Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 6

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Sábado 29 de agosto de 2009.

La noche anterior, Andy se las había ingeniado para liberar un par de horas después del trabajo, que había utilizado para entrenar en el gimnasio. Sumando la hora de footing con que había iniciado la mañana más la que pensaba pasar dándole al saco de boxeo cuando saliera del bar, la rutina semanal no había quedado del todo mal. El plan era dedicar no menos de doce horas semanales al ejercicio físico, idealmente dieciocho, repartidas equitativamente en seis días. Se trataba de un plan totalmente personalizado, que había ido ajustando a lo largo de tres años, adaptándolo a sus cambiantes circunstancias laborales y familiares, y que había dado sobradas pruebas de funcionarle bien; la mantenía en forma física y lo más importante, le permitía canalizar la ira y la impotencia, reciclarlas. Era una forma de impedir que se pusieran cómodas en el salón de su mente y acabaran fastidiándole la vida entera. Más de lo que estaba. Pero a pesar de que esta semana no había entrenado lo debido, se encontraba bien. Algún arrebato de ganas de estrangular al presidente de los MidWay Riders o de encerrar a su hermano pequeño en el armario y perder la llave, pero nada más. Sonrío cuando la idea apareció en su mente. ¿El sexo salvaje contaba como entrenamiento físico? Porque, desde luego, vaya semanita… Tanto, que el irlandés había necesitado tomarse un respiro; el día anterior se había largado del MidWay sin despedirse y no había vuelto a saber de él. Se lo recordaría la próxima vez que se le diera por presumir de inagotable.

Y mejor que dejara de pensar en sexo y calvos inagotables… Perdón, rapados inagotables, que según Dylan (y todos los calvos que se afeitan la cabeza para no parecer calvos), él-no-sufría-de-alopecia.  

Andy dejó de carcajearse a cuenta del irlandés  y volvió a poner su atención en el acabado final de la máscara que estaba aplicando a sus espesas y curvadísimas pestañas, herencia de su madre. Ellas y la tableta perfectamente definida de su abdomen, fruto de horas de trabajo duro en en el gimnasio, era lo que más le gustaba de su cuerpo. Por eso procuraba destacarlas con máscaras de colores llamativos, aplicadas a conciencia, y su infaltable línea de eye-liner. La tableta, en cambio, procuraba mantenerla a cubierto. La única vez que se le había ocurrido la malísima idea de ponerse una camiseta de esas que dejan el abdomen al aire, se había organizado una revolución en el MidWay. Era una camiseta cualquiera, de mangas cortas y escote normal, lo cual no había impedido que se pasara todo el día con ojos de moteros pegados a su tripa y las orejas ardiendo a cuenta de varios comentarios subidos de tono. Desde aquel día, su uniforme de camarera era tan sobrio como el de un colegio religioso. Aunque solo el ‘envoltorio’ daría el pego en una de esas instituciones, porque el resto… 

Vaya semanita.

Volvió a suspirar.

Conforme con el resultado, guardó las cosas en su set de maquillaje y éste en su bolso, y se miró de nuevo en el espejo. Ya casi estaba; un poco de espuma fijadora en el pelo, un rocío de su perfume favorito, y a correr. 

En cinco minutos, estaba en la habitación de su hermano con la mochila dispuesta y las llaves en la mano.

Y cincuenta segundos más tarde, huía despavorida de aquella cueva maloliente. Tenía que acordarse de tirar las deportivas de Danny antes de que atufaran toda la casa. De paso, tiraría también las de su amigo Jonas, o le exigiría que se acostara con ellas puestas cuando se quedara a dormir en su casa. Dios, qué peste.

Cerró la puerta del piso, echó un vistazo al reloj y voló escaleras abajo, todo lo rápido que le permitían sus sandalias de plataforma con un tacón de ocho centímetros. Estaba llegando al segundo rellano cuando sonó su móvil. Sonrió al ver el nombre que se iluminaba en la pantalla, no solo por lo inesperado de quién se trataba, también por de quién se trataba a esas horas. En todo caso, era la primera vez que la llamaba y le hacía ilusión.

—Qué habrás hecho para que te echen de la cama a estas horas, calvorotas… —dijo Andy, adelantándose al saludo mientras continuaba bajando las escaleras.

Tras un instante de silencio, Dylan dio señales de vida.

¿Quién… qué dices? 

—Digo que los de recién despierto son los mejores, y que en vez de eso, te haya mostrado la puerta no es buena señal —la picardía inundó el rostro de la veinteañera cuando dijo, en tono de “que no se entere nadie”— . ¿Le pasa algo a tu máquina?

Otro instante de silencio durante el cual Andy no dejó de sonreír esperando el bombazo. Diez de diez que el irlandés sacaría a relucir su vena de cazador.

Dicho y hecho.

¿Alguna vez te ha fallado? Llevas una semana usándola a destajo y siempre responde, así que yo diría que no —y tras una pausa que hizo que Andy se detuviera en mitad del último tramo de escalera, con los latidos del corazón retumbando en la garganta y el vello erizándose palmo a palmo, como si se tratara del efecto dominó, añadió—: Pero si quieres probamos, a ver qué tal… ¿Quieres?

Andy miró al techo, mordiéndose por dentro. Todos se ocupaban, de un modo o de otro, de complicarle la vida. Todo en su vida sucedía a base de esfuerzo, de sacrificio, de trabajo durísimo. Excepto esto. El sexo con Dylan. Lo que tenían dentro y fuera de la cama era inédito en su vida. Nunca nada había sucedido con tanta naturalidad, ni con tantas ganas, ni, por supuesto, con resultados tan fenomenales. 

—No me tientes que ahora no puedo… Aj. ¿Quién me manda a mí a tirarle de la lengua al tío más desinhibido de la galaxia? 

La carcajada de Dylan la devolvió al mundo de las sonrisas, pero solo durante un instante. Hasta que él habló.

¿Saber lo bien que te lo hago contra una pared, quizás? —la azuzó él, más cazador que antes.

Andy respiró hondo y soltó el aire en lo que sonó a un bufido.

—Me estás poniendo a mil… Que sepas que ahora mismo te odio —confesó y con esas abrió el portal del edificio.

Los dos permanecieron mirándose. Él con una sonrisa, ella con la boca abierta de la sorpresa.

—¿Qué haces aquí? —consiguió decir al fin.

Él puso cara de estar pensándoselo.

—¿Aparte de ponerte a mil? —replicó, seductor, aprovechando a tope la ocasión que ella le acababa de servir en bandeja.

Y echó a reír bajo la mirada en parte recriminatoria de Andy, que al fin sucumbió a lo delirante que resultaba a veces la comunicación entre los dos, y también rió.

—¿Qué, uno rapidito? —invitó él cuando parecía que la risa cesaba, provocándole otro acceso de risa.

—¡Tío, tienes que hacértelo ver! —exclamó Andy entre carcajadas—. De verdad. ¡Eres un peligro nacional! —Se apantalló la cara con las manos para que las lágrimas se secaran sin estropearle el maquillaje—. Venga, en serio. Para, que me tengo que ir a trabajar.

—¿Estás en el bar hoy? —¿No era que con el ascenso libraba los fines de semana? Ella asintió—. Pues yo vengo a por tu moto —señaló con un movimiento de cabeza la Honda destartalada—. Voy a llevarla al taller de un colega.

Ahora sí que el rostro de la joven adquirió seriedad.

—¿Por qué?

Él movió los ojos a un lado y a otro al tiempo que arrugaba el ceño en aquel gesto tan característico. 

—Porque se está cayendo a cachos. No puedes circular así. Uno de estos días te vas a llevar un susto.

Andy tensó las mandíbulas y apartó la vista. Este era el momento en que las cosas entre los dos dejaban de fluir. El momento en que él hacía cosas que la incomodaban, que no le gustaban, y decírselo la hacía sentir aún más incómoda. 

—Oye… Te lo agradezco, pero no hace falta que te tomes tantas molestias. Ya la llevaré yo en un par de semanas, cuando cobre. 

—A mí no me molesta y a ti te hace falta arreglarla. No veo cuál es el problema.

Lógico, conciso y breve. Totalmente al estilo Dylan. Sin melindres, ni tonterías. Respiró hondo. Muy bien, pues.

—El problema es que no estoy acostumbrada a este tipo de atenciones… Y me estás haciendo sentir incómoda.

Mantuvo la mirada y la actitud. Dylan hizo lo propio cuando respondió.

—Supéralo. 

Ella gruñó. Se acomodó mejor la mochila, dispuesta a largarse, pero Dylan la detuvo por un brazo. Solo lo necesario para que ella volviera a atenderlo y enseguida retiró su mano.

—No veas problemas donde no los hay, guapa. Necesitas la moto y tal como está, le quedan dos telediarios. Tú aporreas un saco de boxeo para relajarte; ¿por qué yo no puedo desestrarme arreglando motores? Es mi hobby desde que llegué a Londres… —al ver la mirada de desconfianza que ella le obsequiaba, añadió—: Pregúntaselo a Evel, si no me crees. 

Andy enarcó una ceja. El hobby del irlandés era beber. Y hacérselo con cuanta mujer se le insinuara. ¿Estaba sugiriendo que después de una noche de juerga a lo bestia todavía seguía tan estresado que necesitaba ponerse a desmontar motores? Y suponiendo que fuera así, ¿cómo se las ingeniaba para volver a montarlos (y que funcionaran) después de los resacones de campeonato que asolaban sus fines de semana? Se estaba marcando un farol del tamaño de una catedral. Y no, no iba a colar. Andy sacó el móvil del bolsillo de sus pantalones.

—Voy a querer confirmar lo que dices porque ¿sabes? —Alzó la vista hasta él y sus ojos vivaces, resaltados por el eye-liner y la máscara de pestañas, se posaron sobre el irlandés—. Creo que me estás soltando una trola5.

Dylan le indicó con un gesto de la boca que por él no había problemas en que hiciera esa llamada. Era la verdad, no le estaba mintiendo. En cualquier caso, también sabía que a Andy le preocupaban las habladurías y que aquella llamada daría lugar a preguntas. Era cuestión de segundos que se diera cuenta y descartara la idea.

Vaaaaale —concedió volviendo a guardar el móvil. 

Era una mujer y también sabía que todavía opondría alguna resistencia, así que el irlandés esperó a su siguiente frase antes de echar las campanas al vuelo.

—¿Y, dime listillo, cómo voy a trabajar si tú te llevas mi moto?

—Hay algo que se llama metro. Y no me hagas mucho caso, pero creo que también hay otra cosa que se llama autobús o algo parecido. ¿Sabes lo que digo?

Andy respondió con un mohín burlón.

—Para usar ese metro o ese autobús que dices, tendría que haber salido antes. Ahora, voy a llegar tarde.

Otro gesto de la boca del irlandés y un comentario que dejó caer con premeditación y alevosía:

—Por mí, te llevo. Pero si nos ven juntos…

Tampoco te interesa que te vean conmigo, ¿eh, calvorotas? 

Andy asintió.

—Tienes razón. Vale, a ver… ¿y si me acercas hasta la entrada del metro para que me ahorre la caminata?

—O sea, que además de mecánico, chófer. ¿Se le ofrece algo más a la señora? —Andy, todo sonrisas, negó con la cabeza. Dylan soltó un bufido de mentirijillas—.Veeenga, va, que te acerco al metro. Si es que las tías sois todas unas pedigüeñas…

* * * * *

Por la tarde, en el MidWay…

Cheryl, la nueva camarera estaba funcionando bien. Se notaba que tenía experiencia detrás de una barra. Además, los clientes estaban subyugados con sus pintas de motera y su trasero de diez. Habría capturado su atención de cualquier manera, solo por ser la nueva, pero que vistiera a su estilo y entendiera de motos, sumaba puntos en un bar frecuentado principalmente por gente que veía la vida a través del visor de un casco de motorista. En cualquier caso, Andy agradecía su evidente segundo plano de hoy… 

Aunque no para todos era así, pensó al ver a Conor que se dirigía hacia ella con sus rastas al viento, aquella camiseta azul eléctrico sin mangas y súper ceñida que le quedaba fenomenal y… ¿Una flor en la mano? 

Antes siquiera de que el motero de las rastas abriera la boca, la camarera había empezado a sudar como si estuviera en un sauna. ¿Qué puñetas pretendía montando aquel numerito con la flor? Aj. Volvía a tener unas ganas locas de zurrarlo.

—Para ti, preciosa —dijo Conor con una sonrisa seductora, ofreciéndole la aromática rosa de pétalos color burdeos que traía en la mano—. Estos tíos se dejan impresionar con facilidad, pero para mí la reina del MidWay siempre serás tú. 

En un instante, los ojos de todos los moteros que había en un radio de diez metros se posaron sobre la escena que protagonizaban la camarera y el presidente de los MidWay Riders. Como era de esperar, las bromas y los “ohhhh, qué bonito, tío” no tardaron en llegar, incrementando la sensación de bochorno de Andy, y sus ganas de salir corriendo de allí.

Ella no hizo el menor además de tomar la flor. Sus ojos brillantes de apuro (y de ganas de zurrarlo) se posaron en Conor, que continuaba sonriendo, esperando su reacción.

—¿Cómo prefieres que te mate? —le dijo. Ni rastro de sonrisa en su rostro.

—¿Puedo elegir? 

Su tono de voz fue el equivalente a una cucharada extra grande de miel que consiguió impresionar a Andy y precisamente por eso, molestarla aún más. Permaneció callada, mirándolo. Conor decidió tomarlo como un “sí”, y fue a por todas.

—Mientras te tenga bien cerca me da igual cómo me mates. Sería una muerte tremendamente dulce —volvió a ofrecerle la flor, instándola a que la cogiera, pero ella tampoco ahora se inmutó.

 Los comentarios arreciaron, algún motero incluso le palmeó el hombro a Conor, en señal de aprobación. Andy se debatía, como siempre que se trataba del motero de las rastas. Una parte de ella se derretía inexorablemente; la otra, la que había perdido la confianza en él desde lo sucedido en Barcelona, seguía resistiéndose a creer que aquello era algo distinto de un farol.

—Pero ya que puedo elegir, entonces que sea a besos. Mátame a besos, Andy, por favor —sentenció Conor.

Ella respiró hondo. Era eso o saltar por encima de la barra y amordazarlo para que no pudiera seguir diciendo tantas memeces… Memeces que la cabreaban tanto como la enamoraban… Meses anhelando tener su atención, aunque fuera un minuto, y allí estaba él, poco menos que declarándole su amor frente a un bar repleto de moteros… ¿Por qué le costaba tanto volver a confiar cuando alguien la decepcionaba? ¿Por qué tenía que sentir que algo se había roto en su interior, algo que no podía ser reparado? Maldita suerte la suya. 

A continuación, llenó una pinta hasta arriba de agua, tomó la flor y hundió el tallo en el líquido. Desplazó la jarra a un lado, junto al grifo de cerveza, y volvió a mirar a Conor que seguía sus movimientos con atención.

—Gracias —dijo, y solo Dios sabía el esfuerzo que le supuso juntar aquellas siete letras y soltarlas—. No me gusta que me adulen, así que no lo hagas.

Conor volvió a sonreír.

—No te adulo. Es lo que siento. Eres preciosa, estoy loco por ti y todos los que están aquí y me conocen, saben que es así. 

Los murmullos y comentarios regresaron. El rojo bermellón de las mejillas de Andy también, que se volvió a mirarlos con cara de pocos amigos.

—¿Os aburrís? Tranquilos, que lo arreglo enseguida —dijo la camarera, y con pasos enérgicos se dirigió a la gramola. Al instante, “Satisfaction” de los Rolling Stones empezó a sonar con estridencia. 

Cuando regresó a su puesto, el interés general por una conversación a todas luces privada había empezado a desvanecerse y en cualquier caso, la música dificultaría que entendieran nada.

—Vale —dijo Andy, retomando la conversación. Una sonrisa regresó al rostro de Conor que se acomodó en su taburete y se acercó todo lo que pudo, dispuesto a brindarle toda su atención—, ahora, aclárame una cosa. ¿Cómo es posible que en junio6 le dijeras a Amy que seguías pillado con Nikki y dos meses más tarde estés aquí, “loco por mí”?

La sonrisa desapareció del rostro de Conor que, sin embargo, continuó mirándola.

—No le dije eso —y al ver el gesto de la camarera, insistió—. No le dije eso, Andy. 

—¿Ah, no? Antes de responder que sepas que hay otra cosa que tampoco me gusta, y es que me mientan.

Conor se apartó las rastas del pecho de un movimiento nervioso. Lo último que esperaba era que el día de la Harley Ride de Barcelona volviera estar en la palestra. Mierda. Con lo que le estaba costando llegar a Andy, hacer que lo olvidara de una vez…

—Estaba con Amy porque Evel me lo pidió como un favor, pero yo no quería estar con ella sino contigo. Me pilló en un par de miradas y se dio cuenta. Es una tía muy directa y me lo preguntó sin cortarse, así que…

—Así que, ¿qué?

Conor apartó la vista. 

—Le dije que seguía pillado con mi ex esperando que pensara que eras tú y me diera un respiro —volvió a mirar a la camarera y al ver su cara de incredulidad, aclaró—: Quería estar contigo, no con ella. Y algo tenía que decir para que me dejara tranquilo.

—Mientes mucho tú, ¿no? 

—No digas eso, no seas así conmigo… Ese día todo salió fatal, Andy. Fue una cagada tras otra —sacudió la cabeza, cada vez más molesto—. Y todo por Dylan, que cuando se le calienta la lengua, la lía parda…

El asombro de Andy creció imparable. Le provocaba tanto rechazo lo que estaba oyendo, que incluso dio un paso atrás, apartándose de la barra. O mejor, de aquel hombre que la removía tanto por dentro.

—Tiene gracia que al final sea el irlandés el que cargue con las culpas de todo —sentenció y como empezaba a estar realmente harta, puso fin a la conversación—. Tengo que trabajar, Conor.

—Andy, por favor…

—Te dije que me lo pensaría y eso estoy haciendo. Deja de insistir.

Y acto seguido se puso a atender pedidos.

* * * * *

Diez minutos de autobús y quince estaciones de metro más el tiempo de espera, sumado al montón de pasta que había pagado para viajar hecha un bocadillo de foie gras habían añadido varios negativos a un día que ya llevaba bastantes en su haber. Si Danny y su amigo Jonas hubieran ido a casa, como estaba previsto, habría tenido que renunciar a ir al gimnasio; el viaje en el transporte público de Su Majestad le había dado un bocado de cincuenta minutos al tiempo disponible. Algo bueno tenía que tener la activa vida social de que hacía gala el plasta de su hermano…

Salió del metro y apuró el paso hacia el gimnasio que quedaba a dos calles de allí. La recomendación de los entendidos -léase, otros malos amantes del ejercicio físico que habían aprendido a ser fieles por pura necesidad y después de repetidas rupturas- era buscar un centro donde entrenar que estuviera cerca de casa y, solo si no había alternativas, cerca del trabajo. De esta forma se reducía fácilmente la lista de excusas susceptibles de romper el hábito, imprescindible en los duros comienzos. Tenía mucho sentido. Para variar, su gimnasio no seguía la recomendación; quedaba al otro lado de la ciudad porque allí trabajaba su amiga Tina. Ella era quien la había animado a apuntarse hacía tres años ya. Normalmente, la distancia no era un problema porque incluso con su destartalada moto, no demoraba más de veinte minutos. Pero hoy le estaban haciendo una puesta a punto…

Andy se detuvo frente al gran ventanal del gimnasio próximo a la entrada. Había bastante gente usando los aparatos a pesar de tratarse de plena franja horaria dedicada a la cena de un sábado. El sudor, el ritmo, sus rostros dando cuenta del esfuerzo, la disciplina con que continuaban una serie tras otra… Todo el cuadro que estaba mirando en aquel preciso momento le resultó excesivo. Demasiado. Se sentía francamente harta de que todo en su vida funcionara a base de disciplina, de que implicara tanto esfuerzo. De que todo fuera siempre tan duro y complicado. Estaba harta de esforzarse.

Estaba harta de decepciones. De mentiras. 

La joven respiró hondo. Los ojos se le habían llenado de lágrimas… Lo que le faltaba, pensó. Por lo visto, ella también necesitaba una puesta a punto.

Andy dejó la mochila en el suelo y sacó el móvil. 

A continuación, seleccionó una memoria y con creciente ansiedad, esperó a que atendieran.

* * * * *

Dylan atendió al tercer timbrazo y cuando Andy salió del ascensor, lo encontró en la puerta de su piso, esperándola. Estaba recostado contra el marco de la puerta y llevaba el torso desnudo y la hebilla del cinturón abierta. Era todo un espectáculo. 

—¿Has venido volando o algo así? —la saludó.

Andy se dirigió hacia él con su andar desenfadado.

—Estaba a un par de calles cuando te llamé —explicó, y al ver la expresión interrogante en la cara del irlandés, añadió—. Mi gimnasio queda a la vuelta de esa cafetería donde nos cruzamos el domingo pasado, ¿te acuerdas? 

Dylan asintió. Tenía algún vago recuerdo de aquella tarde, sí. En realidad, lo que no acababa de entender era qué hacía en la puerta de su piso. Raro era el día que algún motero del MidWay no venía a buscarlo para algo, fuera juerga o pedirle algún favor, y si tanto le preocupaban las habladurías, aquello no tenía mucho sentido. A menos que…

—¿Vienes a por tu moto? Todavía no está lista.

Andy se puso las manos en los bolsillos de sus vaqueros y miró alrededor con expresión graciosa. Luego, volvió la vista hacia el irlandés y con una gran sonrisa le dijo:

—No vengo a por mi moto… ¿Puedo entrar, o conversar aquí es tu manera sutil de decirme que estás ocupado con… mmm… algo?

La sonrisa de cazador hizo su aparición triunfal. Dylan empujó la puerta con su propio cuerpo, instando a Andy a entrar.

Venir a verlo había sido una decisión que le había salido de las entrañas, pero ahora que estaba allí… No era solo por el sexo, se repetía una y otra vez, intentando convencerse de que había otras razones de peso, que aquello no era un mero intercambio de fluidos, que había más que el vendaval hormonal que el irlandés había conseguido desatar dentro suyo, que no solo no amainaba sino que cada vez era más intenso…

Sus miradas se encontraron y fue Andy quien, derrotada, sacudió la cabeza. Por más que intentara adornar sus intenciones, la verdad era que hacía cinco días, exactamente, que había dejado de entenderse a sí misma. La verdad era que necesitaba sentir aquel vendaval porque solo entonces se sentía viva, cuando un pico de estrógenos dejaba fuera de juego al resto de su ser, incluido su exigente sentido común.

Había abierto la boca para decir algo, no sabía muy bien qué, cuando Dylan la tomó por la muñeca y tiró de ella, acercándola.

—Estoy pringado de grasa —explicó—. Iba a darme una ducha, ¿te apuntas?

Su voz acusaba el deseo que crecía en su interior tanto como sus ojos, que la miraban con total atención. Como un cazador observa a su presa, esperando el momento de saltar sobre ella y devorarla. Eso era lo que decía aquel tono grave, el brillo de sus ojos, el olor de su piel; que quería comérsela entera. 

Y, Dios, eso era lo que ella deseaba con cada célula de su cuerpo.

Andy depositó sus manos sobre el pecho masculino. Las movió suavemente bajo la intensa mirada de Dylan. Confirmó que estaba sudado además de manchado de grasa… y que era igual de apetecible que siempre. 

O más.

Los pectorales masculinos sufrían fugaces contracciones involuntarias al contacto de sus manos, la ligera capa de vello que cubría su pecho se había erizado y estaban lo bastante cerca para sentir que él se estaba excitando. En ese preciso momento, pocas cosas le apetecían más que enredarse en aquel cuerpo sudoroso y dejarse llevar.

Sus ojos ascendieron despacio, mientras Andy ganaba tiempo para decidir cuál sería su siguiente movimiento. Por un lado, se sentía aliviada de comprobar nuevamente que al lado de Dylan no hacían falta explicaciones; por otro, estaba cada vez más sumida en aquel huracán que crecía imparable en su interior, haciendo que cada célula de su cuerpo repitiera “aquí y ahora” como si no hubiera un mañana.

—¿Te resultaría demasiado directo si te digo…? —susurró Andy. 

Pero no acabó la frase. No había manera de que aquello sonara bien, empleara las palabras que empleara.

Él le quitó la mochila que dejó caer al suelo. Luego, la rodeó con sus brazos, deslizó sus manos debajo de la camiseta, directamente sobre la piel, y la estrechó muy fuerte.

—Para nada —replicó, apenas un murmullo.

Andy exhaló un suspiro.

Y una vez más, como había venido sucediendo a lo largo de la semana, la pareja se dejó arrastrar por un torbellino de pasión.

* * * * *

Dylan levantó la vista de las lonchas de salmón ahumado que estaba disponiendo sobre el pan cuando Andy entró en la cocina y no porque la hubiera oído; el intenso aroma a sales de baño que impregnaba su piel había hecho las veces de pregonero a la perfección. Una fragancia exquisita había entrado con ella.

Tenía la cara sonrosada y limpia, sin un gramo del maquillaje que normalmente lo cubría, excepto quizás por los restos de rímel de las pestañas que, por lo visto, requería más que agua y jabón para retirarlo completamente. El cabello tampoco estaba como siempre, sino mojado y peinado todo hacia atrás. Porque sabía por sus jefes que era mayor de edad, de lo contrario no le daría los veintidós ni borracho. Con aquel albornoz en el que cabían dos “Andis” y media, parecía una niña jugando a los vestidos con la ropa de mamá.

—Prohibido reírse —advirtió ella al descubrir la mirada del irlandés.

Él volvió la vista al salmón pensando que reír no era lo que le apetecía en aquel momento, precisamente. Con la piel lustrosa y envuelta en aquel aroma alucinante que le había invadido las fosas nasales en un instante… De reír, nada.

—Así que el atún es un pesado, pero con el salmón has hecho buenas migas… —dijo ella, trayendo a colación una conversación de hacía unos días acerca de unos canapés de atún con pimiento que servían en el MidWay, que a ella le encantaban y él no podía ni ver.

—Somos como hermanos —replicó el irlandés. Le hizo señas con un dedo de que se acercara y cuando ella obedeció, Dylan añadió en tono de confidencia—: No lo comentes, pero él también piensa que el tío es más pesado que una vaca en brazos. Cuando el río suena, agua lleva…

Andy rió de buena gana y tomó asiento frente a la mesa. Echó un vistazo. Había de todo un poco sobre unos modernos platos de cerámica esmaltada que daba pena tocar por temor a que se rayaran. Él le fue contando en qué consistía cada delicia. Canapés de crema de queso con huevo duro, de queso de cabra y pepinillo, croquetas de ave, una fuente con tomates cherry y apio en rodajas ordenados con tal simetría que seguro que había necesitado una regla para conseguir ese efecto, y a su lado, un pequeño cuenco de cristal que contenía crema de queso mezclada con trocitos de nuez. 

Y todo daba ganas de comérselo con solo mirarlo, pensó. El chef, en cambio, tenía unas pintas nada habituales en él. Ni camisetas de lycra, ni vaqueros de marca, ni cuero ni gafas ultramodernas. Llevaba una camiseta de mangas cortas que había dado de sí. En otras épocas podía haber sido azul oscura o negra, ahora era de un color gastado indefinible.

—Si la camiseta es así, no quiero imaginar cómo serán tus pantalones… ¿Dónde está el motero estiloso al que le sirvo pintas en el MidWay?

Dylan asintió.

—Haces bien en no querer imaginarlo —dijo asomándose brevemente por un costado de la mesa para que Andy pudiera verlo bien de cintura para abajo.

Sin duda, era mucho peor. Aquellas bermudas debían tener cinco primaveras como mínimo; eran anchas y de un color más espantoso que el de la camiseta, solo que era el real. No se había decolorado con el uso, era así; un verde botella horripilante. Para completar aquel atuendo peculiar, calzaba unas playeras hawaianas negras que dejaban el pie completamente al aire. Y como el irlandés era un tatuaje andante, el cuadro era realmente…

—Penoso —corroboró la camarera. Penoso, pero molón7, tuvo que admitir; tan desinhibido y descarado como cuando iba de estiloso.

—No llegué a tiempo a recoger la ropa de la lavandería y —sonrió pero no la miró, siguió hablando como si tal cosa— si quiero que comas, lo mejor era que me vistiera…

Andy sí que lo miró. Sonriente, pícara, divertida por su desparpajo.

—Menudo creído estás hecho.

Él le hizo un guiño y continuó rociando un buen chorro de limón sobre el salmón bajo la mirada divertida de Andy.

—Perfecto —dijo al tiempo que adecentaba los bordes de la fuente con un repasador y la ponía en el otro lado de la mesa, donde había platos y cubiertos dispuestos para dos comensales—. Un poco de pan, unas tostadas, un poco de paté y a comer.

—Engañas que da gusto. Este tipo de ahora no tiene nada que ver con el tipo que va al MidWay —comentó Andy, pensativa mientras Dylan traía lo que faltaba en una pequeña bandeja—. No, no… 

Él hizo un gesto de desdén, pero ningún comentario al respecto. Se sentó frente a ella, dispuesto a disfrutar de su cena. Era como era, le daba igual qué idea se hicieran otras personas de él y no tenía el menor interés de iniciar una conversación acerca de su hipotética doble personalidad. Menos todavía con una mujer, y menos que menos con esa en particular. 

Andy, que captó de inmediato aquella reticencia a hablar de sí mismo que a estas alturas ya le era familiar, esbozó una sonrisa y cambió de tema.

—¿Tienes una boda? —comentó risueña. Él alzó la vista de la tostada que untaba de paté y la miró. ¿Qué boda?—. Sería el único caso en el que Dylan Mitchell y el traje gris marengo que cuelga del asa de la puerta de tu dormitorio, tendría sentido. Y no demasiado, no te vayas a creer…

—Boda no, reunión de trabajo. Me voy de viaje mañana.

Dylan ya había dispuesto todos las fuentes llenas de bocados que al hambre de Andy le parecieron auténticas delicias, y ocupó su lugar en la mesa, frente a ella. La conversación continuó mientras cenaban.

—¿Una reunión en domingo? —preguntó antes de catar el salmón y cuando lo hizo, no escatimó en halagos—. Dios, esto está buenísimo… ¿Qué le has puesto al pan para que quede así de tierno? A mí se me queda como una madera en cuanto lo tuesto…

Él bebió un buen sorbo de vino mientras decidía qué responder, y no porque se tratara de un tema trascendental, pero ya había habido un conato de conversación profunda del tipo “cómo engañas al personal con tus pintas”, y no quería un segundo. En cuanto dijera que lo distinto del pan radicaba en que era pan casero, horneado por él, no se libraría.

—Si esperas que por acostarte conmigo te vaya a contar mis secretos culinarios, lo llevas claro —respondió de lo más fresco haciendo que Andy se desternillara—. Y no, la reunión es el lunes.

Ella le dio un buen lingotazo a su copa y a juzgar por la expresión de su rostro, Dylan tuvo claro que el vino le gustaba tanto como el pan.

—¿Y te vas un día antes? ¿Dónde es, en Alaska? —apuntó, risueña, y se zampó de un bocado una pequeña tostada de paté de oca con evidente placer.

Dylan se tomó su tiempo para saborear el momento. Como a todo aficionado a la cocina, le proporcionaba un gran placer ver a sus comensales disfrutar de los platos que preparaba. Aunque fueran simples y frugales como en este caso. Pero momentos así no eran frecuentes en su vida. Había traído a varias mujeres a su piso, ninguna a comer. Esta era la primera vez que una mujer pasaba de disfrutar de él en el dormitorio a disfrutar de su cocina. Y tenía su morbo.

—Es en París y es temprano —respondió, aunque aquello no era del todo cierto. Podía tomar un vuelo a primera hora del lunes y llegar a tiempo, pero toda la vida había sido un dormilón y no quería disgustos de último momento. Esa reunión era fundamental para él.

—Ah, ¿es por ese trabajo nuevo del que hablan todos los moteros? 

—No tengo la menor idea de lo que esa panda de cotillas está diciendo a mis espaldas, pero sí, es una reunión de trabajo. Una gran reunión por un gran trabajo —sonrió porque no pudo evitarlo. Cada vez que la idea de haber conseguido aquel chollazo volvía a su rapada cabeza, se sentía en la cima del mundo.

Andy batió las palmas, risueña. 

—Estás contento, ¿eh? 

Mucho más que contento; realizado. Llevaba toda su vida adulta intentando meter el pie en el negocio de las viviendas inteligentes. De hecho, era cuestión de meses que le hubiera surgido por vía de otro contacto, pero la propuesta actual, sin duda, era mucho más atractiva.

—Soy un friki de la domótica y poder dedicarme a esto en viviendas de alto standing para gente de pasta, imagínate… 

Andy pensó que no hacía falta que lo jurara; su piso era una auténtica locura (que él controlaba desde una consola del tamaño de un móvil) ¡Había necesitado ayuda hasta para abrir el grifo de la ducha! Y según él, era una vivienda normal comparada con una auténtica vivienda inteligente. Así, por cierto, se había enterado de lo que significaba “domótica”. 

⎯Hasta hace un rato no conocía la palabrita, pero eso de viviendas de alto standing para gente de pasta… ¡Eso suena muy bien! ⎯Súper animada, Andy tomó la botella y después de completar la copa del irlandés, volvió a llenar la suya.

⎯La primera fase del proyecto es domotizar un complejo residencial compuesto de doce viviendas de lujo en la Costa Azul. La construcción está finalizada, así que si todo va bien en la reunión, empezaré pronto.

—¿Vas a trabajar en la Costa Azul? —preguntó Andy, asombrada.

Su carita de pura perplejidad, con sus grandes ojos súper abiertos de la sorpresa, le causaron gracia al irlandés que rió a gusto.

—En Niza concretamente, sí. Un sitio ideal para un maromo cachas con pasta —bromeó.

Desde luego. Era uno de esos lugares en los que imaginas que vive gente que no trabaja. Porque no le hace falta. Un chapuzón en el Mediterráneo y una copa de champán entre programaciones informáticas sonaba a trabajo placentero, pero la mayor parte del asombro de Andy no residía en la naturaleza del trabajo, ni en el lugar donde se desarrollaría. No.

—¿Y tu familia? ¿Qué dice de que emigres al Continente? 

La expresión del rostro del irlandés habló antes que él. Tanto que Andy pensó por un momento que había hecho una pregunta inoportuna.

—Si me acuerdo, se los contaré por Navidad, cuando les mande la postal. 

—¿No te llevas bien con ellos? —Era una pregunta obvia, pero le resultaba tan increíble lo que acababa de oír…

Él, en cambio, ni se inmutó al responder:

—Simplemente, no me llevo. Soy un tipo demasiado independiente para ceñirme a las pretensiones de nadie. —Mucho menos a la mojigatería solo apta para chupacirios de que hacía gala buena parte de su familia.

Y lo que no dijo en voz alta cambió la expresión de su rostro de manera tan drástica, que Andy esbozó una sonrisa arrepentida.

—Perdona la pregunta. Está claro que he metido mis narices donde no debía, pero no era mi intención. Es que… No sé, no imagino mi vida sin los míos… Y mira que trescientos sesenta y cuatro días del año, estrangularía a Danny… —rió con un punto de incredulidad—. ¡Lo estrangularía sin remordimientos!, pero luego, lo echo de menos cuando se queda a dormir en casa de Jonas… Seguro que esto no es normal —se encogió de hombros—, pero necesito tener a la gente que quiero a mi lado. Llevo fatal su ausencia. 

Hubo un silencio durante el cual Andy le dio otro buen lingotazo a su copa y Dylan se dedicó a observarla. Notó que su mirada perdía brillo, como si unos nubarrones, de pronto, hubieran ensombrencido aquel rostro juvenil.

—Al final, no me has dicho si venías a por tu moto —dijo el irlandés, interesado por llevar la conversación a otro terreno, lejos del tema familiar que ni a él le gustaba y a ella parecía entristecerla.

Andy sonrió con picardía.

—Sí que te lo dije. Estábamos allí fuera, en el hall, y te dije “no he venido a por mi moto”. 

Dylan hizo como que intentaba recordar y al cabo de un instante, movió afirmativamente la cabeza.

—Ah, sí, cierto. Ya me acuerdo —lo dijo sonriendo y usó un tono desafiante que anticipó lo que Andy sabía que ya no tardaría en llegar.

Y, efectivamente, no tardó.

—O sea que Conor ha vuelto a cagarla contigo… 

Puesto en plan breve, sí, pero aunque pareciera que la razón de que ella se hallara allí estaba relacionada con Conor, en el fondo, no era sí. Conor era el catalizador, pero no la razón. La cuestión era que a) no sabía si era capaz de explicarlo y b) tampoco sabía si era buena idea intentarlo. 

Y mientras Andy seguía sonriendo en silencio sin acabar de decidirse por a) o por b), Dylan rizó el rizo.

—Y mira que yo habría jurado que te tenía en el bote ayer… —dejó caer.

Aquellos increíbles ojos lo miraron con determinación y aquel inconfundible punto de (mal) genio.

—Chaval, a mí nadie me tiene en el bote. Y Conor menos que nadie. Debería ser capaz de encontrarse el ombligo en el medio de la panza para tener alguna oportunidad conmigo, pero, por lo visto, las rastas se lo están poniendo difícil… Y aparte de todo, ¿cómo sabes tú lo que pasó ayer? —¿Acaso se había contagiado de Conor y también los había estado espiando? 

Dylan no pudo evitar que una sonrisa maliciosa se dibujara en su rostro y al verla, Andy soltó un bufido.

—No puedo creer que me hayas hecho picar con un truco tan viejo…

Conor había estado a punto de darle un buen morreo el viernes, así que tanto como truco.., pensó el irlandés. Pero era evidente que ella no estaba por la labor de hablar del tema, algo que quedó meridianamente claro un instante después, cuando se levantó de la mesa.

Andy se tambaleó sobre sus pies descalzos, haciendo parecer que estaba bebida y su risa alegre llenó la estancia. 

—Gracias por tu gratísima compañía y por la cena, que ha estado de rechupete —dijo, moviendo la silla hacia atrás para poder pasar. 

Los ojos de Dylan repararon en el contorno de aquel seno que quedó a la vista cuando al inclinarse, un lado del enorme albornoz se separó del cuerpo. Fue una visión que encontró tremendamente inspiradora, aunque duró muy poco ya que, de inmediato, ella tiró de los lados para cruzarlos mejor y ajustó el lazo de la cintura que los mantenía cerrados. Eso lo inspiró todavía más. 

—¿Ya te vas? —Lo dijo al tiempo que capturaba una mano de Andy. Entrelazó sus dedos con los de ella y los movió, acariciando la mano femenina con mucha suavidad —. ¿Tienes que hacer de canguro de tu hermano pequeño?

El solo contacto la hizo estremecer, así que si hasta aquel momento tenía alguna duda acerca de si debía quedarse o no, ya no la tenía. Andy mantuvo la mirada y negó suavemente con la cabeza. 

Dylan tiró más de ella, haciendo que se acercara. Separó las rodillas para hacerle hueco y cuando Andy se colocó entre sus piernas, la tomó de ambas manos. 

Ella lo dejó hacer. Acostumbrada a sus asaltos sexuales, esto le resultaba nuevo. Tanta suavidad, tanta lentitud… Nuevo, y tremendamente excitante.

—¿Hay algo que pueda ofrecerte, ya sabes, para animarte a que te quedes? 

La voz de Dylan sonó transformada por el creciente deseo que ardía en su interior, pero el tono rezumaba desafío. Y mientras sus palabras saltaban de vértebra en vértebra a lo largo de la columna femenina, poniendo a bailar de deseo todas y cada una de sus terminaciones nerviosas, la caricia de sus dedos habían empezado a derretir a Andy por el sitio más inesperado de todos; la palma de su mano. De las dos, para ser concretos. 

—¿Algo cómo qué? —se las arregló para responder, siguiéndole el juego.

Dylan se estremeció de gusto y sus ojos empezaron a devorarla lentamente.

—Profiteroles —tiró de ella y depositó un beso sobre su cuello, haciendo que un escalofrío le recorriera la espalda—. Helado de nata y nueces… —desató los lados de la bata y se acercó a su estómago, donde depositó otro beso, esta vez con los labios separados. Otro estremecimiento sacudió a Andy que respiró hondo, cada vez más rendida a lo que sentía—. Yo…

Sus miradas cargadas de fuego se encontraron hasta que Andy echó la cabeza hacia atrás y cerró los párpados.

Era la señal y él no la hizo esperar.

Diosssssss… —murmuró ella, como en una letanía, cuando los labios de Dylan se cerraron en torno a un pezón, desatando de nuevo la locura.

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