Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 8

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En otro hospital de Barcelona…

Desde varios metros antes, y a pesar de que la puerta doble de acceso a la UCI estaba cerrada, ya fue evidente que algo sucedía. A través de las ventanas circulares que tenían ambas puertas, se veía un revuelo de batas blancas y verdes, moviéndose en el interior de la Unidad de Cuidados Intensivos. Andy y Pau apuraron el paso sin darse cuenta y entraron en la unidad a pesar de saber que estaban fuera del restringido horario de visita y que el “salvoconducto” que los Estellés parecían tener en todas partes, probablemente no funcionara ante lo que, evidentemente, era una situación de emergencia.

Apenas habían logrado avanzar un par de metros cuando un individuo fornido, visiblemente nervioso les cortó el paso de manera tajante.

—No pueden estar aquí. Vuelvan en horario de visita —ordenó el celador. Y ya estaba indicándoles la vía de salida, casi empujándolos, hacia el pasillo sin contemplaciones.

No eran las únicas órdenes que se oían, aunque lo que decían carecía de sentido para tío y sobrina. Él continuaba intentando convencer al celador de que los dejaran pasar alegando horas de vuelo y aeropuertos. Andy seguía inmersa en una película de la que se estaba convirtiendo en protagonista, sin tener muy claro qué hacer o qué decir.

Era evidente que el equipo médico se enfrentaba a una situación de vida o muerte, algo corriente en sus días de trabajo que, sin embargo, para Andy era tan especial, como que tenía nombre y apellido: Sonia Avery. Su hermana. Nadie les había dicho que se trataba de ella y había más pacientes en la unidad, pero algo le impulsaba a creer que se trataba de Sonia. Quizás fuera el miedo, pensó con la angustia cerrándole la garganta. O la seguridad de que, tal como había sucedido hasta el momento, si algo podía salirle realmente mal a un Avery, le saldría peor que mal. Puñetera ley de Murphy que llevaba toda la vida aguándoles la fiesta.

—¡No se te ocurra tocarme! —escuchó que su tío gritaba a voz en cuello. Un segundo después, había apartado al celador de su camino de un empujón  y con sus grandes zancadas avanzaba hacia el interior de la UCI— ¡Venga, Andy, ven!

Pero no fue ella quien se puso en movimiento, sino el celador que esta vez tomó violentamente al hombre de un abrazo y lo sacó al pasillo trastabillando.

—¡Que no! ¡Señor, no puede estar aquí! —Otro empujón más y la advertencia—: Márchese, o hago que lo saquen del edificio a la fuerza. No puede estar aquí.

—Paso, paso, ¡abran paso, por favor! —exclamó una voz femenina. 

Otra, esta vez de un hombre, volvió a insistir un instante después. Entonces, el celador corrió a abrir las puertas de par en par para dar paso al personal sanitario que avanzaba a prisa, empujando una cama. Rodeaban al paciente y entre todos obstaculizaban la visión. Había mucha sangre. Andy no estuvo segura de si se trataba de su hermana hasta que la procesión en carrera hacia el quirófano pasó delante suyo y sus ojos ávidos, desesperados por descartar ese presentimiento que le helaba el alma, repararon en la mano que colgaba inerte del borde de la cama.

Era la mano de Sonia, con un corazón divido en tres partes proporcionales identificadas con las letras A D A, tatuado sobre el dorso. Aquel tatuaje añejo que su dueña había hecho embellecer con tonalidades moradas y azules hacía un lustro, seguía allí, como una manifestación silenciosa de a quién pertenecía su corazón; a las personas que más amaba en el mundo: su madre Anna y sus hermanos, Daniel y Andrea.

El miedo y la angustia se adueñaron de Andy. Y la necesidad de aferrar a Sonia, de abrazarla muy fuerte, de conservarla a su lado contra viento y marea, la impulsó a la acción con una fuerza inusitada.

—¡Noooooooooooo! ¡Sonia, noooooo! —gritó.

Unos brazos la retuvieron. Otras voces la increparon. La procesión que se llevaba a su hermana, arrancándola de su vida, continuó alejándose. Y mientras Andy forcejeaba por liberarse, la impotencia, esa que siempre hacía acto de presencia cada vez que la maldita ley de Murphy volvía a jugársela, dominó su mundo por completo.

* * * * *

Había transcurrido solo una hora desde que se habían llevado a Sonia, pero Andy tenía la sensación de que hacía días que estaba en aquella sala de sillas tapizadas de azul. Todas las veces que habían intentado recabar alguna información sobre su estado, la respuesta recibida -cuando le daban alguna- había sido la misma: “está en el quirófano. Cuando salga el médico, les informarán”. Tanto secretismo, tanto silencio, le hacía hervir la sangre. 

Y cuando, finalmente, hizo acto de presencia el encargado de informar, un tal Dr. Gómez, tampoco era que se desviviera por dar datos.

—¿Qué es lo que está diciendo? —lo interrumpió Andy—. ¿Mi hermana se está recuperando o no? Y por favor, dígamelo en cristiano, para que pueda entenderlo.

Los dos hombres la miraron, no solo el que llevaba la bata de médico. Pau Estellés, porque aunque hacía tiempo que conocía las malas pulgas de la mediana de los hermanos Avery, le seguían sorprendiendo igual que siempre. El médico, porque creía estar tratando a un súbdito inglés y no había contado con que su hermana menor, que parecía una adolescente, fuera a increparlo y además en su propia lengua.

—Habla catalán, bien… —comentó el médico sin ocultar su sorpresa.

A Andy solo le faltó ponerse a relinchar como un caballo salvaje.

—Por cristiano me refería al lenguaje de las personas de a pie, que no hemos estudiado en la facultad de medicina. ¿Cómo está Sonia? ¿Qué quiere decir con “grave pero estable” —y al ver que él la miraba con la misma cara que ponen los médicos cuando se les pregunta por lo que no pueden/deben decir, añadió—: Mire, tengo a mi madre internada “grave pero estable” a media hora de aquí, una sobrina nacida prematura “grave pero estable” aquí al lado, a la que no me dejan ni siquiera ver a través de un cristal, y un hermano adolescente a mi cargo, aterrorizado porque presiente, aunque no sepa cómo ni por qué, que su mundo está a punto de irse al carajo. Son demasiados frentes abiertos. Necesito saber a qué atenerme, ¿lo entiende? Dígame lo que hay. Lo soportaré.

Sintió el brazo de Pau rodeándole el hombro, su afecto y también su fortaleza, como si con aquel simple gesto pretendiera apuntalarla, apoyarla, transmitirle esperanza. Andy no retiró los ojos del médico, su atención continuó sobre él y sobre lo que estaba a punto de decir.

—Nada está escrito en piedra, señorita. Ni en medicina ni en ningún orden de la vida. Cualquier mujer lo tiene difícil en un caso de preeclampsia grave, pero su hermana consumía drogas. Su organismo ya estaba devastado y sus defensas, bajo mínimos antes de que llegara aquí. Siempre hay esperanza, y más tratándose de alguien joven, pero…. Lo tiene difícil.

En otras palabras, Sonia tenía las horas contadas. Andy apartó la mirada y respiró hondo. Echó de su cuerpo la angustia que subía imparable, amenazando con hacerle perder el control de una situación en la que no podía permitirse perderlo. Su hermana, su mejor amiga, estaba a punto de abandonarla para siempre. De abandonarlos a todos, incluida la pequeña sin nombre que ni siquiera había podido sostener entre sus brazos. Fin de la historia.

Había pedido la verdad. Había dicho que era capaz de soportarla y aunque sintiera el corazón partiéndose en mil trozos…

Lo soportaría. Tenía que hacerlo.

Los ojos de Andy regresaron al Dr. Gómez.

—¿Cuándo podremos verla? —le preguntó.

—Yo le avisaré —respondió. Después de hacer un gesto de ánimo, se alejó por el corredor.

Andy se volvió hacia su tío.

—Sería mejor que traigas a Danny para que pueda verla… —y no continuó la frase porque ambos sabían a qué se refería.

—Tía Roser viene de camino —dijo Pau, refiriéndose a la menor de sus hermanas que volaba desde Menorca—. Ya no creo que tarde. Así, no estarás sola lo que me tome ir a buscar a tu hermano.

Era un gesto que apreciaba, un gesto muy típico de Pau, un hombre familiar, un hombre que sentía debilidad por las hijas de la primera esposa de su padre y que había desempolvado la generosidad que años ha había caracterizado al apellido Estellés. Lo apreciaba, pero no lo necesitaba. Andy había crecido sin ellos, había aprendido a plantarle cara a la adversidad apoyada únicamente por su madre. Había aprendido a no necesitar a nadie. Ella era una Avery, no una Estellés.

Pero le agradecía el gesto. Porque honraba la buena madera de la que estaba hecho.

—Tranquilo, tío Pau. Ve a por Danny, que yo estoy bien.

* * * * *

Al fin, les habían dejado ver a Sonia. Tres minutos, y desde detrás de la puerta acristalada de su habitación de la UCI, flanqueada por una guardia con cara de circunstancia. La habían cambiado y aseado, y la sábana que la cubría hasta el pecho estaba limpia así que, en cierto sentido, esta nueva visión de su hermana estaba resultando menos alarmante que la primera, varias horas atrás. Su piel lucía extremadamente pálida, pero tampoco ese detalle destacaba demasiado. Sonia no poseía los rasgos mediterráneos de su madre; era la única de los tres hermanos que había heredado la piel blanquecina de su padre, su color de cabello -rubio pajizo- y sus enormes ojos azules. O quizás, precisamente porque la primera visión había estado tan teñida de horror, a Andy esta le parecía mucho más tolerable.

La situación con Danny era muy distinta. Había transcurrido varios meses desde la última vez que fuera a visitarla a la cárcel de mujeres donde cumplía condena por robo y tenencia de drogas. Tras el último robo, ella y Jeremy, el hombre del que se había enamorado perdidamente en unas vacaciones en la Costa Brava, habían huído en un coche. La persecución policial había acabado cuando el vehículo se estrelló contra los guardaraíles de la carretera. Jeremy había muerto en el acto y Sonia había dado con los huesos en la cárcel. Aunque las circunstancias no eran ni un poco buenas, todas las mujeres Avery mimaban al pequeñín de la familia y se esforzaban por hacer que las crudezas de la vida le resultaran menos crueles, menos dramáticas. Días después aún le duraba la alegría de haberla visto y esperaba ansioso su próximo viaje a Barcelona para poder volver a visitarla. No se había producido tal visita. Mejor dicho, Sonia ya había empezado a tener cambios de humor, indisposiciones temporales, seguramente provocados por la enfermedad que entonces no sabían que se estaba gestando, y Danny había tenido que marcharse sin poder verla.

Y ahora esto; yaciendo en una cama con los ojos cerrados, cubierta de cables, pequeña y vulnerable. Andy podía sentir su desesperación sin necesidad de mirarlo. Era como un áurea gris que emanaba de él, impregnándolo todo. Pau, que también se dio cuenta de lo que mal que lo estaba pasando el chico, intentó evitar lo inevitable.

—Vámonos. Sonia está bien atendida y vosotros necesitáis…

La voz de Danny lo dejó con la palabra en la boca. Sonó cargada de odio, de frustración.

—El cabrón tuvo suerte de espicharla porque si lo pillara ahora… Lo mataba a hostias

Y tras la ira, cómo no, llegaron las lágrimas.

Andy abrazó a su hermano con fuerza, deseando ofrecerle consuelo, apoyo, serenidad… Todas esas cosas que la familia necesitaría para salir adelante, para sobreponerse a un nuevo golpe de la vida, esta vez aún más duro.

—Si no hubiera conocido a ese hijoputa… —sollozaba Danny, abrazado a su hermana—. Si no se hubiera quedado en este país de mierda…

Shhhh…. Tranquilo, cariño, tranquilo —murmuró Andy, acunándolo.

Entonces, Pau volvió a intervenir. Con suavidad lo apartó de su hermana y se lo llevó aparte. Lo bastante lejos como para que hablaran en privado.

Andy no supo qué le dijo, aunque no hablaron mucho. Pau tenía las manos apoyadas sobre los hombros del adolescente, que no apartaba sus ojos de él. De tanto en tanto, el muchacho asentía con la cabeza. Pronto, los dos volvieron junto a Andy y Pau continuó con lo que estaba diciendo antes de la crisis de Danny.

—Necesitáis comer algo, daros una buena ducha. Os sentará bien. Roser se quedará aquí —dijo mirando a la mujer delgada de gafas que hasta el momento había dicho poco más que "hola"—: Sonia estará bien atendida y acompañada. Después de que os duchéis y comáis algo, os llevaré con vuestra madre. Neus me ha dicho que está mejor, que hasta estuvo conversando un poquito… Seguro que la anima estar un rato con sus hijos… Venga, vamos…

Poco después, Andy abandonaba el hospital en compañía de su tío y su hermano, dejando a Sonia acompañada de la menor de las hermanas Estellés.

* * * * *

Andy estaba al tanto de que su madre se encontraba algo mejor, pero le resultó un alivio comprobar cuánto había cambiado su semblante. Ya que solo podía recibir visitas de una por vez, le tocó esperar a que su hermano saliera y solo con notar lo animado que estaba, se sintió contagiada. Como si una nueva brisa de esperanza la envolviera y permaneciera a su lado. Quizás, con un poco de suerte, todo aquello se quedara en un susto.

Los ojos de su madre la siguieron mientras Andy se aproximaba a la cama y la abrazaba. Los de Andy, en cambio, se cerraron en un intento de concentrarse en el momento, en la tremenda energía amorosa que fluía entre las dos… Y capturarlo. Hacer que perdurara en el recuerdo, en la piel.

—No sabes cuánto me alegro de verte mejor, mamá. Te quiero muchísimo —murmuró Andy al oído de Anna. Le habló en inglés que era el idioma de comunicación habitual entre los Avery cuando estaban a solas.

—Y yo a ti, cariño —replicó ella. Le costaba hablar. Hacía horas que respiraba por sus propios medios, pero aún le dolía la garganta de la intubación.

Andy la liberó de su abrazo. No quería asfixiarla en uno de sus ataques de amor, pero se sentó a su lado y permaneció muy cerca, inclinada sobre ella.

—¿Cómo está? —preguntó Anna en un murmullo. A pesar del esfuerzo que le suponía hablar y mantener los ojos abiertos, su atención no abandonó a Andy en ningún momento.

No sabía cuánto conocía Anna del estado de su hija mayor. En cambio, sabía con claridad meridiana que era una maestra leyéndole la mente a su hija menor, así que si no quería preocuparla tendría que emplearse a fondo.

Y eso hizo.

—Estable. Hay que esperar a ver cómo evoluciona conforme pasen las horas, pero por el momento… —Notó que los ojos de su madre continuaban sobre ella, escudriñando sus pensamientos más allá de lo dicho, y se obligó a poner la mente en blanco.

Anna se tomó su tiempo para formular la siguiente pregunta.

—¿Y… el bebé?

—Estable —repitió sin pensar.

—¿La has visto? —insistió Anna ante la parquedad de su hija. Sabía que era una niña por Neus, pero eso era todo.

Andy negó con la cabeza. Ni siquiera había preguntado por ella. Pau había dicho que no podían verla aún, que como mucho podían ir a la UCI neonatal e intentar verla a través del cristal, y lo había dado por bueno. ¿Era un monstruo insensible por dedicarle tan pocos pensamientos a la pequeña a quien ni siquiera conocía? Probablemente. Que Dios la perdonara, pero no le quedaban fuerzas para preocuparse por nadie más. Dos de las personas más importantes de su vida, estaban en la cuerda floja, haciendo malabarismos de equilibrista para no caer, y ella… Simplemente, no daba para más. Ojalá su madre, que siempre le leía el pensamiento, no lo hubiera hecho en esta ocasión.

—No dejan verla. Por lo visto, es el protocolo para los prematuros, mamá —se apresuró a matizar.

Notó que su madre continuaba escrutándola y que, poco a poco, su mirada se suavizaba hasta mostrar una expresión que Andy conocía muy bien. Una que anunció lo que vendría después.

—No te preocupes por mi, Andy. Me pondré bien.

—No funciona así y lo sabes, guapa —le dijo con dulzura en menorquín, la lengua nativa de su madre, que esbozó una ligera sonrisa.

Anna asintió. Lamentaba preocupar a sus hijos y tratándose de Andy lo lamentaba mucho más. Infinitamente. No tenía una vida acorde a alguien de su edad. Se había perdido la adolescencia intentando arrimar el hombro en casa y otro tanto le estaba sucediendo con su juventud. No era justo. Nada justo. Y por más que deseaba suavizarle los malos momentos, nada evitaría su preocupación ante el funesto panorama que se abría ante ellos. Todos los Avery tenían sobrados motivos para preocuparse. Y lamentablemente, no era de ella por quién tenían que hacerlo.

—¿Harás algo por mi, cariño?

—Mientras no me pidas un chuletón con patatas fritas… —bromeó Andy.

Anna intentó acariciar aquel rostro juvenil que amaba tantísimo. Descubrió que estaba más débil de lo que creía ya que apenas logró alzar el brazo unos cuantos centímetros, y el esfuerzo la dejó agotada. Se tomó unos instantes para recuperarse durante los cuales la mirada de Andy continuó sobre ella, preocupada y triste.

—Quédate con Sonia —le pidió—. No te separes de ella, cariño. Yo estaré bien.

La brisa de esperanza abandonó a Andy en aquel mismo instante. Cuando comprendió que toda aquella esforzada conversación no tenía por finalidad restarle gravedad a su estado, sino desviar su atención hacia lo verdaderamente importante; el estado de su hermana.

Anna también temía por la vida de Sonia. Ella también presentía que…

Andy respiró profundamente. Apartó aquel aterrador pensamiento de su mente y concentró toda su atención en la mujer que yacía en la cama. Se las arregló para rodearla con sus brazos.

—Prométeme que estarás bien. Prométemelo, por favor —susurró al oído de su madre.

—Mi niña valiente… —dijo ella, intentando responder al abrazo—. Te lo prometo, cielo… Ve tranquila, que yo estaré bien.

* * * * *

Jueves 3 de septiembre de 2009.

En algún lugar de la ciudad.

Barcelona.

Su cuarto día en Barcelona estaba siendo tan descorazonador como los tres anteriores. Andy llevaba más de media hora andando sin rumbo fijo cuando vio el cartel del locutorio. Era su primera salida del día tras horas en el hospital cambiando de asiento, de la sala de espera de la UCI al único asiento de la habitación que ocupaba su hermana. 

No había habido sobresaltos, pero tampoco progresos. Sonia seguía sumergida en aquella especie de sueño que no era coma ni inconsciencia… Ni tampoco lucha por seguir viviendo. Era un estado de suspenso, largo. Angustioso. Inútil. La miraba y a pesar de su deteriorado aspecto podía reconocer a su hermana, pero al mismo tiempo no era ella. Casi nada quedaba ya de la luchadora impenitente que le había enseñado que a las adversidades de la vida no había que mostrarle flaquezas. Era su rostro de rasgos angulosos, su cabello del color de los campos de trigo cuando están en flor, tan Avery en lo exterior, la única de los tres hermanos que era un calco a su progenitor… Pero su fuerza se había evaporado por completo. Hacía mucho tiempo que había dejado de luchar y que Dios la perdonara, pero…

Andy paró en seco al tomar conciencia de lo que pensaba. ¿Cómo podía ser tan egoísta? Mientras había vida, había esperanza. Llevaba demasiadas horas despierta, conteniéndose, obligándose a mantenerse serena… Soportando estoicamente las críticas veladas de Roser, esas que no decía en voz alta, pero estaban allí, flotando en el aire. No era una mala mujer, pero desde siempre había militado en el bando del patriarca, y como él, sostenía que la culpa de todas las desgracias familiares tenían nombre y apellido: Chad Avery. Su padre, el hombre por el cual Anna Estellés había perdido la cabeza y marchado a Londres, dejando atrás su tierra, su familia y sus querencias. No era una mala mujer, pero Andy nunca había conseguido conectar con ella y ahora, la tenía instalada en el sillón contiguo. Perenne. Por Dios… Necesitaba hablar con un aliado, desahogarse con alguien que no la estuviera juzgando en silencio.

Había salido con lo puesto del hospital, pero llevaba unas cuantas monedas y la tarjeta telefónica en el bolsillo de los vaqueros, así que pidió una cabina al empleado y esperó su turno.

Poco después, con la nunca apoyada en la pared de la cabina y los ojos cerrados, volvía a la vida mientras escuchaba la voz de Tina, contándole anécdotas de su primer día de entrenamiento con los principiantes. Habían hablado un rato cada día, pero la sensación siempre era la misma: que esos eran los únicos tres minutos de paz en un día que cada vez se le hacía más largo, al que sucedía otro aún más largo. Y así, una y otra vez.

¿Sigues ahí? —Oyó que ella le preguntaba.

—Sí, perdona… Necesitaba tanto oír una voz amiga… Sentir que todo sigue igual que siempre…

Me lo imagino. Aguanta un día más, nena, que mañana por la tarde estaré contigo, ¿vale?

Andy exhaló un suspiro. No pensaba disuadirla. Suponiendo que alguien fuera capaz de hacer cambiar de idea a Martina Murphy una vez que tomaba una decisión, no tenía la menor intención de hacerlo. Tina era un ser fuerte y ella necesitaba rodearse de todo el valor y la fortaleza de la que pudiera echar mano en aquel momento de su vida.

—Vale. —Tan solo una palabra que las dos sabían que encerraba un mundo de agradecimiento.

¿Y la niña, sigue bien? —quiso saber Tina.

La niña. Pobrecilla… Parecía todo lo decidida a vivir que su madre parecía estarlo a dejarse ir.

—Sí, por suerte. Los médicos son bastante optimistas. Necesitará tres o cuatro semanas de incubadora y muchos cuidados, pero —respiró hondo— creen que la pequeña saldrá adelante.

¡Bieeeeen! Dos tíos biológicos y una adoptiva dispuestos a malcriarla. ¡Es una chica con suerte!

Andy esbozó una sonrisa que le hizo caer en la cuenta de que hacía siglos desde la última vez. Durante un breve, efímero, instante tuvo la sensación de que todo continuaba igual que siempre. Su madre no estaba en la UCI, ni Sonia, que dejaba atrás sus pesares y vivía plenamente cada día que la acercaba a recuperar su libertad y su dignidad… Y Danny y ella no estaban en tierras extrañas, sino en casa. En Londres.

¿Sigues ahí? —volvió a decir Tina.

—Sí, sí, perdona… Tantas horas penando hacen que la cabeza se me vaya a base de bien…

Es comprensible, nena… Oye, hoy me estaba acordando de que no me has comentado nada del trabajo… ¿Has hablado con tus jefes?

Andy apretó los párpados. Joder, no. Era la primera vez que pensaba en el tema desde que había llamado a Dakota antes de embarcar para España. Y dado que la pequeña debía continuar en la UCI Neonatal algunas semanas más y que ella no pensaba dejar a su madre sola, estaba claro que sus jefes tendrían que buscarse otra camarera.

—Los llamaré en cuanto acabe contigo. Gracias por pensar por mí, Tina… Aj… Necesito dormir una semana seguida… Y verte. Necesito verte. Se me va a hacer eterno hasta que llegues.

La voz de su amiga y sus palabras fueron el bálsamo que Andy necesitaba en aquel preciso momento.

Ánimo, cari, que mañana es viernes. Ya no queda nada —la oyó decir—. Anda, llama a tus jefes, que yo me voy a seguir sufriendo con los novatos.

* * * * *

Mientras tanto, en Londres…

Dylan había sospechado desde el principio que lo de la “alarma bloqueada” era una excusa, así que no le sorprendió que tan pronto puso un pie en su lujosa casa de South Kensington, Angela Swynton lo condujera directamente al salón con sus modos de anfitriona excepcional. Ver la elegante mesa de cedro de forma circular y con capacidad para doce comensales, cubierta de delicias suficientes para alimentar a un regimiento, se lo confirmó. 

Desde que su nieto había acabado en el hospital gracias a la paliza que le habían dado los ladrones a quienes había sorprendido robando en su taller, toda la familia se había volcado en Dylan, agradecidos por lo que para él eran simples favores -como instalar cámaras ocultas en el taller de su amigo-, y para ellos habían sido de vital importancia para identificar a los culpables. Angela lo llamaba a diario, igual que hacía con Evel, y estaba bastante seguro de que algo había tenido que ver en la propuesta que le había hecho Clinton Rowley y que había acabado permitiéndole conseguir el trabajo de su vida.

El irlandés permaneció de pie junto a la puerta, miró consecutivamente la mesa y luego a la elegante septuagenaria de nariz prominente, y se limitó a alzar una ceja. Angela echó a reír ante la expresividad de aquel rostro anguloso de ojos tan claros en los que daban ganas de zambullirse.

—Es que nunca me permites remunerar tus servicios —aludió la anciana, frotando ligeramente el desnudo brazo del motorista a la altura de su tatuaje de samurai, cerca del hombro.

—Menos mal que no nos oyen, porque eso que has dicho podría dar lugar a malos entendidos —replicó Dylan con todo su descaro.

Qué razón tenía. De hecho, alguna vecina comedida ya había intentado indagar quién era el apuesto treintañero de cabeza rapada y abundancia de tatuajes que aparecía de tanto en tanto. En el barrio la conocían de toda la vida, habitaba la misma casa desde hacía más de treinta años y tras la muerte de su nieto James, que era el único de los gemelos que solía presentarse en casa de su abuela acompañado de amigos y amigas, las visitas que recibía eran miembros de la familia o viejas amistades. Les extrañaba las frecuentes visitas de aquel “amigo de su nieto”.

—Ah, querido mío, déjalos que entiendan lo que les plazca. De todas formas, ya lo hacen. —Lo tomó del brazo y juntos entraron en la estancia—. Además, en cuanto te vean llegar con Amy se acabarán los malos entendidos —añadió, mirándolo con picardía—. Porque imagino que uno de estos días vendréis a tomar el té con esta anciana, ¿verdad?

El irlandés se tomó unos instantes para valorar la avalancha de nueva información que la abuela de Evel acababa de poner sobre la mesa con la misma naturalidad con la que alguien hablaba del variable clima inglés. Durante un tiempo permaneció clavado al suelo, junto a la mesa, sin dejar de mirar a la anciana. Ella, que ya se había sentado, lo contemplaba con expresión divertida, expectante. Conociendo lo reticente que era a la hora de hablar de sus asuntos, había querido tomarlo por sorpresa, a ver si su reacción lo traicionaba.

Pero no lo hizo. Tras el primer instante de sorpresa, el irlandés recuperó su talante habitual y tomó asiento frente a ella.

—Pues te vas a quedar con las ganas, me temo —replicó, y se metió un canapé de paté y aceitunas que pronto descubrió que estaba buenísimo.

—¡Oh, qué pena! —dijo la anciana mitad en broma mitad en serio, al tiempo que vertía té en la taza de su invitado.

Tras hacer una pausa premeditada para ver si Dylan la llenaba con alguna información útil, continuó.

—Aún sigues enfadado con ella, lo entiendo.

¿Por qué todo el mundo insistía en la estúpida idea de que entre él y la amiga de Abby se estaba cociendo un romance? Había habido sexo; ahora no había nada. Ni lo habría, porque su interés por una mujer nunca iba más allá del sexo casual y el que tenía por esta en particular había dado para apenas unos cuantos revolcones. Punto final. Ni eran almas gemelas ni eran tan parecidos como todo el mundo decía que eran. Y sí, seguía cabreado con Amy; la gente oportunista lo sacaba de quicio y que se mostrara desagradable, incluso ofensivo con ella, era una clara señal de que no la quería en su vida. Por eso lo hacía. Con la gente que le importaba no procedía así.

—No lo entiendes y no voy a explicártelo. —La anciana sonrió enternecida—. A mis treinta y seis años no sé lo que es tener una novia. Creo que eso dice mucho más de mí que las locuras que te cuenta tu nieto, pero allá tú con lo que quieras pensar.

Angela lo escrutó en busca de indicios que confirmaran o al menos apoyaran, la teoría popular de que Dylan y Amy estaban hechos el uno para el otro, que solo necesitaban tiempo para dejar atrás el bache provocado por aquel malentendido que había tenido lugar en Barcelona, y hacer las paces. Pero no los halló. No había malestar ni ironía ni emoción alguna en las palabras de Dylan. Aunque, bien visto, esto tampoco significaba nada. Todavía no había encontrado a su mujer ideal… O quizás, aún no se hubiera dado cuenta de que ya lo había hecho.

La anciana extendió el brazo a través de la mesa y depositó su mano sobre la mano del motero, en un gesto afectuoso.

—Será que todavía no ha llegado la adecuada, la que mire más allá de tus llamativos tatuajes. —Sonrió—. Pero todo se andará.

—¡Déjalas que se sigan pirrando por mis llamativos tatuajes, que yo estoy muy bien como estoy! —exclamó el irlandés riendo de buena gana.

Entonces, comenzó a sonar su móvil. Dylan frunció el ceño al ver qué nombre parpadeaba en la pantalla.

—Qué raro que me llames. ¿Está todo bien?

Pues no —replicó la voz más que preocupada de Dakota—. Tío, necesito que me hagas un favor y tiene que ser ya.

—Claro, dime…

Tengo que irme cagando leches al hospital. Han ingresado a Tess. Necesito que vengas al bar y te quedes en la barra hasta que llegue Evel. Viene de camino, pero está fuera de la ciudad. ¿Vale?

—Pero… ¿Tess está bien? 

Joder, espero que sí. Acaban de avisarme…. Oye, me tengo que ir. Luego hablamos.

—Sí, claro. Ahora mismo voy para el MidWay, tú tranquilo.

Y cuando lo dijo, ya se había puesto de pie. La mujer lo acompañó a la salida mientras Dylan le explicaba las razones de su súbita partida.

—Tengo que irme, Angela. Por lo visto, han hospitalizado a Tess y voy a echar una mano al bar.

—Vaya por Dios… —dijo la anciana, preocupada—. No dejes de llamarme en cuanto sepas algo, por favor. 

Dylan se despidió de la abuela de Evel asegurándole que lo haría.

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