y no solo porque aquella carita risueña hubiera adquirido seriedad instantánea, también cierta tensión. La conversación telefónica había sido breve y tras garabatear algo sobre una servilleta, vio que Andy exhalaba un suspiro.

—Me tengo que ir —dijo la camarera en lo que fue más un pensamiento en voz alta que un comentario. Pronto se puso en marcha sin darle tiempo al irlandés a decir nada. 

Se dirigió hacia el otro extremo de la barra donde Evel conversaba con su novia y un grupo de moteros que se habían ido acercando con el único propósito de no dejarlos a solas.

Dylan siguió a Andy con la mirada. Era raro verla tan seria. Intentó prestar atención a la conversación de la camarera con Evel, pero había mucho ruido y no se estaba enterando de nada, de modo que cogió su pinta y se encaminó al extremo de la barra. A medida que se fue acercando, las cosas empezaron a tener sentido.

—No digas bobadas, Andy. ¿Vas a lidiar tu sola con alguien que es más grande que tú? 

—Ya me las apañaré, no te preocupes. Bastante malo es que tenga que irme y dejarte con uno menos detrás de la barra justamente hoy… 

—De eso, nada —dijo el socio capitalista del MidWay. Se volvió dispuesto a ir a por sus cosas—. Te acompaño y no se hable más.

—Que no. No me pongas las cosas más difíciles, Evel, por favor —se quejó Andy, y echó un vistazo al reloj—. Tengo que irme. Ya te contaré.

—¿Ir adónde? —preguntó Dylan.

Andy hizo un gesto ambiguo con la mano. No tenía tiempo para explicaciones. Se alejó a por sus cosas a la pequeña habitación que sus jefes usaban a modo de oficina. Dylan, un tanto sorprendido, dirigió su mirada hacia Evel.

—¿Qué pasa?

—Su hermano pequeño. Lo han encontrado en un portal, durmiendo la mona y al ver que era tan joven, un vecino se apiadó de él. Lo hizo entrar en su casa y probó suerte con el número de su móvil que tenía más intercambios de llamadas… ¿Cómo se las va a arreglar sola? El chaval le saca dos cabezas… —dijo Evel contrariado.

—Tranquilo, no irá sola. Yo me ocupo. —Dylan dejó la cerveza sobre la barra, junto a un billete de cinco libras.

—No te va a dejar que la acompañes, ya la has oído.

Dylan respondió con la simplicidad que lo caracterizaba; encogiéndose de hombros. A continuación, se encaminó hacia la salida.

Cuando Andy llegó a la calle, Dylan estaba de pie junto a su moto como quien espera en la parada del autobús. Era evidente lo que hacía. La camarera soltó un bufido.

—Odio cuando os ponéis sobreprotectores conmigo. Ni lo necesito ni me gusta.

—¿Y? —fue la respuesta de Dylan, tan intrascendente como el tono con que la había dicho. 

Andy siguió camino hasta donde estaba aparcada su moto. No tenía tiempo que perder, y menos discutiendo con alguien que se caracterizaba por hacer siempre lo que le daba la gana.

Dylan asintió.

—Eso está mucho mejor —comentó en un tono lo bastante alto para que ella lo oyera. 

Andy respondió con un mohín irónico que pronto quedó oculto por el casco. Montó en su moto y se puso en marcha, seguida a corta distancia por Dylan.

Llevaban conduciendo diez minutos cuando quedaron a la par frente a un semáforo. Ella miraba el mapa en su móvil, intentando decidir la ruta más rápida.

—¿Dónde es? —preguntó Dylan, después de levantar el visor de su casco.

Andy le entregó la servilleta donde había escrito la dirección.

Por lo visto, al hermano menor de la camarera le gustaba codearse con lo más bajo de la ciudad cuando se emborrachaba. Era uno de los peores barrios de Londres. Dylan empezaba a sospechar que no se trataba de una borrachera solamente, lo que muy probablemente quería decir que el vecino samaritano no era tal, sino algún “compañero de colocón” asustado.

—Sígueme. Conozco el lugar —dijo el irlandés.

En cuanto el semáforo les dio paso, se puso en cabeza.

La primera confirmación de que Dylan estaba en lo cierto, la tuvieron al llegar al portal en cuestión y encontrar al hermano de Andy tirado en el suelo. La segunda, sobrevino cuando la camarera tocó el timbre de la vivienda donde supuestamente habían llevado a su hermano, dispuesta a decirle cuatro cosas, y una anciana con muy malas pulgas la sacó con cajas destempladas, quejándose de que esas no eran horas de molestar.

El chaval, que Dylan calculó tendría trece o catorce años, estaba en un estado lamentable, pero, por suerte, mucho mejor de lo que él había imaginado. Aunque la vomitona que le pringaba los vaqueros y parte de la pechera de la camiseta era nauseabunda, no logró enmascarar el olor a hachís a un olfato experimentado como el suyo. El chico se había colocado en condiciones, estaba claro, pero principalmente, dormía la mona. 

El motero pidió un taxi y cuando pocos minutos después llegó, se ayudó de la pared para poner al joven de pie y luego cargarlo al hombro. No solo le sacaba dos cabezas a su hermana; también pesaba veinte kilos más.

—¿Puedes…? —preguntó Andy, preocupada.

—Si no me desmaya el olor…

Andy esbozó una sonrisa tristona.

—Seguro que aguantas. Eres un tipo duro.

Dylan dejó el cuerpo desmadejado del chico en el asiento del coche.

—¿Quieres ir con él? 

—No. Tendría que dejar la moto y volver a por ella más tarde, y la verdad, estoy reventada. Duerme, no me necesita.

El irlandés asintió y después de que ella le indicara el destino al taxista, los dos lo siguieron a bordo de sus respectivas motos.

Andy vivía en un tercero sin ascensor, un edificio viejísimo con un hall diminuto cuyas paredes mostraban la pintura desconchada. Cuando se detuvieron al pie de la escalera, y Dylan miró hacia arriba y vio lo que le esperaba, soltó una risotada.

—A las tías este rollo de la liberación de la mujer os ha sentado fatal —se dio la vuelta para mirarla y el cuerpo muerto que transportaba a hombros bamboleó los brazos en un gesto que aunque patético, hizo sonreír a Andy— ¿Cómo pensabas subirlo? ¿Arrastrándolo escalón por escalón? Pues que sepas que el culo le habría quedado bueno…

—Que se fastidie —fue la respuesta inesperada de Andy—. A mí me duele la vergüenza y me aguanto.

Vergüenza, ¿por qué? Era un chaval, estaba en la edad de hacer tonterías. Andy, en cambio, había sonado muy enojada, casi ofendida. Dylan decidió dejarlo estar. 

—Pues no sé yo qué es peor: sobre la vergüenza no te sientas… Lo ibas a tener comiendo de pie dos semanas —añadió, riendo.

Andy sonrió de mala gana.

—Anda, calvorotas… Vamos a meter a la criaturita en la cama.

Los escalones parecían no acabar nunca y cuando al fin llegaron al rellano del tercer piso, el irlandés empezaba a quedarse sin aire. Entraron en el pequeño piso y Andy lo condujo hasta la habitación de su hermano. Dylan depositó al muchacho sobre la cama y se ocupó de quitarle las zapatillas y aflojarle la cintura de los vaqueros. Rebuscó entre sus bolsillos a ver si encontraba alguna droga, pero, aparte del móvil, solo halló unos pocos peniques. A continuación, lo cubrió con el edredón y volvió a poner su atención en Andy. Notó que ella miraba a su hermano con preocupación.

—¿Estará bien? —preguntó al ver que Dylan la miraba—. ¿No debería llamar al médico?

Dylan negó con la cabeza. 

—En fin… —dijo la camarera al pasar junto al motero—. Espero que mañana esté bien.

—Mañana tendrá un dolor de cabeza de cojones. Y diarrea. Pero tranquila, que pasado ya estará mejor —apuntó el irlandés con humor.

Andy lo miró brevemente por encima del hombro, con un dejo triste.

—Y si tú lo dices será cierto. Tienes bien controlado el proceso, ¿eh?

Sí, lo tenía controlado. Al detalle. Pero lo que no tenía era intención de ofrecerle a aquella jovencita la menor ocasión de intentar leerle la cartilla. Dylan era demasiado mayor para permitírselo a nadie. Nuevamente, lo dejó correr.

Andy, que captó el mensaje encerrado en aquella breve pero contundente mirada de refilón del irlandés, cambió de tema de inmediato. La estaba ayudando y aunque se hubiera hecho la bravucona, la verdad era que no tenía la menor idea de cómo se las habría apañado sola con el corpachón inerte de su hermano. Seguramente, habría acabado teniendo que pedir auxilio a un vecino, incrementando su enfado y su vergüenza. ¿Quién era ella para criticarlo? 

—Si no como algo ya mismo, me voy a desmayar… ¿Me acompañas? La cocina no se me da demasiado bien, pero lo que preparo se deja comer…

—Pues estás de suerte, guapa, porque a mí sí que se me da bien —dijo Dylan, ante la expresión sorprendida de Andy, al tiempo que se ponía el delantal que había descolgado de un gancho en la pared—. Siéntate y relájate un poco, que yo me ocupo.

Andy no se lo hizo repetir. Estaba molida de trabajar, y a cuenta de la borrachera de su hermano, también molida de los nervios, del mal rato que había pasado, de llevar dieciséis horas de pie.

Apartó la manta que todavía continuaba allí de la noche anterior y se echó sobre el sofá de fieltro. Lanzó un suspiro.

—¡Dios… esto es vida!

La conversación fue escasa. Dylan era uno de esos aficionados a la cocina que se metían de lleno en la tarea y preferían que no hubiera distracciones. Andy, por su parte, estaba molida y tampoco quería dar lugar a que hubiera preguntas sobre lo sucedido aquella noche o sobre su vida familiar. Era bastante desastrosa y tenía más que suficiente con vivirla como para además tenerla como tema de sobremesa. Por esta razón, la alivió comprobar que el irlandés, en sus pocos intercambios verbales, no hacía ninguna referencia al asunto.

Decidir qué hacer no fue complicado. En la nevera solo había huevos, algo de queso rallado y unas pocas verduras. Le recordó a la suya en sus épocas malas, cuando solo paraba en casa para dormir. Sabía que Andy era el sostén de la familia, que su madre estaba en Barcelona -todos los veranos pasaba un tiempo allí, ignoraba por qué- y que el chaval había regresado para preparar los exámenes que había suspendido. Por lo visto, se trataba de un esfuerzo demasiado grande para encararlo sobrio… No era mucha información, pero unida al desorden imperante en el piso, le dio la idea de que la camarera debía sentirse desbordada por la situación y que, lógicamente, lo último que quería era tener alguien fisgando en sus asuntos. Así las cosas, Dylan se concentró en la fritata que cocinaba y mantuvo la boca cerrada. Fue cuando pasó al otro sector del salón separado de la cocina por una barra americana, después de acabar de cocinar, que se dio cuenta de que Andy se había quedado dormida.

Dylan cubrió la tortilla con otro plato y la guardó en la nevera. Arrancó una hoja de la pequeña libreta que encontró junto al televisor y garabateó un par de frases que luego pegó a la nevera con uno de los imanes que poblaban la puerta. Regresó al sofá y estiró la manta sobre la camarera que ni siquiera se movió. A continuación, apagó las luces y cerró la puerta procurando no hacer ruido.

En la esquina de la casa de Andy, el presidente del club de moteros The MidWay Riders se apeó de su moto. Había venido a esperarla. Quería interceptarla fuera del bar. Llevaba días dándole vueltas al tema y al fin había tomado una decisión. 

Por lo visto, había llegado tarde. La moto de Andy estaba junto a la farola. Conor consultó la hora. Le resultaba raro que sus jefes la hubieran dejado marchar tan pronto un viernes con actuación en vivo. Dudó si marcharse y volver a intentarlo otro día, o ir a por todas y presentarse en su casa.

En aquel momento, cuando se disponía a cruzar la acera, las luces interiores del portal se encendieron y Conor no tuvo ningún problema para reconocer al hombre que abandonaba el edificio. Totalmente perplejo, lo vio ponerse el casco, montar en su Harley y alejarse calle arriba, sin atinar a hacer nada. 

Era Dylan Mitchell. Le costaba creerlo, pero sí, era él. 

¿Qué puñetas hacía el irlandés en casa de Andy? Fue decirlo en voz alta y hacerse la luz, y con la comprensión llegó la furia.

¿Qué otra cosa podía estar haciendo sino intentar llevársela al huerto? Era lo que hacía con todo bicho viviente que vistiera faldas; follárselas y luego dejarlas. Al tipo le daba igual si, esta vez, la falda en cuestión trabajaba para su mejor amigo, o saber que él estaba colado por ella, o el daño que pudiera hacer. Andy era una cría, le sacaba por lo menos quince años, pero eso al muy cabrón le daba igual.

Conor regresó junto a su moto. Se sentía como un soberano estúpido, burlado a dos bandas; por ella y por él. 

Y, desde luego, no pensaba quedarse de brazos cruzados…”

* * * * *

Y ahora sí, con el ambiente así de caldeado, comienza Lola.

¡Buena lectura!

Porque, a veces, el amor llega cuando menos te lo esperas...

Andy y Conor pudieron ser más que amigos, pero cuando se presentó la oportunidad de tener un primer encuentro romántico, el motero escogió hacerle un favor a un colega en vez de acudir a la cita. Para la camarera, que llevaba meses suspirando por él y estaba convencida de que el interés era mutuo, supuso un gran desengaño amoroso ante el cuál reaccionó de forma contundente. Con tan solo veintidós años, es el único sostén de la familia y decide que su vida es ya bastante complicada sin necesidad de involucrarse con alguien que no parece aclararse con sus propios sentimientos. 

Pero un día que el bar está de fiesta, los ánimos se caldean. Corre el alcohol, una cosa lleva a la otra y Andy pasa de mantener una violenta pelea con Conor a enredarse en una noche de sexo… 

Con otro motero

Y mientras su amante secreto inicia un vertiginoso ascenso hacia el tope de su lista de hombres favoritos y Conor sigue más empeñado que nunca en recuperar el terreno perdido con ella, un suceso dramático está a punto de cambiar la vida de Andy para siempre.

Lola es la tercera entrega de Moteros, una serie romántica contemporánea ambientada en la capital inglesa a finales de la primera década del 2000. 

Si te gustan las historias muy románticas pero a la vez muy sensuales, con personajes carismáticos y un final feliz, te va a encantar esta nueva inmersión de Patricia Sutherland en el excitante mundo del amor y las relaciones de pareja.

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