Lola

Lola


PRIMERA PARTE » 13

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Martes 15 de septiembre de 2009.

Piso de Dylan Mitchell.

Piccadilly Circus, Londres.

Cuando oyó que tocaban el timbre, Dylan se secó las manos y cerró la puerta del lavavajillas. Se estiró hasta la encimera donde había dejado su móvil y consultó la aplicación que controlaba el video portero. Escudriñó la pantalla para asegurarse de que sus ojos no lo estaban engañando. Y no, no le engañaban. No muy convencido de que fuera una buena idea, le permitió el acceso sin contestar al telefonillo y se dirigió a la puerta mientras se ponía una camiseta por el camino. 

Abrió la puerta del piso antes de que tocaran el timbre y permaneció en silencio, mirándola, sin decir nada.

Amy no escatimó en miradas -le dio un exhaustivo repaso-, ni en sonrisas.  

—¿Puedo pasar?

Dylan siguió tal que estaba, sin decir ni mu.

—Venga, no seas así. Me he enterado de que mañana te vas y he querido despedirte en condiciones. ¿Qué hay de malo? Lamento haberme perdido tu despedida, a Abby “se le pasó decírmelo” —le puso comillas a la frase—. Entre el amor que me la tiene con un cuarto de neurona útil y el asunto de su hermana, va por la vida en una nube.

En una nube de pedos, sí, pensó el irlandés. Por más que se hubiera casado con Evel, a él, personalmente, la menor de las hermanas Gibb le seguía pareciendo tan infumable como la rubia platino que tenía delante. Pero lo importante de su parrafada estaba al comienzo, justo en la parte de “desperdirte en condiciones”.

—Si mal no recuerdo, tú y yo nos despedimos hace tiempo. 

Amy sonrió al tiempo que meneaba la cabeza. Él había pasado olímpicamente de agradecerle siquiera la cerveza a la que lo había invitado aquel día en el bar. Y ahora, esto. Dylan podía ser tan duro de pelar cuando estaba enfadado, como pertinaz cuando estaba caliente. Y tanto lo uno como lo otro ejercía un extraño poder de seducción sobre ella. Aunque, claro estaba, lo prefería caliente a enfadado.

—Por eso me gustas, ¿ves? Porque eres un tipo difícil —dijo Amy, forzando un tono seductor en su voz, y no se quedó a esperar el permiso del irlandés. Lo esquivó con bastante habilidad y entró en el piso como Perico por su casa, contoneando las caderas.

Dylan volvió a cerrar la puerta de mala gana. Sus ojos ávidos aprovecharon para darle un buen repaso mientras la seguía hacia el interior. Amy siempre iba a la moda y muy ceñida. Y seguía recurriendo a la provocación para conseguir llevarse el gato al agua. Era marca de la casa. 

—¿Qué se te ofrece, Amy? Mañana madrugo y no estoy para memeces, así que ve al grano.

—Me han dicho que la despedida estuvo muy bien, que hasta los Rowley se presentaron en el MidWay… Está claro que la gente te quiere a pesar de todo… —se volvió a mirarlo con una sonrisa maliciosa, esperando picarlo, pero ni así lo consiguió.

Ella se dejó caer sobre el sofá, repantigándose a gusto, y permaneció mirando al irlandés que, en cambio, se recostó contra la pared frente a ella con su mirada desafiante, esperando a que ella se dignara a responder y así poder seguir con lo que estaba antes de que hiciera su aparición triunfal.

—No pensé que te fueras tan pronto… Lo último que sabía era que el asunto se había retrasado por no sé qué cosa de otro candidato que querían entrevistar… 

Así era. Algo bastante corriente en proyectos de esa envergadura en los que cada inversor quería "enchufar" a alguien de su siempre extensa lista de familiares/amigos y/o personas a las que le debía un favor. Pero, a último momento, su candidatura había recibido el apoyo inesperado de una parte de los nuevos inversores europeos y se había quedado con el proyecto. Todo lo cual no era de incumbencia de la rubia platino, en absoluto.

—¿Y…? —dijo el irlandés, animándola a continuar.

Preferentemente, a continuar camino hacia la puerta y largarse.

Amy ignoró el mensaje implícito en el único vocablo que Dylan pronunció.

—Me sorprendió, eso es todo. He estado bastante liada y me he enterado de casualidad. También ha habido cambios en mi vida, ¿sabes? —Evitó el contacto visual, segura de que él tendría una de aquellas miradas "made in Dylan", que expresaban a las mil maravillas cuánto le interesaba lo que oía; o sea, nada—. Me convertí en dama de honor/testigo de una boda secreta y desempleada en el mismo momento, pero bueno, lo que sea por mi mejor amiga… 

Ya. Algo había oído. En realidad, Dylan había oído demasiado para su gusto. Porque entre que Angela creía que había algo entre él y Amy, y que estaba tan feliz de la boda secreta de su nieto, de la que había sido organizadora en la sombra, no se había atrevido a interrumpirla. 

Al ver que Dylan no hacía ningún comentario, Amy continuó.

—La verdad es que me tenían muy harta en la empresa, así que he cambiado la moda joven por los tatuajes —lo miró satisfecha—. Trabajo para uno de los artistas de la tinta más famosos de Europa, B.B.Cox, seguro que lo conoces. Su asistente lo dejó porque se casaba y se iba a vivir a Escocia y cuando Abby me lo dijo me pareció una buena alternativa.

En efecto, lo conocía. Lo había visto en el taller de Evel, vestido de persona normal, y en la prensa, caracterizado de tatuador. El tipo era todo un figurín con la cara maquillada y sus trajes ultragóticos. Menudo personaje. Ahora que lo pensaba mejor, le parecían tal para cual.

—¿Qué tal está cuando se quita la pintura? —apuntó el irlandés con todo el doble sentido del mundo.

Amy sonrió divertida. Y aliviada. Dylan empezaba a ser Dylan, el de siempre. Lo cual quería decir que no todo estaba perdido. Aún había esperanza de que le permitiera quedarse con un último recuerdo suyo antes de marcharse. 

—No tengo ni idea —respondió risueña—. De momento, lo he visto poco y siempre como recién salido de la esteticién.

—Es cuestión de tiempo, supongo —añadió él sin cortarse, pero ella no se dio por aludida. No tenía ninguna clase de prejuicios, Dylan lo sabía y, en todo caso, no estaba allí aquella noche para hablar del tema, precisamente.

Entre risa y comentario, Amy se había puesto de pie y ahora estaba frente a Dylan, a poca distancia. 

—No creas… Él va mucho a lo suyo. Con alguien saldrá, eso seguro. Un tipo soltero y con tanta pasta… Aunque sea un excéntrico, seguro que tiene a una mujer ejerciendo de novia en alguna parte, pero hasta el momento es una incógnita. Y yo… Los artistas no son lo mío. Prefiero a los informáticos.

Y a la última frase había seguido su mano, acariciando suavemente el estómago masculino. 

—¿Ah, sí? —dijo él. Pues fíjate qué bien. En vez de helado de chocolate, el postre sería un buen polvo. 

La caricia descendió sobre el vientre, rozó de forma casi imperceptible la entrepierna de Dylan y acabó el recorrido en su mano, que tomó y de la que empezó a tirar muy suavemente.

—Totalmente, sí —respondió Amy.

Y continuó guiando el camino de regreso al sofá llevándose al irlandés consigo.

* * * * *

Mientras tanto, en el MidWay…

"Ahí está la tía esa otra vez", pensó Dakota, tras soltar un bufido. 

Se refería a Chelsea, la camarera de las uñas de gato a quien había conocido cuando todavía trabajaba de "puerta" en un club de la ciudad, que había reaparecido hacía pocas semanas. 

No había manera de quitársela de encima. Y eso que se lo había dicho con todas las palabras, pero nada. Al menos una vez a la semana volvía al MidWay, a dar por saco. Por lo visto, como hacerle una encerrona no le había funcionado (y tocarle el culo, tampoco), intentaba atraer su atención poniéndolo celoso. Esa era la única explicación lógica a que la tía estuviera tirándole los tejos nada menos que a Ike, el tesorero de los MidWay Riders. Con lo insufrible que era el cabrón.

Pues, no iba a tragar. No quería a esa mujer cerca, le daba igual a qué viniera. Así que utilizaría la vía expeditiva de clavarle diez libras por bebida, a ver si así se enteraba de que no-quería-verla-allí. 

Joder.

En aquel momento, el interés del motero cambió de foco. Dakota no pudo evitar prestar atención al tipo que acababa de entrar. Era la primera vez que lo veía en el bar, sin embargo, no dejaba de acumular saludos y miradas femeninas. La mayoría lo conocían, era evidente. ¿Por qué él no? Motero del club no era, eso seguro. Iba demasiado aseado y no daba el perfil; vaqueros llenos de rotos a la última moda, camiseta entallada naranja chillón y zapatillas. Parecía escapado del set de un musical de Andrew Lloyd-Webber.

—¿Y ese? —le preguntó a Evel que servía dos cafés en la máquina express.

Él se volvió a mirar al recién llegado que se aproximaba a la barra y ahora acababa de detenerse a saludar a alguien. No lo había visto en la vida y también le resultó extraño. De pronto, se hizo la luz.

—Ah, puede ser el recomendado de Dylan. Se me olvidó que venía hoy.

—Qué raro. Últimamente no te acuerdas de nada, tío. Será que desde que te has casado, a tu cerebro casi nunca le llega sangre.

Un puñetazo en su brazo ratificó la mofa.

—Qué bestia —fue el comentario malhumorado de Evel a las observaciones soeces de su socio que, indefectiblemente, hacían sonreír a Dakota.

Siempre había encontrado cómico el acusado sentido del pudor de Evel y esos momentos distendidos le ayudaban a sobrellevar lo preocupado que estaba por Tess, por la pesadez de su familia que tenía sitiada su casa a todas horas, por todo.

—Así que es el recomendado de Dylan —dijo cuando el muchacho se alejaba del último conocido y se dirigía hacia ellos—. Parece un chavalillo. ¿Seguro que tiene edad para despachar alcohol detrás de una barra?

—Me parece que me dijo que tenía veintitrés.

Dakota asintió sorprendido.

—Yogurín, yogurín —confirmó—. Las moteras se lo van a comer.

Evel respondió en voz baja mientras le ofrecía una sonrisa amable al recién llegado.

—Mejor para él. Mientras nos quite faena de encima a mí me vale.

—¿Brian? —preguntó el muchacho mirando a Dakota.

Él negó con la cabeza y señaló con un dedo a su socio justo cuando Evel tomaba la palabra.

—No, soy yo. Él es mi socio, Dakota.

—Yo soy Maverick —dijo estrechando la mano de los dos.

—¿Apodo o nombre? —replicó el motero rubio con curiosidad.

Quien respondió fue Evel.

—Nombre. Yo le pregunté lo mismo.

—Y también te olvidaste de decírmelo. Ay, esa cabecita loca —apuntó Dakota con malicia haciendo que las mejillas de Evel se cubrieran de un ligero color rosado.

Maverick los miró con una sonrisa y cara de no entender.

—Cosas nuestras —explicó Dakota—. Tienes un nombre muy poco común. Eres el único Maverick que conozco.

El joven se acomodó en un taburete alto.

—Locuras de mi madre. Es fan de Tom Cruise. Cuando estrenaron Top Gun, yo estaba a punto de nacer y como mi viejo no la dejó ponerme Tom, ¡menos mal!, se desquitó llamándome por el mote de su personaje en la película. 

—Pues no te pareces mucho a él —bromeó Evel.

No se parecía en nada. Maverick era más alto, aunque no tanto como los dueños del MidWay, tenía el cabello algo rizado, color castaño claro y lo llevaba corto con largas patillas al estilo Elvis Presley

—No, pero seguro que tenemos cosas más interesantes de las que hablar… —replicó Maverick con naturalidad—. Si no sabías que venía, es posible que Evel no haya tenido tiempo de hablarte de mi experiencia laboral y demás asuntos que comentamos por teléfono. Así que si os parece, hago un resumen rápido.

A los dos les pareció bien. Sin saberlo, Maverick ya se había anotado un tanto con Dakota. Le gustaba ir al grano y apreciaba que la gente no se enrollara como una persiana para intentar caer bien. Y también había anotado un tanto con Evel, porque que fuera hombre (en vez de mujer) no obraba a su favor de cara a Dakota, que desde el principio había insistido en que no quería más hombres al mando detrás de la barra. Todo lo que añadiera puntos le facilitaría las cosas con su socio.

Durante los siguientes minutos, Maverick habló de sus trabajos anteriores, del bar que había heredado de su padre y que tuvo que vender para ayudar a su madre. Casada en segundas nupcias con un tipo que resultó ser un ludópata, dos años atrás el hombre se había largado dejándola hundida hasta el cuello en deudas de juego. Había sido necesario vender todo lo que tenían para saldarlas. Ahora, vivía con su madre en un piso de alquiler y tenía un trabajo de repartidor en una empresa de ultracongelados cuyos ingresos complementaba como animador/bailarín/camarero/lo que fuera en fiestas privadas. Así era como había conocido al irlandés. Dylan era el amigo “manitas” de la dueña de casa, que intentaba reparar una avería en el equipo de sonido, y él, el stripper que salía de dentro de una tarta. Pero siempre había querido ser su propio jefe, la experiencia en su propio bar había sido muy buena, y quería repetir. Como dueño del negocio, no como camarero a sueldo.

—¿Y cuál es tu propuesta? —preguntó Dakota que todavía seguía alucinando con la idea de tener a un ex-boy sirviendo cervezas en su bar. A Evel también lo había sorprendido la primera vez que había oído la historia, pero había tenido tiempo para asimilarlo.

—Probadme dos o tres meses. Salgo a las dos de trabajar, así que puedo quedarme a cargo de la barra hasta el cierre. No necesito que me apoyéis, con que haya alguien ocupándose de las mesas y recogiendo el salón, yo me apaño. Si quedáis conformes, quiero un diez por ciento más al mes y la tercera parte del bar. Si no, cada cual sigue su camino y todos tan amigos.

Dakota y Evel intercambiaron miradas.

—¿La tercera parte del bar con dos meses de prueba? Qué va. ¿Sabes la cantidad de cervezas que tendrás que vender para generarle al bar ese dinero? Dos meses de trabajo, dice. Ni dos años, chaval —dijo Dakota.

La sola idea de volver a tener que seguir malgastando su tiempo detrás de una barra de bar en vez de construyendo sus propios customizados, despertó en Evel su vena de negociante.

—A ver qué os parece esto: el sueldo se queda igual los seis primeros meses y a partir del séptimo, lo subimos un doce por ciento. Y en cuanto a la sociedad, estoy con Dakota. Un treinta y tres es mucho como punto de partida, pero podríamos hablar de un quince que, si todo va bien, podría convertirse en un treinta y tres al cabo de cuatro años —consultó a Dakota con la mirada y al ver que iba bien, añadió—: ¿Qué te parece, Maverick?

El joven negó con la cabeza.

—En tres años quiero ser dueño de una tercera parte del bar. Si yo estoy ahí —señaló el otro lado de la barra— venderemos más y necesitaremos menos manos de obra. Es mi última oferta.

—Vale —dijo Dakota mientras Evel servía tres pintas—. A ver qué tal te portas los próximos dos meses. Y prepárate, porque aquí vas a trabajar como un cabrón.

Los tres hombres chocaron las jarras ratificando el acuerdo.

—Ya lo sé. Fue lo primero que me advirtió Dylan. Casi no os llamo de lo mal que me pintó el panorama —dijo Maverick riendo.

—Pues no exageró nada —apuntó Dakota.

—Nada de nada —corroboró Evel.

Maverick esbozó una sonrisa divertida.

—Qué le vamos a hacer… Tendré que dejar de trabajar de stripper.

* * * * *

Tess se incorporó un poco en el sofá para tomar la taza de café que le entregaba Abby, quien se sentó en el sillón para que su convaleciente hermana estuviera más cómoda.

—A pesar de todo, tienes mucho mejor cara que el día del hospital. Si te digo la verdad, me llevé un susto de muerte —comentó Abby y le dio un sorbo a su café.

Desde aquel día, no había dejado de visitar a Tess a diario. Por más que ella dijera que estaba acostumbrada a arreglárselas sin la familia, que tras tantos años viviendo sola en Boston, no hacía falta que se preocuparan tanto por ella, Abby tenía claro que Tess no lo estaba pasando nada bien y quería hacer por ella todo cuanto estuviera en su mano. 

Verse a diario estaba consiguiendo que la comunicación entre las dos hermanas volviera a fluir tras once meses interrumpida.

—Lo sé y lo siento, créeme. Scott también se asustó y toda la familia.

—¿Y cómo lo lleva ahora? Quiero decir… ¿te trata bien, de verdad? —esbozó una sonrisa algo incómoda—. Perdona la pregunta. Sé que no es asunto mío, pero me cuesta imaginarlo en plan… ya sabes, hombre suave.

A Tess se le iluminaron los ojos, algo que no pasó desapercibido a Abby que miró a su hermana con picardía.

—Es un sueño de hombre. Y estos días, está siendo tan paciente, tan tierno… —Tess bajó la vista hasta su taza de café y su voz sonó aún más dulce cuando dijo—: desde el principio he querido hacer las cosas con tranquilidad, dejar que nuestra relación se desarrollara sin presiones… En el fondo, supongo que me preocupaba que le faltara madurez emocional para una relación tan… complicada como esta. Su madre no siente un gran cariño por mí y el carácter de la nuestra no le pone las cosas fáciles a nadie —Abby asintió, lo sabía de primera mano—, y Scott no es una persona dócil.

—Contigo sí. A ti te adora —apuntó Abby. Porque así era. Algo que la había traído de cabeza en otras épocas, haciéndole sentir envidia de la facilidad con que su hermana mayor acaparaba la atención del motero y conseguía que se aviniera a todo, y que ahora le parecía la prueba más evidente de lo enamorado que Dakota estaba de ella. 

—Me adora, lo sé, y yo a él, pero no es un hombre dócil. Ni siquiera conmigo… Lo cual me parece perfecto. No tiene por qué aceptar todo lo que digo porque está claro que me equivoco como el que más. 

Abby hizo un gesto de incredulidad.

—Aunque me fastidie reconocerlo, eres las más racional de la familia. Te equivocas muy poco, nena.

Tess negó con la cabeza.

—Le di largas a venirme a vivir con él y le he seguido dando largas a formalizar nuestra relación por miedo al que dirán, a las críticas familiares, a todo —hizo una pausa y bebió otro sorbo de café bajo la atenta mirada de su hermana—. Estos días que he tenido tanto tiempo para pensar, he llegado a la conclusión de que si estuviéramos en Boston en vez de aquí, las cosas serían muy diferentes. Scott es el hombre de mi vida. Lo supe enseguida. Y en Boston, lejos de los prejuicios de su familia y de la mía, habríamos estado juntos desde el primer día. Legalmente juntos. 

Cuando alzó la vista se encontró con la mirada radiante, llena de ternura de su hermana, y no pudo evitar sonrojarse.

—¡A las consuegras les va a dar un soponcio si os casáis, ¿lo sabes, no?! —Abby estalló en carcajadas imaginando la situación.

Tess se encogió de hombros, sus mejillas rojas como un tomate.

—Me temo que tendrán que aguantarse —replicó con su vocecita dulce.

Abby saltó del sillón y las dos hermanas se abrazaron, rebosando alegría por los cuatro costados.

Pegado a la puerta de la buhardilla, Dakota permaneció inmóvil mientras una sonrisa se adueñaba de su cara. Al fin, lanzó un puñetazo victorioso al aire y se dispuso a salir sin hacer ruido. Cerró la puerta con total sigilo y cuando estuvo seguro de que podía mantener su locura de hombre enamorado bajo control el tiempo suficiente para no delatarse, volvió a entrar al estilo Dakota:

—¡Teeeeeeesssssssssss! ¡A ver cómo está mi bollito!

* * * * *

En Barcelona…

Andy soltó una carcajada y al instante volvió la cabeza para comprobar si alguien la había visto riéndose sola. Pero no, por suerte, la gente pasaba a su lado conversando o haciendo footing sin prestarle atención. Volvió a mirar hacia la playa que se extendía bajo sus ojos y dejó que los recuerdos la envolvieran nuevamente.

¡Qué bien lo habían pasado allí cantando “Satisfaction” a voz en grito y desafinando como becerros! Niilo y ella siempre hacían canciones a dúo. Sonaban francamente mal, pero se divertían muchísimo. Y qué risas a cuenta del irlandés, por Dios. Llevaba tal pedo aquel día, que no atinaba con los escalones que comunicaban el paseo marítimo con la playa. Qué tipo más divertido. Hasta cuando era él, sin artificios ni borracheras, la hacía reír.

Andy se apoyó mejor contra la barandilla y dejó que su vista se perdiera en el horizonte. Había ido al gimnasio a entrenar como casi todas los días, para ella era una terapia anti-todo gracias a la cual no se había convertido en una persona peligrosa (¿de las que se van riendo solas por la calle? Mmm, quizás estos fueran los primeros síntomas de locura). Al salir, en vez de ir directamente a casa, se había dirigido hacia la playa. 

Respiró el aire de mar a todo pulmón y luego lo exhaló en un suspiro largo que la dejó como nueva. Poco a poco, su vida iba recuperando algo de normalidad. No era la misma normalidad de cuando vivía en Londres, claro. Todo era muy diferente ahora; su madre seguía bajo estricto control médico, disfrutando de paseos cortos y poco más, y Danny continuaba con sus tíos en los viñedos, a la espera de que a Luz le dieran el alta y todos pudieran trasladarse a Menorca, a la casa familiar de los Estellés, como estaba previsto. Entonces, reanudaría sus estudios en un colegio inglés de la capital menorquina y ella empezaría a trabajar en el restaurante más emblemático de la isla, la joya mimada de la familia, Sa Badia. Esta vez, además de un muy buen salario disfrutaría de una participación en los beneficios al igual que todos los miembros de la familia. Ya no tendría que hacerse cargo de los gastos del tratamiento de su madre, ni estirar el sueldo como si fuera chicle para llegar a fin de mes, ni lidiar sola con todos los problemas. Ahora tendría a todo un ejército de familiares metiendo las narices en su vida, sí, pero, al menos, el peso que portaba a los hombros desde hacía tanto tiempo, y que a veces amenazaba con hundirla veinte metros bajo tierra, ya no lo soportaría en solitario.

Algo era algo. 

También había recuperado la normalidad de pensar en chicos, como cualquier mujer de su edad. Aunque debía reconocer que los pensamientos tenían miga. Desde el sábado, cuando la visión de un irlandés grandote y rapado se plantara inesperadamente en su mente, Dylan había sido uno de los pensamientos más recurrentes. Recurrentes del tipo de dedicarle cada minuto libre de preocupaciones que había tenido. No habían sido muchos los minutos (¡menos mal!), porque preocupaciones tenía toneladas, pero suficientes. Más que suficientes. ¿Qué mosca le habría picado? Últimamente, no era nada de fiar: en Londres suspiraba por Conor mientras le daba gusto al cuerpo con Dylan y en Barcelona, después de rechazar al primero, no dejaba de pensar en el segundo. ¿Serían sus hormonas que empezaban a echar de menos el buen sexo? ¿O su mente, que como por lo visto no tenía suficientes motivos para estar confundida, añadía otro más?

Andy volvió a calzarse la mochila de deporte a la espalda y reanudó el camino de regreso a casa. Lo suyo era de psiquiatra, y como lo último que le faltaba era añadir un loquero a su vida, decidió que lo mejor era dejar de pensar en ello.

Pero en una prueba más de que su mente seguía empeñada en añadir motivos de preocupación, Andy se detuvo frente al locutorio que había a dos manzanas de casa de tía Neus. Titubeó un momento, decidiendo si entrar o pasar de largo. Finalmente, entró rezongando consigo misma. Pidió una cabina y marcó un número que se sabía de memoria, excitada como una niña pequeña ante la idea de poder recuperar aunque más no fuera un poco de los momentos distendidos que había compartido con Dylan en el pasado. Con él, la risa y el buen rollo estaban asegurados. Y lo necesitaba tanto… 

Andy no fue consciente de eso, pero no solo había ilusión en ella, también ansiedad y muchísima expectación por oír la voz del irlandés. 

Sin embargo, el teléfono sonó, sonó y siguió sonando sin que nadie atendiera hasta que, al fin, saltó el buzón de voz.

Podía imaginar por qué un tipo que vivía pegado al teléfono, no lo atendía. Claro que podía. Perfectamente. Y un segundo después de comprenderlo, se sintió como una tonta. 

Abandonó la cabina, pagó el coste del establecimiento de llamada y salió del locutorio con una sensación de bochorno en el cuerpo.

“¿Qué esperabas, Andy, eh?, ¿que estuviera en casa, desesperando por oír tu voz? Menuda ilusa”.

* * * * *

Aún no había amanecido cuando Dylan abrió los ojos. Se puso boca arriba y se tomó varios segundos para dejar que la conciencia despertara lo bastante para situarse en la realidad. Se sentía pesado, con la cabeza como flotando entre nubes dolorosas, y tenía la boca pastosa, señal de que había bebido mucho. Al fin, se sentó y en cuanto apoyó los pies sobre el suelo, la luz tenue de la lámpara de noche se encendió, llenando de penumbras la habitación. Miró alrededor, todo parecía en orden. Luego recordó que buena parte de sus pertenencias estaban de camino a Niza, de forma que no quedaba gran cosa con que “desordenar” la casa. La sed lo impulsó a la cocina. Lo hizo con pasos pesados, tropezando cada vez que sus pies se enredaban en lo que descubrió era una alfombra de ropa, su ropa, la que vestía la noche anterior. Toda estaba allí, tirada por el suelo, incluidos sus gallumbos, por lo que dedujo que su última noche en Londres había sido sexualmente agitada. Recordaba vagamente a Amy sacudiéndolo en un intento de despertarlo. Probablemente, para decirle que se marchaba. Pero no recordaba sus palabras ni, por supuesto, tenía la menor idea de a qué hora había sucedido.

Mientras se metía por el gaznate la mitad del contenido de una bebida isotónica echó un vistazo a su móvil, que seguía sobre la encimera. Entonces, vio aquella llamada perdida con prefijo de España y todo su interés se desplazó de la botella, que dejó sobre la superficie de fórmica, al número de nueve cifras. Intentó devolver la llamada sin éxito. Tenía que ser de Andy porque dudaba mucho que el capullo de Conor fuera a tomarse la molestia de llamarlo desde allí si ni siquiera se había tomado la de decirle que pensaba hacerle una visita a la chica de sus sueños. Por la hora del registro, era ya tarde cuando llamó. Vaya horas de devolverle la llamada, pensó algo preocupado. Bueno, era tarde para Inglaterra pero no para España. En ese país almorzaban a la hora de comer y volvían de juerga cuando los ingleses se iban a trabajar, así que quizás eran lo nuevos horarios de Andy… 

O quizás no. ¿Habría sucedido algo? Seleccionó la memoria donde guardaba el número que ella le había dado y activó la llamada. 

—Mierda. 

Casi no había llegado a sonar, cuando saltó el contestador. Una voz de mujer informaba en catalán, castellano e inglés del horario del restaurante, invitando a dejar recado con nombre y número de teléfono e indicando que también era posible efectuar reservas a través de la página web. 

Por supuesto, Dylan había tenido que esperar al mensaje en inglés para enterarse realmente de lo que oía. El español lo entendía apenas un poco, pero el catalán le sonaba a chino mandarín.

Volvió a beber un buen trago y comprobó la hora. Soltó un bufido; era demasiado temprano para que los comercios hubieran abierto, pero para él empezaba a ser tarde. Tenía que ponerse en marcha. Intentaría hablar con Andy desde Francia y esperaba hacerlo con más éxito que hasta ahora.

No fue así. La llamó cuando se detuvo a comer en la ciudad de Dijon, le dijeron que aún no había llegado. No dejó recado; iba en moto, con el tiempo justo, atravesando Francia de norte a sur. Lo mejor era volver a intentarlo en su siguiente parada programada.

Tampoco entonces tuvo suerte. En teoría, Andy estaba en las instalaciones, pero la habían llamado y no se acercaba donde estaba el teléfono, por lo que lo más probable era que estuviera en el baño o en la bodega. Esta vez, dejó recado. 

Esperó hasta haber cortado la llamada para soltar un bufido. Parecía como si vivieran en distintas estrellas de la galaxia. ¿Cómo era posible que dos personas localizadas en países desarrollados de un mismo planeta, donde existían líneas telefónicas y tecnología móvil, llevaran semanas sin poder establecer una comunicación?

El asunto empezaba a ponerlo de muy mal humor.

* * * * *

Desde la puerta, donde se había quedado clavado al suelo, Dakota dejó que sus ojos recorrieran la escena, tomándose su tiempo. Nadie como Tess para hacerlo pasar de la expectativa a la excitación pura y dura. Lo sabía porque así había sido desde el principio, pero en esta ocasión tenía que admitir que lo había tomado completamente desprevenido.

Maverick estaba demostrando ser lo que prometido. Aunque ninguno de los socios del MidWay acabara de creerlo del todo. Él mismo había sugerido que se fuera a comer a casa, que podía desentenderse del bar un par de horas sin que ello trajera aparejado una catástrofe. Así que Dakota le había hecho caso. Le había dicho a Tess que aquel día cenarían juntos a una hora normal (y no después de medianoche cuando cerraba el bar como sucedía desde que estaban juntos)…

Y, por lo visto, Tess había convertido una cena normal en una cena romántica, que él, a su vez, estaba a punto de convertir en un “mi cena eres tú” de un momento a otro.

La estancia olía a fragancias florales procedentes de un montón de velas aromáticas distribuidas aquí y allí, aparentemente al azar, y la mesa estaba decorada con un vistoso centro de jazmines frescos. Y, acaparando la atención cual estrella de Hollywood, Tess, con un elegante y súper femenino vestido entallado color burdeos, subida a unos tacones que añadían diez centímetros a su estatura, convirtiendo unas piernas que a él siempre le habían resultado la mar de inspiradoras en…

Un espectáculo. Toda ella estaba para comérsela.

—Vaya —dijo Tess con su vocecita dulce al detectar la intensidad de la mirada masculina—, parece que te he sorprendido.

Los ojos de Dakota le dieron otro exhaustivo repaso a la silueta femenina antes de regresar a los suyos. Asintió enfáticamente por toda respuesta.

La editora se acercó a él y lo tomó de la mano.

—Me encanta saberlo. Ven, siéntate aquí. —Pero en cuanto hizo el ademán de apartarse, él la retuvo con su mano libre, que le rozó el talle antes de rodearlo.

—¿Se ha acabado la veda? —quiso saber Dakota.

Tess le acarició su media perilla con suavidad y a continuación le pasó los brazos alrededor del cuello. Era consciente de que sus mejillas se habían arrebolado. No necesitaba verse en el espejo para saberlo. Y a estas alturas de la relación, sabía a ciencia cierta que su sentido del pudor nunca dejaría del todo de delatarla ante las manifestaciones directas, desprovistas de adornos, de su joven pareja. Asintió con una sonrisa incómoda y antes de que él se pusiera a celebrarlo a su manera, dijo:

—No es esa la razón de que haya velas y jazmines…

A Dakota le cambió la expresión de la cara.

—¿No? —preguntó con tal picardía que Tess tuvo que sonreír.

Él la estrechó más fuerte contra su cuerpo y le dijo al oído.

—¿Qué llevas debajo de ese precioso vestido tuyo, eh? ¿Un traje de dominatriz? Porque te advierto que como saques un látigo me voy a poner como una moto…

—¿Dominatriz? —repitió ella con el rostro incendiado, manteniéndole la mirada a pesar de saber que él se lo estaba pasando en grande a su costa—. No, pero te prometo que lo que tengo en mente será mucho mejor que un látigo.

¿Mejor, en serio? ¿De verdad de la buena? Dakota no se cortó a la hora de expresar lo que pensaba al respecto:

¡Guaaaaaaaaaaaaauuuuuuuuuuuuuuu!

Tess volvió a tomar su mano y lo guió hasta la mesa, hizo que se sentara en su lugar habitual y a continuación se sentó sobre sus piernas. Él le rodeó la cintura con los brazos, mirándola expectante.

Los dos estaban nerviosos y ambos eran conscientes de ello. Tess sabía que cuánto más descaradas eran las reacciones de su joven enamorado, más grandes eran las emociones que lo sacudían por dentro. 

Dakota, por su parte, había notado que las manos femeninas estaban heladas, lo que sumado a ciertos silencios significativos que se repetían desde hacía unos días sin razón aparente, confirmaban que ella estaba hecha un flan igual que él.

Tess respiró hondo y la pareja intercambió miradas ansiosas. Al fin, ella empezó a hablar.

—Sé que estas semanas no he sido una buena compañía. Me he sentido mal durante meses, francamente mal, y cuando al fin hallaron una explicación para lo que sucedía, me hundí —admitió con aquella crudeza que Dakota encontraba devastadora—. El diagnóstico sacudió mi mundo hasta los mismísimos cimientos. No dejó piedra sobre piedra. 

Él le apartó un mechón de cabello de la mejilla en un gesto cariñoso. Ella se quedó con su mano y continuó hablando.

—Paradójicamente, es en esos momentos, cuando apenas puedes afrontar el esfuerzo de seguir respirando, que tu mente acomete el mastodóntico esfuerzo de reordenar tus prioridades. Y la vida te pone a prueba, a ti y a los que te quieren, para ver de qué madera están hechos. Algunos te decepcionan. Otros emergen del caos imbatidos y continúan brillando en tu firmamento —se inclinó a besar los labios de Dakota suavemente—. Tú eres la estrella más brillante de todas, la persona más importante de mi vida. 

Dakota ignoró la loca carrera que había emprendido la sangre en sus venas. Ignoró las ganas desesperadas de fundirse con ella en un abrazo y hacerle el amor hasta caer rendidos. Lo ignoró todo y se obligó a permanecer atento a cada palabra que salía de aquella boca que aquel día encontraba mucho más excitante que nunca antes.

—He estado pensando mucho en el presente y en el futuro, he tomado algunas decisiones importantes, y me gustaría compartirlas contigo —sonrió con picardía—. Te necesito para todas, así que espero que te parezcan bien. ¿Preparado?

Él le robó un beso apasionado.

—Eso de que “me necesitas para todas” ha sonado la caña de inspirador… 

—Calla, tonto —dijo Tess riendo, y, en cuanto vio la ocasión, se lanzó en plancha—: Como sabes, me gustaría poner en marcha mi propia editorial.

Dakota no pudo evitarlo.

—¡Esa es mi chica! —exclamó. Y  la estrujó en un arranque de alegría tras el cuál le plantó un beso en la boca que casi consigue posponer la conversación. 

Al fin, fue Tess quien se apartó. Empujó con suavidad las manos de su amado a distancia prudencial de sus pechos y le llamó al orden, ante la cara de dolor de Dakota.

—Me importa lo que dices, te lo juro, nena, pero es que… Joder, no veas lo que empujan tantos días a dieta… —Suspiró. —Sigue, sigue. Perdona.

Era mutuo, pensó la editora y si bien lo que se traía entre manos eran asuntos importantes, el tiempo apremiaba. 

—Ya hablaremos de los detalles, pero la idea es que no quiero sacarlo adelante en solitario. Tengo una vida personal de la que deseo ocuparme. Me gustaría tener socios de trabajo, no solo capitalistas. He estado hablando con mi amigo Terry y con Diana Austin. Tanteando el asunto a ver qué recepción tenía —sonrió—, y ha ido bastante bien. 

Dakota esbozó una sonrisa orgullosa.

—Te vas a comer el mundo. Eres una tía brillante.

—Tú siempre manteniendo en forma mi autoestima… Gracias, Scott —respiró hondo y volvió a mirarlo—. Pero antes de encauzar mi vida profesional, hay un asunto mucho más importante; encauzar mi vida personal.

El corazón de Dakota empezó a latir desaforadamente y el brillo de su mirada lo delató. Tess sonrió enternecida, le acarició el rostro suavemente.

—Voy a empezar a atosigarte con que se me pasa el arroz, amor —le dijo con su vocecita dulce. 

—¿Sí? 

—Sí. Pero antes tengo algo que proponerte.

Dakota soltó un suspiro, sus ojos recorrieron las facciones femeninas cada vez más conmocionados, rabiosamente brillantes.

—¿Sí? —repitió en un susurro.

Ella asintió varias veces con la cabeza. Dakota respiró hondo y contuvo el aliento.

—¿Quieres casarte conmigo, Scott? —murmuró Tess con el rostro transformado por la emoción.

La respuesta masculina fue tal como esperaba la editora; un arrebato de pasión que los llevó por toda la casa, abrazados, avanzando a trompicones, besándose y, al mismo tiempo, intentando torpemente desnudarse, hasta que al fin cayeron sobre la cama. 

—Te advertí que iba a ser mucho mejor que un látigo —murmuró ella, encendida.

Él reptó sobre Tess y la penetró sin prolegómenos. Hicieron el amor apasionadamente y no fue hasta más tarde que recobraron las palabras. 

Dakota seguía dentro de Tess cuando se incorporó un poco, descansando el peso de su cuerpo sobre los codos y la miró de una forma que a ella le resultó diferente, nueva.

—Claro que quiero casarme contigo. Y quiero que sea ya.

—¿Sabes lo que cuesta organizar una boda, amor? No puede ser ya, ni en un mes, ni es dos. Pero será pronto, yo también lo estoy deseando.

Él volvió a hundirse dentro de ella, arrancándole un gemido.

—He dicho ya. Mañana mismo, tú y yo nos ponemos con los trámites. 

Tess rió feliz, le echó los brazos alrededor del cuello.

—Y no se te ocurra empezar a desobedecerme tan pronto —sentenció Dakota, tan feliz como ella—. A ver si resulta que el que acaba teniendo que recurrir al látigo soy yo.

 

* * * * *

Tras un frugal desayuno en Aix-en-Provence, la comuna francesa antigua capital de la Provenza, donde había parado a hacer noche, Dylan se había puesto en marcha temprano, a sabiendas de que la empresa aún no habría abierto cuando llegara a Niza. Pero un poco por ansiedad y otro poco por cansancio de estar en la carretera, quería recorrer cuanto antes los ciento setenta kilómetros que le faltaban.

Y así había sido. Había tenido tiempo de dar una vuelta por la ciudad y comprobar que, urbanísticamente hablando, había un antes y un después a la anexión francesa de la región. Por momentos, tenía la sensación de estar en Turín, con sus barrios de callejuelas estrechas y fachadas rosadas u ocres, influencia de haber estado ligada a Italia hasta finales del siglo XIX. Pero en cuanto pasaba al otro lado del pequeño río Paillon, las calles se tornaban anchas y rectas, y las fachadas eran de piedra. Era extraño, pero pintoresco. 

Las oficinas de la empresa estaban situadas en pleno Paseo de los Ingleses, el paseo marítimo de cinco kilómetros que separa la costa nizarda del mar Mediterráneo. Y de buen grado se habría quedado allí, contemplando aquel azul intenso de sus aguas que lo animaban a cambiar las ropas de motero por un bañador y tirarse de cabeza, pero una voz femenina que le hablaba en inglés con un marcado acento italiano y que no tuvo ningún problema en reconocer, le hizo saber que tendría que dejar el baño para más tarde.

—Señor Mitchell, qué temprano… No lo esperaba hasta media mañana. Encantada, soy Marisa. 

Dylan estrechó la mano que la mujer le ofrecía pensando que estaba claro que las escogían bombones deliberadamente. La preciosa morena de ojos verdes, que no debía tener más de veinticinco o veintiséis, era, según su propia definición, la “vendedora estrella de la empresa” y por sus grandes dotes de comunicadora también se ocupaba de agilizar los trámites derivados del traslado del personal especializado que la empresa contrataba para los diversos proyectos de la Costa Azul. En su caso, de los permisos necesarios para su Harley Davidson, de buscarle una vivienda adecuada y de coordinar el traslado de sus enseres y efectos personales desde Londres.

—Tengo curiosidad… ¿me ha reconocido por mi cráneo rasurado o por la matrícula de la moto? —Quiso saber el irlandés.

La joven rió de buena gana y mientras accionaba la apertura automática de la persiana respondió:

—Por la matrícula, desde luego.

Poco después de entrar, empezó a llegar el resto de personal, un total de seis incluyendo al director de la oficina. Tras unas breves presentaciones, Marisa insistió en acompañar a Dylan hasta su nueva vivienda. Como buen motero, no necesitaba que le llevaran a los sitios, pero la dejó hacer. Después de tantos kilómetros y de tantas horas solo, le apetecía conversar con alguien y ella, vistas aparte, era buena compañía.

Su nueva residencia estaba a tiro de piedra de la oficina y muy próxima al área residencial donde acometían los primeros proyectos de domótica. Las fotos no le hacían ninguna justicia a la moderna vivienda de tres dormitorios con piscina privada y vistas al mar.

Marisa recorría las estancias destacando las ventajas como buena vendedora, pero Dylan solo tenía ojos para la inmensidad azul que se habría ante sí, al otro lado de las puertas panorámicas que comunicaban con la terraza. 

—Mucho mejor que Londres, ¿eh? —dijo Marisa animada al ver el interés con que Dylan contemplaba el panorama.

Él respondió con un movimiento de la cabeza, un gesto ambiguo que daba lugar a más de una interpretación. 

Niza era un lugar especial. La casa y el enclave donde estaba situada era de postal. Pero Londres era Londres. Quizás porque no solo era su lugar favorito del mundo, sino también el lugar donde vivía la gente importante para él, gente que había conseguido hacerse un lugar en su vida. Pero no pensaba decirlo en voz alta, de modo que continuó con la visita. Al llegar al salón posterior le sorprendió ver sus cajas, perfectamente apiladas contra una de las paredes.

—Han llegado antes que yo, que voy solo y en moto —comentó, sorprendido.

—Bueno —respondió Marisa con picardía—, llamé a los transportistas y les di un empujoncito. Necesitará por lo menos un par de días para organizar todo eso, señor Mitchell. Y tampoco era plan de estropearle su primer fin de semana en el paraíso guardando calcetines, ¿no?

Dylan la miró sonriente.

—Te llamaré Marisa si me llamas Dylan. Y gracias por estar en todo.

La joven le obsequió una gran sonrisa. 

Pronto se despidió, y Dylan se quedó solo en aquella casa de cuatrocientos metros cuadrados, toda para él.

Le alucinaba la claridad del día que entraba a raudales invadiéndolo todo. Y el silencio. En Londres vivía en uno de los barrios más ruidosos, de modo que constituía toda una novedad oír los sonidos del jardín, del agua de la piscina, del canto de los pájaros. No estaba habituado a ambientes silenciosos, pero al instante supo que no tendría ningún problema en acostumbrarse.

Sin embargo, el silencio no duró mucho. Lo rompió el sonido de su móvil. Era Clinton Rowley que ya se había enterado de que él había llegado a Niza y  además de darle la bienvenida, quería saber si había encontrado todo a su gusto. Y a renglón seguido, recibió otra llamada, esta vez de Angela Swynton.

—Vuelan raudas las noticias —dijo Dylan a modo de saludo.

La risa de la abuela de Evel le llegó desde Londres con la misma calidez que si ella estuviera frente a él, sentada en el enorme sofá blanco de seis plazas.

—¡No lo sabes tú bien! Anoche, Brian y Abby estuvieron cenando conmigo. Me contó que habíais hablado, así que se puede decir que conocía tu agenda de hoy casi mejor que tú. Pero cuéntame, ¿es tan maravillosa la casa como parecía en las fotos que me enseñaste? Por la ciudad no te pregunto, la conozco y sé que es fantástica… 

Dylan escuchaba a la anciana con una sonrisa en los labios. Aquella mujer le gustaba, y a pesar de que al principio no había llevado demasiado bien sus llamadas y su permanente interés, las cosas habían cambiado. Angela era, sin ninguna duda, una de esas personas que habían conseguido hacerse un lugar en su solitaria vida.

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