Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 2

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El mayor problema con que se encontró Dylan no fue cargar con la moto que la camarera se había empeñado en que no dejaría en el bar bajo ninguna circunstancia, sino con ella. Andy no se había dormido, tal como el irlandés había esperado dado su estado. Más bien al contrario, tenía la impresión de que cada minuto estaba más enfadada. Si al capullo de Conor le llegaban la mitad de las maldiciones que ella le había echado, quedaría mentalmente incapacitado el resto de su vida. Eunuco seguro que ya lo había dejado con aquel rodillazo que le había propinado en el MidWay. 

Durante todo el trayecto el irlandés había tenido que hacer verdaderos esfuerzos para mantenerse serio. ¡Menudo cabreo tenía la pelirroja! ¡Y vaya manera de repartir hostias! Pequeñita, pero matona, pensó y una sonrisa a punto estuvo de delatarlo que, por suerte para su seguridad personal, pudo retener a tiempo.

Al entrar al portal donde vivía Andy, ella intuyó las intenciones de Dylan y lo paró en seco.

—No sueñes que vas a subirme a hombros como hiciste con mi hermano.

El irlandés tuvo que volver a tragarse la sonrisa que pugnaba por salir. Andy lo señalaba con un dedo, como si estuviera advirtiendo a un niño pequeño, pero no conseguía mantener la mano firme. Además, se había malenrollado una especie de venda elástica en torno al dedo lesionado y entre que el tejido estaba deteriorado de tan viejo y que el proceso de enrollado no había sido muy atinado… El maquillaje corrido, la nariz sangrante y aquella mirada de “no me toques las narices, que te arreo”… Joder, como no se quitara de en medio ya, le iba a soltar la carcajada en plena cara.

Dylan enfiló rápidamente para las escaleras.

—¿Cargarte yo? Nah, seguro que puedes solita —respondió el irlandés peleándose con los músculos de su cara. 

Subió el primer tramo de escalera sin mirar atrás y se sentó en un peldaño a esperar. 

Esperó, y esperó, y esperó y nada. Preocupado por tanto silencio, Dylan volvió sobre sus pasos. Andy estaba tal cual la había dejado, parcialmente recostada con la pared, con la cabeza gacha.

—No pasa nada  —explicó la camarera—. Solamente estoy juntando coraje.

Otro conato de ataque de risa centelleó en los ojos del irlandés que miró a otra parte. Cuando estuvo seguro de que su voz sonaría normal, habló.

—Tranquila, tómate tu tiempo —y con esas, sacó el móvil del bolsillo y se puso a revisar sus llamadas como si tal cosa.

Andy lo espió a través de las porciones de cabello de su entreverado flequillo y respiró hondo. 

Vaaaale, tú ganas. No puedo con mi alma. Me duele hasta el apellido de soltera de mi madre —admitió con un mohín tristón—. Tienes mi permiso para cargarme como un saco de patatas… Pero —volvió a señalarlo con aquella cosa enrollada en una venda— con muuuucho cuidadito, ¿vale?

Dylan no la dejó continuar, la tomó por la cintura y la cargó sobre su hombro derecho. El pómulo se le había hinchado tanto que dificultaba su visión así que no había tiempo que perder.

—Dos veces que vengo a tu casa, dos veces que me toca cargar a alguien. Que sepas que esta relación es insostenible, guapa —dijo él con humor.

Y esta vez la carcajada fue de Andy.

* * * * *

Tras dejar a Andy con una mano en un recipiente lleno de hielo y la otra sosteniendo un vaso de bebida isotónica, Dylan había regresado al todoterreno, a descargar la moto de la camarera, un trasto que tenía más de veinte años y lucía tan hecho polvo como su dueña. Se habría dejado los riñones de haber tenido que hacerlo solo, pero por suerte unos chavales que pasaban por la calle, se apiadaron de él y le echaron una mano. A falta de cadena y candado, que se había olvidado traer consigo, la entró al portal y la acomodó en un rincón donde no molestara. Ya la ataría a la columna y le dejaría la llave en el buzón de correos cuando se marchara, en un rato.

Un cuarto de hora más tarde, cuando regresó al piso, todo continuaba igual: el salón en penumbras y Andy sentada a la mesa junto a la ventana con una mano en un bol y la otra próxima al vaso intacto, su perfil recortado con la escasa luz vespertina que se colaba por la ventana. Le pareció la viva imagen de la derrota. O de alguien que se ha rendido.

Se aproximó a ella sin tener muy claro qué hacer o qué decir. Su sentido práctico de la vida era alérgico a las lamidas de heridas y consolar al personal nunca se le había dado bien. Una vez más, ella se le adelantó.

—No pasa nada. Solo estoy juntando coraje para… —Andy respiró profundamente y no completó la frase. “Para seguir” sonaba muy fuerte incluso en la intimidad de su mente.

Aunque fuera cierto. O, precisamente, porque lo era.  

Dylan echó un vistazo a su mano, luego al vaso del que no había bebido ni un solo sorbo.

—Es más bien cuestión de método, de ocuparse de las cosas una por vez. Tu mano está controlada. Ahora, falta el resto de ti. —Él hizo un explícito movimiento de cabeza señalando el vaso—. Bébetelo. 

Andy lo miró directamente. Sus ojos normalmente vivaces, lucían brillantes por efecto del alcohol, pero sus párpados caían a media asta sin que ella pudiera evitarlo. Aún así, seguían mostrando enfado y un punto de desafío. Desafío que se confirmó cuando en vez de hacer lo que le decían, formuló una pregunta.

—¿Una cosa por vez? Esta casa se vendría abajo si… —De pronto, calló. No estaba tan borracha como para contarle sus penas a un cliente del bar.

Dylan apartó una silla y tomó asiento frente a ella. Se dejó caer sobre el respaldo y estiró las piernas cuan largo era. 

—Si no bebes, te pondrás fatal, pero allá tú.

La tensión en la mirada femenina se relajó al instante, algo que no pasó desapercibido a Dylan que tomó nota mental. También notó que ella le miraba la cara. Probablemente la tendría como un mapa. Sentía la mejilla hinchada y dolorida, y el resto del cuerpo era un conjunto de quejidos musculares, pero estaba casi recuperado de la resaca y la cabeza ya no le dolía. La sentía como si estuviera hueca, pero nada más. 

—Tu cara sí que está fatal —replicó Andy—. Y todo por el mamarracho de Conor… De verdad, no sé si volver al bar a seguir zurrándolo o darme la cabeza contra la pared por elegir tan mal en quien pongo los ojos… Qué mierda.

El tono de la camarera había ido sumando enfado palabra a palabra para concluir en aquel “qué mierda” cargado de ira y de frustración. Una vez más, Dylan optó por el humor. Resaca más cabreo era igual a noche muy larga, y quería irse a dormir, a recuperarse de su fin de semana loco.

—Ya, ahora cárgale todas las culpas al de las rastas —esbozó una sonrisa que lució un tanto deforme por la hinchazón de su mejilla—. Esta hostia lleva tu firma, guapa. 

La vio mirarlo con asombro, sus párpados a media asta y su boca abierta… 

—¡Qué dices! ¿He sido yo…? —preguntó, la expresión de su rostro cada vez más preocupada. Al verlo asentir, masculló—: No me lo puedo creer…

¿Acaso no lo recordaba? Joder. Entonces, su pedo era mayor de lo que él creía.

—Tranquila, que no te has ido de rositas. Ese dedo hecho polvo lleva la mía —replicó, tronchándose de risa. 

Ella lo miró muy seria, pero al cabo de un instante, claudicó.

—Qué cara tan dura tienes —comentó Andy haciendo una mueca de dolor—. Pensé que le había dado a la pared. Me hiciste ver las estrellas.

—Así soy yo —concedió riendo—: macizo por donde me mires.

Ella movió suavemente la cabeza en lo que fue un intento de sacudirla que se quedó a mitad de camino entre eso y un gesto de preocupación.

—Acércate, déjame verla.

Dylan estaba muy cómodo. Había encontrado la postura perfecta para sus doloridos músculos. Desechó la idea con un movimiento de la mano.

—¿Quieres que beba? Pues yo quiero que me dejes ver ese pómulo —retrucó ella. 

Otra vez había desafío en su mirada, pero en esta ocasión Dylan no lo dejó correr.

—Me da igual si lo bebes —replicó el irlandés, tan tranquilo—. Es tu resaca, guapa. Tu resaca, tu problema.

Acto seguido, echó la cabeza hacia atrás y cerró los párpados. Exhaló el aire en un largo suspiro cuando una sensación relajante empezó a invadir su cuerpo. Poco después oyó el ruido de una silla que se movía y volvió a abrirlos. La vio ponerse de pie y avanzar con pasos pesados. Tenía aspecto cansando y sus ojos continuaban luciendo a media asta, pero parecía más debido al cansancio físico normal después de una bronca, que a los efectos secundarios de las dos pintas que se había bebido. 

—Exacto —murmuró ella, satisfecha—. Eso es lo que creo, que es mi problema. Me gusta que, para variar, alguien no me trate como si fuera una criatura indefensa. Como has podido ver, no lo soy —dicho lo cual, se inclinó un poco hacia adelante y se puso a observar la magullada mejilla del irlandés.

Dylan continuó mirándola en silencio. Ella descansaba parte de su peso en la mano que le había apoyado sobre el hombro y con la otra lo había tomado por la barbilla. La usaba de timón para moverle la cabeza de forma de aprovechar mejor la escasa luz que entraba por la ventana mientras inspeccionaba el estado de su mejilla. Sus movimientos eran suaves, pero firmes. Le resultaba una situación rara, a pesar de lo cual la dejó hacer.

—¿Sabes lo que más me jode? Que el domingo, después de que tú te marcharas, apareció él en la cafetería… Tendrías que haberlo visto. Era el mismo tío increíble que me ponía una sonrisa en la cara cada vez que entraba por la puerta del MidWay… Durante un rato consiguió que empezara a creer que era un tío legal y que yo le importaba —sus ojos regresaron a los del irlandés, quien pudo notar la gran decepción que había en ellos—. Y resulta que el muy cabrón marcaba su territorio. Pensará que ya que tú te cepillas a la camarera, él con más razón, ¿no? Para algo ha estado meses bailándome el agua. Te juro que nunca me he sentido más insultada en toda mi vida. Ni más estafada.

Ella continuó inspeccionando la contusión. Dylan permaneció en silencio. Dos de sus dedos le palpaban la mejilla con suavidad. Dolía, pero no pensaba decírselo. La verdad fuera dicha tampoco había mucho que argumentar en favor de Conor; se había comportado como el imbécil en el que se transformaba cuando bebía y aunque seguía creyendo que su interés por Andy era real, cada vez tenía menos dudas de que su madurez emocional era equivalente a la de un niño de diez años. De otra forma, su comportamiento no tenía explicación. 

—Mañana va a estar peor —hizo un mohín tristón y volvió a mirarlo—. Lo lamento mucho, Dylan. Tú no haces más que salvarle el culo y salvármelo a mí, y mira cómo acabas… 

—No te preocupes. Mi orgullo irlandés sobrevivirá a que me haya zurrado una chica —respondió él un tanto desconcertado. La “mano timón” había vuelto a tomarlo por la barbilla, solo que Andy ya no estaba inspeccionando su herida. 

—Lo sé. Te dan igual esas gilipolleces sexistas.

¿Lo sabía? ¿Y cómo se había enterado? Empezaba a sentirse muy descolocado, y que él supiera, era la primera vez que se sentía así estando en compañía femenina.

—Si has acabado con mi cara… —volvió a recurrir al humor—. Me gustaría recuperarla, ¿puedo?

Andy apenas esbozó un atisbo de sonrisa, pero ni se movió ni le “devolvió” su cara. Cuando la incomodad de Dylan ya no podía subir más alto, sintió los dedos femeninos rozándole los labios. Pronto los roces se convirtieron inequívocamente en caricias y la incomodidad empezó a ceder ante una emoción mucho más terrenal.

Ella se acercó más a Dylan, avanzando entre sus piernas todo lo pudo, y sujetó el rostro masculino con ambas manos, forzándolo a mantenerle la mirada. 

Podía sentir el calor que irradiaba Andy por cada poro, el olor de su piel, el embriagador aroma de su respiración sobre el rostro. Todo el cuerpo de Dylan empezó a pulsar frenéticamente, excitado y al mismo tiempo cautivado por la feminidad de aquel avance inesperado. Pero todavía demasiado consciente de las implicaciones como para dejarse llevar. De tratarse de otra mujer, ya le habría saltado encima. Pero no era otra, era ésta. 

Los dedos de Andy continuaron moviéndose sobre los labios masculinos. Eran caricias lentas, expectantes, a las que Dylan se las arregló para seguir plantándole cara.

La camarera asintió suavemente ante la falta de respuesta del irlandés.

—Sé lo que estoy haciendo, tranquilo, y no tiene nada que ver con él.

—Qué alivio —murmuró Dylan con un punto irónico, algo que ella aprovechó para profundizar sus caricias. 

Él apartó un poco la cara, evitando momentáneamente que ella continuara. Le daba completamente igual por quién no lo hacía. 

—Me aliviaría mucho más que tuviera que ver conmigo, pero tranquila, me adapto con facilidad —concedió. 

Y supo que el cazador que vivía en su interior ya estaba dispuesto a ponerse las botas sin remordimientos.

Ella esbozó una sonrisa suave y sus dedos volvieron a acariciar los labios masculinos. Su mente, en cambio, consideraba lo que él acababa de decir.

Tenía que ver con Dylan. En muchos sentidos. Con lo fácil que era estar con él, con lo directo que era, con que siempre la hacía reír. Eran cualidades que valoraba en un hombre y que, en en este en particular, contaban de una manera especial. Quizás porque los de su mismo entorno no hacían más que restar. Quizás porque era el único que siempre estaba cuando lo necesitaba y sin embargo, nunca tonteaba con ella. Su ayuda era desinteresada. 

Tenía que ver con él, pero no de la manera a la que él se refería. Y no se haría el flaco favor de mentirle.

Tomó el rostro del irlandés entre las manos y se aproximó a él hasta que sus narices casi podían tocarse. 

—Hace seis meses de la última vez y sabes que oportunidades no me han faltado —vio que un enloquecido relámpago de deseo atravesaba aquellos impresionantes ojos color cielo—. Lo necesito… Mucho.  Y quiero que seas tú —la mirada femenina se desplazó de los labios de Dylan a sus ojos—. ¿Te vale así?

El primer signo de que sí, por supuestísimo que le valía, lo tuvo cuando sintió que sus enormes brazos le rodeaban las caderas. Sin embargo, no era esa clase de abrazo… y él la miraba con aquella sonrisa extraña, como calculando su jugada. Andy también sonrió.

—¿Seis meses?  —le preguntó interesado. Ella asintió, divertida. Él volvió a la carga—. ¿No serás virgen y me estás haciendo pasar gato por liebre, no?

Andy empezó a reír.

—Soy de las que piensan que el entrenamiento mejora las aptitudes y la forma física —replicó ella con desparpajo—. Y a mí me encanta estar en forma. Estos seis meses son totalmente coyunturales. 

Su sonrisa pícara había regresado y aquello era todo un espectáculo, pensó el irlandés.

—Seis meses, ¿eh? —repitió, encantado. 

La vio asentir enfáticamente. Y esta vez, sus manos la tomaron por las nalgas y la atrajeron hacia él. 

Los dos rieron. Los dos se estremecieron cuando Dylan capturó el labio inferior de Andy, cuya vagina empezó a lubricar a marchas forzadas. Él mantuvo el mordisco, haciendo que una puntada de deseo le contrajera el útero. Y solo lo liberó el tiempo suficiente para pronunciar seis palabras.

“Va a ser un polvo épico”.

* * * * *

Enfrentarse a Amelia Gibb con semejante noticia iba a ser todo un tema. Abby y Evel lo sabían muy bien. De modo que descartaron su idea original de reunir a toda la familia para decírselo. Había sido una idea muy loca, producto del estado de enamoramiento profundo en el que llevaban tiempo sumergidos y que había alcanzado su punto más álgido al casarse en secreto. Tan pronto llegó el momento de poner rumbo a Londres, al mundo real donde los esperaba familia, amigos y trabajo, se dieron cuenta de que eso, que para ellos era el momento más especial de sus vidas, tenía muy pocas probabilidades de ser visto de la misma manera por la familia. Especialmente la de Abby. Y en particular, por su madre. Era una mujer tradicional, de ideas anticuadas, y para peor, católica practicante. No vería bien que su hija menor propusiera una boda tras solamente dos meses de noviazgo, mucho menos que ella hubiera pasado de la propuesta a los hechos y se presentara en casa, con veinticuatro horas de retraso, después de un fin de semana fuera, con la noticia de que ya se había casado. Y si a eso se añadía que la mujer seguía sin recuperarse del disgusto de que su hija mayor se hubiera ido a vivir con un motero melenudo once años menor que ella, el panorama resultante no era nada alentador. Cualquier cosa era posible cuando se trataba de Amelia Gibb.

La pareja desmontó de la Perla Azul y entró en el jardín de los Gibb. No habían recorrido más de un par de metros, cuando Evel se detuvo. Con sus modos tiernos, tomó las manos de su flamante esposa, quien sonrió y permaneció mirándolo expectante.

—Pase lo que pase allí dentro, quiero que sepas que casarme contigo es la mejor decisión que he tomado en mi vida, que me encanta lo que hemos hecho y que volvería a repetirlo tal cual, sin cambiar ni una coma, mañana mismo. 

Abby acarició el rostro del motero, lo miró entre enternecida y pícara.

—¿Pase lo que pase? Qué dramático ha sonado eso, motero —bromeó, un poco porque era cierto y otro poco por quitar tensión al momento—. Lo que pasará es que habrá jaleo, bastante teatro, seguramente del tipo lacrimógeno, tras lo cual tú pasarás de ser su segundo hombre favorito a convertirte en el insensato que se fugó con su hija para casarse después de solamente dos meses de noviazgo. Y ya está.

Los dos rieron y él depositó un beso sobre la frente femenina. Uno que duró más de lo aconsejable para aquel lugar y aquel momento.

—Mientras siga siendo tu hombre favorito —murmuró. Su voz sonó íntima, seductora—, lo soportaré.

Abby tomó el rostro de Evel entre sus manos y lo besó en la boca apasionadamente. Tras lo cual volvió a buscar su mirada y respondió con una sola palabra.

“Siempre”.

* * * * *

La editora había llegado a casa cansadísima. Tanto, que había decidido coger un taxi para no tener que esperar a que Dakota pudiera ir a buscarla. Ni siquiera lo había llamado para decírselo. Al llegar al MidWay, había encontrado a todo el mundo mucho más revolucionado de lo habitual (y también más bebido) y alcanzar la barra le había tomado su tiempo.

Dakota reaccionó al instante de verla. Estaba pálida como un cadáver.

—¿Pero qué haces aquí? Tú no estás bien, ¿qué pasa, nena?—dijo saltando por encima de la barra. La tomó por la cintura y fue abriendo camino entre los clientes mientras se dirigían hacía el extremo donde el mostrador se elevaba—. ¿Por qué no me has llamado para que te fuera a buscar antes? 

—Gracias, amor… No te preocupes, solo es cansancio. Iba a llamarte cuando apareció un taxi, y como estaba libre…

Dakota elevó la tabla para que pasara, sin despegar sus ojos de ella. No era solo cansancio. Seguía sin levantar cabeza y puede que fuera susto de novato en esas lides de vivir en pareja, pero a él le daba la impresión de que Tess no mejoraba. Al contrario. 

—No me preocupo, pero subes y te metes en la cama ahora mismo. Sin trampas, bollito, ¿vale? Yo voy en cinco minutos.

Tess asintió. Desde luego, no era algo que pensara hacerse repetir. Soñaba con meterse entre las sábanas y cerrar los ojos. Y si además podía tener a Scott a su lado aunque solo fueran unos pocos minutos, mejor que mejor.

—Parece que están contentos…  ¿Celebramos algo? —En la improvisada pista de baile -el reducido espacio que estaba justo frente al escenario-, una docena de moteros y moteras movían el esqueleto imitando los movimientos de la pareja de bailarines que bailaba salsa sobre el escenario. Una visión de lo más inusual en el Bar The MidWay.

Dakota soltó una carcajada. Claro, con tanto jaleo, no la había llamado para decírselo, y, evidentemente, Morticia tampoco.

Tess lo miró sorprendida, con una especie de sonrisa.

—¿Sabes qué han estado haciendo tu hermana y mi socio este fin de semana?

Teniendo en cuenta la locura de amor que compartían desde hacía dos meses y que aquel había sido el primer fin de semana que pasaban juntos y a solas, se hacía una idea. Y no, prefería no oír un relato detallado de  labios de su novio. Jamás se había caracterizado por medir sus palabras.

—Puedo imaginarlo, amor, así que no me lo cuentes. Lo que no me habría imaginado es que Brian fuera a decretar una “happy hour” en el bar para celebrarlo —sonrió y con toda su elegancia, añadió—: Entonces, habrá sido realmente memorable.

—¿Memorable? —Dakota volvió a carcajearse—. Memorable va a ser la que se va a liar en palacio cuando Lady Di se entere —Tess lo miró interrogante y él, muerto de risa, acabó soltándolo—: ¡Tu hermana y mi socio se han casado, nena!

—¡No! —exclamó la editora. Alegría, asombro, orgullo de hermana mayor. Todo eso y mucho más reflejaba el rostro de Tess. 

Dakota asintió con la cabeza enfáticamente.

—Sí, bollito. Como lo oyes, se han casado. Salieron hace un rato para la casa de tus padres.

Tess pasó de la alegría a la preocupación en un milisegundo.

—¿Ahora? —preguntó, alarmada.

El motero se encogió de hombros.

—Hará media hora. ¿Por qué? —Tess dio la vuelta al instante y empezó a desandar el camino hacia la salida, seguida por Dakota—. ¿Pero dónde vas, nena? 

—A casa de mis padres. ¿Te imaginas cómo lo tomará mi madre? ¡No puedo dejar a Abby sola!

Dakota la adelantó y le interceptó el paso.

La miró muy serio.

—Es mayorcita, Tess y tú no estás bien. Deberías irte a la cama, no a ponerte de los nervios en esa casa de locos.

—Amor, conozco a mi madre y sé de lo que es capaz. Abby es mi hermana y no voy a dejarla sola. 

El motero soltó un bufido.

—Vale. Dame un minuto que te llevo —concedió de mala gana.

Y fue a por las llaves de Princesa.

* * * * *

Solo con ver la cara que lucía su padre al abrirle la puerta, la editora supo que la cosa no iba bien. 

—Hola, Tess. Pasa, por favor —dijo Richard Gibb y al ver la mala cara que hacía su hija mayor, se permitió bromear—: ¿Traes casco y armadura? 

Ella esbozó una sonrisa al tiempo que negaba con la cabeza. 

Sin embargo, en cuanto puso un pie dentro de la casa, lo primero que llamó su atención fue que estaba casi en silencio. Las voces llegaban tan amortiguadas que no alcanzaba a entender lo que decían. Eso le dio esperanza, pensó que quizás, después de todo, su madre no se lo habría tomado tan a la tremenda.

—Parece tranquilo...

—Qué va —replicó él, con un inocultable deje amargo que alarmó a Tess—. En cuanto empezaron los primeros gritos, envié a todo el mundo al saloncito de arriba y cerré la puerta. Estoy harto de que los vecinos se enteren de mis desgracias al mismo tiempo que yo.

Tess se quedó clavada en el sitio.

—Papá, ¿cómo dices algo así? La boda de una hija es motivo de alegría, no una desgracia.

Richard se detuvo en el rellano de la escalera y se volvió.

—En esta casa, por lo visto, no. Fue una tragedia que tú iniciaras una nueva vida junto a la persona que quieres. Por lo visto, no es propio de una mujer digna vivir con un hombre con el que no se ha casado. Y ahora también es una tragedia que tu hermana inicie una nueva vida junto a un hombre con quien sí se ha casado. Por lo visto, una boda que no se celebra ante Dios y los hombres, no es una boda. O al menos, no es una como Dios manda. 

Dicho lo cual, Richard dio media vuelta y continuó subiendo la escalera.

Tess lo siguió sin hacer comentarios. No tardó en descubrir que, desde luego, haberse olvidado de traer armadura había sido un auténtico fallo.

Hasta Brian, que siempre le había parecido un individuo moderado, conciliador, la sorprendió con un “¿me deja acabar de hablar, por favor, señora Gibb? De otra forma, no vamos a entendernos?” cuando su padre abrió la puerta.

Amelia respondió como si no se hubiera dado cuenta de que su hija mayor acababa de entrar en el salón. En realidad, le daba igual si era el mismísimo Padre Celestial el que hacía acto de presencia. Estaba furiosa, desencantada y un montón de cosas más.

—¿Y crees que algo de lo que puedas decir va a cambiar lo que pienso de todo esto, Brian? Os habéis portado como dos adolescentes y en mi hija todavía puedo entenderlo. Nunca se caracterizó por su gran madurez, así que no es una sorpresa. Pero tú…

—¡Mamá, pero qué fuerte! —Abby había saltado de su silla, cada vez más enfadada. Fue Evel, que la tomó de la mano haciendo que volviera a sentarse, quien volvió a abogar por la calma.

Tess y Evel entrecruzaron miradas cuando la editora atravesó el salón y fue a sentarse junto a su hermana. Richard hizo lo propio junto a su mujer, con evidente disgusto. Y más que lo que sucedía en aquel momento, que el enfado de su hermana y la inusual seriedad de su flamante cuñado, lo que Tess, de verdad, encontraba preocupante era la actitud de su padre. El hombre estaba llegando al límite de su paciencia, era evidente. Sin embargo, su madre seguía erre que erre, aparentemente ajena a lo que se cocía en el ánimo de su compañero de toda la vida.

—Sé lo que piensa, que es precipitado —continuó Evel, esta vez su voz sonó conciliadora como era habitual en él— y lo entiendo, créame. Pero desde mi perspectiva, las cosas se ven muy diferentes, señores Gibb. Abby es la mujer que he estado esperando toda mi vida —el brillo en su mirada y la expresión de su rostro, la de un hombre profundamente enamorado, corroboraron sus palabras cuando él miró a Abby—. Y cuando el destino te demuestra que morir no es algo tan lejano o tan ajeno como parece, cuando has estado a punto de no contarlo, empiezas a valorar cada minuto de vida que se te concede como el regalo que realmente es. No queríamos esperar más. ¿Esperar a qué? El tiempo es oro, lo más valioso que tenemos. La amo con locura y ella a mí y lo que necesitamos es estar juntos.

Amelia se cruzó de brazos. Mucho discursito romántico, sí. Que le fueran a otro con el cuento.

—Sí, ya, cualquiera de los aquí presentes se puede morir mañana. Por esa regla de tres, ¿por qué no tiramos la casa por la ventana ahora mismo? Total, la vida son dos días, ¿no? La cuestión es que lo has contado, Brian. Estás aquí, en mi salón. Vivito y coleando. Y te aseguro que no te habría pasado absolutamente nada, a ninguno de los dos os habría pasado nada, por esperar unos meses y hacer las cosas como corresponde. No te pasas veinticinco años desviviéndote por tus hijos, pegada a su cama cuando están enfermos y no pueden dormir, dando la cara por ellos, para que cuando llega el día, ese momento que toda madre sueña, te dejen fuera. Como si fueras una apestada que no ha hecho suficiente mérito para estar presente el día que el fruto de tus entrañas le da el “sí, quiero” al hombre de su vida. ¿Que lo entienda? —Los ojos de Amelia se llenaron de lágrimas—. Ni en un millón de años.

—¡¿Por qué todo tiene que ser tan dramático contigo siempre, mamá?! —exclamó Abby, furibunda—. Nadie te ha dejado fuera de nada. No lo planeamos, surgió así… ¡Y soy feliz, ¿no puedes alegrarte por mí?! ¡Eres la persona más egoísta que he conocido en la vida!

Amelia saltó de su sofá, encendida.

—¡¿Egoísta yo?! ¡Cuida tus palabras, jovencita! Te quisiera ver a ti en mis zapatos. ¡Somos católicos, ¿y dices que te ha casado un clérigo anglicano?! ¡Por Dios, bendito! ¡Eso no es ni siquiera un matrimonio válido!

Evel había acudido a su abuela, quien se había puesto en contacto con un viejo amigo de la familia, efectivamente, un clérigo anglicano, y horas después, la pareja contraía matrimonio en una diminuta parroquia del condado de Essex, con la amiga de la novia, Amy, y Brandon Baxter, BBCox para los amantes de la tinta, ejerciendo de testigos. 

—Es perfectamente válido, madre. Brian y yo estamos casados legalmente —a medida que iba hablando, su sangre se iba encendiendo más. Se había puesto de pie -y con ella, todos-, y ahora avanzaba hacia Amelia como un ejército en plena carga—. ¿Y sabes qué más te digo? Olvídate de una boda “como Dios manda”. No va a haber ninguna boda. Porque honestamente, paso de amargarme la vida con tus chorradas y las de tus hermanas, que siempre estáis queriendo controlarlo todo. Se acabó. Hasta aquí hemos llegado.

—¡Niña egoísta…! —empezó a decir Amelia, tan encendida como su hija, yéndosele al humo.

—Mamá, será mejor que nos tranquilicemos todos —intervino Tess lo más calma que pudo. En un primer momento había dudado si agarrar a Abby o a su madre para evitar que siguieran desafiándose mutuamente. Al fin, se decidió por Amelia, pensando que Brian se ocuparía de Abby.

—¡Te recomiendo que cierres el pico, Tess, porque tú también estás en capilla en esta casa! —escupió Amelia.

Y ese fue el momento en que Richard Gibb explotó. No lo hizo a la manera histriónica de su mujer o de su hija menor, pero viniendo de él nadie dudó de que se trataba de una explosión en toda regla. El hombre paciente y amable que todas las mujeres de la casa adoraban, se puso de pie y enfiló para la puerta del salón, pero antes de salir, dictó sentencia:

—Ya está bien, Amelia. He oído suficiente. Voy a la cocina a por un café y cuando regrese no quiero ver a nadie aquí —mirando a Abby y a su flamante marido añadió—: Me alegro mucho por vosotros, chicos. Ya lo celebraremos en otra ocasión. Ahora, marchaos, por favor. También va por ti, Tess.

Acto seguido, abandonó la estancia.

 Amelia, que había callado de repente, permaneció en silencio mirando a su marido con recelo mientras él daba la reunión por acabada. Al fin, también abandonó el salón poco después, sin añadir ni una sola palabra. 

A todos los quedó claro que, esta vez, sería la reina del drama a quien le tocaría oír que le leyeran la cartilla. Y a juzgar por la reacción de Richard Gibb, sería una lectura larga y dura.

Una vez en la calle, Tess intentó aliviar la tensión del momento, abrazando a su hermana y a Evel, cariñosamente, y felicitándoles por la gran noticia. 

—Y por favor, no dejéis que las ocurrencias de mamá os estropeen los planes —apretó cariñosamente el brazo de Evel—. En serio, Brian, no lo permitas. Abby ha soñado con una boda romántica desde que era una niña, ¿te acuerdas? 

Se acordaba. Pero entonces, no sabía lo que le depararía el destino, ni lo tremendamente egoísta e injusta que podía llegar a ser la madre que le había tocado en suerte. Se acordaba, sí. Y era cierto que siempre había soñado con una gran boda, rodeada de su familia y sus mejores amigos. Pero ahora…

Solo con pensar en aguantar las injerencias de las Baldini, discutiendo por todo, desde el color de las flores hasta lo que debían poner en las invitaciones de boda, se le caía el alma a los pies. De pronto, el sueño se convertía en pesadilla. Perdía brillo, ilusión. Todo.

—No sé. Ahora mismo, no quiero pensar en eso. Porque si tuviera que decidirlo ahora, la respuesta sería no. Ni en sueños. Ha bastado la reacción de nuestra querida madre para quitarme las ganas, verás cuando se enteren las tías… Estas señoras son capaces de arruinarle la ilusión hasta a un muerto…. Así que no. Mejor que pasen los meses y me olvide de lo que siento ahora mismo. El año que viene, ya veremos —respondió Abby, rodeando con un brazo la cintura de su marido, que la miró con gesto tristón, pero no hizo comentarios al respecto.

—Se te pasará. Y cuando lo decidas, allí estaré. Me va a encantar ayudarte con lo que necesites —ofreció la editora.

Abby asintió.

—Gracias, Tess… Y gracias por venir.

—¿Te pido un taxi o viene mi socio a buscarte? —Quiso saber Evel.

Tess titubeó. Las cosas habían ido mucho más rápido de lo esperado. Tampoco era plan de tener a Scott de aquí para allá. Además, realmente, estaba agotada. 

—Pídeme uno, sí. Gracias, Brian.

La pareja continuó conversando con la editora hasta que el taxi llegó a recogerla, tras lo cual se despidieron y se marcharon en direcciones diferentes.

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