Lola

Lola


SEGUNDA PARTE » 15

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Miércoles 21 de octubre de 2009.

Casa familiar de los Estellés.

Ciudadela, Menorca.

Desde que Luz había estrenado su primera sonrisa auténtica, no había parado de hacerlo. Era una gozada estar a su lado las horas que permanecía despierta, porque desde que abría los ojos hasta que se le volvían a cerrar tras beberse todo el biberón con su voracidad característica, no hacía sino regalar sonrisas a todo el que aparecía en su campo visual. Andy trabajaba turnos partidos, pero siempre procuraba estar en casa cuando a la niña le tocaba alguna de sus tomas, para poder presenciar el espectáculo.

En eso, precisamente, estaba ahora. Sentada al fresco en el patio, con la niña en su regazo, jugando con ella y disfrutando de cómo su preciosa carita se convertía en un sol redondo y brillante bajo el influjo de sus sonrisas mientras esperaba que llegara Anna para irse a trabajar.

Pero aunque en apariencia Andy estuviera cien por cien cautivada por la pequeña, su mente no dejaba de darle vueltas a un mismo asunto: la invitación de boda de Dakota y Tess. La había traído su tía Neus, que había llegado de Barcelona con Ciro, aquella misma mañana. 

Pau Estellés mantenía una enconada lucha contra su ex por la tutela de la única hija del matrimonio y el juez los había citado para el día siguiente, por lo que el relevo sabatino de gerentes entre los restaurantes de Barcelona y de Menorca se había adelantado a hoy. 

La primera sorpresa para Andy había sido ver los nombres de los contrayentes. ¡Y menuda sorpresa! De sus dos jefes del MidWay, solo a uno lo imaginaba dando el “sí, quiero” públicamente, y por más grande que hubiera sido el enfado de Abby a cuenta de la reacción familiar ante su casamiento en secreto, sabía que era cuestión de tiempo que Evel consiguiera convencerla de celebrar una boda pública y multitudinaria. Después de todo, ¿qué mujer romántica no sueña con una boda de cuento de hadas? La segunda sorpresa no había tenido que ver con la boda, ni con los contrayentes, sino con ella.

Y con Dylan.

Habían sido como dos pensamientos conectados. Primero, verse allí, radiante, vestida para la ocasión. Luego, verlo a él, el hombre que ocupaba sus pensamientos cada día desde hacía semanas; con su cabeza rapada y sus ojos color cielo y su porte de gigante… Dudaba que los contrayentes fueran a optar por algo tradicional que exigiera el uso de chaqué o sombreros de gala, así que quizás el irlandés se pusiera aquel traje gris marengo que había visto en su casa, colgado de una percha, y que estaba segura de que lo convertiría en el tío más mirable del universo…

Y un instante después, sentir que el corazón volvía a latir con la fuerza de la adolescencia, trayendo consigo todas esas emociones que creía haber dejado atrás a los dieciséis; los nervios, la ansiedad, las mariposas en el estómago…

Y el miedo a estrellarse.

La llegada de su madre puso un fin temporal a sus ensoñaciones. Anna cada vez llegaba más agotada de los paseos que le había prescrito el médico. Cabezota como buena Avery, se negaba a reducir la distancia, pero su enfermedad avanzaba sin tregua, haciendo que cada vez necesitara más tiempo para recorrerla, con el consiguiente cansancio.

Andy saltó de su asiento, puso a Luz en su carrito y corrió a ayudar a su madre. Le pasó un brazo alrededor de la cintura, haciendo que se apoyara contra su cuerpo, y la ayudó a tomar asiento en una de las sillas de jardín.

—Gracias, cariño —dijo la mujer, casi sin resuello. Retiró con mano temblorosa el sudor que perlaba su frente. 

Andy le sirvió un vaso de agua fresca y le ayudó a sostenerlo mientras bebía. Sus músculos se atrofiaban inexorablemente y en momentos de gran cansancio, como ahora, sus manos no respondían bien.

Anna exhaló un suspiro aliviado.

—Mucho mejor, gracias… ¿Y mi otra niña preciosa, ya está despierta? —La pequeña se dio por aludida regalándole una gran sonrisa que hizo las delicias de Anna—. Ay, qué bonita es mi niña… ¿Tienes hambre? Seguro que sí —volvió a mirar a Andy—, ¿y tú, has almorzado11? Ya sabes que no me gusta que empieces el turno sin comer, que luego te lías a trabajar y te olvidas…

Andy se puso de cuclillas frente a Anna. Sus ojos picarones se posaron sobre aquel rostro que envejecía a pasos agigantados. Anna supo que estaba a punto de tener lugar otro de sus combates dialécticos bilingües; mitad en la lengua nativa de su hija, mitad en la suya.

—Soy inglesa, querida mamá. Yo no almuerzo —le dijo en inglés al tiempo que ponía un dedo sobre los labios de Anna para impedir una nueva perorata acerca de que estaba en España, los días eran más largos, el clima era diferente y que debía adaptarse a las costumbres regionales—. Y tú deberías dejar de forzar la marcha. Agotarte no es bueno, mamá. A partir de mañana, iremos juntas.

—Ni hablar —replicó taxativa. De ninguna manera iba a permitir que la interminable lista de quehaceres familiares/laborales de su hija aumentara. 

—No te estoy pidiendo permiso, guapa —replicó Andy, esta vez en menorquín, tomando a Luz en brazos e ignorando la mirada de su madre—. ¿Vamos a por el bibi12, Luz?

Cuando regresó unos minutos más tarde, Anna la miraba risueña mientras sostenía la invitación de boda con dos dedos como si fuera un calcetín.

—¿Irás, no? ¡Tienes que ir, cariño! —le dijo, tan ilusionada como una niña pequeña.

—¿Ir adónde?

Las dos mujeres se volvieron al oír la voz de Pau.

—¿Ya te marchas para Barcelona? —lo saludó Anna cuando él se inclinó a besar sus dos mejillas—. Uno de sus antiguos jefes se casa y la han invitado a la boda.

Pau se entretuvo haciendo carantoñas a la más pequeña de la familia mientras ganaba tiempo para decidir cómo encarar aquel asunto. Por más animada que estuviera la madre de la criatura, a él le parecía una pésima idea. 

—Un fin de semana en Londres y después el resto del año aquí, soñando con regresar. Suspirando por volver a abrir el paraguas cada diez minutos y con comer patatas congeladas. Nunca entenderé qué tiene ese país que os vuelve tan locas.

—¿Desde cuándo abres la correspondencia ajena? —replicó a su vez Andy, haciendo oídos sordos al comentario de Pau. Lo conocía de sobra y hacía mucho tiempo que había aprendido que él jamás lo entendería por dos poderosas razones: la primera porque era español, la segunda porque era un Estellés. 

—Estaba abierta —se defendió Anna sonriendo—. Y estaba sobre la mesa, a la vista de todos.

Ya. A la vista de todos los cotillas de la familia, pensó Andy. Le quitó la invitación de las manos, que dobló y guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros. Y, en su lugar, le entregó a la pequeña Luz. A continuación, enfiló hacia la cocina.

—Voy a preparar tu almuerzo, querida mamá —dijo con recochineo—, que tú sí que eres española y los españoles almuerzan.

No pensaba desaprovechar la ocasión de poner fin a un tema que no le interesaba que se convirtiera en debate público.

Pau, por supuesto, no pensaba dejarlo estar. Fue tras su sobrina, dispuesto a invertir en evitar males mayores los últimos cinco minutos que le quedaban antes de tener que salir corriendo para el aeropuerto. 

Intercambiaron miradas, pero Andy siguió a lo que estaba, sin darle pie a hablar del tema. Había abierto una barra pequeña de pan a la mitad y tras frotarlas con tomate y echarles un poco de aceite de oliva, disponía encima lonchas de jamón.   

—¿No te veremos hasta el otro sábado? —dijo por romper el silencio más que otra cosa. Sabía de sobra la respuesta. 

Que las Avery se instalaran en Menorca había sido solo una parte del plan de reunificación familiar emprendido por Pau tras la muerte de Sonia. Después de años esperando el momento, el nuevo hombre a la cabeza del grupo empresarial había logrado capitalizar aquel episodio dramático y, por iniciativa suya, Ciro Montaner se había convertido también en el chef de la joya de los Estellés, el Restaurante Sa Badia de Menorca, consolidando aún más los negocios de las dos familias. Mientras sus hermanos menores, Sílvia y Quim, permanecían en Gerona, ocupándose de los viñedos y de la bodega Montaner, Ciro se turnaba con Pau semanalmente para dirigir los restaurantes. El resto del emporio familiar estaba bajo el control exclusivo del único hijo varón de Francesc Estellés, pero, a diferencia de lo que sucedía en los tiempos del patriarca, sus hermanas tenían voz y voto. 

Pau asintió y fue directo al grano.

—Oye, me ha costado muchos años y muchos cabreos reunir a la familia y entiendo que tu madre te anime. Sabe que echas de menos todo aquello, se siente culpable por haberte arrancado de tus raíces y, lógicamente, quiere que vayas y lo pases bien. Pero tú y yo sabemos que allí has dejado personas que te importan mucho —Andy apartó la vista en un intento de ocultar el rasgo más expresivo de su rostro y que él no pudiera corroborar cuánto había acertado— y que si decides volver, ella te seguirá porque no sabe vivir sin sus hijos. Y si por uno de esos milagros de la vida no lo hace, si se queda aquí, se morirá de tristeza.

Andy permaneció con la mirada clavada en el bocadillo que ahora cortó en tres porciones idénticas. Odiaba las intromisiones en su vida privada. 

—No puedo impedir que tomes tus decisiones, Andrea —concluyó Pau—, pero te pido que, por favor, lo pienses bien. Hay cosas muy importantes en juego.

Odiaba las intromisiones con todas sus fuerzas, sí. Igual o más, que la llamara por su nombre de pila. Pau no lo sabía, claro, pero así la llamaba su padre cuando estaba enfadado. O eso era lo que ella creía entonces. Con el tiempo, había comprendido que las razones de su enfado no tenían que ver con lo que ella hiciera, sino con su nivel de alcohol en sangre.

Lo odiaba, sí. Tanto como reconocer que Pau tenía razón.

—Gracias por recordarme lo que ya sé, tío. —Lo miró, esta vez sí—. Todavía no he decidido lo que haré.

* * * * *

Neus y Roser se cruzaron con su hermano en la puerta y cuando llegaron al patio, Andy disponía un plato con un bocadillo y una taza de té sobre un mantel encima de la mesa pequeña del juego de jardín. Los ojos de ambas, como siempre, cobraron vida propia en cuanto detectaron a la pequeña Luz prendida a su biberón como si fuera la única comida en días. 

—¡Me encanta verla comer! —dijo la primera.

—Es que ¡le pone una ganas, ¿habéis visto?! —apuntó Roser.

Se acercó a besar a su hermana y de paso, le hizo unas cuantas carantoñas al bebé que, como siempre sucedía en tales circunstancias, no tenía ojos ni manos para algo distinto que el biberón decorado con una oveja con bufanda rosa que agarraba firmemente entre sus manos regordetas. Y atrás de ella, llegó Neus a prodigarse en carantoñas.

—Y verla dormir, y verla reír y bañarse y jugar… En resumidas cuentas, Luz te encanta —dijo Anna con una sonrisa. 

Andy meneó la cabeza.

—Las mujeres de esta familia sois un caso perdido. ¿No habéis pensado en poner una escuela infantil en vez de perder el tiempo en la hostelería?

Neus le dio un cachete en el trasero.

—Mira quién fue a hablar, la llevas hasta de fondo en el móvil. Calla, anda.

Andy sacó su teléfono.

—Es que no me digáis que no está para comérsela —dijo, enseñándolo con cara de tía orgullosa.

—Bueno, ¿qué os contáis de nuevo? —Neus se sentó a la mesa, entre sus dos hermanas—. ¿Qué me he perdido esta semana?

Sondeaba con la intención de averiguar si había habido algún cambio en la relación entre padre e hija. Algún acercamiento aparte del “hola y adiós” que constituía el único tipo de comunicación existente entre ellos desde aquel memorable día que el patriarca se dignara volver a dirigirle la palabra a su hija, la traidora que había emigrado a tierras inglesas.

No la había habido y Anna, francamente, dudaba que alguna vez fuera a haberla, pero ni deseaba dedicar tiempo a pensar en ello ni, desde luego, lo quería como tema de conversación delante de su hija. En cambio, había otro tema que le parecía mucho más apropiado para aquel momento.

—¿Sabes ese sobre que le trajiste de Barcelona? Pues ese sí que tiene novedades; su jefe se casa y ha invitado a Andy a su boda.

—¡No! —exclamó Neus súper animada. 

Andy tuvo la impresión de que su imaginación, que se caracterizaba por ser hiperactiva, ya la estaba imaginando a ella vestida de blanco en su propia boda. 

Roser, en cambio, mantuvo su entusiasmo bajo mínimos. Al igual que Pau, no era partidaria de que sus sobrinos ingleses continuaran en contacto con sus antiguos amigos. Ahora vivían en España.

Séeeeeeee, como lo oyes. Pero aquí, mi preciosa hija, se lo está pensando. ¿Cómo va a dedicar un fin de semana a divertirse, como cualquier chica de su edad? ¡Eso está prohibido!

Andy continuó mostrando su sonrisa de “señoras, no pienso hablar del tema”, ignorando completamente la alusión de su madre y la lluvia de comentarios que siguieron a continuación, principalmente por parte de Neus. Roser había tomado en brazos a Luz, que había acabado de comer, y la había puesto sobre su hombro para ayudarla a expulsar el aire que siempre tragaba a borbotones por la ansiedad con que devoraba su comida.

—Venga, Andy… ¿se va a acabar el mundo porque un mísero fin de semana dejes las responsabilidades de lado y te diviertas? —Anna le apretó una mano cariñosamente—. Estoy segura de que tienes unas ganas locas de volver a ver a tu príncipe de las rastas… Vete a Londres, cariño, y pásalo bien. 

—¡A mí me da igual si es el príncipe de las rastas o el rey del mambo! —exclamó Neus, eufórica—. ¡Lo que quiero es que te diviertas! ¡Que tienes veintidós años, niña! 

Andy sonrió armándose de paciencia.

—¿Tengo veintidós años? Gracias por decírmelo, no me había enterado —repitió risueña—. Y ahora, con vuestro permiso, me voy a trabajar. 

Anna la retuvo por la mano.

—Te hará bien volver a estar con tus amigos, cariño. Créeme, soy tu madre y te conozco muy bien y sé que necesitas volver a tus raíces, a tu gente. No digo que estés mal aquí, pero aquello siempre será tu tierra y siempre lo echarás de menos. Solo tienes que aprender a vivir con ese sentimiento, nada más. Porque no te abandonará. Estés donde estés, siempre anhelarás volver. Así que vuelve, olvídate de España y de todo durante un fin de semana y disfruta. Date un respiro, Andy. Lo necesito, de verdad. Hazlo por mi, por favor.

Durante un instante reinó el silencio en el patio de la gran casona familiar. Al fin, la sonrisa regresó al rostro de Andy.

—Buen intento, mamá —hizo adiós con una mano—. A más ver, señoras. Si me necesitáis, ya sabéis dónde encontrarme.

—Jopé, Andy, pero qué cabezota eres, niña —se quejó Neus mientras Anna sacudía la cabeza.

La joven ni siquiera se volvió. Salió del patio y a continuación, abandonó la casa.

Las hermanas se miraron.

—Vete a saber lo que le habrá dicho Pau… Si es que, lo adoro, pero a veces te juro que lo mataría por bocazas…

Detrás de sus gafas con montura estilo Marilyn Monroe, Roser le echó una mirada reprobatoria a su hermana mayor. 

—Da igual lo que diga —y al ver la que, a su vez, le dedicaba Neus, se apresuró a matizar—. Me refiero a que él no tiene influencia sobre Andy. Diga lo que diga, hará lo que ella quiera. 

Neus y Anna entrecruzaron miradas. Pau no tenía influencia sobre Andy, pero había alguien que sí la tenía.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —dijo Neus con una sonrisa cómplice.

Anna se estiró hacia atrás para sacar el móvil del bolsillo de su vestido.

—Creo que sí.

Neus se cruzó de brazos, pensando satisfecha que quizás consiguieran salirse con la suya, y al encontrarse con la mirada interrogante de Roser… 

—Tú, como los monos sabios —le advirtió haciendo la representación gestual de lo que lo que decía—: no oyes, no hablas y no ves. ¿Está claro, guapa?

 

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