Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 9

Página 13 de 35

9

Dakota ni siquiera se molestó en responder cuando la cuarentona de turno en el mostrador de información le pidió que esperara su turno. Enfiló hacia las puertas que conducían a las urgencias con sus grandes zancadas, acompañado de su habitual decisión y el sonido de las cadenas y abalorios que decoraban su indumentaria de motero. ¿Esperar a qué? Había un mundo de gente en aquella sala, como si todos los habitantes al oeste de Londres hubieran decidido ponerse fatal al mismo tiempo y acudir en masa al hospital. Además, suponiendo que fuera un tipo paciente, desde la llamada del taxista había entrado en una espiral de hiperactividad que ríete de un chute de cocaína.

Ignoró las voces que le pedían que abandonara el recinto y continuó asomándose box por box, en busca de Tess. Sorteaba los obstáculos -a veces, médicos; otras mesillas con instrumental- que se ponían en su camino con los reflejos propios de un motorista avezado. Era pura adrenalina y lo sabía, pero el miedo tiraba de él como si lo hubieran atado a una manada de caballos desbocados.

Al oír el jaleo, la enfermera que asistía en uno de los boxes a los que Dakota aún no había llegado, se asomó para ver qué sucedía justo cuando él se quitaba de encima a un celador a empujones. Alto, delgado, con la misma larga melena rubia y las mismas malas pulgas que recordaba.

—¿Se puede saber qué haces, Dakota? —le dijo cuando ya se dirigía hacia él y le interceptaba el paso—. Haz el favor de esperar en la sala. No puedes estar aquí.

El motero miró a la pigmea regordeta de pijama sanitario azul que tenía delante. Su rostro no le resultó familiar, aunque teniendo en cuenta lo poco dado que era a recordar rostros femeninos, no le extrañó que ella sí le conociera. Notó que su tarjeta de identificación ponía Iris Collins (lo cual tampoco sirvió para refrescarle la memoria) y que su vientre estaba voluminoso. Con esa clase de volumen que no se arreglaba haciendo abdominales.

—Porque tú lo digas… —soltó Dakota y para entonces sus reflejos habían esquivado el avance de la enfermera a quien ya había sobrepasado.

—¡Oye, déjate de memeces! Si haces que venga el personal de seguridad, te echarán del hospital y no podrás volver a entrar. ¿Quieres eso? —Lo enfrentó—. Dí, ¿quieres eso?

Bastó que la enfermera lograra detener el loco avance del motero durante un instante para que quienes también intentaban detenerlo, al fin lo alcanzaran. De pronto, un grupo de batas médica los rodearon.

—Yo me ocupo —dijo Iris—. Lo conozco. Volved a lo vuestro que yo lo acompañaré a la sala de espera.

—¿Seguro que puedes con este individuo tú sola? —insistió uno de los médicos.

—Cierra el pico antes de que este individuo te lo cierre de una hostia —ladró Dakota.

—Sí, seguro —se apresuró a responder la mujer en su sexto mes de embarazo.

A continuación, tomó al motero del brazo y comenzó a tirar de él hacia la salida. Sin embargo, no consiguió avanzar más de un par de metros que Dakota volvió a detenerse. La enfermera se volvió a mirarlo con evidente malhumor.

—Primero, sácame la mano de encima —exigió el motero. La seriedad y firmeza de su mirada, una que ella recordaba a pesar de que hacía mucho de la última vez, le informó a la mujer que aquello no era negociable. La enfermera obedeció exagerando el gesto al retirar su mano. Él continuó—: Segundo, no voy a ir a ninguna parte hasta que sepa cómo está mi mujer. La trajo con hemorragia un taxista… no sé,  hará una hora… Se llama Theresa Gibb.

La enfermera no ocultó su asombro por la razón que lo había llevado hasta allí, lo que le granjeó una mirada que no requirió de más explicaciones. Extrajo el móvil del bolsillo de la bata.

—Dame diez minutos y voy a verte. Ahora vuelve a la sala o no podré evitar que te echen. Venga, hazme caso, Dakota —lo azuzó la treintañera al tiempo que lo empujaba suavemente hacia la salida.

El motero soltó un bufido. Un vistazo rápido alrededor le permitió comprobar que había varios mequetrefes con batas médicas pendientes de él, más que dispuestos a intervenir. Y no era que no quisiera vérselas con ellos. Estaba tan caliente, tenía tanta adrenalina circulando por sus venas, que solo conseguiría liberar dando trompazos hasta quedarse a gusto, que se sentía tentado de plantarles cara. Pero aunque ni él acababa de creerlo del todo, la necesidad -rayana en la desesperación- de ver a Tess, de saber que estaba bien, llevaba la voz cantante. Y cantaba tan alto que lo estaba volviendo loco.

Dakota giró la cabeza y miró a la enfermera directamente a los ojos.

—Diez minutos. —Y ni uno más.

La mujer, que ya estaba hablando con alguien por el móvil, asintió varias veces con la cabeza y se alejó de regreso a su box.

* * * * *

Dakota había regresado a la sala de espera porque no le quedaba más remedio, pero de sentarse a esperar como una mascota amaestrada a que se dignaran decirle si su mujer seguía vivita y coleando, ni hablar. Además, como no pensaba darles más de los diez minutos acordados, se quedó recostado contra la pared junto a la puerta por la que acababan de pedirle que se largara.

Exhaló un suspiro. Odiaba la espera, la frialdad con que te decían “espere en la sala” como si tal cosa. Como si estuvieras allí porque no tenías nada mejor que hacer. Tu vida estaba a punto de irse al carajo y para ellos era como si les hablaras del tiempo. Otro suspiro. Pues tenían diez minutos; después, serían noticia de portada. Ya estaba bien de tanta gilipollez.

Fue en aquel momento, después de echar un nuevo vistazo a la hora, que miró hacia la puerta doble de cristal que daba acceso a la sala de espera. Esta vez lo que salió de la boca del motero fue un bufido.

Morticia a la vista. Joder, lo que me faltaba.

Abby venía hablando por el móvil, pero sus ojos detectaron de inmediato a la figura esbelta, completamente vestida de negro, que estaba junto a la pared. Supo al instante que él ya la había visto a pesar de que ahora miraba a otra parte. Todo en él le resultó extrañamente familiar, incluida la evidente aversión que sentía hacia ella. Llevaba años viéndola, padeciéndola, y, sin embargo, solo ahora tomaba conciencia de que él siempre procedía por el estilo en su presencia. No la soportaba y no hacía el menor esfuerzo por disimularlo. Cómo había podido pasar tantos años creyendo que él solo jugaba al indiferente por hacerse desear, era algo que jamás entendería. 

—Vienen hacia aquí —anunció Abby a modo de saludo.

—¿Quiénes?

—Mi familia, ¿quién va a ser? ¿Cómo está Tess?

Pero Dakota, que seguía colgado de la primera frase y cuyas ganas de empezar a repartir hostias subían imparables, replicó:

—¡Pero… ¿qué coño…?! ¡¿Quién te manda a ti a meter las narices en esto?! ¡Lo último que necesito es que el Circo Baldini se plante aquí a montar su espectáculo!

Después del primer momento de sorpresa que la había dejado con el móvil en la mano, a pesar de que ya había acabado la conversación, Abby decidió ignorar sus lamentos y volver al tema que verdaderamente le interesaba.

—Pues lo siento, ese circo es su familia y sí, hoy toca función. Dime, ¿cómo está mi hermana? ¿Sabes algo?

Dakota recostó la nuca contra la pared, elevó la mirada al techo -o quizás fuera al cielo, pidiendo paciencia-, y se tomó su tiempo para responder.

Abby, que siguió el movimiento de su barbilla, no pudo evitar reparar en la sombra de barba que denotaba que aquel día no se había afeitado. Acostumbrada a la pulcritud de Brian, que siempre parecía recién salido de la barbería, la visión le resultó extraña. Desagradablemente extraña.

—Estos cabrones aún no me han dicho nada. El taxista que la trajo dijo que sangraba mucho y que fue ella la que pidió que la trajera al hospital. —Otro suspiro salió de la boca del motero, que pateó la pared con el talón de su bota de pura impotencia.

—¿Cómo que sangraba…? Brian me dijo que sufrió un desvanecimiento…

Ya. Dakota había elegido una versión light porque tampoco era plan de ir pregonándolo por ahí.

—Suele suceder cuando tienes hemorragia —apuntó el motero, ácido.

—¿Qué clase de hemorragia?

Dakota la miró cabreado, ardiendo de ganas de mandarla a la mierda. Notó que su rostro había palidecido de tal manera que parecía un cadáver. El mote por el que siempre la llamaba, le pareció más a cuento que nunca. Aún así, no tuvo piedad.

—Oye, ¿te estás quedando conmigo o qué?

Abby contuvo el aliento cuando comprendió que no había ningún malentendido y unas intensas ganas de llorar se adueñaron de ella.

—¿Ha tenido un aborto? —Lo dijo en voz baja, como si fuera un secreto. Como si no quisiera creer del todo que había sucedido.

Dakota se quedó en blanco. Durante un momento, aquella palabra totalmente inesperada resonó en su cerebro como un eco. Al siguiente, su cabeza se llenó de preguntas, a cuál más dura, a cuál más increíble.

—Ajjj, joder… Olvídame, ¿quieres? —explotó el motero. Y fue él quien se alejó de Abby, poniendo un abrupto final a la conversación.

Y mientras renegaba con la máquina expendedora de la sala de espera que le había servido una botella de agua, pero se había quedado con el cambio, se dijo que lo que decía la fabulera de Morticia no podía ser cierto. Porque si Tess estuviera embarazada se lo habría dicho.

Y se negó a considerar siquiera el porqué de que Abby llamara “aborto” a lo que él se había referido como “hemorragia”.

* * * * *

En el Bar The MidWay…

—Joder, menos mal que ya has llegado —dijo Cheryl, la nueva camarera, al ver a Dylan pasando al otro lado de la barra.

Después de eso y durante un buen rato, los dos únicos camareros que aquella tarde se las arreglaban como podían para atender el bar, no volvieron a cruzar una palabra.

Tanta afluencia de moteros era normal. A pesar de sus problemas de personal que, por motivos ajenos a la dirección del bar, no lograban acabar de resolver, el MidWay era el punto de reunión favorito de la ciudad, no solo para moteros de Harley Davidson. Hoy, sin embargo, se notaba cierta tensión en el ambiente generalmente distendido del local, debido a que la noticia de la hospitalización de la “chica” de Dakota había corrido de boca en boca desde que el taxista que la había llevado allí llamara al teléfono del bar para avisar. La falta de detalles acerca de lo sucedido añadía preocupación y generaba preguntas y especulaciones que solo contribuían a calentarle la sangre al irlandés, quien no tardó en poner las cosas en su sitio. Como era de esperar, lo hizo al mejor estilo Dylan Mitchell.

 —A ver, colegas, esto parece un puto velatorio. Aquí se viene a beber y a pasarlo bien. ¡Dejad de ser pájaros de mal agüero y bebed, joder!

Cheryl sonrió al ver la cara con que el presidente de los MidWay Riders miraba a Dylan. Era una expresión molesta, desafiante, que ya había visto otras veces en el mismo motero y destinada al mismo individuo. El poco tiempo que hacía que trabajaba en el bar le había bastado para comprobar que las malas pulgas de Dylan no siempre eran bien toleradas por sus colegas, pero estaba bastante segura de que entre esos dos había algo más, y como sabía que lo que Conor empezaba por malas miradas solía continuar con palabras, esperó su reacción que no tardó en llegar.

—A ver si te enteras de que no todos somos como tú, que vas siempre a tu bola y lo demás te la suda. —Dylan se volvió a mirarlo, pero no dijo ni mu—. Varios de los que estamos aquí somos amigos de Dakota desde hace años y sí, nos preocupa, tío. 

Dylan frunció el ceño. Permaneció en silencio, mirando a Conor, mientras valoraba lo que acababa de oír.

¿”Amigos”, había dicho? Pues a él, que iba siempre a su bola y lo demás se la sudaba, le habían bastado dos días para saber que de la interminable lista de contactos de Dakota, solo uno ostentaba el rango de “amigo”. Y no llevaba rastas de colorines en el pelo. Por no mencionar que llorar más fuerte, en este planeta y en cualquier otro del sistema solar, no era equivalente a sentir más pena. Vamos, que podía seguir igual de “preocupado” mientras se bebía una cerveza y conversaba con los colegas, en vez de joderle el buen rollo a todo el mundo con sus gilipolleces de adolescente.

Valorado el comentario de Conor, Dylan, al fin, abrió la boca.

—A ver si te cierro el grifo y te pasas el resto de la tarde a Coca-Cola, chaval.

Conor ya había saltado de su taburete e iniciado una contraofensiva con la frase “a ver si”, cuando Cheryl soltó la pinta que estaba sirviendo sobre la barra e intervino.

—Eh, eh, eh… Tranquilos, guapos, que ya bastante jaleo hay. —Aunque se había situado en medio, apartando a Dylan del borde de la barra, quien le preocupaba de verdad era Conor. El motero se le había ido al humo y todo su lenguaje corporal daba a entender que estaba más que dispuesto a empezar a repartir puñetazos a la voz de ya.

—Venga, tío  —intervino Ike, el tesorero del club de moteros—. Pasa de Dylan. Venga —le pasó un brazo alrededor del hombro—, que a esta invito yo. ¿Nos pones una pinta, preciosa? Y a ese también —añadió, señalando al irlandés con una rápida mirada—. Así mientras bebe, no da el coñazo.

—Soy multitareas. Puedo beber y darte el coñazo sin ningún problema —aclaró Dylan—, pero gracias, acepto tu invitación.

El teléfono del bar empezó a sonar justo cuando Cheryl se sintió obligada a rebatir aquel alarde totalmente descarado viniendo de un hombre.

—¿Multi qué? Más quisieras, bonito…

Mientras Dylan se estiraba a coger el teléfono y antes de que abriera la boca para responder, ya habían empezado las bromas. 

En su suprema inteligencia, Conor había tenido la buena idea de intentar explicarle a una mujer que el cerebro femenino no era el único capaz de manejar varias actividades simultáneamente, y el debate estaba servido.

Todavía riendo, el irlandés atendió la llamada.

¿Es el MidWay? —escuchó que decía una voz que lo tomó por sorpresa.

—Así es. Y yo juraría que tú eres Andy —replicó el irlandés.

Fue decirlo y ver cómo Conor dejaba a Cheryl debatiendo sola, se instalaba en el taburete que había justo frente a él y le preguntaba “¿es Andy?”.

Dylan regresó a su conversación sin decir ni sí ni no.

¿Y por qué no dices el nombre del bar cuando atiendes? Como te oigan los jefes tienes la charla asegurada. Por cierto, ¿qué haces tú allí? Te hacía en la Costa Azul —dijo Andy. 

El tono de su voz, aunque algo apagado, era amable. Dylan pensó que probablemente estuviera sonriendo y eso le gustó. Quizás, las cosas estuvieran mejorando.

—Vale que les sirva cerveza gratis, pero paso de hacer de telefonista. —La escuchó reír y eso lo animó aún más—. ¿Y tú qué tal? ¿Cómo está tu madre?

Ahí va, peleando por salir adelante…

—¿Pero está mejor? —Intentaba aclarar la primera respuesta de Andy, que no le había sonado nada esperanzadora, pero entonces la oyó suspirar y lamentó haber insistido. Evidentemente, ni las cosas estaban tan bien como él esperaba ni a ella le apetecía hablar de eso. Decidió cambiar de tema —. Oye, todavía no me he ido. Estaré en Londres unos días más, así que si necesitas cualquier cosa, ya sabes…

A mil quinientos kilómetros de donde se hallaba el irlandés, Andy asintió con la cabeza varias veces, agradecida de poder contar con él. Agradecida de no tener que darle razones, de que no fuera necesario explicarle nada. De que una vez más, él volviera a ponerle las cosas fáciles, de que le permitiera la rara concesión de elegir qué decir y qué callar.

Mi madre está estable dentro de lo delicado de su situación. Los médicos creen que saldrá de esta, pero tomará tiempo.

—Ya.

Hubo un momento de silencio. Dylan no formuló ninguna otra pregunta, de modo que ella continuó.

Por eso llamaba. Para hablar con mis jefes. Tengo para un mes aquí, mínimo…

Un mes, pensó el irlandés, eso era muchísimo tiempo.

—Bueno, míralo por el lado bueno; tu bronceado va a hacer furor. Cuando vuelvas, los tíos se van a pegar por verte la marca del bañador.

Fue entonces, cuando ya lo había dicho, que se percató de la mirada asesina del motero de las rastas. Mirada que volvió a ignorar tan pronto oyó que Andy reía. No era igual que su risa habitual, esta sonaba mucho más apagada y le hizo caer en la cuenta de que, quizás, la muchacha llevara días casi sin dormir, aparte de mucha preocupación a cuestas.

Que yo sepa no hay tantos tíos que se pirren por las marcas de mi bañador… Aparte de ti —concedió ella sonriendo—. Serán rarezas de informático, imagino.

En absoluto. Sin ir más lejos, tenía frente a él a un motero con rastas que mataría por ver esas marcas, y dado que también sabía que era perfectamente capaz de montar una escena si se enteraba de que él ya las había visto, decidió no seguir con aquel tema.

—Pues justamente aquí tengo a un tipo suplicándome que le pase el teléfono para poder hablar contigo. Te doy una pista: tiene un peinado fashion-fashion —miró a Conor que en un milisegundo había pasado de querer comérselo con guarnición de patatas, como si fuera un chuletón, a comérselo a besos de agradecimiento.

Andy no respondió enseguida. En medio del cóctel de emociones que sentía desde que su tío Pau la había despertado de madrugada hacía cuatro días, de la falta de sueño, de la incertidumbre… A pesar de todo eso, no era una zombi. Su corazón había palpitado cuando oyó el nombre de Conor y las mariposas habían vuelto a revolotear en su estómago al saber que él estaba allí, pidiendo hablar con ella. Todo lo cual, para variar, no tenía el menor sentido. Sin embargo, suponía un alivio que las mariposas hubieran regresado; una emoción positiva después de días de niebla espesa.

Me va a salir carísimo… Mejor dile que en otra ocasión y pásame con Dakota.

—No está, pero tranquila, que le digo que has llamado.

Qué raro. ¿Anda todo bien por ahí?

—Claro. Tuvo que salir un rato.

Vale… Intentaré volver a llamar, pero, por las dudas, toma nota de un teléfono. Mi móvil no está operativo aquí, ya te daré el nuevo cuando lo tenga, así que si queréis localizarme o dejarme un recado… ¿Apuntas?

Por eso no había podido dar con ella, pensó el irlandés.

—Sí, dime.

La camarera le dictó un número de siete cifras al que había que anteceder el código del país y el prefijo 93, correspondiente a Barcelona, que el irlandés, acostumbrado a manejar largas hileras de códigos, memorizó en vez de apuntar.

—Perfecto, guapa. Se lo diré a Dakota. —Se volvió de espaldas al motero y añadió en voz baja—: Habla con Conor aunque sea medio minuto. Sé que quieres y si no lo haces, me dará la brasa toda la puta noche y hasta que alguien me releve en la barra, no tendré más narices que aguantarlo…

Dylan sonrió al oír el suspiro derrotado de Andy, se giró hacia Conor.

—Tu turno, chaval. No te enrolles que estas llamadas son caras —dijo apuntándolo con el auricular.

Conor prácticamente se abalanzó por encima de la barra, súper emocionado. Dylan retiró de su alcance el auricular un instante y tras taparlo con su mano libre, advirtió:

—No le digas nada de lo que le pasó a Tess. Y no la cagues, ¿vale?

Conor asintió repetidas veces con la cabeza. Dylan le entregó el aparato y se fue al despacho de los jefes. Allí grabó el número que le había dado Andy en la memoria de su móvil y dejó una nota con su recado sobre la mesa. Luego, regresó a la barra y continuó atendiendo clientes.

De tanto en tanto, controlaba de un vistazo rápido a Conor y aunque la conversación no duró mucho, tuvo la impresión de que las cosas habían ido bien. No tenía dudas de que el interés era mutuo. El problema era la propensión del moteros de las rastas a meter la pata hasta el fondo que, personalmente, le parecía digna de Record Guiness.

Por lo visto, pensó al verlo lucir una sonrisa Kolynos, le había hecho caso y hoy, al menos hoy, no la había cagado.

* * * * *

En cuanto vio que la enfermera asomaba la cabeza por la puerta de la sala de espera, Dakota arrojó la botella de agua a la papelera y fue a su encuentro. 

—¿Cómo está?

La mujer se asomó un poco más, pero mantuvo la puerta abierta con su cuerpo. No debía estar allí y quería resolver el asunto lo antes posible. Antes de que le llamaran la atención.

—De momento, la hemorragia está controlada. La está atendiendo el Dr. Müller. Por lo visto, llevaba un tiempo sintiéndose mal, con dolores y tensión en el abdomen. Esta mañana, en el trabajo, empezó a sangrar y pensó que era la regla. Pero como seguía sin encontrarse bien, decidió ir para casa. Lo demás, ya lo sabes. Ahora, vendrá el médico a hablar contigo. Yo tengo que volver al trabajo.

Abby, que había notado que Dakota ya no estaba refunfuñando con la máquina de bebidas donde estaba la última que lo había mirado, sino hablando con una enfermera, volvió a guardar su móvil y también fue al encuentro de la pareja. Llegó en el momento en el que Dakota tomaba la palabra.

—¿Pero por qué tuvo una hemorragia? La regla es la regla y una hemorragia es otra cosa.

—Acaba de hablar el Especialista en Ginecología —respondió la enfermera mirándolo de mala uva—. Pues no, la regla también puede ser hemorrágica, Dakota.  Normalmente no, pero suele presentarse así si hay problemas.

Abby reparó en el tono de confianza que había en aquella conversación, pero no fue hasta que la enfermera lo llamó por su mote que cayó en la cuenta de que se conocían. Daba el perfil de edad así que lo más probable fuera que en algún pasado no muy lejano, hubieran compartido más que cervezas.

—Perdón, soy la hermana de Tess. Estaba en tratamiento desde que regresó a Londres. Por irregularidad menstrual. —Abby ignoró los cuchillos que Dakota le estaba lanzando con la mirada. Ya los conocía de sobra, venía esquivándolos desde que había cumplido los quince—. ¿Está bien?

—Oye, vuelve a tu rincón, que aquí no se te ha perdido nada —escupió Dakota y acto seguido, tomó a la enfermera del codo y se alejó con ella hacia el interior del área de urgencias hospitalarias. Lo hizo a prisa porque sabía que la histérica de Morticia no se quedaría de brazos cruzados. Entonces, se inclinó un poco hacia la mujer y pronunció en voz alta la pregunta que tenía atravesada en mitad de la garganta desde que Abby había llegado.

—Oye, ¿fue la regla hemorrágica o como se llame… o fue un aborto? 

Iris Collins lo miró con picardía.

—Creí que habías dicho que ella es tu mujer. ¿No deberías saberlo en vez de preguntármelo a mí? 

La cara de pocos amigos de Dakota le recordó viejos tiempos, confirmándole que el horno no estaba para bollos. Le palmeó el estómago en un intento de quitar importancia al tema. Era lo mejor hasta que hubiera un diagnóstico.

—Regla hemorrágica —respondió la enfermera.

Dakota asintió con la cabeza. Aunque, bien visto, no sabía por qué había hecho tal cosa. Que Tess tuviera problemas con la regla era una mierda. 

Y que no estuviera embarazada también.

Pero Abby ya estaba allí, con todo ese genio heredado de la loca de su madre, poniéndolo verde por “hablarle así”. Y él que nunca había tolerado su presencia, pasó junto a ella como si de un poste se tratara y regresó a la sala de espera.

“Que no le hablara así”. ¿Y cómo quería que le hablara? Era una egoísta metomentodo que le había hecho la vida imposible y en un ataque de celos totalmente injustificados había llegado a tratar de “zorra” a su propia hermana, esa por la que ahora estaba taaan preocupada. 

Ya podía empezar a dar gracias de que la cosa se hubiera quedado solo en palabras.

* * * * *

El médico a cargo de Tess apareció unos pocos minutos más tarde y con él llegó el diagnóstico; un mioma -que explicó que era un tumor benigno que crecía en el tejido muscular del útero- de casi siete centímetros de diámetro era el causante de los dolores y las hemorragias. 

—¿Siete centímetros? —preguntó Abby angustiada—. Eso es mucho, ¿no?

Dakota soltó un bufido. Estaba de los nervios, preocupado y asustado por lo que le fuera a suceder a Tess y tenía a la tonta del pueblo preguntando gilipolleces como la adolescente histérica que era. Joder, que ganas de estrangularla.

—¿Y a ti qué te parece? Es como tener una bola de billar en la tripa. Claro que es mucho —volvió a mirar al médico—. ¿Qué va a pasar? ¿Es operable?

—Bueno, lo ideal sería no tener que llegar a la cirugía, pero el crecimiento ha sido muy rápido. Le pondremos un tratamiento de tres meses y veremos qué tal responde.

—Pero ¿es operable? —insistió Dakota. Vio por el rabillo del ojo que Abby estaba pañuelo de papel en mano, secándose las lágrimas, y maldijo para sus adentros. Era cuestión de segundos que montara un drama al mejor estilo Baldini.

—Suelen serlo —respondió el facultativo con cautela, lo que a Dakota le pareció demasiada cautela—. La cuestión es que cuando crecen tan rápido y alcanzan estos tamaños provocan dolor, hemorragias importantes y un deterioro general de la salud. Y también suelen reproducirse igual de rápido. Habrá que ver cómo responde su esposa al tratamiento.

—¿Ella lo sabe? —le preguntó sin medias tintas y cuando lo vio asentir añadió—: Vale. Quiero verla. ¿Dónde está?

—Venga conmigo, yo le acompaño —respondió el médico.

Dakota se puso en marcha y al notar movimientos sospechosos a su izquierda, volvió la cabeza. Una mirada fue suficiente para comunicarle a su cuñada que no se le pasara por la imaginación la peregrina idea de hacer algo distinto que quedarse allí, exactamente donde estaba.

Abby, verde de rabia, no se quedó en miradas.

—Imbécil —le dijo a la espalda que se alejaba sin prestarle la menor atención—. No me explico cómo Tess te aguanta…

Fue lo que Abby dijo, pero no lo que pensaba. En realidad, lo que no conseguía explicarse era cómo se había pasado media vida enamorada de un individuo como aquel.

Dakota no se dio por aludido porque su mente deambulaba por parajes oscuros, entre siluetas amenazadoras invocadas por el pánico que le provocaba saber que Tess no estaba bien. 

Un solo pensamiento resonaba en su interior, como una ominosa advertencia: “Agárrate bien fuerte, tío. Que vienen curvas”.

* * * * *

Pero del hombre pálido, evidentemente preocupado, que había recorrido el pasillo junto al médico, al que entró en el box donde se hallaba Tess, había un mundo de diferencia. Tanto que el médico lo miró con interés.

Dakota entró con su larga cabellera rubia y su uniforme de motero, todo seguridad en sí mismo, al tiempo que sorteaba enfermeras. Se dirigió hacia Tess, se las arregló para estrujarla entre sus brazos igual que hacía siempre, y le plantó tal beso en la boca que provocó comentarios entre los allí presentes. Y cuando al fin se dispuso a hablar, todo lo que dijo fue:

—¿Ves por qué quiero ir a buscarte al trabajo? Porque cada vez que te dejo sola hay una hecatombe: o te presentas en casa cuando una pirada me está tocando el culo o se te da por desmayarte en un taxi.

 Sintió que las risas arreciaron a su espalda, pero apenas consiguió que Tess esbozara una ligera sonrisa. Sus ojos enamorados, en cambio, no se apartaron de él en ningún momento, ofreciéndole el estímulo necesario para añadir:

—Tu mundo no funciona sin mí, bollito. Me necesitas, ¿lo ves? 

—Sí, lo veo… —respondió la enferma con tono de agotamiento mientras corregía su postura en la cama—. Te necesito para desmayarme a gusto.

Dakota le acomodó la almohada detrás de la cabeza y aprovechó la cercanía para robarle otro beso.

—Qué va. “Me necesitas para desmayarte de gusto” sería lo más correcto en este caso —apuntó, imitándola con descaro y un montón de ternura.

La regañina no tardó en llegar. 

—Scott…

Fue tan solo un murmullo que a Dakota le devolvió el alma al cuerpo porque vino acompañado de una sonrisa incómoda y unas mejillas coloreadas. Muy levemente, pero sí, Tess se había ruborizado.

Volvió a estrujarla entre sus brazos.

—Ese soy yo —le dijo al oído, y volvió besarla. 

Tess se removió en la cama, evidentemente incómoda,  dolorida, y el médico juzgó oportuno intervenir.

—Será mejor que la dejemos descansar un rato.

Las enfermeras no miraron al médico con simpatía. Y Dakota ni lo miró ni le hizo el menor caso. Al contrario.

—¿Tienes hambre, sed…? ¿Qué puedo hacer por ti, preciosa?

Tess lo miró largamente. Sabía que él tenía que haber hablado con el médico, que conocía el diagnóstico y, por tanto, lo que les esperaba a los dos. Y allí estaba; firme,  sereno y solícito. A su lado, apoyándola. Exactamente igual que había hecho desde el principio.

—Abrázame, solo eso —respondió con dulzura.

Y antes de que acababa de decirlo, su deseo ya estaba cumplido.

* * * * *

En la sala de espera el ambiente se había ido enrareciendo con cada nuevo familiar que llegaba. Abby no tenía más datos que ofrecer que lo poco que había oído decir al médico y la palabra “hemorragia” era por sí misma lo bastante alarmante aunque fuera acompañada de una explicación. Mucho más en este caso, que las explicaciones brillaban por su ausencia. Había mucha tensión que en parte estaba provocada por la preocupación por el estado de Tess, y en parte por la guerra silenciosa que las consuegras continuaban manteniendo entre sí desde la primavera, cuando sus hijos los habían reunido para comunicarles que habían decidido dar un paso adelante en su relación e irse a vivir juntos. Algo que a todas luces era una noticia feliz, había acabado convertido en un combate de gallos de pelea, de dos gallos concretamente; Amelia Gibb y Rosalyn Taylor. 

Desde entonces, iba ya para cuatro meses, el trato con sus respectivos hijos se había tensado al extremo. A pesar de los esfuerzos de Amelia y sus hermanas por que las cosas volvieran a su cauce con Tess, la relación había cambiado. La editora participaba en las reuniones familiares, ayudaba en la cocina, seguía haciendo gala del saber estar que la caracterizaba, pero rechazaba sin ambages cualquier intromisión en su vida personal, por sutil o nimia que pudiera parecer. Dakota, como siempre mucho más directo, se había limitado a exigirle a su madre que nunca volviera a hablar de Tess (mucho menos con Tess), ni a mencionarla siquiera, y se había ocupado personalmente de impedir que volviera a acercarse a ella. 

Ahora, las circunstancias habían vuelto a reunirlos a todos en un mismo lugar y había tantos frentes abiertos, que era prácticamente imposible evitar que alguno acabara provocando un desastre. Lo peor para Abby era que su propio enfado ante la intransigencia moralista de su madre y los prejuicios estúpidos de Rosalyn Taylor, no hacía sino ponerle las cosas cada vez más difíciles. 

En aquel momento vio que ella se dirigía hacia el mostrador de información con su talante beligerante. Su tía Stella, cómo no, demoró dos segundos y medio en unirse a ella. Y por eso de que no hay dos sin tres, allá que fue la madre de Dakota. 

Tras un intercambio de miradas con su padre, Abby decidió unirse a la comitiva. Cuando llegó al mostrador, la enfermera le explicaba que estaban atendiendo a la paciente, que el familiar a cargo estaba al tanto de todo y que ella no estaba autorizada a facilitar más información. La mujer, que debía rondar los cincuenta, no era un dechado de amabilidad, pero estaba respondiendo con corrección. Pronto, le quedó claro que su madre no opinaba igual.

—¿Qué familiar al cargo? ¡Yo soy su madre!

La mujer verificó la información en su pantalla de ordenador y volvió a mirar a Amelia Gibb por encima de sus gafas de montura transparente.

—Hemos informado a su marido, el señor Taylor.

El rostro de Amelia Gibb pasó por los colores del arco iris y todas sus posibles combinaciones en una fracción de segundo, la que tardó en decir:

—¿Su marido? ¡Más quisiera! Es su novio, señorita, por llamarlo de alguna manera. No es su marido. No hay ningún documento legal ni de ningún otro tipo que lo acredite. Yo, en cambio, soy su madre. ¿Ve lo que le digo?

Para consternación de Abby, Amelia depositó con fuerza su enorme bolso sobre el mostrador y empezó a sacar cosas; fotos de Tess y documentos que apilaba frente a la enfermera. También sacaba todo aquello que estorbaba su búsqueda, que pronto empezó a poblar el impoluto mostrador de formica blanca, amenazando con convertirlo en un mercadillo.

—Le creo, señora, pero no puedo hacer nada más. Por favor, guarde sus cosas y apártese para que pueda seguir atendiendo. Hay gente esperando.

Pero Abby no fue la única consternada, y mientras Stella tomaba el relevo y se ponía a bombardear a preguntas a la enfermera, con su estilo “venga, mujer, ¿no ve que está preocupada? Dígale algo aunque sea para que la deje en paz”,  Rosalyn dio rienda suelta a su lengua viperina.

—“Más quisiera”, su hija. Es la que va camino de los cuarenta y sigue soltera. Mi hijo, lo dudo mucho.

Amelia se dio la vuelta a mirar a su vecina.

—Pues no sé por qué lo duda. Y mire que a nadie le pesa tanto como a mí tener que admitirlo, pero… Vendió su adorada Princesa para poder viajar a Estados Unidos a ver a mi hija, y ha pasado de ser un borrachín que vivía a costa de sus padres, a tener su propio negocio ¡y ahora trabaja! ¡Dakota trabaja! ¡Demos gracias al Señor! Si eso no es hacer mérito por una mujer, que baje Dios y lo vea—exclamó con todo su histrionismo, haciendo que a Rosalyn le subiera la tensión arterial y a la enfermera se le dibujara una sonrisa en el rostro que inteligentemente intentó disimular poniéndose a recoger los objetos que inundaban su zona de trabajo—. Y por mal que le pese a usted y peor que me pese a mí, esa mujer es mi hija. Ahí queda eso. 

—Tuvo una adolescencia difícil —espetó la madre de Dakota—, pero como usted misma admite, ha cambiado. Nada puede cambiar la situación de su hija, señora. Los años no perdonan a una mujer y esa hemorragia tan misteriosa, a su edad, solamente puede significar dos cosas y ninguna de las dos es buena.

Ya habían empezado a alzar la voz y pronto llegarían los insultos. Abby vio que su padre y Douglas Taylor abandonaban la sala. Era evidente que preferían salir, a quedarse e intervenir y que las cosas se salieran de madre. Tía Fina estaba junto a su marido y el marido de su hermana Stella. Los tres tenían cara de “a esas señoras no las conocemos”. Así que solo quedaba ella. Abby se deshizo de su consternación y pasó a la acción, apartando con energía al grupo de cotorras del mostrador al tiempo que daba rienda suelta a su propio enfado.

—¡Ya basta, ya está bien, ¿me oyen?! Siéntense y cálmense. —Silenció con el gesto de un dedo el intento de Rosalyn, pero no lo consiguió con su propia madre que la enfrentó sin ambages.

—También soy tu madre, así que ten mucho cuidado con lo que dices y con cómo lo dices, niña. Que también tengo leña guardada para ti. 

Y tanto que sí, pensó Abby indignada. Las cosas entre las dos seguían muy tirantes desde que ella tuviera la, por lo visto, temeraria idea de casarse con Brian sin pedirle permiso. 

—Tú tienes leña para todo el mundo, mamá. Pero este no es el momento de pensar en ti —miró a Rosalyn—. Y también va por usted, señora Taylor. Tess acaba el día en las urgencias de un hospital y ustedes no hacen más que avergonzarnos a todos con rencillas personales que a nadie le importan… Parecen niñas peleándose en el parque por un juguete. Es vergonzoso. —Abby resopló de pura indignación—. Tess y Dakota se quieren. Van a seguir juntos, les guste o no. Acéptenlo de una vez y déjenlos vivir en paz. A todos, déjennos vivir en paz a todos. ¡Ya está bien!

Stella fue la única que se acercó a Abby y le frotó el brazo cariñosamente. Amelia y Rosalyn se limitaron a mirar para otro lado.

En aquel momento, sonó el móvil y Abby atendió sin perder de vista a los dos gallos de pelea.

—Sí…

Eh, que soy yo, tu príncipe azul. No sé si preguntarte cómo estás… —dijo Evel cuando aquel monosílabo le dio de lleno en la cabeza como si se le hubiera caído una losa encima.

Abby sonrió al reconocer su voz. 

—Perdona, Brian. Gracias por llamar. Eres justo lo que me recomendó el médico —le dijo con dulzura.

Porque flirteos de enamorados aparte, lo era. 

* * * * *

A Tess ya le habían dado el alta cuando Dakota regresó con una muda de ropa limpia. Le habían dado permiso para ir a casa, no así para reincorporarse al trabajo y, a pesar de sus ruegos, el médico se había mantenido firme: una semana de reposo y después una nueva consulta con él, quien gustosamente le permitiría regresar a la vida laboral si la encontraba en condiciones de hacerlo. Además, para asegurarse de que sus instrucciones se cumplían, había pedido que le avisaran en cuanto su marido hubiera regresado para poder decírselo personalmente.

—Ya lo has oído, bollito —le dijo Dakota al tiempo que empujaba la silla de ruedas hacia la salida—. Esta semana te tengo toda para mí.

Lo que tendría iba a ser lo que quedaba de ella, que no era mucho ni demasiado bueno, pensó Tess. En cambio, insistió sobre la idea de que, al menos, la dejaran marcharse por su propio pie.

—No estoy tan mal, Scott. Te aseguro que puedo caminar. 

Dakota se detuvo, activó el freno de la silla y se agachó frente a ella.

—Me encanta darte el gusto y lo sabes, pero esta vez yo tendré que morderme y tú tendrás que aguantarte. Porque no estás bien, Tess —ella apartó la vista y él empujó su barbilla con la mano, buscando nuevamente el contacto visual—. Vamos a hacer lo que ha dicho el médico. Y entonces, cuando te hayas recuperado… Volveré a perder el culo por darte tooodos los gustos —sentenció con una sonrisa. 

Tess respiró hondo. Se sentía agotada y no era debido a la pérdida de sangre. Llevaba meses agotada y aquel diagnóstico terrible había sido como la última andanada de mortero a un buque que se hunde inexorablemente. Sin embargo, sabía que aquel debía haber sido un día terrible para Scott, que tenía que estar muy preocupado. No había angustia peor que presenciar el dolor de un ser querido y saber que nada se puede hacer para aliviar su sufrimiento. Volvió a respirar hondo y se esforzó por sonreír.

—Llevaré la cuenta de los caprichos que me debas —le dijo con dulzura.

Él se inclinó a besarla y se tomó su tiempo para saborear aquella boca que siempre había encontrado sumamente tentadora. 

—Contaba con eso, nena.

Cuando al fin alcanzaron la salida, Dakota comprobó para su disgusto que todos estaban allí, esperándolos. Todos los Gibb, la mayoría de las Baldini y todos los Taylor. Como era de esperar, no tardaron en rodearlos y empezar a interesarse por el estado de Tess. El humor de Dakota se agrió en un segundo. Miró a ver si el taxi que había pedido le daba la excusa para quitarse del medio sin demoras, pero no tuvo tanta suerte. 

Tess procuraba atenderlos a todos con su amabilidad característica, pero a Dakota le resultaba tan evidente que no se encontraba bien, que no conseguía entender por qué ellos no se daban cuenta y la dejaba en paz de una vez. Se estaba conteniendo para no mandar a todo el mundo a su casita. 

Y siguió mordiéndose hasta que llegó la pregunta, esa que buscaba aclarar una respuesta anterior de Tess que había sido deliberadamente escueta. 

Esa que consiguió calentarle la sangre al motero y lo impulsó a intervenir.

—Ha tenido un mal mes y ya está. ¿A ustedes nunca les ha venido mal la regla? —les dijo a todas las mujeres de la familia, pero nadie tenía dudas de que se refería a la madre de Tess—. Seguro que sí, y seguro que lo último que hicieron fue publicarlo en los periódicos. 

—Tess no necesita de ningún intérprete, Dakota. Todos hablamos su lengua —espetó Amelia, dándose por aludida—. Y si se tratara solo de un mal mes, no habría acabado en Urgencias. Así que haz el favor de meterte en tus asuntos.

Son mis asuntos, señora. Y la conversación se acaba aquí.

—Mamá, estoy bien —intervino Tess, que lo último que deseaba era una discusión para acabar aquel día terrible—. Ya hablaremos, ahora quiero irme a casa. Lo entendéis, ¿verdad?

Richard se inclinó hacia su hija y depositó un beso sobre su frente.

—Por supuesto que sí. Llama para lo que necesites. Da igual la hora, da igual lo que sea, ¿de acuerdo, cariño? —Tess asintió y Richard miró a Dakota—. Llámame. Ya sabes que puedo quedarme con ella mientras estés en el bar, haceros la compra o lo que necesitéis…

Dakota asintió de buen grado.

—Sí, gracias, Richard. 

Abby, que había permanecido en un segundo plano hasta el momento, se acercó a su hermana. Dakota maldijo para sus adentros pero, para su sorpresa, la intervención de Abby fue muy diferente de lo que suponía.

—Te vas a poner bien —le dijo a Tess al tiempo que tomaba sus manos entre las suyas—. Pronto esto no será más que un mal recuerdo, ¿vale?

Inesperadamente, a Tess se le llenaron los ojos de lágrimas. Asintió y apartó la mirada un momento para poder recuperarse.

—Mañana, si quieres, paso a verte… —continuó Abby, haciendo como si no se hubiera dado cuenta de aquel gesto emotivo, tan inusual en alguien como su hermana.

Tess volvió a asentir.

—Claro, ven cuando quieras, Abby —se esforzó por esbozar una sonrisa que acabó en un gesto algo tristón—. El médico me ha mandado reposo y aquí, mi ángel custodio, se lo ha tomado al pie de la letra así que me encontrarás en casa.

Abby también sonrió. Le resultaba muy extraño pensar en Dakota con alas de ángel, pero era un alivio ver a Tess bromear.

—Hecho.

Él tampoco se imaginaba con alas de ángel, en todo caso con cuernos de demonio, y empezaba a tener unas irreprimibles ganas de salir corriendo de allí antes de que las dos hermanas dieran rienda suelta a su emoción e inundaran las instalaciones. Entonces, vio con alivio que el taxi acababa de llegar.

—Nos vamos —anunció empujando la silla hacia la rampa de salida—. ¡Id a casa en paz, hermanos!

Ir a la siguiente página

Report Page