Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 3

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Martes 25 de agosto de 2009.

En casa de la familia Avery.

Andy abrió los ojos y volvió a cerrarlos en cuanto aquel dolor sordo le recordó que tenía algo llamado cabeza. Parecía como si tuviera a una pareja a cada lado del cráneo jugando squash. Usando sus huesos temporales a modo de frontón. Las náuseas, que habían perturbado su sueño a lo largo de la noche, regresaron con ímpetu y ella saltó de la cama con el vómito en la raíz de la lengua. Apenas le dio tiempo de llegar al lavabo que ya estaba haciendo arcadas a pesar de que ya no le quedaba nada por echar fuera de su estómago. Solo aquel líquido amarillento de sabor amargo que perduraba  aunque se enjuagara la boca.

Fue cuando estaba de rodillas en el suelo, después de que las náuseas se calmaran, que empezó a tener conciencia de los otros sucesos que habían perturbado su sueño. La fuga romántica de Abby y Evel. Las dos pintas que se había bebido. Conor y la refriega. Su dedo hecho polvo… 

Dylan.

Mirarse confirmó sus temores; estaba desnuda.

La cabeza de Andy volvió a expandirse y a contraerse dolorosamente a medida que los recuerdos se sucedían. ¿Se había acostado con el irlandés? Eso era una manera de decir, desde luego, porque no se habían acostado. Lo habían hecho por toda la casa, menos en la cama. Allí solo habían caído rendidos de agotamiento y, en su caso, de resaca. Tragó saliva en un intento de aliviar las náuseas, pero sobrevino otra arcada. Y otra más. Una nueva emisión de aquel líquido amargo le llenó la boca y tuvo que escupir repetidas veces para librarse de él. Se puso de pie y volvió a beber agua del grifo a morro, se lavó la cara y seguidamente, tal y como llevaba haciendo desde que se había hecho adulta, asumió que a lo hecho pecho y salió del baño.

Regresó al dormitorio solo para coger algo con que cubrir su desnudez del armario y poniéndose una camiseta vieja se dirigió a la cocina-comedor, procurando mantener la vista al frente. Intentando evitar que más recuerdos calientes castigaran su dolorida cabeza. Intentando obviar la incomodidad, esa mezcla de apuro y bochorno que la invadía cada vez que recordaba que no solo se lo había montado con la última persona del mundo con quien habría imaginado relacionarse de aquella forma, sino que lo habían hecho en su propia casa. Le pareció increíble lo que un par de pintas podían llegar relajar su estricto sentido de la responsabilidad.

Entró en la pequeña cocina y, al fin, echó un vistazo alrededor. Estaba sola. Era evidente. Él se había marchado y dado que en esta ocasión no había ningún mensaje pegado con un imán a la puerta de la nevera, ni en ningún otro lado, era bastante probable que también lo hubiera atribuido a las consecuencias de las dos pintas de cerveza y en consecuencia prefiriera correr un tupido velo. 

No lo culpaba, la verdad. Volver a verse las caras barra mediante en el MidWay iba a ser sumamente incómodo. Tan incómodo como inevitable. Y con el mamarracho de Conor aportando su granito de arena… No quería ni siquiera imaginar el follón que montaría si llegaba a confirmar que sus acusaciones eran ciertas. Porque cuando las había hecho no lo eran, pero ahora sí. Por usar sus palabras, “Dylan se había cepillado a la camarera”. Y había sido un cepillado a fondo y repetido. A conciencia, vamos.

Mierda. Eran las ocho de la mañana. Tenía que darse un baño, cambiarse e irse a trabajar. Sobrevivir a otro día. Dios, si no se sintiera tan…

El sonido de la cerradura no solo interrumpió el flujo de sus pensamientos, también la hizo dar un brinco. Estaba en pelotas, apenas cubierta por una camiseta, y la casa estaba hecha un cisco. Seguro que habría algún condón por ahí. Danny no podía verla así. Estaba a punto de echar a correr hacia la habitación cuando la puerta se abrió y Dylan apareció ante sus ojos con una bolsa en las manos. Le hizo un guiño y pasó delante suyo en dirección a la nevera con toda normalidad.

—Te daría los buenos días, pero me parece que los tuyos no son buenos —hablaba mientras sacaba provisiones de la bolsa de papel color marrón y los guardaba en la nevera—. ¿Han parado las náuseas?

Andy, más atenta a lo que él estaba haciendo, respondió con otra pregunta.

—¿Has ido a hacer la compra?

—Son unas pocas cosas. Necesitas hidratarte y comer algo. ¿Qué tal las náuseas? —insistió.

Ella apartó la vista un instante. Se cruzó de brazos cuando un escalofrío le recorrió el cuerpo. Estaba destemplada, resacosa y, para qué negarlo, bastante desconcertada.

—Oye, no esperaba ni siquiera que me dejaras tu número, menos todavía que… —hizo un gesto ambiguo, señalando la bolsa— te tomaras tantas molestias. En serio, gracias pero no hacía falta.  

Él le obsequió una de sus miradas de refilón, cerró la nevera tras guardar el último bote de bebida isotónica, y volvió a pasar delante de Andy.

—Las llaves de tu moto —dijo, depositándolas junto a las otras en la pequeña repisa que había junto a la puerta, dispuesto a marcharse—. Está encadenada a la farola y en compañía de un maromo súper cachas.

Andy esbozó la primera sonrisa de la mañana. Era más que leve porque el menor movimiento se replicaba en el interior de su cabeza, como un eco, pero una sonrisa al fin y al cabo. 

—¿Con quién dices que está mi moto? 

—Con el maromo cachas de las bicicletas de montaña. Una pasada de trasto  —aclaró el irlandés—. Vamos, yo de ti me la llevaría prestada por error. Seguro que con ella llegas al bar más rápido y más en forma —añadió, dándole un repaso goloso a la pequeña mujer en camiseta por única vestimenta, que culminó en una sonrisa seductora. 

Otro escalofrío recorrió el cuerpo femenino que, le gustara o no, sabía perfectamente que esta vez no tenía nada que ver con estar destemplada, ni con su resaca, y que Dylan captó al microsegundo. 

Andy se apresuró a apartar la mirada y el irlandés sonrió para sus adentros.

—Aunque bien visto, aquí tienes otro maromo cachas y si lo que te apetece es más entrenamiento… —dejó caer. No completó la frase, pero mantuvo la mirada y, desde luego, la actitud.

Otra sonrisa volvió a abrirse paso entre todas las preocupaciones/dolores/bochornos de la camarera que volvió a mirarlo.

—Lo que tengo es un irlandés calvo y no, no quiero más entrenamiento. Gracias por la oferta.

Dylan se dirigió hacia Andy que lo mirada intrigada, expectante. Se detuvo frente a ella.

—No soy calvo —volvió a aclarar—. Me afeito la cabeza, que no es lo mismo. Y no he dicho que quisieras, ya sé que no quieres, he dicho “si te apetece”. 

Andy exhaló el aire en un suspiro de agotamiento y echó la cabeza hacia atrás. Los ojos del irlandés quedaron momentáneamente atrapados en la visión de aquel cuello perfecto, suave, que se había pasado parte de la noche lamiendo y parte mordiendo. Las marcas rojizas que mostraba eran buena prueba de ello.

—Seguro que me arrepiento de preguntártelo, pero ¿qué diferencia hay? —dijo ella al tiempo que enderezaba la cabeza despacio para evitar el eco. Lo que vio en aquellos ojos color cielo la hizo estremecer. Y ya iban tres, pensó una parte de su dolorido cerebro; la otra la obligó a continuar la frase—: Por favor, no te enrolles con la explicación. Mis neuronas no dan más de sí.

Dylan asintió. Avanzó un paso más y la tomó con suavidad por los antebrazos. Una sucesión de escalofríos evidentes de tan intensos recorrieron a la camarera a placer, sin límites. De la cabeza a los pies y todas sus partes intermedias, incluidas las de su aparato reproductor. 

—Soy el último tío con quien habrías querido acabar pasando la noche —murmuró él sin dejar de mirarla intensamente. 

Andy tragó saliva. Una de las manos de Dylan se desplazó ligeramente hacia abajo, rodeándole el codo y ella volvió a estremecerse. Él continuó hablando en un tono de voz suave, sin afectaciones ni insinuaciones. A pesar de lo cual, tuvo que reconocerlo, el irlandés se las estaba arreglando para hacer una buena escabechina con sus hormonas. Otra vez.

—Y por más cabreada que estés con él, te importa.

Los ojos de Dylan buscaron una respuesta y ella se la dio por el más que eficaz método de no negarlo. No hacía falta aclarar a quién se refería, claro. Mierda. Odiaba que las cosas fuera así. Odiaba haberse dado cuenta de que Conor era un mamarracho, tener que reconocer que alguien tan egoísta y tan niño hubiera podido robarle el corazón. Dios, cómo lo odiaba… 

Dylan volvió a asentir.  

—Soy amigo de tus jefes y no pienso dejar de ir al MidWay porque hayamos follado, así que seguirás topándote conmigo día sí y otro también. Y si cada vez que te mire te vas a poner a temblar…

 Para Andy fue oírselo decir en voz alta y volver a estremecerse como si no tuviera el menor control de sus emociones. Otra cosa a apuntar a la lista de cosas que odiaba aquella mañana. Una sonrisa maliciosa que no llegó a mostrarse en sus labios, centelleó en la mirada de Dylan.

—Se van a dar cuenta —sentenció el irlandés—. Todo el mundo. Y él, en especial, va a montar un señor follón.

La reacción de la camarera no se hizo esperar. Lo que dijo le salió del alma y no moderó ni el tono ni las palabras.

—Si no le gusta que se joda —volvió a mirarlo con aquel talante gracioso que le ponía tan difícil mantener su propio enfado—. Además, tampoco te des tanta coba… Ya me gustaría verte a ti después de seis meses en dique seco, a ver qué tal lo llevabas…

Dylan no podía imaginarse en semejante situación. Había empezado con once o doce años y nunca había parado ni pensaba hacerlo porque lo necesitaba. Siempre lo necesitaba. Y ahora también.

—No lo verás, mi polla y mi cabeza van cada cual a su propio rollo. No se meten en los asuntos de la otra. —Su mano, la que la sostenía por el codo, volvió a desplazarse. Esta vez a la cintura femenina. Andy jadeó al sentir el calor que despedía aquella manaza y él ladeó la cabeza y se acercó a su boca—. Me paso por el forro lo que piensen tus jefes o Conor. Y si te pones a temblar cuando te miro —le lamió los labios, capturándolos entre sus dientes y jugando a tirar un poco para luego liberarlos—, voy a mover ficha y si tú te dejas, por mí, bien.

Mierda.

Puede que no fuera una buena idea, que todo aquello no hiciera más que traerle complicaciones que ni necesitaba ni quería, pero aquel hombre tenía la peculiaridad de recordarle sus necesidades más básicas con cada gesto, con cada mirada, incluso con lo que callaba. 

Andy abrió la boca en una descarnada invitación a que la besara y él lo hizo. Le hundió la lengua hasta el fondo y le comió la boca como si fuera lo único y más importante del mundo. Lo hizo como hacía todo lo relacionado con el sexo; a tope, salvajemente. Era pura testosterona en movimiento, dejada a su libre albedrío. 

Sus lenguas se enredaron en un baile frenético y sus manos pronto las siguieron en caricias abrasadoras primero sobre la ropa, luego sin ella. Ella lo desnudó prenda a prenda, casi arrancándoselas, tan encendida como él. Tan fuera de control como él.  Entonces, la mano masculina se escurrió debajo de la camiseta de Andy, y fue directo a su vagina, caliente y empapada.

—Querer, no quieres —le dijo mordisqueando su oreja—, pero joder si te apetece… —la alzó en volandas e hizo que le rodeara las caderas con las piernas—. ¿Te has enterado de la diferencia o te la explico otra vez?

Andy estrechó el cerco de sus piernas y volvió a buscar aquellos besos que la hacían sentir viva y tremendamente deseada.

—Calla y fóllame —murmuró, apasionadamente.

Esta vez fue Dylan quien se estremeció. Estar sobrio intensificaba unas sensaciones de por sí embriagadoras y a ese nivel, sin ropa y sin máscaras sociales, ella le gustaba porque lo excitaba a rabiar y le seguía el juego sin remilgos. Y ahora, estaba claro, sin mediación del alcohol.

—A la orden, señora.

* * * * *

Andy respiró profundamente y exhaló el aire en un largo suspiro. Puso toda su concentración en incorporarse un poco, pero incluso aquello parecía ser demasiado. Volvió a dejarse caer contra el pecho de Dylan, quien por su parte, también intentó rodearle la cintura con sus brazos y también le pareció demasiado; sus brazos volvieron a caer inertes, a cada lado de la silla que ambos ocupaban, ella encima de él.

El nivel de “agitación” nocturna sumado a la gran diferencia de tamaño entre los dos, había llevado al irlandés a decidirse por sentarse en una silla y dejar las riendas en manos de Andy. Estaba claro que ninguno de los dos pensaba en la cama a la hora del sexo y su zona lumbar empezaba a acusar el doble esfuerzo de mantener el ritmo rápido que a ella le gustaba y al mismo tiempo, sostener el peso de su cuerpo mientras la embestía. Ella era increíblemente elástica, más ágil que cualquier mujer con quien lo hubiera hecho antes, pero el cántaro había ido demasiadas veces a la fuente aquella noche y había que ahorrar energías. Un cuarto de hora más tarde, Dylan no tenía la menor duda de que aquello había sido un soberano error de cálculo; él le había dejado las riendas del asunto y ella lo había dejado de cama, solo que sentado en una silla de la que no tenía fuerzas para levantarse.

Ni fuerzas ni ganas, a decir verdad. Lo que quería era echar una cabezada y seguir follando, por ese orden… Aunque, pensándolo mejor, si era en un orden distinto, también le valía. 

—Tengo que irme…

Andy fue la primera en hablar y hacerlo le costó un triunfo. Su voz fue apenas un murmullo y el único indicio de sus intenciones, ya que no movió más que lo imprescindible para pronunciar aquellas tres palabras.

—Y yo… —Dylan enderezó la cabeza. Aquel ligero movimiento se extendió a lo largo de la columna vertebral y acabó, como era de esperar, en un ligerísimo movimiento de sus caderas, casi imperceptible al ojo. No así a las terminaciones nerviosas de la vagina femenina que, hiperexcitadas por una noche de lujuria tras seis meses de nada, reaccionaron al instante. 

Andy también enderezó la cabeza y sus miradas se encontraron. Dylan volvió a mover sus caderas, esta vez de forma deliberada y ella no se anduvo por las ramas; corrigió su posición de montar y volvió a tomar las riendas del asunto, estimulando aquella erección que crecía sin tregua en su interior.

—Esto es de locos… —murmuró ella, mientras él seguía extasiado con la mirada los movimientos ondulantes de su cuerpo que se elevaba y volvía a bajar sobre su miembro, cada vez con más fuerza. Sus pechos temblorosos y sus pezones duros como piedras rozándole la barbilla—. Tengo que ir al bar, tenemos que parar… Joder, qué locura…

Dylan le mordió un pezón, haciéndola gemir. Enredó los dedos en su pelo y tiró de ella. Se adueñó de su boca con aquellos besos que la devoraban y la encendían y la hacían sentir la mujer más deseada sobre la faz de la tierra. Y la hacían alucinar por la cantidad y la intensidad con que él conseguía hacerla sentir sin halagos, ni frases hechas, ni casi palabras.

—Mira cómo estoy —la demostración, que consistió en hundírsela hasta el fondo, le arrancó otro suspiro a la camarera que volvió a buscar sus besos—. No quieres que pare y yo tampoco quiero —buscó el consenso en su mirada y cuando lo tuvo, se puso de pie con ella en brazos.

Aishhhh… —se quejó ella en un murmullo cuando el miembro masculino abandonó su cuerpo.

Él la depositó sobre el alféizar de la ventana con suavidad.

—Tranquila, que vuelve enseguida —dijo él y bajó la vista. 

Andy siguió sus movimientos tan hipnotizada como ardiendo de deseo mientras Dylan se quitaba el condón y se secaba el miembro con una servilleta de papel de uso doméstico del servilletero que seguía sobre la mesa de la noche anterior. Eran movimientos tremendamente masculinos que no solo pretendían provocarla, sino aumentar su propia erección. Se tocaba. Y la miraba brevemente, como calibrando qué recepción tenía en ella su actitud. Como intentando escudriñar en el fondo de sus pensamientos, de sus emociones. Como desafiándola a que explorara sus propios límites.

Él se apartó unos metros, se dirigió donde habían caído sus pantalones cuando ella casi se los arrancara. Se agachó a recogerlos del suelo y palpó hasta que extrajo algo de uno de los bolsillos. Los ojos de Andy, en cambio, no se apartaron en ningún momento de aquel cuerpo cubierto de tatuajes. La premura con que se habían desarrollado los acontecimientos la tarde anterior y la penumbra que reinaba en la casa, le habían impedido reparar en los diseños de estilo oriental que adornaban el cuerpo de Dylan, convirtiéndolo en un auténtico lienzo andante. Sus piernas estaban cubiertas de coloridos motivos ornamentales japoneses. Tenía dos peces Koi3 tatuados, uno sobre cada cadera, rodeándola; uno con con la cabeza apuntando a la ingle y la cola apuntando al coxis y el otro orientado justo al contrario. En un brazo destacaba un pequeño guerrero entre los diseños ornamentales que se extendían hasta la mano. En el otro, una serpiente reptaba, enroscada a su alrededor, ascendiendo hacia el cuello. La cabeza con sus amenazantes fauces abiertas apuntaba a la yugular del irlandés, la cola le ocupaba buena parte del dorso de la mano y señalaba al dedo corazón. Todos, motivos pertenecientes al arte nipón con su característica abundancia de rojos, turquesas, fucsias, naranjas y verdes que intentaban, sin éxito, competir con el diseño central: un fiero guerrero samurai blandiendo una espada en cada mano. Era imponente y ocupaba todo el torso del irlandés en su vista frontal y toda la espalda, en su vista posterior. Como si aquel guerrero de tinta se hubiera apropiado del cuerpo de Dylan.

Y si aquellos tatuajes ya le resultaban inspiradores a la camarera, el lienzo sobre el que se mostraban le parecía palabras mayores. Se regodeó sin remilgos en las vistas de aquel macizo de hombros anchos y espalda poderosa, y cuando él se agachó, se regodeó mucho más aún en sus testículos que quedaron expuestos y continuó escudriñando a ver qué más descubría mientras se sentía cada vez más mojada. Por momentos, tenía la sensación de que debía estar enferma o algo, porque de otra forma no lograba entender de dónde salía esa atracción bestial que sentía hacia él. ¿Serían los tatuajes que como una plegaria extraña nublaban sus sentidos? ¿O el lugar, y en ese caso eran los recuerdos los que los nublaban? La noche anterior había aprendido cuáles eran sus preferencias, cómo le gustaba hasta el punto de la locura, qué la hacía arder. Él se lo había mostrado. En aquella ventana. Solo con pensar en volver a repetir la experiencia… 

Como si se hubiera dado cuenta de sus pensamientos, Dylan abrió la mano y le enseñó lo que guardaba en la palma.

—Todo tuyo —murmuró sin dejar de mirarla intensamente.

Andy exhaló un suspiro de fuego. La noche anterior el jueguito del condón los había puesto al límite a los dos. Rasgó el envoltorio, decidida a ir al grano no solo por ansiedad sino también porque el tiempo apremiaba y su hermano podía aparecer en cualquier momento. Pero antes siquiera de intentar ponérselo, ya le había rodeado el miembro con su mano libre y los dos se habían fundido en otro beso incendiario. Nunca la habían besado igual y no tenía claro si aquella forma salvaje era su estilo de hombre caliente o era su estilo aquella noche en particular, porque simplemente no había habido besos normales entre los dos. Y le daba igual; él la besaba como si quisiera comérsela, y ella quería exactamente eso, que se la comiera entera. 

—Joder con los calvos tatuados —murmuró, envuelta en un suspiro sobre los labios masculinos—.  Menudo repaso me estás dando, chico… 

Volvió a buscar sus besos, que esta vez vinieron acompañados de caricias igual de incendiarias. La mano del irlandés le rodeó el pubis posesivamente, en movimientos cada vez más intensos que frotaban más que acariciaban, proporcionándole un placer embriagador al que ella respondió apretando con fuerza el miembro que empuñaba.

Él jadeó y acto seguido le abrió la piernas al máximo.

—Los calvos tatuados, no. Este tío tatuado —dijo, su voz transformada por el deseo que hervía en su sangre. Dejó de besarla el tiempo necesario para hablar y volvió a la carga. 

Esta vez, Andy tembló entera cuando un dedo invadió su vagina, hundiéndose profundamente.

—Y ya te he dicho que no soy calvo —añadió. Otro dedo invasor se sumó al primero y Andy gritó de gusto.

Grito que él silenció volviendo a besarla y a invadirla con sus dedos, y a besarla otra vez en un bucle sin fin. 

—Joder —dijo él en un quejido apasionado—. Voy a reventar…

Le quitó el condón de las manos y se apartó lo suficiente como para poder ponérselo, cosa que hizo de dos movimiento, limpiamente. Ella no dejó de mirarlo en ningún momento. También sentía que estaba a punto de reventar y todo en él la excitaba aún más. Deberían parar. Debería dejar de complicarse la vida con alguien que no estaba en sus planes. Debería vestirse e irse a trabajar antes de que su hermano llegara y los pillara en plena faena…

Pero lo único que de verdad quería era que él se hundiera en sus entrañas otra vez. 

Que era exactamente lo que Dylan quería. Cuando el preservativo estuvo en su sitio, él tiró bruscamente de las piernas de Andy, haciéndola resbalar hacia el borde sobre el mantelillo de punto que decoraba el alféizar, que cayó al suelo. Acto seguido colocó una de las piernas femeninas extendidas hacia arriba sobre su pecho e hizo que ella le rodeara la cadera con la otra.

Sus miradas se encontraron y los recuerdos de la noche anterior regresaron. Estaban allí, en la mente de los dos, haciendo que la sangre iniciara una carrera demencial.

Él se hundió dentro de Andy hasta el fondo de una sola embestida y ella gritó a voz en cuello.

—Tus gritos me vuelven loco… —dijo entre dientes, y volvió a hundirse dentro de ella. Esta vez mucho más fuerte.

Otro grito retumbó en la estancia. Otra embestida y otra, y otra más. 

No eran solo sus gritos los que lo estaban enloqueciendo, era todo. Ella y su voracidad en la que se sentía como pez en el agua. La química que había entre los dos que lo ponía a arder de deseo con una mirada. Y su elasticidad, otra cosa que conseguía ponerlo al límite, gracias a la cual lo habían pasado tan bien en aquel alféizar y en aquella postura que abría a Andy como una flor, rendida a sus deseos, permitiéndole a él tener el control total del acto. 

Y como tenía el control, lo usó a destajo.

—Eres una máquina —jadeó la camarera, buscando sus besos nuevamente—.

Casi estoy por volver a ayunar otros seis meses y llamarte… Joder… Estos deben ser los polvos salvajes que decía…

Andy dejó de hablar. Había estado a punto de hacer un comentario muy inoportuno. Del tipo de los que cortan el rollo.

Si a Dylan le molestó no fue evidente. Más bien al contrario. 

Sus caderas empezaron a embestirla casi con violencia, haciendo que ella jadeara sin parar, con un tremendo orgasmo creciendo en su interior. Se retiraba por completo y volvía a enterrársela con fuerza, cada vez más rápido. Tenían los instantes contados y los dos lo sabían.

—Estos son mis polvos y sí, son bastante salvajes.

Andy se retorció de gusto cuando él volvió a hundirse dentro de ella.

—Sigue, sigue, sigue… Vamosssssssssss, Dylan —dijo entre jadeos, en un ruego que sonó a orden y que lo puso a cien.

 En aquel momento, cuando él se disponía a obedecer más que comedido, el sonido del móvil de Andy los dejó paralizados. Un instante después sonó el portero exterior de la vivienda.

Mecagoentodo —masculló Dylan apoyando la frente sobre la cabeza femenina—. Dime que no es aquí… Dime que no me vas a dejar así…

Andy lo abrazó todo lo fuerte que le permitía la postura. Tragó saliva. Sentía todo el cuerpo con la flojedad característica del orgasmo. El útero latía al mismo ritmo de la verga que continuaba en su interior. Y una parte de su cerebro empezaba a tomar cada vez más conciencia del entorno. Era su hermano. El del móvil y el que tocaba al portero. Ya estaba allí y, como siempre, se había dejado las llaves. Aunque en aquel momento hubiera acertado dejándoselas, porque de otra forma…

—Es Danny. Está abajo. Toca porque no se ha llevado las llaves. Lo siento, Dylan…

El irlandés echó la cabeza para atrás, respiró hondo, pero no se retiró del interior de Andy. Al contrario, se hundió en ella casi con desesperación.

—Un minuto más. Venga, nena… No me dejes así, que yo tampoco quiero dejarte así… Venga, por favor…

La premura del tiempo, que se agotaba, junto con el deseo ganaron la mano, y durante los siguientes instantes Dylan y Andy se enredaron en un cuerpo a cuerpo frenético. Lo que había empezado en el alféizar de la ventana, acabó contra la puerta de entrada cuando él la embistió frenéticamente por última vez y los dos alcanzaron un orgasmo imposible con el timbre del portero y el móvil sonando sin parar a modo de música ambiental.

Entonces, él la besó un vez más y abandonó su cuerpo. Recogió a prisa las prendas que estaban esparcidas por el salón y volvió a enfilar hacia la puerta de salida, tan desnudo como había venido al mundo.

—Cuando quieras, repetimos —le dijo cuando ya estaba a punto de desaparecer tras la puerta.

—¡Pero, ¿dónde vas así?! —exclamó, alucinada. No tenía dudas de que era un tío desinhibido, pero ¿tanto cómo pasearse por su edificio en pelotas?

Él volvió a asomar su calva por la puerta. La miró con su ecuanimidad habitual.

—Si quieres, me quedo. Pero solo con mirarte, deducirá que anoche fue a ti a quien tuve que cargar y tu credibilidad quedará por los suelos.

Ja. Danny deduciría más cosas con solo mirarla. Cosas que evidentemente el irlandés "se pasaba por el forro", como que su hermana mayor que siempre le daba la brasa con que tenía que ser más serio y arrimar el hombro, que su madre no estaba bien y había que sacar adelante a la familia, había aprovechado su ausencia para llevarse a casa a un miembro de la Hermandad Aria al que le había arrimado más que el hombro. Mierda. 

Andy le dio sus bendiciones para que se marchara.

Ya está, pensó, ya lo había logrado; acababa de licenciarse con honores en la especialidad “cómo complicarse la vida en una sola noche”.

* * * * *

Bar The MidWay

Aquel mismo día…

La camarera procuraba hacer como si fuera un día normal, un día como otro cualquiera, pero aunque exteriormente estaba bastante segura de dar el pego, por dentro la ansiedad se la estaba comiendo viva. Por un lado, sus jefes tenían sus respectivos problemas y el ambiente estaba algo tenso. Por otro, estaban las puñeteras pintas de cerveza que ya se había podido haber ahorrado, su pelea a puños desnudos con el mamarracho de Conor y como colofón, su salto al vacío desde un acantilado sin paracaídas. Porque llamarle error a haberse acostado con el irlandés era quedarse muy corta. ¿En qué narices estaba pensando para hacer algo así? 

El problema era precisamente ese; para una vez en la vida que se permitía hacer lo que hacía la gente de su edad -léase, celebrar una buena noticia en compañía de amigos, pasarlo bien y beberse un inofensivo par de cervezas-, el resultado era un desastre. Otro desastre que sumar a su desastrosa vida. Conor ni había llamado ni había aparecido, pero tan segura como de que se llamaba Andy, que no dejaría las cosas tal que estaban. Quizás no lo hiciera hoy, ni mañana, pero lo haría. Uno de estos días, cuando el alcohol que soportaba tan mal (en eso parecían almas gemelas) le calentara la lengua, organizaría otro follón y esta vez no se quedaría en indirectas. Y Dylan…

Dios, se le ponía dolor de cabeza solo con pensar en él. No por él, claro, que era un tío divertido y accesible, sino por la situación. No era del tipo de chica que hacía esa clase de locuras. Había tenido sus rollos, como cualquier mujer, pero ni se los había llevado a casa ni, por descontado, había permitido que las cosas se salieran tanto de madre. Nunca se había comportado así estando con un hombre y menos con uno por el que no tenía ningún interés especial. Para peor, por una vez, Dylan no había bebido, así que ni siquiera le quedaba el consuelo de que sus recuerdos fueran borrosos. Saber que él la conocía íntimamente y que recordaba momentos de los que ella habría querido olvidarse de poder recordarlos, hacía que tuviera ganas de salir corriendo.  Cualquier cosa con tal de evitar que todos se dieran cuenta de que se habían pasado la noche de revolcón en revolcón. Cualquier cosa con tal de no verlo, de no leerlo en su mirada.

Pero, para su sorpresa -una grata y grande-, no fue nada de eso lo que sucedió. Dylan había llegado sobre las seis y media, poco después de Ike. Se habían puesto a conversar en la barra -sobre Conor y lo que al tesorero del club de moteros le había costado "meterlo en la cama"- y aparte de las bromas habituales cuando alguno le pedía otra cerveza o algún tentempié, el comportamiento del irlandés hacia ella había sido de lo más normal. Ni miradas ni gestos ni tonterías de ninguna clase. Normalidad total. Cuando Evel, que ocupaba una mesa del rincón donde entrevistaba a una candidata para el puesto de responsable de barra los fines de semana, quedó libre, los dos moteros se le unieron. Poco después, el irlandés se marchó. 

Y la ansiedad de Andy se marchó con él.

* * * * *

Más tarde aquel mismo día…

Andy resopló, soltando toda clase de blasfemias mentales a su puñetera suerte, y volvió a darle una patada al pedal que solo sirvió para hacerle ver las estrellas, ya que el viejo motor continuó tan silencioso como antes. Muerto, vamos.

¿El trasto tenía que romperse justamente hoy? Solo faltaba que apareciera el cotilla de Ike y se quedara dándole palique hasta dormirla del aburrimiento. O peor aún, que el que apareciera fuera Conor y tuviera que pasar por el bochorno de aceptar su ayuda después de haberlo zurrado. Una sonrisa malísima apareció en su rostro al recordarlo por los suelos. Él había salvaguardado su amor propio diciendo que había perdido el equilibrio, pero que le fuera con el cuento a otra. Ella le había hecho perder el equilibrio, dejándolo tocado con un soberbio gancho de derecha y rematándolo con un rodillazo en sus partes nobles. Y no se tenía por una camorrista, al contrario, pero se la venía guardando desde Barcelona y Dios, que a gusto se había quedado.

La sonrisa, sin embargo, duró poco. Andy volvió a la realidad con un suspiro resignado. Estaba molida y todavía tenía que pasarse por el súper a comprar algo para la cena. Necesitaba arrancar la moto.

—Sé buena, porfi —le rogó en voz alta al conjunto de hojalata que tenía más de veinte años a su espalda, y volvió a dar la patada. Nada sucedió y la camarera dejó caer los brazos al costado del cuerpo—. Mierda.

Entonces, oyó la voz de Dylan que le decía: 

—¿Necesitas ayuda, preciosa?

La sonrisa regresó al rostro de Andy que, sin embargo, se volvió a mirarlo interrogante. Estaba bastante segura de haberlo visto largarse hacía un buen rato ya.

—¿Me estabas esperando?

Él le obsequió una de sus miradas de refilón y se acercó a aquel trasto con lunares rojos pintados en el tanque de gasolina. Era una de esas miradas suyas tan expresivas que la hacían comprender en un instante y sin necesidad de explicaciones, que acababa de decir una tontería del tamaño de África. ¿Cómo la iba a estar esperando? 

—Pues sí, me vendría muy bien que me echaras una mano. No quiere arrancar —explicó, señalando la vieja Honda.

Todos ellos eran unos manitas. Se pasaba la semana rodeada de tipos que lo desmontaban todo por deporte, solo por el placer de volver a montarlo pieza a pieza. Así que no le extrañó que toda la operación de Dylan se resumiera en un pim, pam, pum y el viejo motor se pusiera en marcha.

—¡Ay, muchísimas gracias, calvorotas! ¡No sabes el favor que me has hecho! —dijo la camarera, toda efusiva.

Él sonrió y continuó tranquilamente quitándose los restos de grasa de las manos con el trapo que había traído de su Harley junto con las herramientas.

Fue cuando Andy ya se había montado en su moto y estaba a punto de ponerse el casco, que él volvió a mirarla. Y fue cuando él la miró de aquella manera indescriptible, que el familiar escalofrío le recorrió la columna vertebral de cabo a rabo.

Entonces, Dylan hizo exactamente lo que dijo que iba a hacer.

—¿Hay algo más para lo que necesites que te eche una mano? —Hizo una pausa con premeditación y alevosía y, justo en el momento en que sus ojos del color del cielo volvían a posarse sobre ella, añadió—: O… Las dos.

La respuesta fue sí. Aunque Andy no era realmente consciente de necesitar las dos manos del irlandés, la atracción entre ellos era imparable. 

Así que sí, aquel día la respuesta fue sí. 

Y al siguiente también. Esta vez, sin necesidad de preguntarlo.

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