Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 4

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Jueves 27 de agosto de 2009.

Bar The MidWay,

Hounslow, Londres.

“Juntitos, pero no revueltos. Toma ya”, pensó la camarera cuando vio entrar por la puerta a Conor seguido de Dylan con diferencia de segundos. El primero traía cara de “mecagoentodo” y el segundo, su expresión de “paso de ti, chaval”, una adaptación puntual de su habitual y constante “paso”, de alcance tan extenso y naturaleza tan evidente que no requería aclaración. El irlandés pasaba de todo y todos lo sabían. Sin saber lo sucedido, Andy podía relatarlo a ojos cerrados: el imbécil de Conor se le habría vuelto a ir al humo a Dylan, en un intento de defender su orgullo herido ante un oponente que, en su curiosa opinión, no solo le había levantado a la chica; también se “la había cepillado” (sic). El irlandés, por su parte, le habría soltado alguna de sus frases tan llenas de lógica y carentes de empatía, tras lo cual, se habría dedicado a su deporte favorito: pasar. Llegados a este punto, lo que no dejaba de asombrarla era que dos hombres tan diferentes entre sí pudieran estar en su vida con resultados tan inesperadamente contrarios. Conor ocupaba su corazón y sin embargo, no hacía más que enfadarla, decepcionarla. Dylan, que dicho fuera de paso nunca había ocupado más que un taburete en el MidWay, se estaba ocupando de quitarle las telarañas a su aparato genital, y no solo lo estaba haciendo con sobresaliente; también era el artífice de todos los momentos de risas que había tenido en los últimos meses. A aquello no había por dónde meterle mano, pensó más ansiosa cada segundo que pasaba.

Mientras servía un agua con gas, espió disimuladamente el movimiento de los recién llegados en el local. Dylan se había detenido a conversar con el grupo de moteros que estaba junto a la gramola. Conor se había dirigido directamente al área de los lavabos sin detenerse más que lo necesario para palmear el hombro a algún conocido. Y por supuesto, sin dedicarle ni una triste mirada al sector de la barra donde estaba ella. Conor ni la había mirado y ella, en cambio, podía recitar de carrerilla cada una de la piezas de su indumentaria: vaqueros con rotos de diseño, camiseta sin mangas y chaleco de cuero con el anagrama de los MidWay Riders en la espalda. Sin olvidarse de esas rastas de muerte, que hoy llevaba sueltas y que, en conjunto, lo convertían en un imán de miradas. A Conor lo miraba todo el mundo, y desde que había roto con su eterna novia, Nikki, había varias moteras interesadas en echarle el guante. 

Andy volvió a mirar donde estaba Dylan. En parte, por cambiar el chip y no pensar en lo tonta que se sentía cada vez que se descubría dedicándole atención a alguien que no hacía más que decepcionarla cada ocasión que se le presentaba; en parte por sondear qué tal estaban las cosas entre los dos después de su huída en plan estampida de la casa del irlandés, la tarde anterior. Algún gesto, alguna señal de que él no se había molestado, de que no había tomado a mal esos ataques de lucidez que a ella le daban en lo mejor de la fiesta, poniéndola en modo fuga…

Entonces, sus miradas se cruzaron. Dylan alzó una mano a modo de saludo seguida de un guiño al que Andy respondió con una sonrisa y un suspiro de alivio. Una vez más, se sintió agradecida por el pasotismo del irlandés; hacía que las cosas fueran tremendamente sencillas. 

Y aquel día, especialmente, ella necesitaba que fueran así porque estaba segura de que Conor se ocuparía de complicarlas.

* * * * *

Una vez de regreso en el bar, Conor hizo dos intentos infructuosos de hablar con Andy. Infructuosos porque a pesar de que ella no fue abiertamente indiferente, se las arregló para librarse de tener que atenderlo.

Pero cuando la camarera abrió la puerta que separaba el salón del área de servicios y lo vio allí, apoyado contra la pared del estrecho pasillo, tuvo claro que esta vez no lograría librarse, a menos que fuera directa. Aún así lo intentó. Pasó a su lado sin hacer el menor ademán de detenerse.

—Escucha, Andy… Sé que estás cabreada y lo entiendo, pero por favor, dame un minuto. Uno solo, te lo juro.

Ella maldijo para sus adentros. Aquel tono de cordero camino del matadero y la flojera que le entraba cada vez que lo tenía cerca, se mezclaban dando por resultado un cóctel imposible. ¿Cómo podía tener ganas de matarlo y al mismo tiempo estar tan colgada de él? Le resultaba sencillamente incomprensible.

Se volvió hacia Conor y puso el cronómetro de su reloj en marcha. Lo miró con cara de pocos amigos.

—Cincuenta y nueve segundos, y restando.

El motero se apartó de la pared. Avanzó hasta ella sin dejar de mirarla. Y Andy tuvo que hacer uso de todo su cabreo almacenado durante meses para que la salvara de derretirse allí mismo, como un helado que alguien hubiera arrojado al sol.

—No sé qué me pasa que cada vez que intento arreglar las cosas contigo, acabo fastidiándolas más de lo que estaban antes. Por favor, perdóname. Lo del lunes se mereció la tunda que recibí, y aunque todavía no me puedo creer que me la hayas dado tú… —lo dijo de tal manera que Andy tuvo que pelearse con los músculos de la cara para no sonreír. ¡Menuda tunda le había dado!—. El viernes vi a Dylan saliendo de tu casa y se me fue la cabeza… Con las tías es un cabrón que va a lo que va y la idea de que… —cerró la boca antes de que Andy decidiera cerrársela de otro tortazo—. Hace un rato me dijo qué hacía allí y te juro que me sentí como un estúpido. Él te estaba echando una mano y yo…

Andy pasó de la flojera al enfado y de él a la consternación en cuestión de segundos. Tenía miga que viniera a disculparse y de paso, así como quien no quería la cosa, le diera otra mano de alquitrán al irlandés (a pesar de reconocer que “él le estaba echando una mano”). Tanta miga como tenía el hecho de que el gran pasota del MidWay decidiera darle explicaciones a alguien. Y tanto que le estaba echando una mano… Las dos, para ser precisos.

Pero lo que más sacaba de quicio a la camarera, lo que más la desilusionaba, eran las implicaciones de sus palabras, un pequeño detalle del que Conor no parecía darse cuenta, tan sagaz él; o bien pensaba que ella era lo bastante ingenua como para caer en las redes del primero que intentara seducirla, o peor aún, que era una fresca que se iba con cualquiera. 

Ese tipo era un imbécil. Un imbécil redomado.

Andy se tragó las ganas de manifestar sus pensamientos en voz alta y detuvo el cronómetro de su reloj con otro movimiento ostensible.

—Tiempo —anunció. Tras lo cual reanudó su camino hacia el baño.

Conor reaccionó con buenos reflejos.

—Espera, espera, espera —rogó, tomándola por un brazo con suavidad—. Andy, por favor, quedemos fuera del bar…

—Tú sueñas —exclamó, liberando su brazo molesta. 

Pero él volvió a avanzar.

—Claro que sueño —volvió a tomarla, esta vez, por los dos brazos haciendo que ella lo enfrentara—. Sueño contigo todo el tiempo. Con charlar y reír y hacer kilómetros en la moto sabiendo que te llevo de paquete, pegada a mí… Y con besarte. —Andy contuvo el aliento ante aquellas confesiones apasionadas. E inesperadas. Era la primera vez que veía a Conor tomar el buey por las astas y estaba alucinando. Halagada y enamorada—.  Venga, princesa… Dame una oportunidad, por favor. Quedemos fuera de aquí, donde podamos estar a nuestro aire. Donde nadie esté pendiente de nosotros y podamos charlar tranquilos. Por favor. Pon tú el día y el lugar, y ahí estaré —se inclinó hacia ella y Andy sintió por primera vez en su vida que le faltaba el suelo bajo los pies. Él aprovechó el momento—. Por favor, princesa. Dime que sí.

La tenía a punto de claudicar y Conor lo sabía, pero una vez más, la suerte no estuvo de su parte. Las puertas que comunicaban el salón con el área de los servicios, se abrieron con el familiar sonido. Andy se apartó rápidamente y otra vez hubo millas siderales entre los dos.

—¿Arreglando desavenencias, la parejita? —dijo Ike al pasar junto a ellos. 

Conor fulminó a su tesorero con la mirada. Andy aprovechó la ocasión para llamar a retirada, esta vez de forma definitiva. Enfiló para el bar, dispuesta a orinarse encima, si hacía falta, con tal de salir del área de influencia del motero de las rastas. Mal que le pesara, todavía la tenía amarrada por el corazón. Y bien fuerte, además.

—Tengo que trabajar —farfulló Andy a modo de excusa. 

Y se quitó de en medio, volando sobre sus tacones de regreso al bar.

Conor dejó caer la cabeza, frustrado. Sus rastas se sacudieron acompañando el movimiento, dándole un aire aún más patético a su nuevo fracaso.

—Mierda —fue la única palabra que salió de su boca.

Pero nadie la oyó.

* * * * *

Una hora después, Andy sentía verdaderas ganas de salir corriendo. Conor había regresado a la barra y estaba al acecho, buscando la ocasión de volver a la carga con su “por favor, dame una oportunidad, princesa”. No dejaban de llegar moteros sedientos, así que los tres que atendían la barra estaban constantemente atareados. Lo que en un principio la había halagado tanto, hacía rato que había empezado a agobiarla. Estaba segura de que Ike se había ido de la lengua, porque las miradas de varios de los miembros del club de moteros seguían con interés cada paso que ella daba, especialmente si dicho paso la acercaba al lugar donde se hallaba el presidente del club. La situación que se estaba creando no le gustaba en absoluto. 

Y en contraposición a la pertinaz insistencia del motero de las rastas, el calvo estaba “desaparecido en combate”. 

Tal y como Andy había sospechado, aquel saludo con guiño incluido al llegar fue toda la comunicación que hubo entre ella y Dylan. El irlandés había bebido varias ginger ale y una cerveza, pero ninguna de las bebidas se las había pedido a ella. Había estado hablando bastante por el móvil y también conversando largo y tendido con el mismo motero con quien había charlado brevemente al llegar. Eso era lo corriente, por algo lo llamaban el “tío de los mil contactos”. Pero mantener tanta distancia con la barra, y en especial con ella, no era nada corriente; estaba segura de que él intentaba, a su manera, no complicarle más las cosas. Algo que Andy le agradecía desde el fondo de su corazón ya que, realmente, dudaba que aquella tarde fuera capaz de tolerar más incomodidad, sin huir despavorida. 

Y lo habría hecho personalmente -agradecérselo-, pero dadas las circunstancias -léase, media docena de ojos incluidos los de cierto rastafari, que no le perdían pisada-, tendría que dejarlo para otra ocasión.

* * * * *

O quizás no, pensó la camarera mientras miraba a Amy sin saber muy bien qué responder. Ya le resultaba curioso verla nuevamente por allí, pero ¿pagarle una cerveza al irlandés y usarla a ella de mensajero? 

—¿Te has enterado o quieres que te lo repita? —dijo Amy un tanto desconcertada por la (falta de) reacción de la camarera.

Andy salió de la abstracción y asintió.

—Sí, sí… Le llevo una cerveza y la notita y le digo “de parte de una gran admiradora” —miró para otro lado, intentando tragarse la sonrisa, pero fracasó estrepitosamente. Al instante, se estaba tronchando—. Disculpa…

Amy también rió. La camarera tenía razón, aquello era de risa. Pero quería  hablar con Dylan y ya que por las vías habituales no había tenido éxito, pues…

—No quieras saber lo que dice la nota —apuntó con su habitual desparpajo, algo que consiguió modificar la idea que Andy se había hecho de ella. Para mejor. 

—Ni lo que Conor debe estar pensando ahora mismo viéndonos conversar —apuntó Andy al darse cuenta de que el motero estaba completamente atento a ellas y de que su rostro había perdido color. Y no, no era efecto de la iluminación del local; el tío se había puesto pálido.

—Ya te digo —concedió la rubia platino—. Estará sudando tinta china pensando en lo que te estaré contando. Venga, pon cara de cabreada, vamos a hacerlo sufrir un poco…

Ganas no le faltaban de seguirle el juego, pensó Andy, porque desde luego ella también tenía muchísimas ganas de verlo sufrir. Por capullo. En cambio, se puso a servir una pinta de cerveza.

—No tientes al demonio que soy tan capaz de infligirle una lenta y dolorosa tortura, que me doy miedo hasta yo… —comentó Andy.

Amy miró al motero de las rastas con disimulo. Seguía a la camarera con el mismo interés absoluto de Barcelona, sin perderse un detalle. Ahora sumaba su más que evidente preocupación. Preocupación por lo que pudiera estarle diciendo.

—¿Todavía no habéis hecho las paces? —preguntó Amy.

Andy frunció el ceño. Limpió un poco de cerveza que había rebalsado de la jarra y la apoyó sobre una bandeja.

—No sé a qué te refieres. Nunca he salido con él y admito que no está mal, pero… Está claro que le van las rubias —dijo con el mayor garbo que pudo, y coronó aquella frase nada comprometedora con una sonrisa casual.

Esta vez fue Amy quien frunció el ceño.

—¿No eras su novia? Me dijo que hacía poco que habíais roto —explicó ante la expresión cada vez más asombrada de Andy—. Que todavía estaba “bastante pillado”, cito textual, y como no dejaba de mirarte… Pensé que se refería a ti. ¿No eres tú?

El desconcierto en aquel rostro súper cargado de maquillaje era de risa. Tanto como el creciente enfado que empezaba a adueñarse de Andy a medida que las cosas empezaban a cuadrar a la luz de esta nueva información. Así que el muy impresentable “seguía pillado” de su verdadera y única novia conocida mientras tonteaba con Amy y le juraba y perjuraba a Andy “que soñaba con ella”. 

—Como digo, no soy su tipo —respondió la camarera—. Esa novia de la que sigue “pillado” se llama Nikki. Y es rubia como tú. 

—Y ese tío es un gilipollas —ratificó Amy, alucinada por lo que acababa de oír.

Y un inmaduro, incapaz de encontrarse el ombligo en la mitad de la panza. Un mentiroso y un impresentable. 

¡Diosssssssssssss, qué ganas de volver a zurrarlo!

Andy decidió que lo mejor era dejarlo estar. Añadió la nota de Amy y un plato con cacahuetes a la bandeja, y se puso en marcha.

* * * * *

Tal y como Andy pensaba, Dylan hablaba de negocios con el grupo de moteros con quienes estaba.Y sí, también como la camarera creía, se estaba manteniendo a distancia a propósito. Después de la conversación que había mantenido con Conor en la calle, y los intentos suyos por acercarse que había detectado, no deseaba arrimar más leña al fuego ni dar lugar a ningún tipo de comentarios.

Por eso, le sorprendió verla aparecer con una pinta de cerveza que ninguno de los moteros con quienes estaba había pedido.

Después de saludar a todo el grupo con un jovial “hola, colegas”, Andy le entregó a Dylan su cerveza.

—De parte de una gran admiradora —dijo risueña. 

El grupo en pleno empezó a silbar y a bromear acerca del “tirón que tenía el calvo, que hasta sus admiradoras le pagaban cervezas” bajo el gesto escéptico del irlandés que miró a la camarera sin hacer el menor ademán de coger la jarra.

—Tranquilo, que no soy yo. Te admiro, ya lo sabes —añadió Andy con una gran sonrisa llena de picardía—, pero no te incitaría al alcoholismo. En todo caso te invitaría a una isotónica.

“¿Quieres que me oxide?”. El pensamiento regresó a la mente de los dos y con él, los recuerdos. El magnetismo del irlandés, su tentadora y maravillosa desnudez, su permanente apetito sexual que lo hacía capaz de convertir la frase más intrascendente en una detonación en cadena… Andy no pudo evitar el escalofrío que la recorrió entera, aunque, plenamente consciente de dónde estaba, mantuvo las apariencias. Dylan tomó la jarra. Sus ojos miraron brevemente a la camarera cuando dijo:

—¿Y a quién tengo que agradecerle el detalle de que no me cuide tanto? —replicó, haciendo crecer un poco más la lista de cosas que agradecerle.

Verás cuando lo sepas, pensó la camarera.

—Viene con esta notita —añadió Andy, conteniendo la risa. 

Con expresión divertida, el irlandés tomó el trozo de papel doblado en cuatro bajo los comentarios y la mirada curiosa de sus colegas. Lo abrió y leyó.

Andy notó que algo cambiaba en su expresión. Una mezcla de desafío y desenfado que tiñó sus ojos color cielo y le informó que el obsequio era de su agrado, pero no así de quién provenía. 

—Eh, tío, venga ya. ¿Nos vas a dejar así, sin saber quién te está tirando los tejos? —dijo uno de los moteros al ver que Dylan arrugaba el papel y en un primer momento lo dejaba sobre la bandeja de la camarera, para a continuación cambiar de idea y guardárselo en el bolsillo del vaquero. 

—La curiosidad mató al gato —comentó tan tranquilo mientras sus colegas se burlaban. Acto seguido, bebió un sorbo de cerveza y se inclinó hacia la bandeja, donde estaba el platito de cacahuetes.

—¿Los cacahuetes también son suyos? —le preguntó, la picardía brillando en sus ojos.

—No, esos son míos. Pero, tranquilo, que se trata de una ofrenda desinteresada —apuntó Andy, tragándose la risa. Miró a los moteros—. ¿Queréis que os traiga algo, chicos?

“Desinteresada”, ya, pensó el irlandés. 

Dylan tomó un puñado de cacahuetes y se los metió en la boca sin dejar de sonreír mientras sus colegas se ponían de acuerdo con sus pedidos. Y Andy continuaba luchando denodadamente contra los músculos de su cara, empeñados en hacerla sonreír.

—Yo quiero un boilermaker —dijo uno.

—Otra pinta para mí —dijo otro.

Y así hasta que el último escogió su bebida. Entonces, el irlandés volvió a hablar.

—Así que no me estás tirando los tejos —apuntó, haciendo que Andy ya no pudiera contenerse y echara a reír—. Qué alivio, no sé si podría con tanto.

Pero no fueron solo las carcajadas de la camarera las que sonaron más fuerte, los moteros, al unísono, se estaban tronchando y el irlandés los miró desafiante.

—No te hagas ilusiones, colega —explicó uno de ellos que respondía al nombre de Markus, diciendo en voz alta más o menos lo que todos estaban pensando—. Por lo visto, ni Finley puede fardar de eso —miró a la camarera con picardía—. Y eso que según me han contado, a la princesa aquí presente le van las rastas mogollón.

—Tampoco creas que es para tanto —retrucó ella, pensando cómo era posible que aquellos tipos supieran tanto si ella apenas recordaba haberlos visto por allí antes. Se apresuró a desviar el tema porque si había algo que no quería era que Conor se convirtiera en tema de conversación—. ¿Algún mensaje?

Dylan se estiró a tomar una servilleta del servilletero que había sobre una mesa próxima y usando la espalda de uno de los moteros a modo de apoyo, escribió algo sobre ella. La dobló en cuatro y la puso debajo del platillo de cacahuetes. Miró a la camarera.

—No —respondió.

Los ojos de Andy se desplazaron con disimulo (y rapidez) del trozo de papel en su bandeja a los ojos del irlandés

—¿No? —quiso corroborar.

Él negó con la cabeza y volvió a empinar la pinta dando el asunto por zanjado.

—Qué cabrón —comentó Markus y le dio un porrazo en la espalda que a punto estuvo de hacer que el irlandés se la echara encima.

—Cuidado con la emoción, chaval —se quejó Dylan—. Que me pringas.

Al primer comentario, siguieron otros y el asunto “alguien le está tirando los tejos al calvo” empezó a correr de motero en motero. 

Andy permaneció contemplando la escena un tanto incrédula. ¿Eso era todo?, pensó. Una mujer le hacía un avance en toda regla y él se quedaba con sus colegas, tan tranquilo, sin tomarse la menor molestia. Sin un “gracias”, sin un comentario. Pues no quería estar en la piel de Amy, la verdad. ¿Y a santo de qué la nota que había puesto bajo el plato? ¿Era para Amy o para ella? ¿Iba a tener que leerla para no meter la pata? 

Entonces, Dylan volvió a mirar a la camarera. Era una mirada que le preguntaba qué puñetas hacía allí todavía, como un pasmarote. 

Andy asintió. Se apresuró a decir:

—Vale. Enseguida os traigo las bebidas.

* * * * *

En el último momento, Andy decidió cambiar de rumbo. Aprovechando que el camarero de apoyo acababa de dejarse la puerta abierta -y menudo rapapolvo se iba a llevar el novato como los jefes lo vieran-, se dirigió a la zona de acceso solo autorizada para empleados, que comunicaba con la entrada privada a casa de Dakota y donde también guardaban las cajas de bebida. Había dudado entre eso o encerrarse en el baño, pero para lo que tenía en mente prefería que no hubiera encuentros imprevistos. No solo por los encuentros en sí, sino por lo que se disponía a hacer, que según le había enseñado su querida madre, no-estaba-bien.

¿Fisgando a escondidas? Mal, muy mal, pero no se fiaba un pelo del irlandés cuando se trataba de sus ligues. Era un especialista en cabrearlas. A todas, sin excepción.  Y ya que, en este caso, hacía las veces de ‘mensajera’  y era de todos conocido quién pagaba el pato cuando las noticias no eran agradables… 

En una situación normal, la nota del irlandés tenía que estar dirigida a Amy. En cuyo caso, ella estaría metiendo sus narices donde no debía. Pero Dylan era Dylan. Seguía muy enfadado con Amy aunque lo negara, y la forma tan absolutamente indiferente en que había reaccionado, sumada a aquel escueto “no” a la pregunta “¿algún mensaje?”… Todo, en conjunto, le daba muy mala espina.

Y mucha curiosidad.

Andy depositó la bandeja sobre uno de los escalones que conducían a casa de Dakota y Tess. Mucho más ansiosa de lo que estaba dispuesta a reconocer, tomó la nota de Dylan y la abrió. Por un instante, se quedó en blanco, mirando el papel sin acabar de entender lo que leía. Tratándose del irlandés, no esperaba la Biblia en verso, pero tampoco que solamente hubiera escrito un número. Era todo lo que había.

Un puñetero número. ¿Así respondía a una invitación femenina? Aquello era un mensaje en clave ¿o era así como lo hacían los informáticos? 

Pero un segundo después, tuvo que sonreír. ¿Era para Amy? Claramente, se trataba de un número de móvil. Si él seguía enfadado con la rubia y pasaba hasta de dirigirle la palabra, no tenía sentido que le diera otro medio para que siguiera incordiándolo. Eso, suponiendo que ella no lo tuviera ya. Por lo que se rumoreaba Dylan y Amy habían quedado varias veces. ¿Cómo no iba a tenerlo?

Andy sacudió la cabeza asombrada por las salidas del irlandés. Sacó su móvil del bolsillo de los vaqueros y escribió un mensaje para él:

“Es para matarte, que lo sepas”.

Sin esperar respuesta, volvió a guardarlo, recogió la bandeja y regresó a la barra, pensando en qué le diría a Amy.

En el bar, Dylan consultó su móvil con disimulo cuando lo sintió vibrar indicando que había recibido un mensaje. Leyó y volvió a guardar el aparato sin hacer el menor comentario. El cazador que vivía en él, sin embargo, sonrió para sus adentros. 

No era en matarlo, precisamente, en lo que Andy estaba pensando. Se jugaba la cabeza y no la perdía, a que le habían entrado unas ganas locas de que él volviera a ponerla en forma. Y ahora que le había dado vía libre para manifestar(le) sus deseos, no tenía más que pedir por su boquita… 

Además, aunque la camarera probablemente aún no se hubiera dado cuenta, había sido una jugada maestra: ahora él también tenía su número de móvil.

* * * * *

Más tarde, aquella noche…

Andy miró por la mirilla. Era Dylan. A continuación, miró asombrada la hora y abrió la puerta.

—Me ha abierto un vecino —aclaró el irlandés al ver la expresión en la cara de la camarera.

Ella sonrió divertida y todavía asombrada.

—Ya. Imagino que no llevarás una ganzúa —dijo, abriendo la puerta de par en par para dejarlo pasar. Dylan entró y ella volvió a cerrarla—. Lo que me sorprende es tu rapidez. No hace ni quince minutos que te llamé.

En realidad, habían sido ocho minutos pero… El irlandés valoró la situación durante unos instantes. ¿Le resultaría muy fuerte saber que estaba allí, a la vuelta de la esquina, esperando una llamada que sabía a ciencia cierta que se produciría? Probablemente, sí. 

—Soy ultra rápido para lo que me interesa.

Y acompañó la frase con una sonrisa.

Andy rió de buena gana y le hizo señas de que la siguiera.

—Venga ya, calvorotas. Que los dos sabemos que lo que a ti te interesa es veinte centímetros más alta y lleva el pelo color platino… —Otro intento fallido de tirarle de la lengua al irlandés, que permaneció mirándola poner orden en la cocina sin hacer el menor comentario.

—¿Qué? ¿Sigues haciéndola sufrir un poquito? —insistió con picardía.

Dylan dejó su cazadora sobre el sofá y pasó al otro lado de la pequeña barra americana. Le sacó el colador de pasta de las manos y volvió a dejarlo en el escurridor. A continuación, puso los brazos a cada lado de Andy, sobre la mesada, cerrándole el paso.

Ella exhaló un suspiro cargado de ansiedad y de algo más que Dylan reconoció al instante y lo excitó. La maquinaria se había vuelto a poner en marcha.

—¿Y tú? ¿Sigues haciéndolo sufrir?

Dylan se inclinó hacia Andy.  Ladeó la cabeza y sus labios empezaron a dar pequeños mordiscos al cuello femenino provocando reacciones cada vez que apretaba ligeramente la mordida. Reacciones que retroalimentaban su  propio proceso. Ella temblaba y él se excitaba cada vez más.

—Lo mataría —susurró al tiempo que echaba la cabeza hacia dejando el campo libre a los besos de vampiro de Dylan—. De muy buen grado, te lo aseguro…

Él encajó sus caderas contra las caderas femeninas y empujó, insinuante, con descaro.

—Ya lo estás matando, tranquila. Lo tienes a pan y agua y el tío está que no puede con su alma.

Andy volvió a suspirar. Había algo extrañamente dulce en pensar en Conor, en hablar de él, mientras otro hombre la seducía. Excitante. Como una especie de venganza dulce, muy dulce, que le proporcionaba… ¿consuelo? Sí, algo así.

—No tenemos mucho tiempo… Danny está al caer… Como mucho media hora —murmuró ella, rendida a aquel movimiento de caderas que la estaba volviendo tan loca de deseo como sus besos de vampiro.

Dylan se irguió. La miró con los ojos convertidos en puro fuego y la tomó por el pelo fuertemente. Ella parpadeó ante aquel agarre apasionado que inesperadamente la excitó mucho más que todo lo demás.

—Suficiente —murmuró él.

* * * * *

Pau Estellés permaneció mirando al hombre con el que acababa de cruzarse en el portal. Le resultaba familiar -su calva lustrosa, los tatuajes que asomaban del puño de la cazadora y cubrían buena parte de la mano-, pero no conseguía recordar dónde lo había visto o si lo conocía de algo.

Lo vio montarse en una Harley Davidson negra y alejarse calle abajo. Cuando dejó de verlo, entró en el edificio que continuaba tan descolorido como la última vez que había estado allí, hacía cinco o seis meses. Volvió a subir los seis tramos de escalera pensando cómo se las arreglaría la cabezota de su hermana cuando ya no pudiera asumir el esfuerzo de subir tres pisos. Visto lo visto, quizás se propusiera no volver a bajar hasta que la sacaran dentro de una caja de pino.

El hombre moreno, alto y delgado, que hacía tiempo que había doblado la curva de los treinta, vestía de negro -pantalones de vestir, camisa a juego y cazadora- y  portaba una voluminosa mochila de diseño. Llegó al último rellano de una zancada que le permitió subir tres peldaños a un tiempo, tocó el timbre de la puerta indicada con el número tres y esperó.

Andy, que acababa de sentarse a cenar después de despedir a Dylan, volvió a ponerse de pie.

—Se ha dejado algo —comentó mientras se dirigía a la puerta—. Vosotros comed, que se enfría, yo enseguida vuelvo.

Abrió la puerta con la broma en la punta de la lengua y se quedó con la boca abierta al ver al hombre que le sonreía al otro lado de la puerta.

—¿Qué tal, guapísima? —la saludó en menorquín.

Andy  ya le había echado los brazos alrededor del cuello, feliz de verlo.

—¡Tío Pau, qué alegría! Pero, ven, pasa, pasa, que estábamos a punto de cenar! —dijo, tomándolo de la mano.

El treintañero siguió a Andy al interior del salón.

—Mira a quién tenemos aquí, Danny, ¡el tío Pau! —anunció ella alegremente.

—Pero qué mayor estás, chico —dijo él, dándole un abrazo al adolescente—. Y  menudo estirón, ya casi me alcanzas.

El muchacho sonrió halagado. Le gustaba que, para variar, alguien lo viera "mayor", especialmente en una casa donde las mujeres estaban en mayoría y siempre lo habían tenido por un niño.

—Este es mi amigo Jonas —y mirando al rubiales de su misma edad, le informó—: Él es mi tío Pau.

—¿Tu tío... qué?

El menorquín sonrió.

—Soy Pau. Pe, a, u —deletreó en inglés. 

La conversación continuó mientras la familia cenaba. El recién llegado solo aceptó un café y, posteriormente, los acompañó con el helado de tres sabores que tomaron de postre. Después de cenar, los más jóvenes se fueron a la habitación de Danny. En teoría a estudiar, aunque Andy sabía que no abrirían un libro. Estaban a punto de desaparecer del salón cuando Danny preguntó:

—¿Y mamá está bien?

—Claro. ¿No habláis todos los días? —respondió Pau.

El joven se encogió de hombros.

—Las madres mienten muy bien, ya sabes… 

Pau le echó una mirada a Andy que sonrió pero no hizo comentarios.

—Sí, de verdad. Las dos están bien —respondió aludiendo a su hermana, por quien no había preguntado, a pesar de tenerlo tan preocupado como su madre.

Danny asintió, a Andy le pareció que aliviado, y al fin se marchó.

Cuando quedaron a solas, hicieron una larga sobremesa, en la que Pau la puso al día de las novedades. Al fin, llegó la pregunta de rigor.

—Y ¿a qué se debe esta visita inesperada? ¿No te habrás echado una novia inglesa, no? —bromeó Andy.

Pau tendió un brazo alrededor del respaldo de la silla vacía que había a su lado al tiempo que esbozaba una sonrisa resignada.

—Ya me parecía raro que mi querida sobrina no se dedicara al deporte favorito de las mujeres de esta familia... Es un viaje de negocios, no de placer. Lo que por cierto me permite aclarar que en caso de plantearme uno de placer, ella no sería inglesa ni yo me enrollaría con alguien que vive a kilómetros de mí. Eso no sería una relación. Más bien un castigo bíblico.

—¿No crees en las relaciones a distancia? —apuntó la camarera, con tanta picardía que Pau tuvo que reír.

—¿Tengo cara de tortolito?

La verdad fuera dicha, no. No recordaba cómo era su cara de tortolito, si es que alguna vez la había llevado. Su primera -y que la familia supiera, única- incursión en las relaciones sentimentales había acabado fatal y casi cinco años después, la batalla continuaba en los tribunales en torno al único hijo del matrimonio, una niña de seis años que era el ojito derecho de su padre, y por cuya custodia el menorquín estaba removiendo cielo y tierra. 

—Así que negocios... 

Sus palabras comunicaban una cosa, pero la sonrisa en el rostro de su joven sobrina, otra muy distinta. Pau sacudió la cabeza haciendo que su poblada cabellera se meciera cubriéndole parcialmente uno de los ojos. El flequillo era denso, partido al costado con una raya baja sobre el lado derecho de la cabeza que atravesaba su frente en una amplia onda. Los perfiles y la nuca los llevaba con el pelo muy corto. Él lo recolocó de un solo movimiento de la mano y continuó.

—Negocios, sí. Me propongo que los ingleses prueben el vino de la familia y de paso, conseguir que la tozuda de mi hermana deje de cuidar niños o ancianos ajenos para llevar algún dinero a casa. —Sus enormes ojos castaños de largas y espesas pestañas se posaron sobre Andy cuando añadió—: Y si de paso consigo que la tozuda de su hija deje de servir cervezas a una panda de moteros borrachos y tenga un trabajo digno con un sueldo digno, me sentiré realizado.

Andy le dedicó una mirada burlona. Llena de cariño, sí, porque apreciaba el genuino interés del único hijo varón de Francesc Estellés, pero a la vez de guasa, ya que dudaba mucho que éste fuera a dar su visto bueno. Hacía años que se había desentendido de ellos.

—Uy, no sé por qué me da que lo tendrás difícil para conseguir las bendiciones del Gran Cacique. Y sin sus bendiciones...

Pau asintió. No era la primera vez que lo intentaba. Alternativas rentables, todas bien planteadas y con buenas perspectivas, que su padre se ocupaba de descartar de un plumazo con la misma frase lapidaria de siempre: "No se nos ha perdido nada en esas tierras".  Pero, en esta ocasión, las cosas serían diferentes.

—Lo tendría difícil, si las necesitara. Pero ya no necesito sus bendiciones. 

Andy lo miró interrogante. Pau se dispuso a aclarar el tema.

—Desde hace una semana, estoy a la cabeza de las empresas familiares. Ha decidido retirarse.

—Y dejárselo todo a su único hijo varón —dijo Andy, asombrada, completando la frase. Asombrada porque nunca había entendido el patriarcado acérrimo de una familia en la que la mayoría de sus miembros eran mujeres y sin embargo, no contaban para nada. No era que le interesara realmente, pero le asombraba que las cosas fueran así—. Las tías estarán felices de ver destacada su brillante posición de cero a la izquierda otra vez.

—Las tías saben que todas las decisiones que tome en el futuro contarán con su apoyo. Yo no soy mi padre.

Andy pudo reconocer un punto de reproche en la voz del menorquín. Ciertamente justificado, porque no, desde luego, Pau y Francesc Estellés compartían poco más allá del apellido. Pau siempre había luchado por limar las diferencias y recortar las distancias que había provocado que el patriarca abandonara a su primera mujer estando gravemente enferma para casarse con otra, quince años más joven, con quien había cumplido, al fin, su gran aspiración de tener un hijo varón que perpetuara el apellido de la familia. Y siempre había estado muy unido a las tres hijas mujeres de su padre, a quienes consideraba hermanas de sangre. Las adoraba y ellas a él.

—Sí, tienes razón. Discúlpame —concedió Andy y cambió de tema de manera drástica—. La hija tozuda de tu hermana tiene un buen trabajo y acaban de ascenderla, así que no tienes que preocuparte por ella. Está muy bien.

—¿En serio? —Andy asintió—. ¿Y esperas que me lo crea, así sin más? ¿Cómo se puede estar bien sirviendo cervezas en un bar?

—Alguien tiene que servirlas.... —Sonrió—. Además, mis jefes son buena gente y no es un simple bar, es el bar de moteros más cañero de la ciudad. ¿Por qué no vienes y lo ves con tus propios ojos? ¿Hasta cuándo te quedas? El bar está abierto todos los días...

—No vas a parar hasta que vaya a conocerlo, ¿a que no? 

Andy puso cara de niña buena.

—Te van a caer genial, tío Pau. De verdad que son buena gente.

El menorquín exhaló un suspiro.

—Vale. Mi avión sale tarde mañana, así que me presentaré en Hounslow para conocer al mítico bar The Midway y a sus propietarios.

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