Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 7

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Domingo 30 de agosto de 2009

La camarera lo vio en cuanto dobló la esquina de su casa. Apoyado contra la farola, con su estilo llamativo de vestir y sus rastas al viento, y su impactante Sporster Iron plateada aparcada a pocos metros. No eran ni las once de la mañana del domingo y él ya estaba allí, obviamente esperándola. Como si la última conversación que habían mantenido, en realidad, no la hubieran mantenido. ¿Suponía que se iría de picnic con él, o qué?

Y como si no le hubiera dicho, y con bastante claridad según recordaba, que no se presentara en su casa sin más. Por lo visto, las rastas no solo le estaban impidiendo encontrarse el ombligo, también oír.

Conor demoró unos instantes en verla, pero en cuanto lo hizo, se dirigió hacia ella con una sonrisa en los labios. Se dio cuenta al instante de que su estancia allí no era del todo bien recibida por la dama en cuestión, de modo que tomó la iniciativa dialéctica.

—Ya sé que me has dicho que te lo pensarías y también que me has pedido que no me instale en el portal de tu casa sin previo aviso, pero tenía que verte. Solo serán dos minutos, te lo prometo. 

Para entonces, ya estaban frente a frente y Conor le hablaba con aquel tono que adquiría su voz cuando se dirigía a Andy buscando disculparse. Era grave, meloso. Irresistible…

Casi irresistible.

—Ese es el problema, que tus razones son las únicas que cuentan. Lo que los demás queramos nunca importa en lo más mínimo  —sentenció Andy al tiempo que introducía la llave en la cerradura y abría la puerta, dispuesta a largarse.

Por suerte para Conor, demoró un segundo en reaccionar, en dejar a un lado la sorpresa ante el ser beligerante que volvía a plantarle cara, que no tenía nada que ver con la preciosidad divertida de la que, a estas alturas, estaba irremediablemente colado hasta las mismísimas trancas, y hacer algo. Primero puso un pie en la puerta para sostenerla abierta. Segundo tomó a Andy por el codo, un agarre lo bastante fuerte y lo bastante inesperado que la hizo trastabillar.

—Eh, eh, eh… —pidió con dulzura—. Espera un momento, ¿quieres?

Andy liberó su codo de un movimiento brusco y lo enfrentó sin ambages.

—No, no quiero.

El rostro del motero de las rastas adquirió seriedad inmediata. 

Andy… —En su opinión, se estaba pasando de dura y aunque no se lo dijo palabra a palabra, los puntos suspensivos y el tono en que pronunció su nombre se dio a entender perfectamente.

—No quiero, Conor —repitió ella, haciéndole frente. Solo le faltaba que encima pretendiera imponerle alguna cosa.

—Escucha, preciosa… —volvió a intentarlo él. Esta vez en un tono diferente, totalmente conciliador. Andy no lo dejó continuar. 

—No, escucha tú. No quiero que te plantes aquí. No quiero que flirtees conmigo en el bar, delante de todos. Es mi trabajo, ¿entiendes? De lo que comemos mi familia y yo. Y no quiero que des las cosas por sentado. Me fastidia que te comportes como si yo fuera tu chica y hubiera tenido una pataleta. Porque ninguna de las dos cosas son ciertas. Yo no soy Nikki, ¿te enteras?

La camarera no esperó respuesta. Cada vez más enfadada, volvió a darle la espalda. Además, su hermano estaría al llegar y lo último que deseaba era que la encontrara allí con Conor.

Pero él, nuevamente, no lo dejó estar. Volvió a tomarla por el codo, esta vez con mucha más suavidad y la liberó de inmediato en cuanto ella se volvió a mirarlo con cara de pocos amigos.

—Andy, venga… ¿No te parece que estás siendo un poco injusta conmigo? 

Ella se limitó a alzar una ceja, una ominosa ceja que portaba un mensaje que a Conor le arrancó un ruego, en vez de enfado.

—Por favor, no me zurres —y entrelazó las manos para confirmar su súplica.

La pareja se sostuvo la mirada unos instantes y al fin, la comicidad de la situación acabó ganando la partida; Andy peleó contra una sonrisa traidora y miró a otra parte intentando disimularla y Conor, aliviado de haberse salvado por los pelos de que la camarera le diera con la puerta en las narices, soltó una carcajada.

—Joder, qué preciosa eres cuando te ríes… —dijo él, zalamero.

Andy lo miró con fingido desdén. Fingidísimo. Porque aunque no fuera a reconocerlo en la vida, él seguía siendo el chico de sus sueños y le encantaban sus piropos. 

—Al grano, Conor —exigió.

—Vale, vale… Tienes razón. ¿Qué te parece si quedamos mañana cuando salga del taller? Me encantaría llevarte a cenar pero, la verdad, me vale lo que sea: un paseo, un helado, ir a dar una vuelta en moto… Elige tú, a mí me parecerá perfecto. Una hora y un café, Andy. Me conformo con eso. Sin conocidos por medio, lejos del MidWay. Solos tú y yo.

Ella respiró hondo y le obsequió una mirada con mensaje, pero no lo puso en palabras. Conor se creció. Se agachó para estar más a su altura y la tomó por los antebrazos con suavidad.

—Mira, preciosa, sé que estás cabreada conmigo. Por eso también sé que la única forma de salir del punto muerto es escoger un sitio neutral y quedar. Compartir un buen rato juntos, sin más —buscó su mirada—. ¿Tanto necesitas pensártelo? Te importo y tú sabes que me importas.

Andy maldijo por dentro. Mal que le pesara, él tenía razón. ¿Por qué seguía dándole tantas vueltas al asunto? Respiró hondo.

—Muy bien, Conor. Una hora y un café —él miró al cielo, aliviado y su gran sonrisa mostró con claridad que pensaba que acababa de apuntarse un tanto. Andy se apresuró a continuar—. Pero escúchame bien porque no quiero malentendidos, ¿vale?

Conor asintió repetidas veces con la cabeza y sus preciosos ojos, brillantes de ilusión, la siguieron con atención.

Andy se esforzó por ignorar la agradable sensación que la recorrió de la cabeza a los pies al darse cuenta de que, por primera vez, no tenía que competir con nada ni con nadie para tener el interés del chico de sus sueños. Tantos meses esperando el día que… Pero no, se dijo, no podía permitirse bajar la guardia. Con Conor, no. Le importaba, sí, pero no se fiaba de él.

—En lo que a mí respecta, has tenido tu ocasión y la has desperdiciado —él hizo un nuevo intento de explicarse que Andy silenció con un gesto de la mano, y continuó—: No me estoy haciendo la dura contigo, Conor. Me has desilusionado. Mucho. Y la desilusión en mí tiene muy mal arreglo —hizo una pausa tras la cual lo miró fijamente—. Lo más seguro es que no consigas arreglarlo, que nunca vayas a ser para mí más que alguien que pudo haber sido y no fue, ¿lo entiendes? Es muy importante que esto lo tengas claro porque no quiero hacerte daño. Ni que tú me lo hagas a mí.

Conor volvió a tomarla por los codos.

—La cagué y estoy dispuesto a arreglarlo como sea porque estoy loco por ti. Y sí, entiendo lo que dices. ¿Entiendes tú que me agarraré a un clavo ardiendo si hace falta?

Andy se estremeció. Durante una fracción de segundo cada célula de su cuerpo, cada poro de su piel palpitó de esperanza… 

Hasta que su mente volvió a tomar las riendas de sus emociones y la devolvió al planeta Tierra con el exceso de racionalidad que siempre la había caracterizado:

—Pues en ese caso, ten cuidado, no vayas a morir quemado. Sería una muerte horrible.

* * * * *

Dos minutos después de haber dado el sí a una hora y un café con Conor, Andy ya lo estaba lamentando. Su lado romántico nadaba en el mar de las esperanzas renovadas mientras su sentido común contemplaba la escena con cara de malísimos amigos. Era candidata a darse el batacazo y como lo sabía, todas sus alarmas pitaban a destajo, amenazando con dejarla sorda para los restos. 

Horas después, había perdido la cuenta de las veces que había sacado el móvil con la idea de cancelar el plan, para volver a guardarlo de inmediato. Sin usarlo, claro. Aquello era la pescadilla que se mordía la cola. Si cancelaba la cita, él volvería a la carga erre que erre con su pertinaz insistencia. Y si no la cancelaba… Ella no era de las que daban segundas oportunidades. Incluso aunque quisiera, su propia desconfianza la pondría a la defensiva, echando por tierra cualquier intento de sacar adelante una relación con él. Aj. De una manera o de otra estaba jodida.

El timbre exterior la sacó de sus pensamientos. Como fuera el motero de las rastas otra vez, se iba a enterar de lo que valía un peine, pensó la camarera del MidWay mientras se levantaba del sofá donde yacía cuan pequeña era, contando musarañas. De camino a la puerta, miró de soslayo el pasillo que llevaba a la cueva maloliente de su hermano donde se suponía que debía estar estudiando y lo que en realidad estaba haciendo era jugar con su viejo ordenador. Dudaba mucho que lo que festejaba tan alegremente fueran respuestas acertadas de los problemas de matemáticas. Menudo vago estaba hecho. Con lo buen estudiante que había sido siempre…

—¿Quién es? —preguntó con cautela.

—Soy yo, guapa —dijo una voz que reconoció al instante—. Te traigo tu moto. ¿La entro al portal?

—¡Hola, calvorotas! Espera que ya bajo…

Después de avisarle a su hermano que enseguida volvía, voló escaleras abajo. Solo cuando estaba a mitad de camino cayó en la cuenta de que estaba en pantalones cortos, camiseta y zapatillas de andar por casa. No serían verde botella, pero eran igualmente penosos.

 Dylan en cambio había vuelto a sacar al motero estiloso del armario. Y como no podía ser de otra manera, aprovechó su posición privilegiada para mofarse.

—Me cago en el glamour —comentó con malicia haciendo que la camarera echara a reír—. ¿Esta es la Andy “doméstica”? Que sepas que solo te faltan los rulos para completar el cuadro.

La de ahora tenía muy poco que ver con la mujer que concentraba todas las miradas masculinas del MidWay cuando se deslizaba sobre la tarima de madera como si fuera una gacela, sirviendo la siempre populosa barra del bar. Pero esta también tenía su punto. La total ausencia de maquillaje resaltaba su gran juventud y estaba tan en forma que daba igual lo que se pusiera, el gran tono muscular de lo poco que dejaba expuesto daba una idea bastante clara del estado de lo que no estaba a la vista. 

Y él, además, no tenía necesidad de hacerse ninguna idea porque lo conocía de primera mano, y puntuaba alto en su escala personal de preferencias. Lo curioso era que a pesar de no tener nada que ver con los cuerpos exuberantes que a él le gustaban, con muchas curvas y carne que agarrar, le resultaba tremendamente sexy. Había sido todo un descubrimiento comprobar cuánto lo excitaban sus movimientos flexibles y la resistencia que ofrecían sus glúteos a la presión. Un gesto tan simple como agarrar el culo a una mujer mientras ella lo cabalgaba tenía una dosis extra de morbo cuando el culo en cuestión era el de Andy. Por no hablar de sus músculos pectorales…

Andy sonrió para sus adentros cuando la mirada del irlandés ascendió en un barrido rápido dibujándole el contorno, pero redujo la velocidad a la mitad cuando llegó al pecho. La camiseta era holgada al igual que sus shorts, pero tan segura como de que se llamaba Andy que los ojos del cazador ya habían descubierto que debajo de la ligera tela de algodón negra, sus pechos estaban desnudos. Y como sabía la facilidad con que se estimulaba Dylan (y lo rápido que respondía ella al estímulo del irlandés), decidió desviar su atención.

—¡Pero si las has dejado como nueva! —exclamó al asomarse por el costado del corpachón de Dylan y ver su moto.

El irlandés la siguió con la mirada y pronto, su atención se desplazó del tono muscular de la camarera, a la ilusión y la alegría que desprendía su voz, su sonrisa, toda ella, ante el nuevo estado de la antigualla que ella tenía en tanta estima. 

"Esto sí que es un espectáculo", pensó Dylan complacido.

La puso en marcha para que oyera lo afinado que sonaba el viejo motor después del repaso a conciencia que le había dado mientras Andy batía palmas, feliz como una niña pequeña. Tenía que reconocerlo; una limpieza a fondo y un pulido en condiciones habían obrado maravillas. Hasta había renovado el rojo de los lunares que decoraban el tanque de gasolina. Solo a una mujer podía ocurrírsele la idea de pintar lunares a una señora motocicleta Honda, por más antigualla que fuera, pero allá cada cual son sus locuras. Ahora, al menos, no lucían resquebrajados.

 —¡Las ha dejado fenomenal, Dylan, muchísimas gracias! Y mira cómo suena… ¡Y arranca a la primera! 

Con ayuda de la camarera, el irlandés entró la moto al portal y los dos se quedaron conversando en la puerta.

—Menuda puesta a punto le has hecho, chico… ¡Hacía años que no sonaba así! —exclamó agradecida. Aquel hombre no tenía la menor idea del inmenso favor que le había hecho. 

El cazador que vivía en Dylan, que pasaba de esa clase de agradecimientos, ya tenía preparada su respuesta.

—Soy especialista en puestas a punto. Así que, ya sabes, si necesitas una…

Andy se empezó a desternillar de risa ante sus insinuaciones descaradas. Le parecía el tipo más atrevido y más divertido de la galaxia. Menudo personaje.

—Qué peligro tienes… 

—Bueno, más que peligro, lo que tengo es gula —concedió el irlandés, su sonrisa de cazador brillando con descaro en su rostro varonil, y dejó caer la bomba—: Es que igual para cuando vuelva de París se me ha acabado el chollo…

El ceño de la camarera se arrugó como el fuelle de un acordeón.

—¿Y eso por qué?

—Me ha dicho un pajarito que el lunes tienes una cita con el chico de tus sueños… y como las mujeres sois monógamas y eso… Supongo que se me habrá acabado lo bueno, ¿no? —la miró burlón— ¿Tú qué opinas?

Las emociones se sucedían en cascada para Andy. De unas ganas tremendas de bajar al pajarito a pedradas del árbol desde el que piaba sin contención, a la gracia que le producía el desparpajo del irlandés en temas sexuales y el asombro de que se estuviera tirando un lance, a ver si colaba.

—¿Lo dices en serio?

Dylan movió los ojos de izquierda a derecha, como buscando el sentido a aquella pregunta sin ningún sentido para él.

—Nuestros polvos son épicos. Claro que lo digo en serio.

Ante la desfachatez del irlandés que la miraba sonriente, incluso expectante, Andy no pudo más que echar a reír de puro asombro, de pura incredulidad. Y no solo por él, sino por ella misma. Le parecía alucinante que una misma mujer -ella- pudiera relacionarse con dos hombres tan diferentes al mismo tiempo. Conor había montado una escena que había acabado a puñetazos solo porque decía haber visto al irlandés saliendo de su portal un viernes por la noche y Dylan le preguntaba si continuarían compartiendo polvos épicos en el caso de que su cita del lunes con Conor fuera bien. Como si fuera necesario preguntarlo. 

—Anda, márchate, que estás desbarrando —dijo ella, al fin, mostrándole la calle con un rápido movimiento de los ojos.

Así que el pajarito estaba en lo cierto al creer que en esta ocasión sí que caía la breva, pensó el irlandés. Pues, en ese caso…

—¿Y qué tal si antes de marcharme me concedes diez minutos ahí? —sus ojos le señalaron rápidamente el cuarto trastero que había bajo la escalera, y regresaron a ella—. Ya sabes que las paredes se me dan de miedo…

Qué poco halagador había sonado aquello esta vez. ¿El irlandés estaba apurando los últimos cartuchos mientras podía, o qué? 

Andy se quedó mirándolo con la boca abierta y él estuvo a un tris de llenársela con su lengua. Ganas no le faltaban, desde luego. Ni de besarla, ni de encerrarse con ella en aquel cuarto y ponerse las botas. Pero…

Había algo en su mirada, en su lenguaje corporal que no acababa de descifrar. Las señales eran contradictorias. Quizás su desfachatez (como Andy lo llamaba) se había salido de madre y tocado áreas sensibles. Fuera como fuese, lo mejor era llamar a retirada.

Y eso hizo.

—Estoy de coña, guapa. ¿En el trastero, en serio?  —dijo el irlandés y su rostro se iluminó con una sonrisa— ¿Y arriesgarme a que una rata me muerda el pito y me desgracie para los restos? 

El alma de Andy regresó al cuerpo en un segundo. Ella tampoco escatimó en sonrisas.

—Pobrecito, eso sería terrible —concedió, volviendo a la normalidad.

Dylan asintió varias veces con la cabeza. Sonrió. Sus ojos de cazador la miraron nuevamente.

—¿Estás sola en casa? —preguntó, aguantando la risa.

Andy le dio un puñetazo flojito en el brazo al tiempo que se desternillaba.

—¡Dios… Eres más peligroso que un mono con revólver, chico! 

Durante unos instantes los dos rieron y el ambiente volvió a ser distendido como siempre que estaban juntos.

—¿Y lo que te gusta que sea tan peligroso, qué? —comentó Dylan, que ya estaba en la acera, dispuesto a marcharse—. Anda, desaparece de mi vista antes de que sufra un subidón de testosterona y decida pasar de las ratas.

Andy permaneció en el portal con una gran sonrisa, viendo cómo subía a su monovolumen.

—Llámame cuando vuelvas, a ver si nos ocupamos de tu gula —ofreció la camarera desde el umbral, lo bastante alto como para que él la oyera con claridad.

Vaya, pensó Dylan complacido, así que no se le había acabado el chollo.

—Eso está hecho —replicó el irlandés, tras guiñarle un ojo.

La camarera se quedó mirando cómo se alejaba hasta que dejó de verlo. Entonces, entró en el portal y puso rumbo a casa, subiendo los escalones de dos en dos.

* * * * *

Lunes 31 de agosto de 2009.

Casa de la familia Avery.

De madrugada…

Andy se sentó en la cama de golpe. Todo estaba oscuro y la única iluminación procedía de la mesilla de noche, donde el móvil que estaba sonando mostraba su pequeña pantalla iluminada. Manoteó el aparato con una creciente sensación de desasosiego y en cuanto comprobó el nombre que identificaba la llamada entrante, un retorcijón en el estómago le confirmó que aquello no podía ser bueno.

—¿Qué ha pasado? —dijo, adelantándose a su interlocutor.

A mil quinientos kilómetros de Londres, Pau Estellés juntó valor para lo que vendría a continuación.

—Es tu madre. La han ingresado.

—Pero… ¿cómo…? Si hemos estado hablando después de cenar… ¡¿qué ha pasado?!

—Empezó a sentirse mal y tu tía Neus pidió una ambulancia… Tienes dos billetes para el vuelo de British Airways que sale de Heathrow a las seis y veinticinco, así que date prisa. Yo os estaré esperando en el aeropuerto de Barcelona, ¿entendido?

Andy abrió desmesuradamente los ojos. Su madre vivía entrando y saliendo de los hospitales desde hacía años. ¿Qué era distinto esta vez para que tuvieran que salir corriendo al aeropuerto y coger el primer avión?

—No entiendo nada… ¿mi madre está mal? —balbuceó.

Su tío puso fin al asunto de manera drástica.

—No te despertaría en mitad de la noche si no fuera así. Está grave. Haz lo que te digo, por favor.

Después de acabar la llamada, Andy se tomó unos instantes para reordenar sus ideas, intentar poner un poco de sentido común al panorama de miedo y desesperación que se abría ante sus ojos como un agujero inmenso que amenazaba con tragársela entera.

Lo primero era despertar a Danny, se dijo cuando ya estaba de camino a su dormitorio. 

Y pensar en cómo suavizar una noticia demoledora. 

Y rogar porque el chico mantuviera la calma. 

Era absolutamente imperativo que los dos la mantuvieran.

* * * * *

Su hermano había venido vomitando gran parte del vuelo, así que a Andy no le extrañó que su indisposición arreciara al llegar a Barcelona. Los despegues y los aterrizajes solían ponerlo malo incluso cuando estaba bien, y en este caso no lo estaba.

Después de esperar a que el equipaje -una sola pieza que no le habían permitido llevar en la cabina- saliera de la bodega del avión, había tenido que esperar otros diez minutos a que Danny consiguiera sacar la cabeza del váter. Cuando reapareció estaba tan pálido que Andy se ahorró preguntarle qué tal se encontraba.

Los dos hermanos abandonaron la sala de recogida del equipaje y salieron al Hall. Pronto reconocieron entre la gente, la esbelta figura vestida de oscuro de su tío.

Después del saludo de rigor, Pau llevó a los recién llegados aparte del túmulo de gente, a un área de sillas. Sin embargo, ninguno se sentó.

—La cosa está así, chicos —empezó a decir—. Anna ha tenido un pre-infarto. Está grave, pero estable. De momento.

Un pre-infarto en una paciente a la que hacía ocho meses le habían diagnosticado esclerosis lateral amiotrófica era mucho más que grave. Andy sintió que se le revolvía el estómago. De puro miedo. Pero fueron los sollozos de Danny los que le devolvieron la calma al comprender cómo se estaría sintiendo su hermano para echarse a llorar delante suyo. Y ya que era lo único que podía hacer por él, lo abrazó fuerte, murmurando palabras de consuelo. Poco a poco, el joven se fue calmando. Tanto, que incluso Andy se animó a hacer una propuesta.

—Volar me da sed y creo que te vendría bien beber un té, te asentaría el estómago, Danny. ¿Te traigo uno?

—Chicos… —intervino Pau—. Lamentablemente, no he acabado.

Los dos hermanos lo miraron al unísono. El miedo y la preocupación habían regresado a sus miradas con más fuerza y Pau volvió a odiar con todas sus fuerzas el papel que le había tocado desempeñar en aquella historia.

—Anna estaba bien. Muy contenta como siempre después de hablar con vosotros, y muy aliviada de que hubieras metido ese trasto en el taller, Andy. Ya sabes que no le gustan las motos y la tenías hecha un desastre… Pero llamaron de la cárcel, avisando que Sonia estaba en la UCI y…

Pau continuó hablando. Movía los labios así que tenía que estar hablando, pero Andy no acababa de entenderlo.

Todo a su alrededor se había ralentizado, las palabras demoraban en tener sentido y hasta que la idea mostraba coherencia, pasaban milenios. O esa era la impresión que tenía. ¿Sonia estaba viva o…? ¿Y el bebé?

Apretó los párpados y concentró toda su energía, toda su desesperación y todo su miedo en volver a poner en marcha su mundo. No podía detenerse ahora. No podía desmoronarse aunque su corazón se estuviera partiendo en dos. No podía permitirse flaquear.

La mano que se posó en su hombro conjuró el hechizo. Cuando volvió a abrir los ojos, Pau la miraba preocupado y su mundo había vuelto a ser real. Buscó a su hermano justo en el momento en el que él se doblaba hacia adelante, pálido como un cadáver, y se ponía a vomitar.

La fortaleza regresó a ella, como siempre había sido. En los momentos más difíciles, algo dentro suyo despertaba y tomaba los mandos con una templanza inédita. No tenía la menor idea de dónde salía tanta serenidad, tanta sangre fría, ni quién era esa Andy que surgía de la nada y parecía capaz de ponerse el mundo por montera. Fuera quien fuera, daba gracias a Dios porque nunca la dejaba en la estacada.

—Ve con él —le pidió a Pau—. Acompáñalo al baño, por favor, que yo estoy bien. Os espero aquí.

—¿Seguro que estás bien? —insistió su tío, con evidente preocupación.

—Seguro. Ve con él.

Pau hizo lo que le pedía. Esperó a que la última andanada de arcadas cesara, y cuando Danny volvió a erguirse, le pasó un brazo por el hombro y los dos se alejaron.

Andy apartó la vista cuando dejó de verlos. Sentía mucha sed y la pequeña botella de plástico que traía en la mochila se había agotado durante el vuelo. Si iba a por otra -o al baño, a beber del grifo- tendría que llevarse consigo la maleta y aunque de lucidez, de momento, estaba bien, de fuerza estaba bajo mínimos. Volar siempre le sentaba fatal. Incluso sin malas noticias por medio, y por más que se hubiera hecho la dura, todavía le duraba el tembleque. 

Pensar en un mundo sin su madre o sin su hermana le daba pánico. Aunque no pudiera permitirse perder el control. Aunque esa guerrera feroz que aparecía de la nada en los momentos difíciles, impusiera cautela y sentido común, la otra, la mortal, la que sangraba si se cortaba y sufría si le hacían daño… Esta Andy, temblaba de miedo ante lo que se le venía encima.

Aunque no pudiera permitírselo.

Tomó asiento en una de las sillas y se frotó los muslos sobre los vaqueros en un intento de calentarse. La suya era la única silla ocupada de la larga hilera y la gente que deambulaba por allí, pasaba por delante sin reparar en su presencia.

De pronto, se sintió un ser diminuto en un mundo extraño.

Respiró hondo.

Muy bien, listilla, ¿y ahora qué?

* * * * *

Todos los hospitales se parecían. Daba igual el idioma en que estuvieran escritos los carteles o el aspecto que tuvieran las personas que circulaban por sus interminables pasillos. En todos se respiraba el mismo aire, mezcla de desinfectante y preocupación. En todos sentías que el control era la mayor mentira de la vida adulta, una ilusión a la que te aferrabas con uñas y dientes para mantener la cordura, y que se evaporaba como por arte de magia en cuanto ponías un pie allí. Entonces, la realidad se plantaba delante de tus ojos, descarnada y aterradora: no controlabas tu vida en absoluto, solo la vivías.

Andy echó una mirada a su hermano. Caminaba con paso ágil junto a Pau que tenía una mano en su hombro. Estaba blanco como un papel, pero, al menos, había dejado de vomitar hacía un buen rato. Ojalá el estómago continuara dándole una tregua porque lo que les quedaba por delante era un día durísimo que solo Dios sabía cómo acabaría.

Cuando por fin torcieron a la izquierda, el tío y sus dos sobrinos entraron en un espacio despejado al final del cual una puerta doble comunicaba con la sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Una mujer alta, de cabello oscuro muy corto, salió al encuentro de los recién llegados de inmediato. Su rostro mostraba preocupación, a pesar de la ligera sonrisa y de las palabras de ánimo que le ofreció a Andy cuando se fundió con ella en un abrazo.

—Me alegro de verte, cariño… —tomó el rostro de su sobrina entre las manos—. Ya no queda nada del bronceado precioso que te llevaste. A ver si conseguimos que vuelva…

Andy se esforzó por ofrecerle una sonrisa. Hasta en eso se parecía a su madre. Independientemente de las circunstancias, para Neus Estellés siempre había espacio para una palabra reconfortante, para un abrazo afectuoso. Con Danny incluso se había permitido ser más efusiva y no dejó de hablarle al oído ni de despeinar cariñosamente su pelo enrulado hasta que el muchacho acabó sonriendo. Seguramente lo había hecho para que lo dejara en paz, pero eso no importaba. Al igual que Anna, Neus era de las que creían ciegamente en el poder transformador de una sonrisa, de enfrentarse a las vicisitudes de la vida con un talante optimista, de ofrecer siempre el mejor rostro.

Pau fue el último en catar sus abrazos, pero no por eso fueron menos efusivos. No eran hijos de la misma madre, sin embargo, el único hijo varón del patriarca adoraba a sus tres hermanas mujeres. Con Neus mantenían una gran complicidad, quizás porque a los dos les había tocado jugar el papel de mediadores para mantener a la familia unida más allá de las decisiones controvertidas y generalmente injustas del padre excesivamente orgulloso que les había tocado en suerte.

—Las visitas en esta unidad están restringidas, pero he hablado con la jefa de enfermeras y os dejará verla un par de minutos. A la una ya podréis estar un rato con ella, de uno en uno y calladitos. Ahora, solo verla, para que os quedéis tranquilos —explicó dirigiéndose a sus sobrinos—. Vuestra madre está estable. Ha sido un buen susto, pero los médicos dicen que está respondiendo bien. Así que ánimo y calma, ¿de acuerdo, chicos?

Danny se limitó a asentir, pero Andy, que estaba a su lado, era consciente de que estaba temblando. Sintió una pena inmensa por él. Era demasiado joven para todo, y, sin embargo, en su corta vida había tenido que pasar por momentos terribles. Instintivamente, lo tomó de la mano y la apretó cariñosamente con la suya.

—De acuerdo —respondió Andy—. Vamos.

—Enseguida vuelvo —le dijo Neus a Pau, que asintió y tomó asiento en uno de los sillones de la sala.

La mayor de las hermanas Estellés acompañó a sus sobrinos hasta la habitación que ocupaba Anna Avery, donde esperaron a la enfermera que los dejaría pasar. Una puerta y un panel, ambos de cristal, constituían el frente de la habitación, de modo que Andy y Danny vieron a su madre desde el primer momento. Echada boca arriba y apenas cubierta por una sábana, multitud de electrodos la conectaban a aparatos que medían sus constantes vitales. Una enorme máscara de oxígeno cubría la mitad inferior de su rostro, deformándolo. Desde hacía años, llevaba mechas en el pelo y un corte que la favorecía, pero ahora su cabello lucía opaco y separado en mechones. Tenía los ojos cerrados y una extrema palidez en la piel, como si no le quedara sangre en el cuerpo. El único rasgo reconocible, que confirmaba que no había ningún error, que la mujer que yacía en aquella cara era su madre, eran sus cejas tupidas y largas. Las mismas que tenían sus dos hermanas, Danny y ella misma. Las mismas que, aún más gruesas, tenía el único varón de los Estellés. Un rasgo inequívocamente marca de la casa.

—Tenéis un minuto —dijo una voz extraña, devolviendo a Andy al momento—. Entráis, le dais un beso y volvéis a salir. No le habléis y tampoco os preocupéis si no abre los ojos. Es normal, ¿de acuerdo? Un minuto, venga, entrad. Cuando os lo diga, salís.

Andy y Danny atravesaron la puerta de cristal y fue entonces, cuando cada uno se dirigió hacia un lado de la cama donde yacía su madre, que se dieron cuenta de que continuaban tomados de la mano. Andy fue la primera en inclinarse y depositar un beso sobre la frente de la enferma, quien no abrió los ojos. Agradeció, entonces, que la enfermera lo hubiera advertido porque, descartada la preocupación, pudo reparar en otros detalles que de alguna forma la reconfortaron. Su piel estaba fresca, pero no fría. Parecía dormida, y en tal caso, no sufría.  Además, un buen sueño reparador aceleraría su recuperación. Extrañamente aliviada, volvió a ser consiente de Danny. Estaba parado a un metro de Anna, mirándola, sin hacer ademán de acercarse, pero tampoco de marcharse.

Sus miradas se encontraron y Andy volvió a notar que el miedo atenazaba al muchacho. Lo animó a que se acercara con un movimiento de la cabeza y solo entonces, Danny lo hizo. 

Se aproximó a la enferma con paso titubeante y al fin se inclinó sobre ella y la besó en la frente. Cuando se irguió, un instante después, tenía los ojos llenos de lágrimas y se apresuró a salir de la habitación sin mirar a nadie. Pasó junto a la enfermera con la cabeza gacha, ignoró a su tía que le hablaba y se dirigió a la salida con las manos en los bolsillos.

Andy respiró hondo. Volvió la vista hacia su madre y tras dejar un último beso sobre su frente, también abandonó la habitación.

* * * * *

Después de un café y una tostada en el bar del hospital en compañía de Neus, los hermanos parecían más recuperados. A Andy la alivió comprobar que parte de los colores habituales habían vuelto al rostro de su joven hermano. El café solo le había asentado el estómago. Bien, pensó, porque ahora tocaba enfrentarse al segundo problema -ir a ver a Sonia-, y lo haría sola; tenía que dejarlo con Neus, tenía que decírselo y conseguir que él se aviniera a ello, y si el chaval se sentía algo mejor, las cosas serían mucho más fáciles para todos. Había demasiados frentes abiertos. Demasiados conatos de desastre.

—Me voy —dijo Andy levantándose de la mesa. Notó que la mirada de su hermano la seguía interrogante, pero la ignoró y se acomodó la mochila en la espalda—. En cuanto hable con los médicos, te llamo.

Danny se puso de pie de un brinco y lo hizo con tal torpeza que la taza con los restos de café se volcó sobre el platillo, ensuciando parte de la mesa.

—Ni hablar —retrucó. Y para que no cupiera ninguna duda de que no tenía la menor intención de quedarse, también cogió sus cosas.

Neus y Andy cruzaron miradas.

—Tienes que quedarte, Danny… —dijo Andy con un tono cansino.

—¿Por qué? Estoy bien. No me va a dar ningún jamacuco. A ti también te sienta fatal volar así que no te la des de adulta solo porque esta vez no hayas soltado la pota. No soy un bebé, ¿te enteras? —Y con esas, se dio la vuelta con la intención de largarse.

Fue Neus quien lo detuvo con suavidad. Habló en la lengua nativa de sus sobrinos en la que se estaba desarrollando la conversación. 

—Nadie piensa eso, cariño, pero deberías escuchar a tu hermana y hacerle caso porque tiene razón.

El muchacho soltó un bufido.

—Y qué otra cosa ibas a decir tú… —comentó más que molesto de que todo el mundo siempre se pusiera de su parte.

Andy se acercó a su hermano.

—Escucha, cuando mamá despierte y se de cuenta de lo sucedido, se preocupará. Preguntará por nosotros, ¿qué crees que va a pensar cuando sepa que los dos estamos con Sonia? —Danny apartó la mirada. Sus ojos habían vuelto a llenarse de lágrimas—. Si es duro para ti, imagina cómo será para ella… Tienes que quedarte, Danny. Y hacer lo posible por estar tranquilo y no asustarla. Te prometo que en cuanto hable con los médicos, te llamo.

Neus, que había seguido la interacción entre los dos hermanos con atención, supo que el muchacho obedecería antes de que abriera la boca. Lo vio revolear los ojos y mirar hacia otro lado con un gesto molesto. Al fin, habló y lo que salió de sus labios fue un sucedáneo, estilo Danny, a un sí.

—Siguiendo instrucciones de la comandancia llevo el móvil apagado —volvió a mirar a su hermana— y si no recuerdo mal, tú también.

Por la comandancia se refería al único hijo varón del patriarca, quien les había pedido que mantuvieran los teléfonos apagados para evitar disgustos en la factura debido a la itinerancia8. Él les suministraría dos líneas nuevas.

Andy sonrió y apretó cariñosamente la mejilla de su hermano.

—Entonces, no te despegues de la tía o te perderás el placer de escuchar mi voz —se puso de puntillas y lo besó en la misma mejilla que antes había pellizcado—. No olvides darle un beso de mi parte a mamá, ¿vale?

El joven asintió con la cabeza y dejó sus cosas en el suelo junto a la silla. Volvió a sentarse de mala gana. 

—No me extraña que tu madre y tus hermanas te adoren —Neus le palmeó la mano, complacida—. Eres un gran chico, Danny.

Cuando Andy salió de la cafetería, no le fue difícil localizar a su tío. Había salido a hacer un par de llamadas, según había comentado. Llamadas que no deseaba hacer frente a su familia, dedujo de inmediato, y en las que ahora estaba completamente enfrascado. De pie en la cima de la escalera que conducía a la salida, aquel cuerpo espigado completamente vestido de negro rezumaba tensión. Su tono era cortante y hablaba en menorquín, que a pesar de ser un dialecto del catalán, tenía matices distinguibles para alguien como Andy que lo había aprendido de niña. Lo cual, además, le daba un idea bastante aproximada de con quién estaba hablando.

Decidió que lo mejor era anunciar su presencia. Entonces, Pau se apresuró a acabar la conversación con un “te llamo luego, padre”, que confirmó sus sospechas. Pau hablaba con un hombre al que Andy había visto contadísimas veces en su vida; la última, hacía más de diez años.

—¿Me llevas al hospital a ver a Sonia?

Pau esbozó una sonrisa compasiva. Asintió con la cabeza.

Clar, nena… Anem a l’hospital.

* * * * *

En Londres…

Dylan se quitó el casco y echó un vistazo al parque automotor estacionado frente al MidWay. Estaban la Sporter Iron plateada del chico de las rastas, la Kawasaki del tesorero de los MidWay Riders, las respectivas Harleys de los propietarios del bar, Princesa y la Perla Azul. Incluso la del colega en cuyo taller le había ajustado las tuercas a la antigualla de Andy. Todos estaban ya allí a pesar de que eran poco más de las seis de la tarde. En cierto modo, le alegró que fuera así. El MidWay era algo semejante a su segunda casa y muy pronto la vería de pascuas a ramos, así que aprovecharía a tope los cartuchos que le quedaban. 

Volvió a sonreír al recordar lo bien que habían ido las cosas en la reunión de la mañana, en París. Excepto por el traje que lo había hecho sentir como el yuppie que no era en absoluto, todo lo demás había estado genial. El representante legal del tercer socio capitalista del proyecto lo había sometido a un interrogatorio durante más de hora y media, obligándolo a desmenuzar concienzudamente su propuesta de trabajo. El interrogatorio, en realidad, había versado sobre todo, incluida su afición a las motos Harley Davidson. Pero, al fin, había acabado dando su acuerdo. Dylan había regresado a Londres con un acuerdo muy sustancioso, las primeras órdenes de trabajo aprobadas y una fecha de comienzo. Dado que la contratación del personal corría de su cuenta y en una semana se trasladaría a Niza, le quedaba pocos tiempo para liquidar sus asuntos pendientes, embalar media casa y dejarlo todo listo. Estaría los próximos cinco días “desparecido, en proceso de mudanza”.

Pero eso será mañana, pensó. Hoy disfrutaría de unas cuantas cervezas en compañía de la panda de gamberros más motera de Londres.

Como de costumbre, Dylan entró en el bar saludando gente. Lo primero que notó fue que había mucho ajetreo y caras serias detrás de la barra; lo siguiente, fue que Conor y Evel conversaban con cara de circunstancia, mientras Ike, muy cerca, tenía las orejas pegadas a lo que hablaban. Algo perturbaba la jocosidad habitual que reinaba en el MidWay a esas horas.

—¿Se ha muerto alguien? —preguntó en plan de guasa. Y aprovechó que el motero de al lado ponía rumbo a los lavabos para quedarse con su taburete.

—Tío, no seas fúlmine, joder —se quejó Conor.

—Es ley de vida, chaval —explicó el irlandés y miró a Evel—: ya que estás ahí, ¿me pones una cerveza? Y de paso, podrías contar qué pasó. Vuestras caras espantan, tíos. No es la mejor publicidad para un bar.

Dakota, que se había acercado a la caja registradora a cobrar unas comandas, fue quien se ocupó de responder. Y lo hizo a su manera.

—Andy tuvo que salir cagando leches para Barcelona porque internaron a su vieja, y los que quedamos estaremos cagando fuego hasta que vuelva, currando a destajo y a turno completo. O sea, una cagada monumental.

Dylan se quedó en blanco al escuchar la noticia. Mal estaría la cosa si había tenido que viajar a Barcelona. Sin embargo, debía tener el asunto controlado porque no lo había llamado para decírselo. Ni siquiera tenía un mensaje suyo. Aunque también era posible que fuera justo al contrario, que la emergencia fuera tal que no hubiera lugar para más que salir pitando y aguantar el chaparrón.

—¿Y cómo está su madre? —dijo, procurando disimular su creciente preocupación.

Evel y Conor intercambiaron miradas para corroborar si alguno sabía algo más sobre el tema. No era así. Andy había llamado a Dakota antes de embarcar para Barcelona, y desde entonces no había más noticias.

—No se sabe nada —respondió Evel y al ver que su socio regresaba, añadió—: ¿Has vuelto a hablar con Andy?

El motero pelilargo soltó una risotada.

—¿Con el follón de día que he tenido? No he hablado ni con mi mujer, colega. Que, por cierto, más vale que ponga a ello ya —dijo sacando el móvil del bolsillo.

Dakota continuó trabajando mientras hablaba con Tess y Evel se puso a atender a otros clientes. Dylan volvió a mirar a Conor. Le parecía hasta cierto punto normal que sus jefes continuaran sin noticias. En el bar siempre estaban a tope de trabajo; con un empleado menos detrás de la barra, las cosas se complicaban y si ese alguien era Andy, la situación se tornaba muy seria. Hasta ahí bien, ¿pero qué había del príncipe azul? ¿Él tampoco había tenido tiempo de llamarla?

—¿Y tú, qué? —le preguntó, sus ojos color cielo fijos en el presidente de los MidWay Riders.

Conor se había puesto rojo y sus ojos brillaban sospechosamente. Y por un instante, coló. El muy cabrón predicaba a los cuatro vientos que estaba loco por la camarera, pero a la hora de la verdad, cuando ella estaba en apuros y planeaba en el horizonte la posibilidad de tener que mojarse, llamaba a retirada. Lo vio encogerse de hombros, como entonando un silencioso mea culpa

Al instante siguiente, sin embargo, el cerebro del irlandés barajó otra alternativa. Le había parecido tan improbable, que la había descartado sin mayores consideraciones, pero ahora… Tuvo que sonreír de pura incredulidad; lo que Conor no tenía era el número de Andy. Medio año flirteando con una mujer a la que claramente él le interesaba ¿y ni siquiera había conseguido hacerse con su móvil? De pena. Si el problema de Andy no le pareciera tan serio, se pondría cómodo en el taburete, dispuesto a burlarse del motero de las rastas el resto de la noche. Se lo merecía por capullo.

Dylan bebió un sorbo de su pinta y se puso de pie.

—Guárdame el sitio que voy al baño —le dijo a Conor.

Una vez en el lavabo de caballeros, se encerró en uno de los cubiles y sacó su móvil. Marcó la memoria de Andy y mientras esperaba que se estableciera la llamada, bajó la tapa del inodoro y se sentó.

Parecía que había conectado, pero el aparato estaba mudo. No sonaba ni se oía nada. Colgó y volvió a intentarlo. Esta vez, demoró en oírse algo, pero al fin saltó un mensaje indicando que el móvil de destino estaba apagado. 

No quería ser pájaro de mal agüero, desde luego, pero las cosas tenían muy mala pinta, pensó el irlandés, más preocupado que antes.

Seguiría intentándolo en un rato, a ver si conseguía dar con Andy. Quizás lo habría apagado en el avión y con los nervios, se habría olvidado de encenderlo. O quizás fuera cuestión del roaming. A veces a él también le sucedía cuando estaba de viaje. No había por qué pensar lo peor.

Al fin, Dylan volvió a guardar el móvil y regresó al bar.

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