Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 5

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Viernes 28 de agosto de 2009.

Bar The MidWay,

Hounslow, Londres.

"Es como estar en el metro en hora punta", pensó la camarera ante la visión que se abría ante sus ojos. Los primeros cuatro días de la semana eran más soportables, pero cuando llegaba el viernes ya no daban a basto. Menos mal que al día siguiente se incorporaba la nueva camarera, porque el pobre Frank empezaba asustarse de tanto ajetreo permanente. Solo faltaba que él también hiciera lo que Samir. Si se largaba ahora, que ya estaba más o menos “enseñado”, a Dakota le iba a dar un infarto. O un ataque de mala leche, que a los efectos del personal era igual de malo.

La camarera cobró una consumición y cuando estaba dándole las vueltas al cliente vio que Conor se dirigía hacia ella con sus buenas vistas de siempre… Y su cara de cordero camino del matadero. Tardó una fracción de segundo en decidir que no estaba de humor para memeces (y sí para puñetazos… ¿por qué sería que desde el lunes cada vez que pensaba en Conor le entraban ganas de zurrarlo?). Y otra fracción más en reaccionar.

—¡Frank, la barra está a tu cargo, que voy a recoger las mesas! —voceó al tiempo que se alejaba, bandeja en mano ante las mismísimas narices del presidente de los MidWay Riders, que maldijo para sus adentros y se quedó mirando cómo ella salía de detrás de la barra.

—¡Oído! —replicó el veinteañero, y dirigiéndose a Conor, añadió—: ¿Qué vas a beber?

El motero de las rastas torció la boca. Miró a su interlocutor con sorna.

—Cianuro, ¿tenéis?

* * * * *

Dylan siguió la jugada con interés desde su ubicación, junto a la ventana próxima a la puerta que hacía esquina, donde conversaba con Markus y sus amigos. Los había conocido en el Ace-Café hacía un tiempo y, por lo visto, les había vendido tan bien las bondades del bar de Dakota y Evel que era la segunda vez que se pasaban por allí aquella semana. Notó que Conor parecía que se dedicaba a su cerveza, pero continuaba atento a Andy. No le perdía pisada. Era la típica mirada de un tío que busca la ocasión de volver a intentarlo y como sabía de sobra cuáles eran sus sentimientos por la camarera, también sabía que, aunque ese round hubiera acabado a favor de ella, todavía quedaba mucho combate por delante. Mucho, porque ella era durísima de pelar. Su juventud y su risa fácil comunicaban una imagen que distaba kilómetros de la verdadera personalidad de Andy. Antes lo intuía; ahora lo sabía de primera mano. 

La atención del irlandés regresó a la camarera justo cuando ella hacía lo mismo. Andy le obsequió una sonrisa a la que él respondió con un guiño y cada cual siguió a lo que estaba antes. No era la primera mirada ni la primera sonrisa que intercambiaban aquella tarde. Si de Dylan hubiera dependido, se habría acomodado en un hueco de la barra como hacía siempre. En lo que a él concernía, eran adultos y libres, muy dueños de hacer lo que les viniera en gana. Además de que no en vano todo el mundo lo tenía por un pasota; francamente, le importaba un carajo lo que pensaran los demás. Pero lo último que quería era perjudicarla. Había tenido la ocasión de comprobar que su vida era ya bastante complicada sin añadir cotilleos ni escenitas estúpidas por parte del imberbe del que Andy estaba enamorada, aunque la mayor parte del tiempo quisiera zurrarlo. 

Además, estaba la cuestión de la química que había entre los dos. Toda una cuestión que tenía al irlandés en vilo desde hacía cuatro días, con una erección en ciernes, preparada para la batalla a la menor insinuación real o imaginaria. Precisamente por eso, prefería dejar que fuera Andy quien tomara la iniciativa. Para ir sobre seguro. Ya que era ella quien verdaderamente tenía algo en juego, que fuera libre de escoger, de decidir su siguiente movimiento. 

Y en eso, justamente, estaba pensando Andy. 

Dylan no se dio cuenta de que la tenía detrás hasta que sintió que le acariciaba la parte baja de la espalda, algo más que un roce que fue del riñón derecho al riñón izquierdo, como quien acaricia al pasar. Era su mano. Era su forma de acariciar, sugerente pero nada intrusiva, con los dedos bien abiertos anunciando su presencia con suavidad. 

Todo ocurrió en un segundo. 

El irlandés tomó nota rápida de qué hacían sus compañeros de grupo y comprobó que sus ojos estaban pegados a la gran pantalla de plasma que proyectaba imágenes de la última carrera del mundial de motociclismo. Acto seguido, controló a Conor. Él conversaba con Ike y en aquel preciso instante, tampoco prestaba atención, pero el irlandés sabía que no duraría mucho, que sus ojos pronto volverían a buscar a la camarera y que si la encontraba a su lado, se dispararían todas las alarmas. No había tiempo que perder. Solo entonces, cuando estuvo seguro de que nadie les prestaba atención, tomó a Andy por el codo. Ella sonrió, retrocedió un paso y se volvió. Disimuladamente, apoyó su mano en la cintura de Dylan, sobre el grueso cinturón.

Entonces, sus miradas se encontraron y los dos supieron que la maquinaria se había puesto en marcha otra vez. Él tomó la mano que descansaba en su cintura y la desplazo hacia abajo haciéndola recorrer el perfil de su nalga. Ella no se quedó atrás, en cuanto sintió la voluptuosidad de aquel culo bestial bajo la palma de su mano, lo acarició a placer. 

—¿Me traes una cerveza… cuando puedas? —se las arregló para decir Dylan. Había que decir algo antes de que los dos explotaran por combustión espontánea, y pedirle una cerveza a una camarera le parecía una petición lógica.

Pero como en realidad lo último que quería era acabar con aquel momento que le estaba poniendo los colmillos larguísimos, se lo comunicó por el efectivo método de rodear la mano femenina con la suya y guiar las caricias.

Ella le demostró que tampoco quería poner fin a aquel momento apretando aquel cachete voluptuoso, haciendo que Dylan se tensara como la cuerda de un violín. 

—¿Me devuelves mi mano? —murmuró ella, comiéndoselo con los ojos.

Dylan respiró hondo, hinchando el pecho al límite. La mirada femenina siguió con atención los movimientos de su tórax hasta que él exhaló y la bocanada de aire ardiente le abrasó la cara. Entonces, regresó a los ojos color cielo de Dylan que respondió:

—Claro —y al instante liberó la mano de Andy, que también respiró hondo y se dirigió a la barra.

Jo-der, pensó el irlandés. 

Dylan se metió las manos en los bolsillos. Volvió a exhalar el aire en un suspiro y se concentró en recuperarse antes de que alguien se diera cuenta del subidón bestial que tenía en el cuerpo.

* * * * *

A diferencia de lo que Dylan creía, alguien estaba mirando. 

Y alucinando.

Y la sorpresa no solo provenía de comprobar a quién pertenecía aquella mano, sino, muy especialmente, de reconocer al dueño del trasero.

Pau Estellés venía de aparcar el coche de alquiler en la calle posterior, donde había encontrado sitio. Se disponía a entrar en el MidWay por la puerta que hacía esquina cuando su móvil empezó a sonar y dado que el bullicio proveniente del interior se oía desde fuera incluso antes de abrir la puerta, decidió atender la llamada en la calle. Además, la pantalla de su móvil mostraba la palabra “Pare” (que en su lengua nativa significa “padre”), lo cual implicaba que la llamada no sería breve. El patriarca se había enterado de su viaje a la City, un lugar donde según él “a los Estellés no se les había perdido nada”, y quería detalles… Eso, además de leerle la cartilla, por supuesto.

De modo que mientras aguantaba estoicamente el millonésimo sermón paterno acerca de la lealtad y las buenas prácticas empresariales que “no incluían malgastar el duramente ganado patrimonio familiar montando un negocio de dudosa rentabilidad en otro país, con la oculta intención de ayudar a personas que no querían ayudarse a sí mismas”, Pau decidió poner su atención en otra cosa. En cualquiera, lo mismo daba. Porque cualquier cosa era preferible a pensar que esas personas a las que el patriarca se refería con tanta frialdad eran su hija y sus nietos, su propia sangre. Porque cada vez que caía en la cuenta de las grandes dosis de vanidad y orgullo mal entendido  que convivían mano a mano en el pujante corazón de Francesc Estellés, la imagen de su padre se opacaba un poco más.

Fue así como Pau reparó en lo que sucedía dentro del bar, junto al gran ventanal. Vio a su sobrina dirigiéndose a un grupo que estaba frente a una mesa de cuatro. Conversaban de pie y solo usaban la mesa a modo de mostrador, donde había varias pintas vacías y envases de cerveza de importación. En las sillas se apilaban cascos, mochilas y cazadoras. Ella llevaba una bandeja vacía, supuso que porque estaría recogiendo las mesas. 

O eso pensó hasta que vio la reacción del hombre que estaba más próximo a la mesa. Reacción a algo que no había podido ver, pero estaba bastante seguro de saber de qué naturaleza era, y que, en cualquier caso, había iniciado Andy. La reacción masculina fue la que consiguió atrapar su atención. Toda su atención. Era el mismo tipo con el que se había cruzado en el portal de su sobrina la noche anterior. Ya entonces le había resultado familiar, como si lo conociera de antes, pero no había conseguido acertar cuándo o de qué.

La manaza tatuada que tomaba la de Andy y la guiaba en aquel gesto que revelaba la existencia de una relación entre los dos, aquella inconfundible muñeca cargada de pulseras… Fueron el “clic” que activó su memoria.

Conocía al tipo. Del último día de la Harley Ride en Barcelona, hacía dos meses. Era el cabrón que, borracho como una cuba, había organizado una pelea de tres pares de narices en el bar de un amigo dónde él había quedado aquella noche. Se trataba del comportamiento habitual de la mayoría de los súbditos de Su Majestad y los hosteleros españoles estaban acostumbrados a que dónde había un inglés, había un follón. Pero este inglés en particular había tumbado a media docena de tíos antes de que consiguieran sacarlo del local. Era una mala bestia.

De entre los tres mil quinientos millones de hombres en quienes una chica guapa y lista como su sobrina podía poner los ojos, el elegido era aquel espécimen con pinta de nazi que miraba la vida a través del fondo de una jarra de Guiness. 

Entonces, inevitablemente, un pensamiento acudió a su mente: “¿qué les sucedía a las mujeres de la familia para acabar siempre destrozándose la vida con la peor calaña inglesa?”.

 

* * * * *

Andy soltó un bufido y volvió a intentarlo. Introdujo el código de seis números, uno a uno, y esta vez oyó el característico sonido que indicaba que la puerta que comunicaba el salón con el acceso independiente a la casa del jefe, ya no estaba bloqueada. Antes era un letrero el encargado de restringir el acceso solo al personal autorizado, pero, por lo visto, no había sido suficiente como método disuasorio ya que hacía unos días había aparecido una puerta nueva con aquella cajita rara llena de teclas que al tercer intento fallido se bloqueaba. Algo gordo debía estar detrás de aquel cambio intempestivo que había sucedido como por arte de magia; por la tarde sus jefes hablaban sobre el tema y al día siguiente era un hecho. De a poco le iba cogiendo el tranquillo y aunque todavía no había conseguido abrirla a la primera ni una sola vez, al menos se sabía la clave de memoria. Al principio, tenía que tirar de chuleta4.

El primer intento de hoy no contaba. Porque, a ver, ¿cómo no iba a tener los dedos “alborotados” después del masaje intensivo que acababan de darle al culo del irlandés? Las caricias no habían empezado por ahí, claro estaba. Todo aquello era, en cierto modo, nuevo para Andy y procuraba ir con cautela, pero él siempre parecía captar lo que ella deseaba e, indefectiblemente, se lo concedía. Le gustaba la forma en que Dylan estaba llevando el asunto. Nadie diría que había algo más entre ellos cuando no estaban en el bar. De hecho, ni siquiera ella misma podía asegurarlo. Sí que lo había habido, pero no si volvería a haberlo ni cuándo porque todo cuanto había sucedido hasta el momento había sido a iniciativa suya. El irlandés había cumplido, pero nunca, ni una sola vez, había sucedido a instancias de él. Lo cual sembraba dudas acerca de qué pasaría si ella no movía ficha. 

Y eso le encantaba. Le ponía un punto diferente a sus días. Descubrir que no estaba muerta, que una parte de ella se rebelaba a sucumbir a lo que sentía por el mamarracho de Conor y a sufrir con los dientes apretados por unos sentimientos que, evidentemente, no eran correspondidos por él -al menos, no de la misma manera-, le ofrecía un consuelo enorme. Y cuando conseguía silenciar las recriminaciones de su propio corazón, que no aceptaba entregarse a alguien distinto de Conor, de quien se había enamorado a primera vista y seguía enamorado a pesar de todos los pesares, incluso se sentía poderosa. En control.

Hablando del diablo…

—¿Qué haces tú aquí? —se quejó Andy—. ¿Ves lo que pone el cartel? Pues, largo.

Conor no se anduvo por las ramas. Mantuvo la puerta abierta con un pie y tomó a la camarera por un codo, con tanta suavidad como firmeza. Era un mensaje claro de que allí estaba y no pensaba dejarlo estar. 

Andy tuvo que reconocer que le habría encantado volver a zurrarlo. Por pesado. Por mamarracho. Por haberla desilusionado. Porque sí. Le fastidiaba saber, sentir, que él le importaba lo bastante como para haberle hecho daño, y quería devolver el golpe, pero ese renovado interés de Conor…

Y los estragos que estaba causando esa mano que la tomaba por el codo… 

Aj. ¿Alguien era capaz de entenderla? Ella misma se había dejado por imposible hacía cuatro días.

—Tenemos una cita pendiente…

—No tenemos nada —lo interrumpió ella y liberó su codo.

Conor avanzó un paso más y esta vez la mano que antes la sostenía por el codo, se posó sobre su hombro desnudo, caliente, vibrante, disparando un millón de cargas diminutas que se agolparon en su vientre y explotaron todas a la vez.

Él se inclinó hacia Andy, que solo pudo permanecer quieta, mirándolo con los ojos brillantes mientras los latidos de su corazón retumbaban en su interior como si estuviera hueca por dentro.

—Estoy loco por ti, Andy. ¿Lo entiendes? —murmuró en lo que sonó en parte a confesión y en parte a ruego—. Sé que la he cagado, pero me muero por tus huesos y necesito que me des una oportunidad para arreglar las cosas. Por favor.

Ella continuó inmóvil, sin hacer ni decir nada.

Estaba sumergida en un mar de endorfinas, bajo el hechizo de aquellas cinco palabras que llevaba meses soñando con oírle decir. Lo miraba intentando escudriñar más allá de sus ojos, buscando confirmar que no eran solo palabras, que el corazón de Conor latía tan acelerado como el suyo. Que latía de amor por ella.

Él aprovechó su momento de guardia baja.

—Quedemos hoy, cuando acabes aquí —murmuró.

La voz de Andy también sonó en un murmullo que pronunció sin apartar sus ojos de Conor.

—No puedo. Mi hermano y su amigo estudian en casa esta noche.

—Entonces, mañana. 

—Trabajo todo el día —volvió a decir Andy.

La mano que antes descansaba sobre su hombro, se desplazó primero a su barbilla y luego a su mejilla, insinuante y a la vez, rebosante de ternura, como quien sostiene algo sumamente valioso. 

Haciéndola estremecer de la cabeza a los pies.

—Te recojo el domingo, sobre las diez. No te digo adónde vamos; es una sorpresa —volvió a inclinarse, esta vez tan cerca que sus narices casi se tocaban—. Venga, dime que sí, preciosa.

Apenas un par de metros más atrás, Dylan, que había recibido una llamada y decidió hacer una visita a los lavabos de caballeros antes de marcharse, se detuvo brevemente solo para asegurarse de que sus ojos no lo estaban engañando.

Y no, no lo engañaban. Conor estaba haciendo progresos con la camarera. De hecho, había progresado lo bastante como para estar a punto de comerle la boca. Todo un acontecimiento. A ver si el chaval conseguía acabar el día sin volver a cagarla.

Otra cosa. Tenía que tensar un poco más el mecanismo de cierre automático de la puerta. Si Conor podía mantenerla abierta sin esfuerzo y camelarse a su chica al mismo tiempo, era que no había quedado bien. Lo suyo era que permitiera el paso de una persona tras la introducción correcta del código y, de inmediato, el mecanismo impulsara el cierre de la puerta con fuerza.

Hoy no le daba tiempo, pero mañana, sin falta, se pondría con ello. 

* * * * *

Seguro que nadie había atravesado esa puerta a la velocidad que lo había hecho ella, pensó Andy con el corazón desbocado. Un segundo más y se daba un morreo con Conor al pie de la escalera que conducía a la casa de Dakota. No tenía la menor idea de cómo se las había arreglado para pronunciar un "me lo pensaré" y huir del magnetismo que aquel motero, evidentemente, seguía ejerciendo sobre ella. 

El bar seguía ruidoso y concurrido. Echó un vistazo rápido alrededor buscando comprobar si alguien reparaba en ella y con alivio, vio que no era así. Excepto Conor, que la seguía con mirada de "te me has escapado por un pelo", nadie se había percatado de nada. Soltó un suspiro y comenzó a serpentear entre la gente en dirección al otro extremo de la barra. 

En ese momento, un hombre alto de cabello alborotado y cejas frondosas emergió entre un grupo de clientes y Andy fue a su encuentro sonriendo.

—¡Bienvenido al MidWay, tío Pau! 

—Hola, nena… —respondió él con lo que a Andy le pareció un sucedáneo de sonrisa.

—¿Todo bien?

Pues no demasiado bien, no. Una discusión con su padre y el lamentable espectáculo que había presenciado por casualidad a través del ventanal del bar, las dos cosas a un tiempo, habían resultado un trago de lo más desagradable y todavía tenía el regusto amargo en la boca. 

—Un mal día —se excusó, ya que no tenía la menor intención de hablar del asunto.

Ella le ofreció una sonrisa compasiva y le tendió una mano, que el menorquín tomó.

—¡Eso lo arreglo yo en un santiamén! ¡Ven, tío, sígueme, que te presento a mis jefes!

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