Lola

Lola


SEGUNDA PARTE » 16

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Viernes, 6 de noviembre de 2009.

Casa de campo de los Rowley.

Southend On Sea,

Essex, Inglaterra.

Dylan apenas había dormido por la noche; se había acostado a las tres tirando cables y poniendo luces led, y a las siete ya estaba otra vez en pie. En realidad, el panorama no era muy diferente del miércoles, ni del martes. Ni del lunes. Llevaba desde el principio de la semana corriendo para todo: para dejar a punto la vivienda que tenían que entregar, para adelantar el trabajo de los dos días que estaría fuera, para no perder el avión… ¡Hasta para dejar el traje en el tinte antes de que cerraran había tenido que correr! Joder.

La casa de campo de los Rowley donde Dakota y Tess celebrarían la ceremonia y el banquete estaba situado en Southend On Sea, una pequeña localidad del condado de Essex, a setenta kilómetros de Londres. Dylan había estado allí un par de veces antes, pero nunca había prestado mayor atención a los jardines que rodeaban la propiedad. Según tenía entendido, los Rowley organizaban fiestas y otros eventos menores con mucha frecuencia en su mansión londinense de Chelsea. La casa, que en realidad la madre de Evel  había heredado de su madre, Angela, la habían relegado para reuniones con las amistades más allegadas a la familia durante el verano, de ahí que la iluminación de los jardines fuera básica. 

Básica y prehistórica, pensó Dylan cuando se quedó con un trozo del portalámparas en la mano. Mierda. De momento, era el único puñetero farol sano que había en la linde posterior de la propiedad. Se rascó la calva de pura desesperación; si la iluminación básica le ponía las cosas así de complicadas, la parejita tendría a sus hijos en la universidad para cuando acabara de montar el verdadero espectáculo de luces que había preparado para Dakota y Tess.

Joder. 

Soltó una carcajada al imaginar la situación. Él, en la cima de la escalera, con las gafas de culo de botella caladas a tope, intentando atinar con el destornillador y fallando tres de cuatro intentos mientras un Dakota, tan calvo como una bola de billar y haciendo gala de su habitual mal humor, le decía: “joder, tío, ¿todavía sigues ahí? A ver si acabas de una puta vez”.

Dylan dejó el destornillador sobre el último escalón, casi a punto de ponerse a lagrimear de tanto reír. 

Menos mal que le había dado por troncharse (y no por liarse a patadas con la linde ja,ja,ja). Estaba claro que era un desestresante pistonudo, pensó.

“Y encima, gratis, te lo recomiendo”. El recuerdo del momento en que había oído aquella frase regresó a la mente del irlandés, que empezó a desternillarse otra vez.

Dos meses y medio antes, en casa de Andy…

Al final no había sido el hermano de la camarera quién llegó treinta minutos más tarde sino su llamada para avisar que estaba de camino y no venía solo; su amigo Jonas venía con él y se quedaría a dormir. Con diferencia de segundos, Andy recibió la llamada de la madre del muchacho para cerciorarse de que todo estaba en orden. Para entonces, ella se había puesto a hacer la cena y entre lavado de hojas de lechuga y picado de cebolla, mantenía una especie de monólogo que Dylan seguía con aparente interés desde la pequeña barra que separaba la mini cocina del salón.

La primera intención del irlandés había sido marcharse, pero al ver que ella no hacía la menor sugerencia al respecto, decidió esperar un poco. Había quedado, pero todavía disponía de unos minutos. 

—La pobre está tan desesperada como yo, y eso que Jonas es el tercero. Tiene otros dos hijos —la oyó comentar, refiriéndose a la madre del amigo de Danny que se quedaría a dormir—. Pues, menos mal que ayer compré un pollo entero, si no hoy me las vería para alimentar a esas dos fieras…

Ahora se refería al pollo al que estaba destrozando a mansalva, pensó el irlandés al tiempo que pasaba al otro lado de la barra, donde estaba Andy, para ocuparse del pobre pollo. Menos mal que ya estaba muerto y no se enteraba de nada, porque menudo estropicio estaba haciendo con la intención de trocearlo.

—Trae —le dijo, quitándole el cuchillo de las manos—. Si el pobre estuviera vivo, te acusaría de maltrato animal.

Andy echó a reír. 

—¿Te lo imaginas dando vueltas por la mesa con una pancarta? “¡Andy, el terror de los pollos! ¡Quítenle el cuchillo a esa maltratadora!” 

Dylan dejó lo que estaba haciendo para mirar a la camarera, que muerta de la risa daba vueltas en el sitio, batiendo los brazos -¡y las rodillas!-, imitando a lo que se suponía venía a ser un pollo. 

Pero vete tú a saber qué era realmente, pensó él. Además de una chavala a la que se le habían perdido unos cuantos tornillos.

—¿Qué? —dijo ella al ver cómo la miraba.

El irlandés sonrió.

—Tía, tú estás fatal —sentenció, con su lógica que de tan… lógica, daba gracia.

¿Y por qué iba a ‘estar fatal’? Si su vida era perfecta. Aparte de estar enamorada de un imbécil (que seguía “bastante pillado” de su única novia conocida), lo cual no le había impedido enrollarse en una maratón de sexo con un cliente del bar que parecía miembro de la Hermandad Aria y que ahora, justamente, estaba aterrorizando al pollo que después cenaría, su único problema era que no le alcanzaba el dinero. Tenía que mantener la casa, a su hermano pequeño, a su madre enferma, a su hermana mayor que estaba en Barcelona sufriendo las consecuencias de haberse enamorado de un mal hombre, algo, por cierto, bastante común a las mujeres Avery, y no le alcanzaba el dinero. Ni las horas del día para trabajar. Pero aparte de eso, estaba perfectamente. No fatal.

—Se llama sentido del humor, calvorotas. —Dylan, que había vuelto a ocuparse del pollo, no hizo comentarios. Andy continuó—: Por suerte, me río mucho. Es una medicina estupenda y encima, gratis. Te la recomiendo. Y el cabreo que queda después de las risas, lo quemo entrenando. 

Dylan la miró interesado.

—¿Entrenas para quemar cabreo?

Andy asintió.

—Así empecé, hace tres años. Al principio, quedaba tan hecha polvo que solo podía pensar en darme una ducha y acostarme a dormir, pero al menos, conseguía no pensar durante unas cuantas horas. Después empecé a hacer boxeo y kick boxing y eso fue el complemento perfecto; entras cabreada como un babuino hembra y sales como nueva —sonrió con simplicidad—. No hay nada como liarte a puñetazos con un saco de boxeo.

Dylan partió el último cuarto trasero del ave.

—¿Está bien así o quieres piezas más pequeñas?

Andy recuperó el cuchillo y le cedió un trapo para que se secara las manos.

—Así está muy bien. Gracias, calvorotas.

—¿Y qué pasó hace tres años, si no es mucho preguntar? —dijo el irlandés después de un rato en silencio mientras se lavaba las manos.

Andy se tomó su tiempo para responder. No era una persona muy proclive a hablar de sus cuitas con extraños. Pero dado que Dylan la ayudaba siempre que se le presentaba la ocasión… Y que se había acostado varias veces con él, estrictamente hablando, no era lo que se llamaba un extraño. 

—Mi madre llevaba bastante tiempo con problemas de salud y no daban con lo que tenía. Para algunos era fibromialgia, para otros… bah, todas palabras rarísimas. La cuestión es que cada vez iba a peor y hace tres años tuvo que dejar de trabajar… Ya no podía ni con su alma.

No era lo único que le había sucedido a los Avery hacía tres años. También estaba lo de Sonia. Estudiaba arquitectura, era una alumna brillante y aquel sería su último año de carrera, pero se fue a España de vacaciones y en la Costa Brava conoció a un inglés de las colonias, nacido en Sudáfrica, del que se enamoró perdidamente. Lo dejó todo por estar con él: casa, familia, estudios y se quedó en España. El tío resultó ser un hijo de puta que le destrozó la vida… Era un camello y un drogadicto, que la hizo adicta a ella también. Dos años después, cuando las cosas se les torcieron, empezaron a robar para mantener el vicio y en uno de esos robos, a primeros de año, los persiguió la policía. Tuvieron un accidente. Él murió en el acto, pero ella acabó en la cárcel. Estando allí, Sonia se enteró de que estaba embarazada... 

Pero Andy esto no estaba preparada para contárselo a Dylan. En realidad, ni a él ni a nadie.

—Y para rematarnos del todo —continuó—, hace unos meses a la pobre le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica, más conocida como ELA. 

Dylan asintió. Menuda historia. 

—¿Hay tratamiento para eso?

Andy respiró hondo. Negó con la cabeza.

—De momento, no —para sorpresa de Dylan, una sonrisa volvió a brillar en aquel rostro juvenil cuando dijo—: El cabreo ya lo tengo controlado. Ahora solo me hace falta encontrar la forma de superar la fase estúpida de mi hermano, sin estrangularlo. Si sabes de algún deporte o brebaje, me avisas.

Su talante natural le impedía mantenerse seria durante mucho tiempo. Aunque también era cuestión de supervivencia, la necesidad de creer que las cosas acabarían resolviéndose de un modo u otro. Para el irlandés, que la observaba con total atención, supuso la constatación de que tras aquella chica menuda de rostro juvenil se escondía una mujer tremendamente fuerte y su respeto por ella volvió a crecer.

En aquel momento, sonó el móvil de la dueña de casa al mismo tiempo que sonaba el timbre exterior. 

—Se ha vuelto a dejar las llaves —apuntó el irlandés, al reconocer el peculiar estilo de anunciar su presencia que tenía el hermano menor de la camarera.

Ella sacudió la cabeza con resignación.

—Siempre. Siempre se las deja —respondió, dirigiéndose a la puerta al tiempo que contestaba el móvil—. ¿Ya estás aquí, pesado? Tus medias horas son muy raras, ¿sabes? Duran el doble que las mías. 

Andy colgó el móvil y descolgó el portero. Desde abajo las carcajadas de Danny (y de su amigo) se oyeron alto y claro en el diminuto hall de la casa.

—¡Es que yo soy el doble de grande! ¡No te enfades conmigo. Venga, Andy, si soy bueno…! —respondió el chaval, haciendo reír a su hermana.

—¿Bueno? Un trasto, eso es lo que eres… Anda, sube —respondió ella riendo. Y le abrió la puerta exterior del edificio.

Dylan dejó el trapo que aún conservaba en las manos y cogió su cazadora del respaldo de una silla donde la había dejado al llegar.

—Bueno, guapa, me voy yendo… —comentó mientras se la ponía.

Ella sonrió con picardía.

—Hoy no estás desnudo. No hace falta que salgas corriendo a esconderte. ¡Qué pena que no hay cámaras en este edificio, te juro que habría pagado por verte!

Él le obsequió una de sus miradas de refilón y empezó a ensayar un estriptis con movimientos exagerados, haciendo que ella se doblara de la risa.

—A buen puerto has ido por leña… Mira que eso lo resuelvo en un santiamén…

—¡Qué exhibicionista eres, calvorotas! —replicó ella, agarrándolo por los brazos para impedir que se quitara la ropa.

Dylan la estrechó contra su cuerpo en un abrazo torpe que pretendía ser en broma y acabó quedándose a mitad de camino entre el juego y el deseo de que no fuera tal. 

—Te quejas pero te encanta —comentó él, sin soltarla.

Ella sonrió, expectante. Los dos lo hicieron.

—Me encanta —concedió ella y añadió justo cuando se oía el timbre del piso—. Y no es una queja.

Nada como una buena sesión de risas para ponerte las pilas, pensó el irlandés. Miró alrededor, los metros y metros de linde que le quedaban por revisar.

—¿Faroles rotos a mí? Ja. No sabéis con quién os estáis metiendo. ¡Soy el terror de los faroles!

* * * * *

Angela sonrió ante la escena que se abría ante sus ojos. El sujeto corpulento que estaba encaramado a la escalera contra la linde posterior de la propiedad, con sus brazos cubiertos de tatuajes y aquellos pantalones medio caídos, tan manchados de tierra seca como su camiseta, parecía cualquier cosa menos un ingeniero informático especializado en domótica. Cualquiera, empezando por un caco revienta-lunas.

—Como deduzco que el café te lo has tomado de madrugada, te traigo una cerveza fresca.

Dylan miró a la mujer desde la cima de la escalera. Sabía por Evel que la anciana tenía el sueño ligero, de modo que había procurado no hacer ruido. Y como siempre que alguien se propone no hacerlo… ¡No había despertado a los gallos porque ya estaban despiertos!

—Siento el follón. Tropecé con algo en la escalera…

Angela esbozó una sonrisa amable. Por supuesto, no le dijo que ese algo con lo que había tropezado era un jarrón antiguo de cobre repujado. No se había roto, pero restaurar las abolladuras costaría un buen pellizco.

—Ah, no te preocupes. No tiene importancia. Ven, descansa un rato y cuéntame cosas. 

Dylan también esbozó una sonrisa (más o menos) amable. Y, por supuesto, tampoco le dijo que prefería que le clavaran astillas debajo de las uñas a bajar y “contarle cosas”. Aún así, lo hizo. Bajó de la escalera, le agradeció a la mujer el detalle de traerle una cerveza, y empinó el codo con evidente gusto. Estaba fresca y para variar era cerveza inglesa. Dios, qué mono de una buena cerveza nacional tenía.

—He visto que no has confirmado si traes acompañante a la boda —empezó a decir Angela—. ¿Acaso quieres poner un poco de intriga? Dudo mucho que un hombre como tú vaya a asistir solo…

—No he confirmado acompañante porque no me acompaña nadie —dijo con su lógica habitual.

—¿Y Amy? 

El tono de sorpresa era equiparable al asombro que dominó el rostro de la anciana, pero no engañó a Dylan.

—No tengo la menor idea. 

—¿No has hablado con ella? —insistió la anciana.

Nop. —Dio un buen sorbo a su cerveza. Hacia casi dos meses de la última vez que se habían visto y aunque ella lo había llamado un par de veces, Dylan no le había devuelto las llamadas. La comunicación entre los dos se había cortado de una vez. Al fin.

—¿Pero lo has intentado?

Nop —repitió el irlandés, sin inmutarse.

Angela sacudió la cabeza ligeramente.

—¿Por qué todos creen que hay algo entre Amy y tú? Has estado en Londres el tiempo suficiente para llamarla, incluso para quedar con ella… Tienes mucho trabajo por hacer aquí, es cierto, pero media hora más o menos no marcará una gran diferencia. 

—Pues no sabría decirte —apuntó Dylan. Le pareció la mejor respuesta; era sincera (no tenía ni la más remota idea de por qué “todos” pensaban eso) y, al mismo tiempo, daba a entender que no tenía ningún interés en “contarle cosas”.

Notó que la mujer lo escrutaba. Estudiaba sus reacciones intentando cuadrar lo que decían otros con la idea que se había formado de él. 

Su nieto insistía en que la indiferencia era fingida, producto del orgullo herido de Dylan que se resistía a claudicar ante lo que sentía por Amy. Una opinión idéntica tenía Abby y le constaba que varias de sus amistades -moteros todos- opinaban lo mismo. Los había oído la tarde de su despedida en el MidWay. Sin embargo, la actitud de Dylan al respecto siempre había sido la misma. No había enfado, ni fingido ni de ninguna clase. Ni siquiera un ligero toque de rencor.

—No lo entiendo —fue su conclusión tras unos instantes de reflexión—. A mí me pareces de la clase de personas que se implican a fondo en los asuntos que son de su interés. Al menos, eso es lo que te he visto hacer desde que te conozco.

Dylan asintió enfáticamente. Desde luego, ni él lo habría expresado mejor.

A Angela le pareció que al fin diría algo más, pero no fue así. 

El irlandés se limitó a sonreír y volvió a dar un buen lingotazo a su botella.

* * * * *

Mientras tanto, en el MidWay…

—Nos estamos quedando sin ginger ale —se quejó Dakota cuando pasó por detrás de Maverick portando una bandeja cargada de pintas—. Y sin jarras limpias… —soltó un bufido—. Y sin canapés de pimiento… Joder, vamos de culo y contra el viento.

Y sin paciencia, pensó el socio capitalista del MidWay.

Evel que, precisamente en aquel momento, estaba quitando el envoltorio a una bandeja de canapés de pimiento miró a Maverick que retiraba del lavavajillas una cesta hasta arriba de jarras limpias. Los dos menearon la cabeza y siguieron a lo que estaban antes de que el vendaval Dakota les recordara lo que tenían que hacer. Llevaba toda la semana igual, atacado de los nervios, pero aquella tarde, la víspera de su boda, estaba lisa y llanamente insoportable incluso para alguien tan paciente y que lo conocía tan bien como su socio.

Se suponía que aquel día libraba del bar, que estaría ayudando a la cuadrilla de trabajadores -los mismos chapuzas que se ocupaban de las reparaciones del bar y habían reformado su buhardilla- con la preparación del  espacio donde se celebraría la ceremonia y el banquete. Pero a primera hora de la tarde, había reaparecido en el bar. Según él, para recoger a Tess y llevarla a la casa de campo de los Rowley donde pasarían la noche. Según Evel porque sí, porque la ansiedad se lo estaba comiendo vivo y no se podía estar quieto en ninguna parte.

Era cierto que Tess tenía una última reunión de trabajo con la editora a quien había sustituido durante su baja por maternidad. Aunque hacía más de quince días desde que finalizara su relación contractual, la reunión estaba acordada con anterioridad, con la finalidad de que la editora pudiera despejar las dudas y consultas que surgieran después de su regreso al puesto de trabajo. Pero dado que las dos familias -los Taylor y los Baldini/Gibb-, además de los anfitriones -los Rowley-, pasarían la noche en la casa de campo, había suficientes vehículos disponibles para llevar a la novia. Algo que Dakota, por descontado, sabía. 

Para colmo de males, había recibido una llamada de su suegra. La primera que recibía y en su móvil. Evel se dio cuenta de que sucedía algo en cuanto vio la cara de su socio, pero no fue hasta que él colgó y una retahíla de improperios salió de su boca, que averiguó lo que sucedía. O más bien, parte de lo que sucedía, ya que Dakota nunca se había caracterizado por hablar de sus asuntos y tampoco en esta ocasión dijo más que: “esta mujer está como una puta cabra. Deberían llevarla con correa y bozal”.

—¿Quién? —preguntó Evel.

Rayos y centellas salieron de los ojos del motero pelilargo cuando miró a su socio… y una legión de sapos y culebras antecedió a las únicas dos palabras que pronunció: “tu suegra”.

Evel reprimió la carcajada hasta que Dakota se alejó lo bastante de la barra como para no poder oírlo. Era tan capaz de pagarla con él, que no quería arriesgarse a que decidiera practicar el tiro al plato con su cabeza, usando las jarras del MidWay a modo de munición. Pero Maverick estaba demasiado cerca y demasiado atento, y detectó al instante que Evel se estaba tronchando de risa.

—Que también es la suya, si no estoy mal informado —apuntó el barman en voz baja controlando con la vista los movimientos de Dakota—. ¿Para tanto es la cosa?

¿Que si era para tanto? Amelia Gibb era todo un personaje y sí, como suegra era para tanto y más. Desde que Evel había descendido del top de sus favoritos, tras casarse en secreto con su hija menor y desatar poco menos que una guerra nuclear, no pasaba día sin verificar lo difícil que le ponía las cosas a todo el mundo. Pero no era asunto de nadie ajeno a la familia, así que se limitó a negar con la cabeza, quitando importancia al tema, y continuó trabajando sin hacer comentarios.

Poco después llegó Tess, que con su traje de ejecutiva y sus modos femeninos, se ganó varios halagos en forma de silbidos y comentarios por parte de la clientela. Halagos que la editora recibió de buen grado aunque se ruborizara y que a su joven enamorado, para variar, no le hicieron ninguna gracia.

Sonriente y algo acalorada, Tess fue directamente al encuentro de Dakota. Él, en cuanto la tuvo a tiro, la rodeó con sus brazos y la elevó un metro del suelo.

—Sufrid, cabrones —le dijo con malicia al grupo de zalameros que seguían sin quitarle los ojos de encima a la editora y después de plantarle un soberbio beso en la boca, murmuró en su oído—: Tus trajes me dan un morbo… Creo que hoy jugaremos a que tú eres la señora del castillo y yo, tu ayuda de cámara, ¿cómo lo ves?

Tess echó a reír y a pesar de saber que nadie excepto ella podían haberlo oído, sus mejillas acusaron recibo como si Dakota lo hubiera dicho en una radio que emitía a toda la ciudad de Londres y sus alrededores.

Dakota la estrechó aún más fuerte, disfrutando del momento y de la risa que le hacía tanta falta, y luego volvió a dejarla en el suelo.

—Pensé que no te vería hasta tarde hoy —Tess apartó el cabello de los hombros de Dakota y a continuación tomó su rostro entre las manos—. Gracias por venir a buscarme. 

Él volvió a besarla y los silbidos arreciaron, pero la pareja, que estaba sumergida en su propio mundo, ni siquiera se dio cuenta.

—De nada.

—¿Qué tal todo por Southend On Sea?

La palabra que mejor definía el estado de las cosas era caos. Los chapuzas eran efectivos pero caóticos y presenciar el proceso ponía de los nervios a cualquiera. A él, que llevaba histérico desde hacía semanas, el ir y venir de aquellos tipos, desperdigando mesas y sillas por doquier, preguntándose unos a otros (en un lenguaje extraño mezcla de su idioma nativo y un inglés barriobajero) por el paradero de cosas que tenían justo delante de sus narices, lo irritaba. Y cuando las ganas de liarse a patadas con todo lo que encontraba a su paso sobrepasó el nivel tolerable, Dakota cogió carretera y manta. La situación que encontró en el bar no mejoró su estado de ánimo y Amelia Gibb se ocupó de rematar la faena.

—Desastroso, pero controlado. Creo. 

Tess frunció el ceño y Dakota hizo los honores

—¿Te acuerdas de la reforma de la buhardilla? Esto es igual. Alguien normal pone la mesa en su sitio, pone las sillas y va a por la siguiente mesa. Estos tipos, no. ¡Qué va! Ellos primero pasean cada puñetera mesa por todo el jardín, así que aquello es un follón de sillas desperdigadas, pilas de cajas con los adornos por todos lados y mesas a medio montar… Pero, tranquila, que con suerte, no acabaremos comiendo sobre las rodillas. —Echó a reír de pura incredulidad. 

—Tú te ocupas así que no estoy preocupada en absoluto —murmuró Tess, en plan terrón de azúcar al tiempo que dejaba una caricia sobre el rostro masculino antes de poner rumbo a la buhardilla. 

No lo hacía solo por ternura, también porque sabía que era una técnica infalible cuando Dakota estaba estresado. Y sin duda, lo estaba.

—Espera, que hay más —dijo él, cortándole la retirada—. Ha llamado tu madre.

Tess se dio la vuelta con la sorpresa escrita en la cara con rotulador fluorescente.

—¿Ah, sí…? ¿A ti? 

Dakota asintió con la cabeza varias veces. Sí, a él. De todas las personas del mundo, él había resultado ser el desgraciado elegido para tolerar la memez galopante de una mujer que estaba loca de remate. 

—Vaya… ¿Y qué quería? —preguntó la editora con cautela.

Dakota soltó un bufido. A pesar del influjo benéfico que ejercía Tess sobre él, era incapaz de pensar en Amelia Gibb sin cabrearse. Incapaz de recordar sus memeces y sus salidas de tono sin que se le calentara la sangre…

—Que pases la noche en la casa paterna, como hace toda novia la noche antes de su boda —replicó casi sin separar las mandíbulas para hablar. No solo porque no deseaba que semejante gilipollez fuera de dominio público, es que estaba seguro que como abriera más la boca, las palabrotas que le inspiraba aquella mujer saldrían cual ráfaga de metralleta haciendo un estruendo fenomenal. 

Tess sacudió la cabeza. Aquello era aún mas sorprendente que hubiera elegido marcar el número de su novio. Volvió a tomar el rostro del motero entre sus manos.

—¿La has mandado a paseo? 

A Dakota su voz volvió a saberle a miel.

—Un poquito más lejos.

—Bien hecho, amor —dijo la editora.

Se puso de puntillas y depositó un beso sobre los labios de Dakota. Él lo convirtió en un morreo en toda regla.

—¿Subes, a hacer de ayuda de cámara? —añadió, insinuante.

—Ya. Tú sígueme tentando y nos perderemos la boda, guapa.

Dakota la hizo girar de espaldas a él y la empujó con suavidad indicándole que se marchara antes de que las cosas pasaran a mayores.

—No podemos. Es la nuestra, amor, tenemos que asistir —dijo ella, alejándose al tiempo que le tiraba un beso con la mano.

El motero la siguió con la mirada mientras ella pasaba detrás de la barra, hacia el final de las escaleras que conducían a la buhardilla. Como siempre que Tess aparecía en escena, la atención del motero cambiaba de foco completamente.

—¿No quieres llevártelo un ratito? —intervino Evel en parte bromeando y en parte intentando a ver si caía la breva.

—Por favor —añadió Maverick, entrelazando las manos como si fuera a pronunciar una plegaria.

Dakota los miró con ironía.

—Cortaos un poco, tíos, que estoy aquí.

Tess echó a reír, sus ojos acariciaron al amor de su vida como solo ella sabía hacerlo.

—Tenedle paciencia, pobrecito. Es la primera vez que se casa.

* * * * *

A pesar de que Dakota y Tess ya habían salido para Southend On Sea, el ambiente festivo continuaba sobre las siete, cuando Dylan llegó al MidWay. Casi todos estaban allí; los clientes habituales del bar, la mayoría de los miembros del club de moteros The MidWay Riders y del taller de customizados Rowley Customs y su dueño, por supuesto, Evel. Hasta Niilo, el ingeniero de diseño de Evel, que Dylan había visto en contadas ocasiones fuera del taller, estaba allí aquella tarde, celebrando como el que más.

La mayoría de los allí presentes no habían vuelto a ver al irlandés desde que había abandonado Londres y no escatimaron muestras de camaradería al verlo reaparecer por allí. De haber bebido la mitad de las cervezas a las que le invitaron, habría sufrido un coma etílico.

Estaba siendo una tarde de reencuentros y muchas risas a cuenta de los nervios del novio, noticia que había corrido como reguero de pólvora y había dado lugar a bromas de todo tipo. Además, Maverick siempre le había parecido un tipo gracioso y aunque ya se había enterado por Evel de que lo estaba haciendo bien en el MidWay, le gustó verlo detrás de la barra, tan showman y tan eficaz. Después de todo, el ex-boy trabajaba allí por recomendación suya.

La sorpresa de la tarde vino de la mano del presidente de los MidWay Riders y, dado que nadie más compartió su sorpresa al verlo entrar con su exnovia Nikki, le quedó claro que él era el único que quedaba por enterarse.

Aún y así, le seguía pareciendo asombroso. Estaban acaramelados, como si nunca se hubieran separado. Conor debió notar el asombro en su rostro porque, aparte de saludarlo con un gesto de la cabeza, no hizo el menor ademán de acercarse a conversar. Más bien al contrario, se digirió con su chica al otro extremo de la barra donde continuó conversando con ella como si el resto del mundo no existiera.

Dylan volvió a su bebida y mientras sus ojos seguían ausentes los movimientos de la cerveza en el interior de la jarra que él movía, reproduciendo círculos sobre la barra, su mente volvió a desbocarse en aquel aluvión de datos inconexos. ¿Conor con Nikki? ¿Pero no estaba colado hasta los huesos por Andy? Joder, había viajado a Barcelona para verla, ¿o acaso le habían informado mal? ¿De qué iba todo aquello?

—Claro, no lo sabías y ahora alucinas, ¿eh? —oyó que Niilo le decía. Se había puesto a su lado, pero Dylan, envuelto en sus pensamientos no se había dado cuenta.

El irlandés hizo un gesto indiferente con la boca. Conor no estaba entre sus temas de interés y aunque el hecho de que ya no tuviera ningún tipo de relación con Andy sí que lo estaba -más de lo recomendable, de hecho-, no pensaba hablar al respecto. Ni con Niilo ni con nadie. 

 —Me dijo que Andy no quiso saber nada de él. Que fue amable y nada más —continuó el ingeniero de diseño de Rowley Customs. 

Dylan permaneció en silencio, totalmente consciente de que su interés por lo que decía Niilo no dejaba de crecer. Esto sí le interesaba y le habría hecho un millón de preguntas, pero también era consciente de que no se suponía que aquello debiera interesarle. Estaba en Londres, en el MidWay, y para aquella gente, entre Andy y él no había nada. Para aquella gente, él no era más que uno de los tantos clientes del bar a los que la excamarera le ofrecía una sonrisa.

Pero algo tenía que decir.

—¿Y eso lo dejó tan mal que volvió a liarse con su ex, eso quieres decir? —Dylan sonrió con desdén—. No sé… Es un tío muy raro. 

—Al lado tuyo, todos somos raros, Dylan. Hasta yo. —Niilo acompañó sus palabras con una palmada en la espalda del irlandés.

No fue hasta un rato más tarde, cuando Nikki fue al baño, que Conor se le acercó. Intercambiaron miradas dubitativas y el motero de las rastas fue el primero en romper el silencio.

—Sigues en forma. Está claro que las francesas te tratan bien —le dijo, a modo de apertura.

Dylan podía haber continuado con el tono informal de intercambio de halagos masculinos, pero no le dio la gana. Después de la brasa que le había dado, llorando por los rincones porque Andy lo ignoraba, después de toda la ñoñería que había soportado cada vez que la cerveza se le subía a la cabeza… Después de las veces que había tenido que meterlo en la cama, borracho perdido tras una pinta y media de cerveza… Durante meses, había tenido el interés de una mujer increíble como Andy, lo había echado todo a perder y jugado al chico enamorado ¿para qué? ¿Para acabar volviendo con su ex novia, esa que no se cansaba de decir a todo el mundo que lo tenía asfixiado? Se merecía una buena hostia, no un halago.

—Y tú sigues colgándote de una tía distinta cada fin de semana.

—Mira quién fue a hablar… 

Dylan lo apartó de su lado poniéndole una mano en el pecho, un movimiento que no solo cambió el tono de la conversación entre los dos, sino que atrajo las miradas de todo el mundo.

—No se te ocurra compararte conmigo, chaval. Yo no voy por ahí, cagándola como un crío indeciso y calentón.

Conor controló visualmente el área de lavabos. Nikki seguía en el baño, aunque estaba claro que no tardaría mucho más en regresar al bar. Se quitó la mano del irlandés de encima con brusquedad y lo miró airado.

—Fui a verla. A Barcelona, nada menos. Volví a disculparme y le pedí salir, salir de verdad. Y pasó de mí. ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Ordenarme sacerdote?

Una hostia no, una docena. Como muy mínimo. Menudo gilipollas.

Dylan soltó el aire por la nariz.

—¿No has pensando en hacerte una lobotomía, capullo?  —escupió. Sus ojos centelleaban de rabia.

A continuación, dejó un billete de diez libra sobre la barra, dio media vuelta y abandonó el bar.

* * * * *

Un buen baño había conseguido disipar parcialmente el enfado que lo había acompañado todo el trayecto desde el bar hasta su piso en Piccadilly. Dylan era consciente de que no había sido una jugada muy inteligente por su parte, ya que ahora todos se estarían preguntando qué bicho le había picado para reaccionar de un modo tan contundente. Pero no había podido evitarlo. 

“Pasó de mí. ¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Ordenarme sacerdote?” Ahora estaba claro que Andy le importaba un carajo, que nunca le había importado, y saber que él había estado mediando, intentando que acercaran posiciones, lo hacía sentir el rey de los gilipollas. 

Joder, ya volvía a tener ganas de liarse a hostias con él. 

Dylan salió del baño con una toalla alrededor de la cintura. Fue directamente a la nevera y sacó la única cerveza que quedaba. Bebió un buen sorbo e intentó calmarse.

Dejó el botellín sobre la mesa. Tomó el paquete que había traído del tinte, lo extendió sobre el sofá y abrió la cremallera de la funda. En este caso, era un traje de lana virgen color gris oscuro, compuesto de americana de tres botones, pantalón de corte recto y chaleco. Era nuevo, apenas lo había usado una vez hacía unos meses, pero había preferido mandarlo limpiar. 

La boda había supuesto un cambio en su rutina. Un cambio bastante inesperado. De pronto, estaba sobre la mesa la alternativa de saber cómo se encontraba Andy, qué era de su vida. De pronto, Conor, la variante que desde el principio había creído que formaba parte de la ecuación, ya no estaba en el horizonte de Andy. Más aún, en realidad, nunca había llegado a estar en él. 

De pronto, era como si las semanas que cada uno había seguido caminos diferentes, hubieran sido solo un paréntesis, tras el cual los tres volvían a reunirse en el mismo lugar donde estaban la última vez; en Inglaterra, rodeados de los moteros del MidWay.

Solo que ahora Conor ya no buscaba el perdón de Andy, ni ella estaba interesada en tener una relación con él…

Y Dylan…

El irlandés solo sabía que la ansiedad por que amaneciera, por que ya fuera sábado, se había calzado la botas de siete leguas y avanzaba imparable.

Y solo eso, que no tenía la menor idea de lo que significaba, lo mantenía en vilo, como si estuviera subido a un delgado cable bajo el cual se abría un precipicio inmenso.

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