Lola

Lola


SEGUNDA PARTE » 14

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Sábado, 10 de octubre de 2009.

Casa familiar de los Estellés.

Ciudadela, Menorca. 

Ciudadela de Menorca era una ciudad preciosa, llena de callejuelas angostas de nombre curioso, que contaba con un pequeño puerto natural en torno al cual se sucedían modernas tiendas, restaurantes y bares a tono con una isla que rebosaba belleza a lo largo y ancho de sus setecientos dos kilómetros de extensión.

Un municipio situado en el extremo oeste de la isla donde prosperaban la mayoría de los negocios que los Estellés poseían en Menorca, entre ellos, la joya del grupo empresarial: el Restaurante Sa Badia, situado en el centro neurálgico del puerto, junto al puente. La Ciudadela había sido la capital hasta mediados del siglo XVIII cuando se había trasladado a Mahón, al otro lado de la isla, y en la actualidad era la segunda localidad más habitada, incluso a punto de desbancar a la propia capital del puesto número uno.

También era el lugar donde estaba situada la vieja casa familiar, donde toda la familia estaba ahora congregada, recién llegados de Barcelona.

El viaje había agotado a Anna, quien aceptó de buen grado una bebida bien fría de manos de Roser y se sentó al fresco, en el mismo patio donde las tres hermanas pasaran tanto tiempo jugando cuando eran pequeñas. Un pasillo techado con suelo de baldosas rodeaba el mismo y a él daban todas las habitaciones. Era una construcción típica de la isla, que databa de más de cien años. Tenía una sola planta y era de forma cúbica, con las vigas de madera, el tejado plano y las paredes blancas.

Neus, en cambio, estaba como niña con zapatos nuevos con la pequeña Luz en brazos, enseñándoles a sus sobrinos el enorme caserón que sería su hogar a partir de ahora, bajo la expresión más que satisfecha del único hijo varón de la familia Estellés.

—La felicidad te sale por todos los poros —le dijo Andy a su tío, al tiempo que le frotaba el brazo cariñosamente.

Neus fue la primera en responder, dejando a su hermano con la palabra en la boca.

—¿Feliz? Te has quedado corta, sobrina. Para Pau esto es la Gloria Bendita, ¿verdad, cariño? —Y continuó guiando al grupo hacia la siguiente estancia en el recorrido sin esperar respuesta.

Lo era. Pau llevaba toda la vida esperando aquel momento, y quince años moviendo hilos como un titiritero con un único fin, el más importante de su vida: reunir a su familia.

—Todo irá fenomenal, ya lo verás —pasó un brazo alrededor de los hombros de su sobrina y la estrechó cariñosamente—. Se acabó eso de matarte a trabajar para llegar a fin de mes. Se acabó ser el hombre de la casa. A partir de ahora, vas a disfrutar de la vida, Andy. Los tres lo haréis, pienso ocuparme personalmente de eso.

—Lo sé… Gracias, tío.

La mirada de Andy se cruzó con la de su hermano Danny, apática y hasta cierto punto, resignada. Supuso una confirmación de que, a menos que sucediera algún milagro, el adolescente se convertiría en la piedra en el zapato de aquella etapa bucólica de los Avery; el joven no quería estar en otro lugar que no fuera Londres. Y de tener que quedarse en España, prefería Gerona, donde estaban los viñedos y la bodega Montaner, a los que se había aficionado en poco tiempo. Donde estaban sus primos Quim y Sílvia, con quienes se llevaba muy bien. Ciro dirigía y era chef del Restaurante Montaner de Barcelona mientras los otros dos hijos menores de Neus estaban en Gerona, al frente de la bodega y los viñedos del mismo nombre, empresas que tras la muerte de su padre Ferrán Montaner habían pasado a formar parte del Grupo Estellés. Danny se lo había dicho al oído al aterrizar en Menorca, después de ver su futuro hogar desde el aire: “¿qué coño se nos ha perdido en esta cáscara de nuez?”.

Tras la visita guiada, la familia se reunió con Anna y Roser en el patio. Como era de esperar, pronto comenzaron a compartir recuerdos de la niñez. Danny se puso los auriculares y se dedicó a su Coca-Cola. Anna lo notó, pero no hizo nada al respecto. Era natural que su niño estuviera triste por la muerte de Sonia y enfurruñado por todo lo que se había visto obligado a dejar atrás: su casa, sus amigos, el país donde había nacido… En cambio, siguió con interés la animada conversación de sus hermanas en la que también participó activamente. 

Para Andy aquello no era una novedad, había escuchado algunas de esas historias muchas veces. Lo que resultaba novedoso era hallarse en el mismo escenario, aquel lugar del que tanto había oído hablar, pero que solo ahora conocía; con veintidós años de retraso. 

Para Pau, en cambio, aquel momento era inédito. El total interés que se leía en su mirada y la expresión complacida de su rostro hablaban alto y claro de lo importante que era aquel momento, aquellas mujeres, en su vida. Él no había crecido en una casona rodeado de familia, sus recuerdos infantiles distaban kilómetros de las historias que contaban sus hermanas. Él había crecido solo y a pesar de llevar el apellido de la familia, pasó mucho tiempo hasta que la gente dejó de mirarlo con reticencias. 

El patriarca había dejado a su primera mujer enferma cuando supo que su amante esperaba un hijo suyo, un hijo varón. Durante años, y a pesar de que Francesc Estellés y su madre se habían casado, Pau se sintió un extraño, un usurpador. Le había costado años de esfuerzo ganarse el apellido, el derecho a llevarlo. Le había costado años de dar el callo y sobresalir que el mundo lo reconociera como tal, ganarse su respeto. Y otros tantos volver a reunir a su familia. Bien visto, a veces se preguntaba si había algo en su vida que no le hubiera costado sangre, sudor y lágrimas conseguir.

En aquel momento, el sonido de una voz autoritaria impuso un súbito silencio en el patio.

“Si no echáis el toldo, en dos horas no se podrá ni respirar aquí”.

Casi todos se volvieron hacia la puerta por donde Francesc Estellés acababa de hacer su aparición. De gran envergadura, estómago algo prominente y cabello completamente blanco, sus facciones eran los de un hombre diez años menor de los setenta y cinco que, en realidad, tenía. Y tanto carácter como el que se había desprendido de su voz. Las reacciones fueron diversas, pero solo uno sonrió; Pau.

A Roser le faltó tiempo para obedecer a su padre.

Anna, en cambio, se tomó varios segundos en volver la cabeza y mirar al hombre que le había dado la vida. Habían transcurrido veinticinco años desde la última vez que se habían visto.

Pau fue al encuentro del patriarca convencido de que, por muchos momentos que le quedaran por vivir, ninguno superaría a ese día, el día en que padre e hija volvieran a estar en un mismo lugar y, con suerte, intentaran acercar posiciones.

—Me alegro de que hayas venido —le dijo en un tono que solo su padre oyó.

—No me has dado muchas alternativas, ¿no te parece? —replicó él, fulminándolo con la mirada. Dirigiéndose a todos, añadió—: Dejaremos las presentaciones para otro momento. Ahora, quiero hablar con Anna.

Un duelo de miradas entrecruzándose dominó los siguientes instantes. Neus buscaba asegurarse de que su hermana estaba en condiciones de enfrentarse al tema en aquel momento, después de lo agotada que la había dejado un corto viaje en avión. Roser, que conocía al patriarca lo suficiente -y le temía lo suficiente- para saber que no tenía sentido considerar siquiera la posibilidad de aplazar aquel encuentro, había cogido su bolso, lista para obedecer. Pau, que aunque habría preferido que la intervención de su padre hubiera sido algo menos brusca, estaba satisfecho. Le valía cualquier acercamiento porque suponía un cambio a décadas de silencio y de distanciamiento. Andy y Danny, que no apartaban los ojos de su madre, esperaban su respuesta. No sentían especial interés por la figura altanera de su abuelo y solo obedecerían una voz, la de su madre.

Y Anna, que ni se sentía dispuesta ni estaba preparada para enfrentarse a aquel momento, sabía que tendría que hacerlo. Miró a Andy:

—Llevad a Luz a pasear, chicos, y traedme un helado bien grande cuando volváis. Vainilla y menta, por favor. 

Andy tomó la mano de su madre y la apretó cariñosamente.

—¿Con topping de chocolate?

Anna asintió con una sonrisa agradecida.

—Muy bien. Vamos, Danny —le dijo a su hermano menor, que seguía de pie junto a su madre, como un soldado que no está dispuesto a rendirse.

El joven miró a Anna con desconfianza. El hombre de la camisa rosa no le gustaba. Solo cuando ella le indicó con la mirada que se fuera tranquilo, que ella estaría bien, y solo entonces, Danny se dirigió hacia la salida de mala gana. Pasó junto al patriarca sin mirarlo. 

Andy, en cambio, sí lo hizo. Fue una mirada normal, sin resquemores ni interrogantes porque no los había. Sentía por Francesc Estellés lo mismo que sentía por Chad Avery; nada. Nada, ni para bien ni para mal. No había tenido la ocasión de conocerlos mejor porque ellos habían preferido mantenerse al margen de su vida y nunca había tomado aquello como una carencia porque lo que sí había tenido desde que abriera los ojos al mundo, era a la Mujer Maravilla encarnada en el cuerpo de una mortal; Anna Estellés, su madre. En lo que a Andy concernía, más que suficiente. 

Y aunque entonces nadie lo sospechaba, ni siquiera la propia Andy, sería esa mirada carente de rencor y ese talante neutral lo que propiciaría, pocos días después, una  conversación entre abuelo y nieta surgida de un encuentro casual, por la calle. 

Una conversación que sería la primera de muchas.

* * * * *

El hombre avanzó hasta quedar frente a la mujer agrietada que parecía cargar al hombro veinte años más de los que tenía, a quien ni el ligero bronceado ni el colorido vestido estampado que lucía, lograba dar un poco de vida. Anna sintió su mirada crítica escrutándola y se obligó a permanecer inmutable. La verdad era que estaba demasiado cansada para nada más. La otra verdad era que hacía tiempo que había dejado de dolerle todo lo relacionado con su padre. 

—Estás bastante desmejorada —fue el veredicto del juez que arrancó una sonrisa resignada a Anna.

—¿Desmejorada en relación a qué? Hace veinticinco años de la última vez que estuvimos cara a cara.

Francesc Estellés ignoró la alusión al tiempo que hacía que no estaban en contacto. Lo había oído suficientes veces por parte de Pau, incluso por parte de la madre de su único hijo varón, que ya era decir.

—Supongo que tu enfermedad habrá empeorado con el tema de Sonia, y lo lamento. 

Anna asintió a modo de agradecimiento ante aquellas palabras, a pesar de que, como la mayoría que le había oído pronunciar a su padre, no acababa de entenderlas. Su capacidad de síntesis, sin embargo, la recordaba igual de poderosa que siempre. Había que ser muy bueno resumiendo para reducir el dolor por la pérdida de un hijo en una frase tan aséptica como la que había usado: “el tema de Sonia”. Por otro lado, si había dolor en él, no era evidente, de modo que tampoco estaba claro qué era lo que lamentaba: si que la enfermedad de Anna hubiera empeorado o que su hija mayor hubiera muerto.

—Estás aquí —continuó él— y creo que tu vida es ya bastante desastrosa como para añadir más carnaza al espectáculo público cruzando de acera cada vez que nos topemos el uno con el otro. Pero en lo que a mí respecta, nada ha cambiado. Por más que Pau se empeñe, y vive Dios que lleva porfiando con este tema desde que tiene uso de razón, lo que se ha roto, roto está.

Francesc no encontró en Anna la reacción que esperaba y eso no le gustó. Esperaba a alguien arrepentido de los tremendos errores cometidos, alguien que volvía al hogar que había abandonado hacía años, consciente de que ahora los necesitaba y deseosa de compensar todo el daño que había hecho. Qué menos. Pero la mujer que miraba no mostraba arrepentimiento alguno. Tampoco rencor.

—Te lo agradezco —replicó Anna con serenidad—. De otra forma, sería muy incómodo para todos.

Francesc asintió con la cabeza, pero no era un gesto de acuerdo. Más bien al contrario. 

—Situación muy incómoda… Tienes cincuenta años, una enfermedad que te está tragando viva, dos hijos que educar y una recién nacida mitad nieta mitad hija o lo que sea, y no tienes dónde caerte muerta… Pero a ti, lo que te preocupa es que no dirigirnos la palabra pueda dar lugar a situaciones incómodas… Supongo que hay que ser mujer para poder entenderlo.

Anna respiró hondo e intentó acomodar sus doloridos huesos en una postura más cómoda. Estaba agotada y lo último que le apetecía era tener que vérselas con la soberbia de su padre, pero en aquel momento le pareció imprescindible. Aclarar su posición de una vez por todas.

—Era una forma de decir…. Mira, hay muchos temas encima de la mesa y me iré ocupando de ellos a su debido tiempo, pero me alivia saber que asuntos que solo nos conciernen a ti y a mí, no van a convertirse en comidilla de todo el mundo. Que no van a hacerles las cosas más difíciles a mis hijos, que no tienen culpa de nada.  Ni a mis hermanos, que ya bastante han sufrido todos estos años… —volvió a respirar hondo—. Te he perdonado hace mucho, papá y me haría feliz disfrutar de tu compañía el tiempo que me quede de vida. Pero si no es así, tengo bastante con saber que cuando ya no esté, mis hijos tendrán el apoyo de la gran familia a la que pertenecen. No te guardo rencor. Ni a ti ni a nadie.

—Tus hijos —repitió el patriarca dolido, sin molestarse en ocultarlo—. Por eso has vuelto, por ellos.

Anna asintió.

—Son la razón de todas las decisiones que he tomado los últimos veintisiete años de mi vida, papá. 

Francesc Estellés miró a su hija, altivo.

—Muy bien —se limitó a decir.

Y a continuación, abandonó la vivienda.

* * * * *

En Niza…

Dylan palpó la mesilla a ciegas, torpemente, hasta que con el tercer manotazo consiguió hacerse con el móvil. Estaba sonando, y aunque lo oía lejano, como entre algodones, era una llamada. No era el timbre de la puerta, ni el repetitivo sonido de la alarma del reloj. Estaba bastante seguro de que era el móvil. Aunque con la tremenda resaca que tenía tampoco pondría las manos en el fuego por ello.

Atendió la llamada y cuando el aparato dejó de sonar, lo que tomó su lugar fue un bullicio que venía de la casa. De su casa.

—¿Hola…? Dame un minuto —dijo a quien quiera que hubiera llamado.

Avanzó con el móvil pegado a la oreja y solo tomó conciencia de su desnudez cuando fue a cerrar las puertas que aislaban el salón de la terraza donde estaba la piscina, y un coro femenino de voces exaltadas le dio la bienvenida.

Las saludó con un gesto del brazo y otra andanada de gritos femeninos se ocupó de informarle que su culo también era muy apreciado entre sus invitadas.

—Disculpa, ya estoy. ¿Quién eres?

La carcajada del socio capitalista del MidWay hizo innecesarias más aclaraciones.

¡Tío, ¿qué pasa en tu casa? ¿Has montado una orgía?! —preguntó Evel riendo.

—Empezó como una fiesta de cumpleaños de no sé quién —explicó el irlandés al tiempo que rebobinaba mentalmente la película intentando aclararse—. Pero vete a saber… A los franchutes les das una piscina y barra libre y todo es posible… ¿Qué hora es?

Las seis y diez de la tarde. Y si acabo de despertarte, entonces quiere decir que has tenido una de tus noches agitadas —dijo Evel, riendo.

Probablemente, pensó Dylan, aunque la verdad era que recordaba muy poco.

—¿Qué me cuentas? 

No te lo vas a creer —advirtió, despertando a Dylan y a su curiosidad casi completamente—. ¡Dakota se casa, tío!

El irlandés soltó un silbido.

—No jodas… ¡Esto es una epidemia! ¿Dónde hay que vacunarse? —replicó alegre porque en el fondo pensaba que era una buena noticia. Dakota y Tess eran una pareja desconjuntada, pero evidentemente feliz.

¿A estas alturas? Tú eres inmune, chaval, tranquilo —festejó Evel el comentario de su amigo—. Por eso te llamo… Es que el banquete lo celebraremos en la casa de campo de mi familia… Los galeses vendrán a tocar así que necesitaré que me eches una mano con el sonido y las luces… ¿podrás ocuparte?

Banquete. ¿Habría un banquete? Porque en tal caso, habría invitados.

—No sé —bromeó—. ¿Estoy invitado?

No he visto la lista, pero seguro que sí —rió Evel—. ¿Qué dices, podrás? Es que voy fatal de tiempo y como lo del banquete lo han decidido tan de sopetón, tampoco es que tengamos mucho margen. Es el 7 de noviembre. Y sería genial que pudieras venir un par de días antes… ¿Cómo lo ves?

Dylan tardó en responder. Su mente se había quedado detenida en la lista que Evel decía no haber visto, pero que evidentemente existía. Una lista que incluiría amigos y conocidos del Midway. Y ex-camareras. 

¿Holaaaa, sigues ahí?

—Perdona, sí… Te lo confirmaré en la semana, necesito ver la agenda, pero a priori, sí, cuenta conmigo. No sé si llegaré el miércoles o el jueves, pero estaré allí antes. Seguro. 

Genial. Te lo agradezco mucho, Dylan —sonrió—. Y si no me cobras, te lo agradeceré más todavía. 

Dylan soltó una risa irónica.

—Como si alguna vez te cobrara… Oye… —y ya que preguntar directamente por Andy le pareció demasiado fuerte, lo dijo de forma diferente— ¿tienes idea de quiénes irán?

Supongo que, aparte de las familias, los que estamos siempre, ya sabes… Los colegas del bar. No sé, estoy hablando por hablar porque la verdad no tengo ni idea… Creo que esta semana salían las invitaciones, así que sabrás si estás invitado dentro de poco —añadió riendo.

Cortaron poco después y Dylan siguió dándole vueltas al tema. Quizás invitaran a Andy y quizás, con mucha suerte, ella podría asistir… Y al fin se enteraría de qué puñetas había sido de su vida.

Le parecía que había transcurrido un siglo desde la última vez que la había visto, en el portal de su casa, cuando fue a llevarle la moto. La última conversación que habían mantenido cara a cara regresó a su mente, tan delirante como la primera vez. 

Soltó una carcajada. Trasteros y ratas muerde-pollas; solo con Andy podía mantener una conversación así.

* * * * *

Viernes 16 de octubre de 2009

Restaurante Sa Badia

Puerto de Ciudadela, Menorca. 

Sa Badia era la niña bonita de los Estellés por mérito propio. Ubicado en pleno corazón de puerto, junto al puente que conectaba con la parte antigua de la ciudad, era el restaurante más famoso de Menorca no solo por su imponente terraza de vistas panorámicas y la cuidada decoración interior de sus distintos comedores, también porque llevaba años ofreciendo una de las mejores cartas gastronómicas de la isla. 

Ahora, además, sumaba el prestigio del chef con dos estrellas Michelin, Ciro Montaner y la eficacia de la flamante incorporación a la plantilla, Andy Avery quien, en aquel preciso momento, se despidió de su amiga Tina y volvió a guardar el móvil en su elegante chaqueta de jefa de sala. 

Todavía continuaba sonriendo a cuenta de la conversación que habían mantenido que, básicamente, había consistido en intentar sonsacarle qué tal iban las cosas con su príncipe “rastafari”. Tina seguía convencida de que había un futuro romántico para la pareja, que los mil quinientos kilómetros que los separaban no constituían un obstáculo en estos tiempos de internet y vuelos lowcost y que, pensara lo que pensara al respecto, Conor había dejado muy claro cuáles eran sus sentimientos presentándose en Barcelona exclusivamente para verla. Su madre la deleitaba con una canción muy parecida a menudo. Parecía que se hubieran puesto de acuerdo y, conociéndolas, probablemente lo hubieran hecho. Hablaban por teléfono a menudo y llevaban años empeñadas en arreglar su vida sentimental. 

Tenía gracia que las dos continuaran en un capítulo de su vida que ella ya había cerrado. Siempre les respondía que “eso era agua pasada”, pero a su madre y a su amiga parecía darles igual. Cambiarían de opinión si supieran la verdad… Pero no les había hablado de Dylan en su momento y no tenía sentido hacerlo ahora que, valga la redundancia, el asunto tenía cada vez menos sentido. No dejaba de asombrarla la facilidad con que Conor había salido de sus pensamientos, así sin más, como si alguien hubiera borrado ese sector de su cerebro. La misma facilidad con la que los momentos compartidos con el irlandés regresaban una y otra vez. 

Constantemente…

Ocho semanas atrás, en Londres.

Por lo visto, había más cosas en las que necesitaba que le echara las dos manos, aparte de para ayudarla a poner en marcha su moto.

Por lo visto, sí. El irlandés había conseguido no solo resucitar su precaria vida sexual, también quitarle el freno a su sentido común. No había otra explicación posible al desmelene que ya inauguraba su segundo día sin visos de parar.

Pero tenían que parar.

—Tiempo —pidió ella mientras se desembarazaba de Dylan con suavidad, pero con firmeza.

Él apartó sus brazos del cuerpo femenino de forma ostensible y se incorporó parcialmente en el sofá, recostándose sobre un codo. Sostuvo la cabeza con la mano y la siguió con la mirada. La vio cubrir su desnudez poniéndose la camiseta y desaparecer de la sala. Poco después, reapareció con dos latas de bebida isotónica, una de las cuales le tendió, tras lo cual fue a sentarse en el sofá de enfrente.

Dylan miró el bote que le había dado, luego a Andy.

—¿Tengo cara de deportista? 

Estaba sudado y cansado después de un ejercicio intenso, pero, desde luego, no tenía pinta de amante del deporte. Bien visto, con aquella brillante bola de billar por cabeza, su imponente corpachón y sus doscientos tatuajes tenía pinta de pertenecer al grupo de los que zurran por deporte.

—No mucha —concedió la camarera con una sonrisa divertida.

—Entonces, ¿por qué me das esto? ¿Quieres que me oxide?

Ella echó a reír.

—¿No te gusta? —le preguntó. 

Dylan hizo un gesto de asco. 

¿Y entonces por qué tenía la nevera llena?, pensó la camarera. De pronto, tuvo la sensación de que aquello que hasta el momento parecía haber surgido de manera imprevista entre los dos, ya no le resultaba tan imprevista. ¿Las tenía por ella, porque sabía que era lo que siempre bebía? Aquel pensamiento la hizo sentir tan desconcertada, tan incómoda, que apartó la vista y concentró su atención en beber.

Naturalmente, el irlandés detectó aquel súbito cambio en su lenguaje corporal. Tenía una idea bastante aproximada de lo que estaría pensando, un pensamiento típicamente femenino, en su experiencia, y no se molestó en hacer la menor aclaración al respecto. No le aclaró que las tenía por él, porque aliviaban la resaca y era prácticamente lo único que bebía hasta que se le pasaba el malestar. En cambio, se levantó del sofá y se fue a por algo decente que beber. Tampoco se molestó en cubrir su desnudez, lo cual propició que los ojos de la camarera también se fueran con él a la cocina, pegados a su trasero, y que otra escabechina hormonal se pusiera en marcha.

Andy maldijo para sus adentros. Incómoda un segundo, caliente el siguiente. Todo aquello no tenía el menor sentido.

Dylan regresó, tan desnudo como antes, con un bote de cerveza de importación en una mano y el móvil en la otra, revisando si tenía mensajes o llamadas. Como era de esperar, los ojos de la camarera lo siguieron, esta vez con disimulo, mientras él atravesaba la habitación y volvía a sentarse en el sofá, frente a ella.

Lo vio mantener una conversación breve no relacionada con trabajo, que tampoco le pareció la típica charla entre amigos. Era una mujer -la llamó “Angela”-, y él parecía relajado, pero su tono le resultó más formal de lo habitual. Después de colgar, él envío un par de mensajes, tras lo cual dejó su carísimo móvil a un lado y bebió un sorbo generoso de cerveza.

—Trabajar en el bar de moteros más cañero de Londres y llevar ese trasto del año de la pera tiene que ser delito en alguna parte. Seguro —comentó el irlandés, picándola—. ¿No has pensado en… —sonrió— cambiarla por un patinete? 

Andy echó a reír. Desde luego, lo había pensado muchas veces. Especialmente, cuando se empacaba y no quería arrancar. Pero solo era la rabia del momento.

—Pobrecilla… —puso morritos en broma—. Después de lo que tocó aguantar… No, señor. Para mí no es un trasto del año de la pera —y al ver la cara del irlandés, volvió a reír—. Vaaale, sí, está viejita, lo admito, pero no pienso cambiarla… —Aquella frase que había empezado a decir riendo, la acabó con un talante sombrío, como si hubiera ido perdiendo fuelle con cada nueva palabra. 

El irlandés escudriñó aquel rostro que había adquirido súbita seriedad.

—Pues que sepas que uno de estos días, tu sentimentalismo te va a costar un leñazo. Ese trasto se está cayendo a cachos —volvió a pincharla. 

La sonrisa regresó al rostro de la camarera. Siempre le causaba gracia su desparpajo y, además, le aliviaba comprobar que no hacía preguntas. Probablemente, por falta de interés, pero a ella le valía. No esperaba interés de su parte. En realidad, no esperaba nada. Ni siquiera entendía realmente por qué estaba allí. Sabía lo que hacía en casa de Dylan -tener sexo con él, y del bueno-, pero seguía sin entender el porqué.

Vio que él le tendía una mano y ella meneó la cabeza asombrada ante su propia disposición, pero la tomó. Dylan tiró de Andy, hizo que se sentara a horcajadas sobre sus piernas.

—No es ningún trasto. Es una moto Honda. Antigua, sí, pero preciosa —aclaró ella.

Él volvió a quitarle la camiseta de dos movimientos, ignorando los intentos femeninos por que no lo hiciera.

—Vale. Tu Honda se está cayendo a cachos —repitió él y no la dejó responder. En cambio, se adueñó de su boca en un beso provocativo. Acomodó la pelvis femenina de forma de hacerle sentir su creciente erección cerca, muy cerca. Y por si a ella le quedaba alguna duda de lo que sucedía donde sus cuerpos se fusionaban, él se lo aclaró—: Se me está poniendo dura.

Y tan dura, pensó ella. Tomó el rostro masculino entre sus manos para evitar que siguiera intentando besarla.

—Me tengo que ir, Dylan.

—Vale.

Sin embargo, ninguno de los dos hizo el menor ademán de apartarse. Al contrario, él le acarició los pechos, apretándoselos, jugando con sus pezones, haciendo que se le pusieran tan duros que empezaron a doler. Ella volvió a buscar sus besos con locura.

—Uno rápido y te juro que te dejo ir… —murmuró él entre beso y beso, en un tono suplicante. Para entonces, ya la había elevado por las nalgas.

Entró en ella hasta el fondo, duro y sin protección, arrancándole un gemido.

Andy reaccionó al instante.

—Joderrrrrrr…. —gruñó Dylan cuando ella se retiró de golpe, poniéndose de pie. Él buscó la mirada femenina.

—Sin goma, no…—dijo ella—. Oye, mira, mejor me voy. —Y manoteó su camiseta.

Tenía que largarse. Tenían que parar de enredarse en maratones sexuales cada vez que se veían. ¿Se habían vuelto locos o qué? 

Dylan, que no estaba por la labor de dejarla ir, volvió a rodearla con sus brazos y se adueñó de su boca, como lo hacía siempre. Ferozmente. Apasionadamente. Abrazados y besándose sin parar, Dylan guió el camino a trompicones hasta el baño. Las caricias eran intensas, abrasadoras. Él la buscaba con cada poro de su piel y ella, incapaz de oponer resistencia, respondía cada vez más encendida. 

Sin dejar de robarle besos, Dylan se las arregló para sacar un condón de la caja, que dejó caer al suelo. Rasgó el envoltorio con los dientes. Se puso el preservativo a ciegas, con premura, casi con desesperación, y se hundió dentro de Andy sin mediar palabra. Así, tal como estaban, de pie, frente a frente, él doblado para amoldarse a su estatura y sujetándola por las nalgas; ella rodeándole la cadera con una pierna. Siguió embistiéndola. Lo hizo con un ritmo cada vez más frenético que ella recibía con gritos ahogados, de la clase que a él lo encendía, retroalimentando aquella locura cada vez más fuera de control. 

Sin embargo, la falta de control era solo aparente. Dylan y Andy controlaban lo que se cocía entre sus dos cuerpos sudorosos lo bastante como para variar el ritmo y las posturas, procurándose aún mayor placer. Como si conocieran sus preferencias desde siempre, como si ejecutaran con presteza una danza de la que se sabían cada quiebro y cada pausa al dedillo. 

Para Andy era una experiencia nueva y tan placentera que, en el fondo, no le extrañaba volverse loca por repetirla una y otra vez. Había tenido más orgasmos junto al irlandés en dos días, que los que había tenido en toda su vida, sola o acompañada. 

Para Dylan, en cambio, no era algo nuevo. Él era de encendido fácil. Lo que sí era nuevo era la intensidad, lo que sí le resultaba novedoso era no ser capaz de llegar a enfriarse del todo. Con Andy estaba como en un permanente estado de deseo latente que se disparaba en cuanto veía la menor ocasión. 

El último cartucho que les quedaba, lo quemaron sobre la tapa del váter. Como todos los anteriores, dio lugar a fuegos artificiales que vinieron acompañados de un gran estruendo, tras el cual sobrevino el silencio. Dylan se dejó caer contra la pared a su espalda, sus brazos exánimes a cada lado del inodoro. Andy se arrebujó contra el pecho tatuado, cubierto de sudor del motero. Los dos callados, los dos intentando normalizar el ritmo respiratorio, los dos con el corazón martilleando tan fuerte, que el pecho se sacudía de forma perceptible con cada latido.

Esta vez, sus cuerpos se tomaron un buen rato para recuperar la normalidad, pero al fin, todo volvió a su ser. 

O casi.

—Me tengo que ir. Qué pereza… —murmuró ella, una especie de quejido somnoliento. En vez de hacer el ademán de incorporarse, se acomodó mejor sobre el pecho de Dylan y le pasó un brazo alrededor de la cintura.

Él, totalmente envuelto en la flojera post sexo, con cada una de sus promiscuas células todavía vibrando de placer, sonrió, pero ni abrió los ojos ni movió otros músculos de su cuerpo.

—Pereza, claro. Ahora le llaman así.

Ella también sonrió.

—No te des tanta coba que estás hecho polvo —alzó el mentón para espiarlo mientras hablaban. Vio que él seguía sonriendo con los ojos cerrados—. Se te ha acabado la cuerda por hoy, calvorotas. Yo te la he acabado —añadió con picardía.

—Si fuera tú, no apostaría por eso. —Abrió los párpados, la miró…

Y aquel familiar escalofrío que lo ponía todo en pie de guerra volvió a recorrerla entera, solo que esta vez Andy no se dejó llevar. Por más emocionante que fuera la sensación de perder la cabeza sin más, de olvidarse de todas sus responsabilidades y de sus problemas por un rato y vibrar de emoción junto a un hombre, empezaba a asustarla el aparente poder que Dylan ejercía sobre sus sentidos. Empezaba a preocuparle la facilidad con que el proceso se ponía en marcha, como quien pulsa un mando, sin que ella pudiera evitar que sucediera. Y le preocupaba mucho más que quien tuviera el mando fuera Dylan. 

Se incorporó, alejándose bruscamente de él y de su herramienta para el placer que hasta entonces continuaba dentro de ella. Dispuesta a poner coto como fuera a esa locura que empezaba a embriagarla nuevamente. Dispuesta a echar a correr si hacía falta.

Dylan se sobresaltó por la brusca retirada e instintivamente se protegió el pene con una mano. La miró algo desconcertado.

—Esto se tiene que acabar —dijo ella. 

Habría sonado a advertencia aunque no lo estuviera señalando con un dedo mientras lo decía. Acto seguido, abandonó el baño.

El irlandés exhaló un suspiro resignado. Por lo visto, se había acabado lo bueno y por la vía drástica. Se incorporó, consciente del montón de agujetas que lo castigaban a placer por todas partes y de que estaba empapado en sudor por el ejercicio físico intenso que había compartido con la que ahora llamaba a retirada por la vía urgente, cortándole el rollo en lo mejor. Odiaba que las tías hicieran eso…

Retiró el condón y lo arrojó a la papelera. Metió la cara bajo el chorro de agua fría con la esperanza de que eso lo enfriara. Y le bajara su incipiente nueva erección. De verdad, cómo odiaba que las tías hicieran eso.

Cuando regresó al salón, ella prácticamente había acabado de vestirse. Se estaba poniendo sus inseparables tacones, unas sandalias negras altísimas de gran plataforma, hechas de un entramado de tiras de cuero cruzadas formando una red que le cubría el empeine. Siempre que la había visto, ella llevaba unos tacones imposibles. No entendía cómo podía caminar sobre ellos.

Andy alzó la vista brevemente cuando sintió que ya no estaba sola. Allí estaba él con su gloriosa masculinidad, tentando sus sentidos nuevamente. Y por más breve que fue el vistazo, no pudo evitar reparar en la flacidez parcial de su herramienta. O en su erección parcial, que también podía llamarse así. Joder con el irlandés, pensó, el tío era una máquina.

—No te acerques —volvió a advertirle. Esta vez, sin mirarlo. Se apresuró a acabar de atarse las sandalias y se puso de pie casi de un salto.

Dylan rió con sorna. Tenía gracia que creyera que un par de metros más o menos podían modificar lo que sentía. Lo que sentían los dos.

—Vale. Lo que tú digas.

Ella acusó recibo del tono condescendiente y le fastidió por lo que implicaba, pero si era una táctica, y seguramente lo era, el irlandés se quedaría con las ganas de verla funcionar. Se colocó la mochila y enfiló para la puerta.

—Exacto —enfatizó ella—. Y yo digo que me largo.

Él hizo un gesto de “así sea” y permaneció donde estaba sin hacer el menor intento de decir o hacer algo para detenerla. Andy sacudió la cabeza. No era que quisiera que él hiciera algo al respecto. Realmente, no lo quería, pero le costaba encajar que ella estuviera inmersa en ese tipo de relación con alguien, una en la que diera igual una cosa u otra. Y más aún le costaba encajar que la otra parte de la extraña pareja fuera él.  Cuando la pasión se serenaba y el corazón recuperaba su ritmo normal, le costaba verlos a él y a ella en el mismo contexto. Pero luego, Dylan no tenía la culpa de su desconcierto. 

—Perdona… Todo esto me ha tomado por sorpresa y desde que he visto que no puedo echarle la culpa a un par de cervezas —lo miró contrariada—, estoy bastante confusa…

El irlandés que nunca había sido especialmente bueno en aguantar los comecocos femeninos -ni le importaban, por cierto-, se encogió de hombros. 

—Solo es sexo, Andy.

Los vivaces ojos de la camarera se llenaron de ironía. Toda ella, en realidad. Habían pasado de bromear barra mediante en el MidWay a engancharse en un bucle sexual sin fin. Sin que hubiera mediado la menor insinuación, la menor sugerencia. Nada. Y el sexo no era cualquier sexo. Era del tipo “sigue sigue sigue, no pares no pares no pares”. Y eso hacían; no parar. No había un hombre que hacía su trabajo de hormiga para seducir a la mujer que deseaba. No había preliminares, ni llamadas, ni citas, ni conversaciones con doble sentido, ni insinuaciones. Era como un rescoldo que seguía ardiendo oculto entre las cenizas y que la menor brisa convertía en un incendio voraz. Aquello no tenía nada que ver con un inofensivo “solo sexo”, y en el hipotético caso de que pudiera funcionar así entre dos personas con el corazón vacante, el suyo no lo estaba. Para su desgracia, Conor le seguía importando. Él era quien llevaba meses en sus planes, no el tío cubierto de tatuajes que desnudo (y parcialmente erecto) la miraba con sus increíbles ojos color cielo.

—Decir eso es ser muy simplista. 

—Es que es simple. Por eso es tan bueno —antes de acabar la frase, ya había empezado a sonreír—. O se me levanta, o no se me levanta. Más simple imposible.

Andy lo miró aún más desconcertada.

—Corrígeme si me equivoco, pero tengo la impresión de que a ti se te levanta siempre. 

Él volvió a encogerse de hombros. “Levantarse” era una de sus dos funciones, así que en lo que a él concernía, seguía siendo simple. Y si lo hacía “siempre”, mejor. Pero no era tan “siempre” como pensaba, aunque con ella, desde luego, sí que era “siempre”. Siempre, sin fallar una. Sexualmente hablando, Andy le iba a tope y le constaba que era mutuo, así que el asunto seguía siendo lar mar de simple.

—Vale, me empalmo que da gusto y nos lo pasamos de miedo. ¿Dónde está el problema? 

Andy abrió los brazos en un gesto de incredulidad. 

—El problema está en que esto no es normal, Dylan —le dijo con vehemencia—. Mi vagina y mi cabeza no van cada cual por su lado —dijo refiriéndose a su famosa frase—. Yo no funciono así. Y puede que nunca le vaya a perdonar a Conor que sea tan gilipollas, y que nunca superemos esta fase, pero me importa. Joder, él me importa. Lo lógico sería que el que estaba allí conmigo —señaló en dirección al baño— fuera él, que fuera él con quien me revolqué anoche. Conor, no tú. 

Dylan presenció la indignación de la camarera con su habitual tranquilidad y cuando ella dejó momentáneamente de resoplar, su lógica descarnada volvió a hacer acto de presencia.

—Conor no está aquí. Ni estará hasta que lo perdones. Y no es tan anormal que necesites estar con otro hombre, aunque a ti te lo parezca. En momentos en los que te sientes puteado por cosas sobre las que no tienes ningún control, es de lo más normal que intentes compensar la frustración con otras que sí puedas controlar. Como el sexo sin implicaciones. Admito que fue bastante sorpresivo que me eligieras a mí, pero no me importa ser ese hombre y, como has podido comprobar, te ayudo a quemar frustración a base de bien. O sea; estás viendo problemas donde no los hay.

¿En serio? ¿Como cuando era niña y veía monstruos bajo la cama? Genial. Ahora los monstruos los tenía sobre la cama. Y en el baño. Y joder, en el alféizar de la ventana. Y se enganchaba en sesiones de sexo maratonianos con ellos. 

La camarera apretó los párpados. No sabía si reírse o llorar.

—Mierda  —exhaló un suspiro cabreado y abrió la puerta de calle—. Me voy.

Y dos meses después de aquel día seguía sin saber si reírse o llorar. 

Andy sacudió la cabeza. 

La pista que Conor ocupaba en su disco duro mental se había borrado por completo, quien ocupaba ese espacio ahora, en realidad todo su espacio mental, era Dylan… 

Y ella continuaba sola.

Muriéndose por volver a perderse en los apasionados abrazos del irlandés.

Por enésima vez en la última semana, sacó el móvil y abrió su agenda de contactos. Con el corazón latiendo cada vez más rápido, avanzó despacio hasta la “D”. Cuando el nombre de Dylan quedó visible en la pantalla, los latidos retumbaban en el interior de sus oídos y se le había secado la boca.

Una llamada. ¿Qué iba a pasar por hacerle una llamada? ¿Una hecatombe mundial?

No, para nada. El mundo seguiría igual de loco que de costumbre, la hecatombe tendría lugar en su corazón, ese que no paraba de darle martillazos en el pecho. Vivían vidas completamente diferentes, en países diferentes. ¿Qué parte no acababa de entender de la frase “esto no tiene ningún sentido”?

Andy se mordió el labio de pura desesperación. Su dedo, helado como el resto de su cuerpo, estaba a punto de sucumbir a la tentación cuando alguien habló.

—Uy, qué cara de novia en pena tienes, prima… Menorquín no puede ser… ¡no te puede haber dado tiempo! Así que… ¿será por cierto inglés de rastas que me ha contado un pajarito?

La voz de Ciro devolvió a Andy al planeta Tierra de manera abrupta. Pero consiguió guardar el móvil y recuperarse a tiempo de responder:

—¿De qué pajarito hablas? ¿Lo conozco? Estaría bien saberlo para decirle que le de un toque a sus fuentes, que le están dando información muuuuy antigua. Prehistórica, vamos —dijo mientras reanudaba la tarea de colocar en su sitio la mantelería que acababa de llegar de la lavandería.

—Bueno, pajarito lo que se dice pajarito… Más bien pajarraca —reconoció el chef—. ¿En serio, tan antiguo es el dato? Pues la cara de novia en pena la tienes, así que… —se acercó a hablarle en confidencia—. ¿Has cambiado de marca? Cuenta, cuenta… Te juro que soy una tumba…

—¡A ti te lo voy a contar! —exclamó Andy. 

¿Que si había cambiado? Ja. Y tanto que había cambiado. Ella había cambiado; por lo visto, ahora lo que le iban eran los calvos tatuados. Y si eran mujeriegos empedernidos, súper independientes y anti-familiares, mucho mejor.

Andy meneó la cabeza.

“Maldita sea mi sombra”.

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