Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 10

Página 14 de 35

10

El mismo revuelo de batas sanitarias, el mismo chillido de las alarmas acústicas que controlan las constantes de los pacientes, el mismo despliegue de maniobras precisas practicadas con asombrosa rapidez, la misma sensación de peligro inminente. Pau corría con sus largas zancadas hacia la habitación de la UCI de donde provenía el jaleo. En algún punto del pasillo, Roser se había unido a la carrera. Intentaba alcanzar a su hermano, pero Pau seguía corriendo como si no la hubiera oído. Intentaba entrar y alguien se lo impedía. Forcejeaban. Más gritos. Otro celador se unía al primero y entre los dos alejaban a Pau de la habitación. Él, que no dejaba de forcejear y gritar.

Era como un déjà vú.

Andy se detuvo a mitad de camino para recuperar el resuello. Se dobló hacia adelante y descansó las manos sobre los muslos. Sentía como si el corazón se le fuera a salir por la boca. El jet lag, la falta de descanso y alimentación adecuadas, la angustia… la pesadilla que llevaba viviendo en primera persona desde hacía cuatro días le estaban pasando factura. 

Después de salir del locutorio se había encontrado con su tío Pau y juntos se dirigían al hospital cuando llamó Roser. Sonia había tenido otra crisis. Los dos echaron a correr y había bastado un esprint de cien metros para dejarla sin aliento.

Se concedió unos instantes para recuperarse un poco y alzó la vista. Pau y Roser se abrazaban. Ella le hablaba, pero él continuaba con la vista fija en la puerta de la habitación que en aquel momento se abrió. Salió una enfermera, luego otra, y poco después el personal sanitario fue abandonando la habitación. Uno de ellos se acercó donde estaban sus tíos. Era el Dr. Gómez. Andy sintió que el corazón volvía a treparle hasta la raíz de la garganta. Se enderezó por puro instinto. Toda su atención se concentró en aquel individuo que hablaba con rostro grave. No podía escuchar lo que decía, pero no le hizo falta.

Sonia había muerto.

 Y su mundo, que llevaba meses agrietándose, empezó a derrumbarse.

Andy no supo cómo había llegado al baño. Tampoco cuándo tiempo llevaba allí, pateando las paredes cada vez que la inmensa frustración que sentía volvía a crecer, amenazando con convertirla en el Increíble Hulk9. Allí estaba la Increíble Andy, dando patadas y repitiendo como una autómata “¿Y ahora qué?”. No tenía la menor idea de qué hacer. Solo sabía que Sonia se había ido, que los había abandonado dejando atrás a un bebé recién nacido, que sería un golpe tremendo para Danny y otro aún mayor para su madre. 

Diosssss, su madre… ¿Cómo iba a decirle que su hija había muerto? 

Fue después de que el talón de su zapatilla volviera a impactar contra la pared, que oyó los golpes en la puerta, y un instante después, la voz preocupada de Roser que le decía:

Andy, nena,¿estás ahí? Abre, por favor…

Sí, estaba allí, en mitad del feroz terremoto que ya había causado una baja ente los suyos. 

Sí, estaba allí, muerta de miedo, deseando acurrucarse en un rincón y hacerse pequeñita… Y, al mismo tiempo, totalmente consciente de que no podía permitirse flaquear. No podía. 

No podía.

Se apartó de la pared y respiró profundamente. Se tomó unos instantes para tranquilizarse, para recuperar el control de sus emociones. Tenía que hacerlo. Por su madre, por su hermano, por la pequeña que se debatía aún en la UCI neonatal… Era imprescindible que lo hiciera.

—Ya salgo, tía —respondió al fin.

 Andy asintió varias veces con la cabeza. 

Fuera lo que fuera que les deparara el puñetero destino a ella y a su familia, allí la encontraría, en pie y dispuesta a plantarle cara. 

* * * * *

No era así como había imaginado aquel momento. Dentro de lo tristes que eran las circunstancias de Sonia, de la distancia que las separaba y complicaba los intentos de mantenerse en contacto, enterarse de su embarazo había sido una noticia dulce para Andy. Había crecido oyendo decir a su madre que un hijo era el mayor regalo que la vida podía hacerle a una mujer. Había crecido viéndola luchar por sacar adelante a los suyos con alegría, sin quejas. A pesar de que su vida sentimental había ido cuesta abajo, de que el hombre del que aún seguía enamorada, el padre de sus hijos, nunca había dado la talla, tenían una buena vida y una casa con calor de hogar. 

Así que sí, una vez digerido el mal trago del primer momento y recuperada la calma, Andy consiguió ver el lado positivo de las cosas, convencida de que aquel ser diminuto que crecía en el vientre de su hermana, le daría la fuerza necesaria para dejar atrás el pasado y salir adelante. Había llegado a acumular grandes expectativas en la pequeña que ahora yacía en su nido, cubierta de cables y sensores que la hacían parecer cualquier cosa menos un ser humano. Había imaginado el momento en el que por fin la vería, innumerables veces. En cómo sería, en a quién se parecería, en si sería niño o niña, ya que Sonia no había querido conocer el sexo del bebé antes de que naciera. Pero ninguna del millón de ensoñaciones que llevaba siete meses alimentando en su mente hiperactiva se parecía, remotamente, a lo que estaba sucediendo aquella tarde de principios de septiembre.

Andy no estaba sola en la UCI neonatal. Junto a ella se hallaban sus tíos, Pau y Roser, que permanecían tan silenciosos, envueltos en sus propios pensamientos, como ella. Los tres miraban a través de la vidriera, al cascarón de paredes transparentes donde yacía el pequeño cuerpecito de poco más de kilo y medio. No había sonrisas, ni lágrimas de emoción, ni comentarios. Ninguna de las reacciones habituales de un progenitor o un familiar frente a la visión más hermosa del mundo. 

Aquel no era un momento de embelesamiento ante el nuevo ser que había entrado en sus vidas; era un alto en el camino para reunir fuerzas, tomar decisiones y encarar la siguiente fase. Duro, incluso cruel, pero real.

Pau fue el primero en romper el silencio, algo que no sorprendió ni a Andy ni a Roser. Llevaba a la cabeza de los Estellés desde antes de que el patriarca le cediera el control legal de los mandos. Estaba acostumbrado a ser quien tomara la iniciativa.

—Es hora de que volváis a casa —dijo—. Anna va a necesitar cuidados, atenciones, el apoyo de su familia y en Londres no será posible.

Por volver a casa, quería decir Menorca y por su familia, se refería a los Estellés. Andy había escuchado esa canción infinidad de veces, se la sabía de memoria y hoy, precisamente, no le daban las fuerzas para discutir. Pero, por supuesto, no pensaba quedarse callada.

—Esa decisión no la puede tomar nadie, excepto mi madre. Está viva y es mucho más fuerte que tú y que todos los Estellés juntos. Así que no actúes como si ella no fuera capaz de decidir lo que quiere y comunicárnoslo. 

Después de escupir su ración de bilis sobre el nuevo mandamás de los Estellés, Andy volvió el rostro al frente, al nido de su pequeña sobrina. Fue entonces, cuando sintió la mano de Roser sobre su hombro.

—No te enfades, Andy. Sé que las cosas entre las familias no han sido fáciles, pero la intención es buena. Anna es nuestra hermana, no solo tu madre. Queremos ayudarte a cuidar de ella porque lo necesita, y tú lo sabes. 

—¿Eso también incluye a Francesc Estellés? Me sorprendería mucho. 

Andy lo dijo con rabia. Personalmente, el anciano le daba igual. Nunca había ejercido de abuelo, pero si su madre llevaba alejada de Menorca desde hacía más de veinticinco años era por él, porque él la había echado de su vida.

La voz de Pau sonó decidida.

—No te preocupes por él, Andy. Deja que yo me ocupe de mi padre. Anna tiene todo el derecho del mundo de volver a su tierra y estar junto a los suyos. Mucho más ahora que nos necesita, y no voy a permitir que nada ni nadie se interponga. 

Roser no hizo ningún comentario, pero miró a su hermano con recelo. Una mirada que Andy no vio y que Pau decidió ignorar igual que había hecho otras veces. Amaba a su padre, pero no lo tenía endiosado. Era un hombre orgulloso, a veces cruel, y tremendamente obstinado, que se había equivocado al renegar de su hija y había vuelto a equivocarse al permitir que su rencor durara tanto tiempo.

—Dejemos las viejas rencillas en el pasado, donde deben estar, y ocupémonos del presente —añadió Pau—. Hay que hablar con los médicos de Anna, a ver qué nos aconsejan en esta situación. 

—Tienes razón —concedió su hermana—. Esta noticia va ser un bombazo para ella… Empezaba a recuperarse y ahora esto…

—¿No decirle nada, eso proponéis? ¿Impedirle que vaya al entierro de su propia hija? —intervino Andy, alucinada—. Tiene que saberlo. Por supuesto que tiene que saberlo. Yo se lo diré.

Roser dio un paso al frente y para sorpresa de Andy, la rodeó con sus brazos. Aquella era una muestra de afecto que no recordaba haber recibido por su parte. 

—No, querida, se lo diré yo. Tú habla con Danny.

Pau exhaló un largo suspiro.

—Muy bien, pues —dijo, encabezando el camino de regreso a la dura realidad que les esperaba—. Yo me ocuparé del resto de la familia. Venga, pongámonos en marcha. 

Las dos mujeres lo siguieron en silencio.

* * * * *

Sábado 5 de septiembre de 2009.

Casa de Neus Estellés.

El Born, Barcelona.

Andy cerró la puerta de la habitación con cuidado de no hacer ruido y regresó al salón. Le había costado convencer a su madre de que se tomara la medicina y se acostara. Decía que había mucho por hacer, mucho por decidir, y que no era momento para “siestas”, y aunque razón no le faltaba, Andy no estaba dispuesta a tranzar en aquel asunto. Contraviniendo el consejo de los médicos, se había mantenido firme en la decisión de que su madre fuera informada de que su hija había muerto. También la había apoyado cuando los médicos se negaron a darle el alta y ella solicitó el alta voluntaria. Tenía muy claro que de haber estado en su lugar, habría hecho lo mismo, pero ahora tocaba dejarse cuidar y acabar de recuperarse. El funeral de su hija mayor era algo que no podía esperar y asistir era un derecho que nadie podía negarle a Anna, pero hasta ahí llegaban sus concesiones. Todo lo demás, fuera lo que fuera, tendría que esperar. Tendría que esperar a que su madre se recuperara.

Hacía un buen rato que habían regresado del funeral de Sonia al que había asistido amigos y toda la familia: Roser, Neus y sus tres hijos, Ciro, Sílvia y Quim, y, por supuesto, Pau. El patriarca no. Pero nadie contaba con él, así que no se le echó en falta.

Tina le regaló una sonrisa en cuanto Andy puso un pie en el salón, que ella devolvió. Era un auténtico consuelo tenerla a su lado en un momento tan duro y aquel gesto de ánimo en aquel preciso momento, también decía mucho de ella; había llegado de Londres el día anterior por la tarde, un viaje que las dos habían planeado para que Tina pudiera visitar a su amiga Sonia en el hospital, y acabó asistiendo a su funeral. Qué puta era la vida a veces.

En realidad, había habido más razones para aquel gesto compasivo de Tina. Más razones que tenían que ver con mirar para otro lado y no intervenir aunque se mordiera por dentro. Más razones que tenían que ver con el tío de Andy y sus ideas acerca de cómo debía comportarse un hombre, aunque en este caso dicho hombre fuera un chico de trece años que acababa de perder a su hermana. 

—¿Se ha dormido ya? —preguntó Roser mientras ayudaba a su hermana Neus a servir unos aperitivos que habían preparado rápidamente en la cocina.

—Sí, aunque no me extrañaría que en veinte minutos la volvamos a tener aquí. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja…

Andy se dejó caer en el sillón junto a su hermano y le palmeó la rodilla cariñosamente. Llevaba días llorando, sumido en un estado taciturno al que no parecía encontrarle salida. Podía entenderlo, perfectamente.

El joven la miró brevemente pero siguió a lo que estaba, jugueteando con el cable de su viejo reproductor de mp3 que ni siquiera había conectado.

—Tiene que descansar. Y a ti tampoco te vendría nada mal. Las ojeras te cruzan la cara, niña —intervino Pau, poniéndose de pie—. Y este chaval, debería venirse conmigo. Entretenerse, ver gente… Hacer algo le va a sentar mejor que quedarse aquí mirando las paredes.

“Y a todos nos vendría de miedo que cerraras la boca y dejaras que cada cual sobrelleve su pena como buenamente pueda”, pensó Tina, pero por respeto a Andy se tragó las ganas de decirlo. 

Ella, ajena a los pensamientos de su amiga, se inclinó buscando la mirada de su hermano pequeño.

—¿No te animas? Igual, con suerte, te lleva a dar una vuelta por el puerto deportivo y con mucha más suerte te da algún capricho… ¿Eh, Danny?

El joven soltó un bufido y se puso de pie.

—Me da igual, pero si es lo que quieres…

Andy se apresuró a tomarlo de la mano. Danny se volvió a mirarla con cara de pocos amigos.

—Lo que quiero es que cuando vuelvas me traigas un helado así de grande —abrió los brazos todo lo ancho que daban—. De nata y turrón, por favor. Pídele dinero al pesado de tu tío —dijo echándole una mirada de reojo a Pau que no pudo evitar sonreír ante las artimañas de su sobrina—. Y puestos a pedir, saluda a tu hermana antes de irte.

El joven miró la mejilla que ella le ofrecía y meneó la cabeza.

Al fin, acabó haciendo lo que le pedían.

Cuando tío y sobrino abandonaron la casa, Tina se levantó del sofá con movimientos haraganes, estirándose con pereza. 

—Con vuestro permiso, me voy a dar una ducha porque entre el jet lag y la humedad de esta ciudad, me quedo pegada en todos lados. Luego, si te apetece, vamos a dar un paseo —le dijo a su amiga y abandonó el salón. Conocía aquella casa perfectamente y no necesitaba que nadie le indicara el camino. Había estado allí muchas veces. 

Andy asintió. Sabía que necesitaba hablar, desahogarse, tanto como lo necesitaba ella. Había perdido una hermana, alguien a quien adoraba y consideraba una amiga además de una hermana, pero para Tina la pérdida también había sido grande: eran amigas desde la infancia. 

De hecho, Tina -y no ella- era la verdadera amiga de Sonia.

* * * * *

Andy le agradeció a Neus el café con hielo que le preparó y salió al balcón a tomar el aire. Era un día caluroso, con el porcentaje de humedad por las nubes, de modo que permanecer en aquel rincón de un edificio antiguo ubicado en el corazón del barrio del Born, no era la mejor manera de refrescarse, pero necesitaba estar sola un rato, fuera del campo visual de sus tías. En realidad, fuera del campo visual de todo el mundo. Un tiempo para tomar conciencia de su nueva realidad, una diferente de la realidad de hacía tan solo tres días, cuando Sonia aún estaba viva. Realidad que a su vez había ocupado el lugar de novedosa durante la friolera de otros tres días. No se tenía precisamente por una persona frágil o quejica, pero incluso para alguien nada dado a arrumbarse en un rincón a lamerse las heridas, le parecían demasiados cambios en tan poco tiempo. Demasiados, y demasiado drásticos.

“¿Y ahora qué?” era lo único que parecía mantenerse igual en su agitado panorama. Llevaba tres años preguntándoselo, concretamente desde que Sonia había tenido la buena idea de irse de vacaciones de verano a la Costa Brava. Y desde el domingo anterior, hacía exactamente seis días, había sido el pensamiento más recurrente. Las cosas no dejaban de empeorar. Era como si los Avery hubieran iniciado una endiablada caída al vacío. 

“¿Y ahora qué?”. 

La decisión la tenía su madre, pero de las alternativas que estaban sobre la mesa, ninguna era del agrado de Andy. Porque, sencillamente, volver a casa —a Inglaterra, a casa de los Avery— no era una de ellas. Fuera lo que fuera que hicieran, lo harían allí, en España. Puede que eso no significara empezar de nuevo para Anna Estellés, pero para sus hijos, que ni habían nacido allí ni sentían especial predilección por aquellas tierras ruidosas y calientes, sin duda, lo era. Para Anna puede que significara un regreso a sus raíces, a su familia; para sus hijos implicaba dejar amigos, estudio, trabajo, todo… Y  trasladarse a vivir entre extraños, a un país en el que eran extranjeros.

Andy soltó un suspiro y dio un buen sorbo a su café con hielo, procurando que aquel brebaje que le encantaba y al que se había aficionado en casa de su tía, disipara la súbita angustia que la envolvió. 

* * * * *

Pau salió a la calle para intentar por quinta vez en lo que iba de día hablar con su padre a solas. Dentro, en el Restaurante Montaner del que Ciro, el hijo mayor de Neus, era chef, Danny atendía las indicaciones de la encargada de la barra. Pau no tenía claro si su interés era por la clase intensiva de preparación de cócteles que le estaba dando o por ella, pero le valía cualquier alternativa. El chico llevaba año y medio dándole muchos problemas a su madre, problemas con los estudios, con las malas compañías y estaba bastante seguro que también con el alcohol. Parecía siempre ausente, inmerso en su propio universo exclusivo solo apto para adolescentes en plena edad del pavo, y la tragedia familiar que acababa de volver a sacudirlos no podía sino empeorar la situación. Cualquier cosa que lo sacara de aquel universo, aunque fuera de forma temporal, le valía. Sabía que la conversación que mantendría con su padre, suponiendo que él se dignara a ponerse al teléfono, no sería agradable y prefería no arriesgarse a que el chaval la oyera. Entendía el menorquín a la perfección aunque siempre se hubiera negado a hablarlo.

En esta ocasión había probado otra estrategia; llamar a su madre. Y como era de esperar, había funcionado. La mujer no había asistido al funeral de Sonia Avery por no contradecir públicamente a su marido, pero Pau sabía que ella no veía bien el largo distanciamiento entre padre e hija que ya duraba casi treinta años, mucho menos la ausencia del patriarca en un momento tan señalado.

Francesc Estellés se puso al teléfono sin dilación. Por la rapidez, Pau llegó a pensar que probablemente habría arrancado el móvil de manos de su mujer en uno de sus típicos arranques temperamentales.

—¡¿Es que no vas a dejarme tranquilo, Pau?! Sé por qué me llamas y no tengo ningún interés en hablar del tema. Por eso no te atiendo, porque cada vez que te pones como una gallina clueca con sus polluelos, dudo de si dejándote al cargo no he cometido el mayor error de toda mi existencia. Por el bien de todos, espero que no. Estoy muy bien como estoy, disfrutando de un retiro que me he ganado con creces, pero si tengo que volver a coger el timón porque mi único hijo varón se ha convertido en un blandengue más preocupado por contentar a sus hermanas que de dirigir los destinos de las empresas familiares, lo haré. No tengas la menor duda de que lo haré. Esto está pasando de castaño a oscuro, Pau.

—No, no voy a dejarte tranquilo —replicó tras oír la larga perorata—. Si quieres seguir viviendo en la inopia, allá tú, pero no será porque yo no lo intente.

—¿Intentar qué? ¿Matarme del aburrimiento metiendo tus narices en un tema en el que como mucho -como muchísimo- tienes voz, pero no voto? Es mi vida y es mi decisión, Pau. 

El treintañero ya no pudo reprimir su indignación.

—¡Es tu hija, tú eres su padre! ¿Cómo puedes reducirlo todo a una cuestión de decisiones? ¿Y cómo es posible que en treinta años nada haya conseguido modificar esa decisión, siquiera un ápice? Ni que se quedara sola en un país extraño, sacando adelante a sus hijos sin la ayuda de nadie. Ni que enfermara. Ni que su hija, tu nieta, haya muerto. Acaba de perder a una hija, no puedo ni imaginar siquiera el dolor por el que está pasando ¡¿y tú me hablas de decisiones, de pésimas decisiones, que tomaste hace años?! Padre, esto sí que es el mayor error de toda tu vida. Un error imperdonable.

—Estoy harto de este asunto. Muy harto. Así que si no hay nada más que quieras comentar, voy a colgar. 

—Sí hay algo más, padre. Mañana tendremos una reunión familiar y voy a proponerle a Anna que ella y mis sobrinos se trasladen a Menorca, a la casa familiar. 

—No harás tal cosa. Es mi casa, yo decido, no tú.

—Es nuestra casa, padre, nuestra tierra. Una de la que Anna nunca debió marchar. Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para evitar que regresen a Londres. 

Paaaaaau, no me desafíes, hijo. No se te ocurra desafiarme.

—No es ningún desafío. Sé que es un tema muy difícil para ti y siento llevarte la contraria, pero, honestamente, creo que es hora de que lo resuelvas. La vida es tan corta… No quiero que un día despiertes, comprendas que te has equivocado y te des cuenta de que ya no puedes resolverlo, de que ya es tarde. Me dolería en el alma saber que ha estado en mi mano ayudarte a solucionar las cosas con Anna, y que no lo he hecho. 

Pau permaneció en silencio esperando la bronca. Francesc no era de los que callaban. No era diplomático, ni comprensivo, ni tolerante. Hubo un bufido largo, tedioso, cargado de furia que bien podía suponer el inicio de una gran explosión.

Pero no fue así. No hubo más tras el bufido, excepto el tono de llamada cortada.

* * * * *

Andy se volvió al oír que se abría la puerta del balcón. Tina ya estaba allí con su largo cabello oscuro sujeto en una coleta y su equipo de deporte negro. También traía un café servido en un vaso, pero, en su caso, sin hielo.

—Tu madre sigue durmiendo —comentó. Y se situó al lado de Andy, inclinada sobre la barandilla en la que había apoyado los codos mientras daba pequeños sorbos a su bebida.

—Crucemos los dedos para que siga así hasta mañana por lo menos. La apoyé en lo de pedir el alta voluntaria, pero si te digo la verdad estoy muy preocupada… Esta semana ha sido…

Andy no completó la frase. En cambio, apuró los restos de su café. Todavía seguía viviendo como en una realidad paralela, mitad real, mitad ficción, y no estaba del todo segura de querer salir de ella. Siendo solo la mitad de real, ya le resultaba devastadora.

Para Tina también estaba siendo una semana dura. Por mucho que hubiera cambiado Sonia, siempre había confiado en que despertaría de la pesadilla y retomaría su vida, la verdadera, la que tenía antes de que unas vacaciones en la Costa Brava dieran al traste con todo.

Estaba convencida de que aquello era un paréntesis, que todo volvería a la normalidad más tarde o más temprano y, al igual que Andy, su embarazo le había parecido providencial; la razón y el estímulo para cambiar de vida. Ahora, todas las esperanzas se habían esfumado de un plumazo dejando en su lugar un vacío inmenso y un montón de interrogantes, y dado que lo más probable fuera que Anna decidiera permanecer en España, Tina no solo acababa de perder una amiga, sino dos.

—Pues a mí me preocupa más su hija, fíjate. 

Andy esbozó un sucedáneo de sonrisa que no habría siquiera entrado en competición, de existir un campeonato de sonrisas.

—Estoy bien…

—Yo te creo, tranquila —dijo gesticulando como si fuera algo obvio, que no podía pasar desapercibido a nadie. Sus grandes ojos negros, que junto al tono de su piel denotaban la ascendencia hindú de uno de sus progenitores -en este caso, su madre-, brillaron con ironía—. ¿Cómo no estar bien entre los Estellés?  Especialmente, si también contamos con la inestimable presencia del nuevo mandamás, siempre preparado para facilitarle la vida a todos diciéndoles lo que tienen que hacer… ¿Bromeas? ¡Esto es la bomba!

Andy no respondió. Tina no solía ser objetiva cuando se trataba de Pau; chocaban. Era sencillamente imposible que estuvieran en una misma habitación más de diez minutos y no se produjera un cortocircuito. Solo se veían en vacaciones, cuando las Avery viajaban a Barcelona y se llevaban a Tina, pero habían chocado desde el principio. Incluso de adolescente, la joven le plantaba cara al único hijo varón de Francesc Estellés. La propia Andy solía llevar bastante mal el talante autoritario de su tío, de modo que, estrictamente hablando, su amiga tenía razón. Sin embargo, en las presentes circunstancias, saber que Pau estaba al timón de las cosas le resultaba un alivio. 

—Y para que quede constancia de que no hace falta ser un mandamás para repartir órdenes —continuó Tina—, aquí va una: cámbiate, que tú y yo nos vamos al gimnasio. A las dos nos hace falta darle caña a un saco de boxeo. Y no te preocupes, que si es él el que acaba dándote caña a ti, recogeré tus restos y los traeré devuelta a casa. Venga, quiero ver movimiento, señorita…

Andy dejó caer la cabeza, derrotada. Lo necesitaba, era cierto, pero se sentía tan cansada, tan frustrada… Tan triste. Respiró hondo, deseando que la nueva carga de oxígeno en su torrente sanguíneo cumpliera su cometido, que hiciera efecto y encendiera los motores que la devolvían a la rutina. Una rutina en la que dar un paso o ponerse una máscara de pestañas no supusiera un esfuerzo monumental. Una rutina de la que su hermana siguiera formando parte, aunque viviera lejos, y su ausencia no doliera tanto.

Pero esa rutina ya no existía. 

Andy sacudió la cabeza.

—No puedo creer que se haya ido, Tina.

Su amiga le apretó la mano cariñosamente y las dos mujeres se fundieron en un abrazo. La tristeza podía palparse, pero no hubo una sola lágrima.

—Ni yo, cari —murmuró Tina. Ni yo.

Madre e hija durmieron toda la noche. Anna, gracias a la química; Andy, gracias a un entrenamiento de kickboxing que se prolongó por más de hora y media. 

Cuando despertaran, sería otro día; un día de decisiones trascendentales.

Ir a la siguiente página

Report Page