Lola

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SEGUNDA PARTE » 17

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17

Sábado 7 de noviembre de 2009.

Boda de Dakota y Tess.

Southend On Sea,

Essex, Inglaterra.

El día había comenzado con emociones fuertes gracias a la sorpresa que Dakota le había preparado a su chica. Si la llegada de un día tan especial para una mujer no fuera lo bastante emocionante, al entrar en la cocina de la casa de campo de los Rowley, donde se celebraría el evento, Tess se encontró con un inesperado comensal esperándola sentado junto a Dakota, a la mesa de desayuno: su amigo Terry. El moreno, hijo de padre americano y madre jamaicana, había atravesado literalmente medio mundo para asistir a la boda de su mejor amiga; desde la Patagonia argentina, donde realizaba un reportaje fotográfico. 

Y mientras las mujeres de la familia se afanaban en el arreglo de la novia, los chapuzas daban los últimos toques a la decoración y los camareros contratados al efecto, capitaneados por Maverick con la ayuda de los camareros fijos del MidWay, Cheryl y Frank, que aquel día cambiaban el bar de moteros por una boda, disponían los servicios para los cerca de cien invitados al banquete.

La casa lucía realmente diferente aquel día. Se trataba de un chalet de dos plantas con diez habitaciones, situada en una gran parcela de cinco mil metros cuadrados. La casa estaba rodeada por amplias zonas ajardinadas, todas especialmente engalanadas para la ceremonia, aunque las instalaciones destinadas al efecto se habían montado en la parte posterior. Eran dos, un recinto cubierto situado próximo a la piscina, donde tendría lugar la ceremonia, y otro, también cubierto, dispuesto inmediatamente frente la salida posterior de la casa, donde se celebraría el banquete.

Los novios no habían querido una boda religiosa y como era de esperar, tampoco una celebración tradicional. De hecho, se habían saltado varias de las tradiciones más habituales en eventos del estilo. Tess había escogido un vestido largo de satén color gris perla con transparencias en la espalda y los brazos y zapatos a juego, y un sencillo recogido del que se había encargado Abby. Un ramo de violetas y gardenias, su flor favorita, completaba el atuendo. Dakota había cosechado tantas alabanzas como la novia con su traje negro. Debajo, vestía una camisa blanca de seda, ninguna corbata, y, por pedido expreso de su chica, llevaba suelta su larga cabellera rubia. 

Pasaban diez minutos de las doce cuando después de que lo hicieran sus damas de honor, Tess empezó a recorrer el pasillo nupcial. Los ocupantes de las cinco hileras de diez sillas situadas sobre el césped, a cada lado del pasillo, se pusieron de pie.

Estaban todos los miembros de la familia de Tess, incluso los que no vivían en Londres, y la familia del novio casi al completo. Los anfitriones, por supuesto, y los amigos de la pareja. Incluido el fotógrafo amigo de Tess, una torre de ébano de dos metros que llevaba la cabeza rapada, como él. Conor y su acaramelada novia, Nikki, todos los moteros con sus respectivas acompañanates, y para disgusto de Dakota, Ike acompañado por Chelsea. Prácticamente, parecía una sucursal del MidWay, pensó Dylan que desde la tercera fila contemplaba el panorama. Estaban todos allí…

Todos, excepto Andy que, hasta el momento, no había llegado.

Había una evidente alegría entre los asistentes. Para muchos, se trataba de un momento por el que no habrían apostado que alguna vez llegaría. A la diferencia de edad entre Dakota y Tess, se sumaba la gran oposición que la familia de la novia había mostrado desde el principio. La verdad, a Dylan le seguía pareciendo muy raro pensar en Dakota casado. No daba el perfil para nada. Se alegraba por él, claro, pero le resultaba la mar de raro.

El mensaje de la oficiante había sido ligero, al grano, con pinceladas humorísticas sobre cómo había nacido el amor entre los contrayentes, que habían sido del agrado de los asistentes. Incluso había habido una intervención por parte de Terry, el amigo de la novia, hablando sobre la pareja, que había provocado sonrisas y alguna que otra lágrima. 

A pesar de los nervios y la emoción, la ceremonia se había desarrollado según lo previsto… 

Hasta que llegó el momento de los anillos. 

Entonces, Dakota se volvió hacia su best man13. Evel, que ya los tenía preparados, tomó la heladísima mano de su socio, depositó las alianzas sobre ella, y las cubrió con su otra mano.

Dakota lo miró con desconfianza y Evel, incapaz de aguantarse un segundo más, le hizo un guiño y retiró su mano.

Algo desconcertado, el novio bajó la vista y al ver las dos hermosas bandas de oro blanco, una más fina, decorada con una delgada línea de brillantes y la otra, más ancha, con el anagrama de Harley Davidson, reaccionó con un apasionamiento que dejó a todo el mundo de una pieza; a su chica, la primera.

Se giró hacia Tess, que lo miraba con ternura y expectación, le rodeó la cintura con un brazo y sin mediar palabra le plantó un beso de tornillo que duró… duró… y siguió durando. Un beso al que la novia respondió con el mismo apasionamiento.

—Te adoro, bollito… Te amo con locura —murmuró Dakota, dejando de besarla solo el tiempo necesario para pronunciar aquellas palabras.

—Y yo a ti, amor… Gracias por este día inolvidable —se las arregló para responder Tess, entre beso y beso.

Y mientras los más allegados los contemplaban con toda la ternura que inspiran las escenas románticas, a su alrededor, la ganas de fiesta de los asistentes habían comenzado a dispararse. Se oían aplausos, gritos, risas… 

La oficiante tuvo claro que tendría que dar por terminada la ceremonia sin la colaboración de los novios, así que volvió a acercarse el micro a los labios y anunció:

—¡Y los declaro marido y mujer!

* * * * *

El novio había sorprendido a la novia trayéndole a su amigo del alma desde el otro lado del mundo. Luego, la novia lo había sorprendido a él encargando unas alianzas de diseño a su fabricante de motos favorito. Y por eso de que no hay dos sin tres…

Todo el mundo quería acercarse al altar a felicitar a los novios y sumado a que el fotógrafo, regalo de Evel y Abby, tenía instrucciones de sacar fotos de todo, dio por resultado que la pareja permaneció de pie, sobre la tarima alfombrada en rojo durante más veinte minutos. Los familiares directos, que debían salir en las fotos, también se habían mantenido allí, acompañando a la pareja. Tess lo llevaba con su buen talante de siempre. Dakota, algo menos. Por eso, cuando acabaron con el último de la cola y él ya tiraba de la mano de su chica para salir de allí cuanto antes, y se encontró de frente con Abby, interceptándole el paso, ni siquiera se molestó en disimular su impaciencia.

—Lo que sea que quieras, tendrá que esperar —dijo.

Pero ella lo detuvo.

—No, no puede esperar. Y como quiero que estés presente, también tendrás que quedarte.

Evel ya había empezado a sonreír cuando vio a su mujer acercarse a Tess y tomarle las manos. Dakota, escéptico por naturaleza, y más cuando se trataba de Morticia, decidió esperar a ver de qué iba todo aquello.

—Te debo algo, Tess.

La editora, que intuía lo que su hermana se proponía, negó suavemente con la cabeza. La miró con cariño.

—No me debes nada, Abby. De verdad que no. Todo está en orden.

El padre de las hermanas no pudo evitar lagrimear. Tampoco su esposa, que apretó las manos de su hermana Stella, provocando que la emoción pasara de una a otra y acabara contagiando a todos los miembros más allegados de la familia. Angela Swynton, siempre una anfitriona excepcional, apareció de la nada y se puso a repartir pañuelos de papel con una sonrisa.

Abby respiró hondo y al fin lo dijo:

—Perdóname, por favor. Tú no tenías culpa de nada y me porté tan mal contigo, fui tan cruel, tan… —Se le quebró la voz. Tess igual de emocionada que su hermana, le cubrió los labios suavemente con sus dedos para evitar que continuara.

—Perdóname tú a mí, por no haber tenido el valor de decírtelo cuando todavía estaba a tiempo… Lo último que quería era hacerte daño y sé que te lo hice.

Abby se abrazó a Tess, incapaz de dejar de llorar.

—He querido decirte esto tanto tiempo… Y no me atrevía… Tess, lo siento mucho…

—Y yo, cariño…

Las hermanas dieron rienda suelta a su emoción y continuaron abrazadas, diciéndose cosas que solo ellas dos oían, mientras sus padres y sus tías daban gracias porque, al fin, las hermanas hubieran resuelto sus diferencias.

El orgullo en el rostro de Evel era evidente y a nadie sorprendía. Admiraba a la mujer de la que se había enamorado, la tenía por una buena persona y lo que presenciaba suponía una confirmación de su grandeza de corazón. 

Las cosas con Dakota eran diferentes. Todos sabían que no soportaba a su cuñada. Era de dominio público y él nunca se había molestado siquiera en disimular lo que su sola presencia le hacía sentir. 

Por eso, la reacción del motero sorprendió a todo el mundo.

—Vaya. Parece que te estás haciendo mayor, Abby —concedió Dakota, al tiempo que asentía con la cabeza.

Y a ninguno le pasó desapercibido el hecho de que era la primera vez que la llamaba por su nombre.

* * * * *

Había corrido la comida y la bebida en cantidad. Tanto, que incluso un grupo de invitados no se había resistido a la tentación de bajar a la playa y hacer locuras con sus motos. Por suerte, todavía nadie se había caído a la piscina. La alegría y las ganas de diversión se palpaban en el ambiente. El grupo galés, que tanto éxito había cosechado en sus actuaciones en el MidWay, eran los encargados de amenizar la boda y lo estaban haciendo fenomenalmente bien. 

Pero llegaba el momento de hincarle el diente al pastel de boda, tras lo cual los novios desaparecerían sin anunciarlo con destino a su luna miel, y Angela Swyton, que llevaba tan mal como su nieto eso de ocultar sorpresas, se dispuso más que gustosa a revelar lo que llevaba tres días callando. Se dirigió a la mesa de los novios, micrófono en mano, y con su talante alegre dijo:

—Amigos, antes de proceder con el pastel de boda, hay otro punto en el orden del día —y mirando a Dylan con una sonrisa de oreja a oreja, pronunció las palabras mágicas—: ¡Fuera luces, por favor!

A su orden, el predio cubierto donde se estaba celebrando el banquete, quedó solo iluminado por las velas que decoraban el centro de las veinticinco mesas de los asistentes y la de los novios, provocando un ambiente íntimo y a la vez, lleno de expectación.

Cheryl accionó el mando que le habían entregado, como estaba planeado. Pero nada sucedió. 

—Ohhh…, ¿le has dado bien? Vuelve a intentarlo, por favor, querida —pidió Angela.

La camarera obedeció. Otra vez nada.

Dylan se levantó de la mesa que ocupaba junto a Clinton Rowley, su esposa, Sylvia, y la propia Angela, y se encaminó hacia el control de las luces situado a la entrada del recinto, cerca de la mesa de los novios. Lo único que le faltaba para completar el día era que el puñetero juego de luces no funcionara.

Se oían comentarios y bromas que ignoró porque, por norma, nunca tenía en cuenta los comentarios que hacía la gente después de haberse bebido la segunda pinta de cerveza. Y entre todos los moteros que estaban allí, habían consumido suficiente alcohol como para que los empresarios cerveceros se retiraran a vivir de las rentas.

Movió uno de los cables. Ajustó la conexión de otro y se disponía a verificar el cable principal cuando un motero pasado de vueltas, que aunque no se giró a comprobarlo estaba bastante seguro que se trataba de Ike, gritó:

—¡Tranquilo, Dylan, que si se te jode el espectáculo, Maverick siempre puede hacer un estriptis!

El nuevo barman del MidWay dio una vuelta sobre sí mismo, en plan vedette, sin molestarse en dejar la bandeja que sostenía en una mano. Las oscilaciones de sus caderas arrancaron ovaciones entre el público femenino y el ambiente empezó a llenarse de comentarios subidos de tono y carcajadas.

Entonces, Dakota se acercó al irlandés y…

—Hermano, como no vaya ese mando y este tipo se ponga a bailar en gallumbos, acabamos en el hospital. Fijo que a mi suegra y a mi señora madre, que deben llevar años sin comerse un rabo, se les funde el marcapasos —y con esas, echó a reír festejando su propia broma.

Dylan le ofreció un sucedáneo de sonrisa. Pensó que dado que acababa de casarse, el pobre, y a que también había contribuido lo suyo al retiro de los empresarios cerveceros, no se lo tendría en cuenta.

Al final, ni Maverick tuvo bailar para los asistentes ni fue necesario socorrer desmayos. Cheryl volvió a pulsar el mando y esta vez, el recinto se llenó de color.

La estructura eléctrica de un metro de ancho, que atravesaba el recinto de lado a lado, empezó a mostrar una sucesión de figuras que se formaban a medida que las luces led se encendían. Primero, apareció la silueta que representaba a Dakota desplazándose hacia un extremo. Luego, apareció la silueta que representaba a Tess con un vestido de novia de cola muy larga, desplazándose en sentido contrario. La pareja se encontró a mitad de camino y tras un romántico beso, que arrancó aplausos entre los asistentes, las luces formaron la silueta de Princesa. 

Un “ohhhhhh, qué pasada” empezó a oírse a medida que las luces iban representando otra escena; a la pareja alejándose a bordo de la moto, y cuando tras la explosión de luces multicolores, éstas volvieron a ordenarse y formaron la frase “¡Muchas felicidades, tortolitos!”, el recinto al completó estalló en aplausos.

Dakota, Evel, todos los moteros, incluido el mismísimo Conor, se acercaron hasta donde estaba Dylan y lo felicitaron efusivamente. 

Entonces, Tess fue hacia él y lo estrechó, cariñosamente.

—Qué regalo más bonito nos has hecho, Dylan… Precioso e inolvidable. Muchísimas gracias —le dijo.

El irlandés respondió a su amabilidad con una sonrisa. La primera auténtica sonrisa desde que había acabado la ceremonia, hacía horas.

* * * * *

Dylan nunca había agradecido tanto que un cortocircuito lo obligara a tener que arremangarse la camisa en plena fiesta. Por suerte, en el recinto principal las velas que decoraban las mesas ofrecían suficiente iluminación para andar sin peligro de tropezar. No suficiente, sin embargo, para los camareros que estaban sirviendo el pastel de boda en el momento en que se había ido la luz, y que no solo tuvieron que interrumpir la labor, sino evitar que algunos invitados, más achispados de lo normal, intentaran “autoservirse” con el consiguiente riesgo de caer, cuan borrachos estaban, sobre la llamativa tarta.

Nunca había agradecido tanto poder desaparecer de la multitud de gente feliz y/o borracha, y poder estar a su aire un rato. Tener la ocasión de darle algo que hacer a su mente y que ella le ofreciera una tregua a semanas de ansiedad. A horas de desazón, de vacío, de sentirse como un extraño en su propio cuerpo.

A horas de nada. 

Descansado o muerto tras un día de trabajo, sobrio o borracho como una cuba, acompañado o a solas… Daba igual. Esa sensación de no saber qué hacer consigo mismo, de no estar a gusto en ninguna parte, solo se aliviaba un poco cuando alguna tarea infrecuente, que lo obligaba a concentrarse, requería su atención. 

Y hoy ni con eso. 

Mierda.

Dylan se pasó la lengua por la herida. Solo le faltaba dejarse la camisa a pintitas rojas para completar un día que mejor olvidar. Se las arregló para sacar con la punta de dos dedos el pañuelo que guardaba en el bolsillo trasero de sus elegantes pantalones de lanilla gris oscuro y lo enrolló en torno a la mano en la que acababa de hacerse una brecha con la punta del destornillador. 

A continuación, bajó de la escalera para recoger la herramienta que se le había caído, y siguió a lo que estaba.

O lo intentó. 

Tres casquillos antediluvianos, del sistema de luces original de los jardines, habían sido los responsables de que la propiedad se quedara a oscuras y sin música. Pero ya había aislado ese tramo y se había vuelto a hacer la luz en la boda…

Y él seguía allí, empeñado en restituir la iluminación a un sector del jardín en el que no había un alma, solo para evitar que alguien se diera cuenta de su malhumor y empezaran las preguntas. Empeñado, a sabiendas de que no tenía forma de lograrlo. Ni devolver la iluminación. Ni evitar las preguntas. Los casquillos se habían fundido, literalmente, con el portalámparas; habría que reemplazar el farol completo. Y los tres pelotazos de whisky que se había metido por el gaznate solo habían servido para aumentar su impaciencia, con lo cuál, lo más seguro era que al primero que se le ocurriera preguntarle “¿qué te pasa, Dylan?”, acabara por mandarlo a la mierda sin más.

El irlandés soltó un bufido y lo dejó por imposible. Descendió, sacó el tabaco y el mechero del bolsillo interior de la chaqueta del traje. Volvió a dejarla con cuidado sobre el brazo metálico que mantenía abierta la escalera y usó uno de los peldaños a modo de asiento.

Encendió un cigarrillo y le dio una calada larga. Estaría bien saber qué coño le pasaba, pensó. Estaría bien tener una explicación racional a la desazón que parecía haberse instalado en su vida hacía semanas. Era un tipo muy ambicioso que había alcanzado sus aspiraciones profesionales y lo había hecho cuatro años antes de lo previsto. Tenía la clase de existencia que provocaba envidia en los de su género y acaparaba el interés del sexo opuesto. Tenía buena salud, buenos amigos, éxito en su profesión, mucho más dinero del que necesitaría en siete vidas, compañía femenina cuando le apetecía y soledad cuando lo que quería era un poco de aislamiento. Por tener, hasta tenía una familia que no le ocupaba más tiempo que el que tomaba escribir una felicitación por Navidad. ¿Por qué cojones se levantaba y se acostaba con esa misma desazón desde que había puesto un pie en Niza? No era por Niza, eso estaba claro, ya que llevaba tres días en Londres y la situación no había mejorado. 

Le dio otra calada al cigarrillo. 

El sol, que casi no había aparecido en todo el día, se había puesto bajo una espesa capa de nubes. Era noviembre y anochecía pronto. Las sombras empezaban a ocultar parte del sendero de canto rodado que, serpenteando entre arbustivas y rosales, conducía al acceso lateral de la casa. Pronto sería noche cerrada. La noche de un día que Dylan había esperado con mucha más ansiedad de lo que estaba dispuesto a reconocer.

Y si de paso encontraba otra explicación para el tremendo bajón que le había provocado que ella no hubiera aparecido, pensó, mucho mejor.

Entonces, la mente del irlandés paró en seco y, como si acabara de detectar una nota discordante, retrocedió cinco palabras.

¿Ella?

Ese fue el momento en que el universo de Dylan se iluminó como si un sol gigante refulgiera sobre su cabeza. Cuando aquel pensamiento inesperado, sorprendió a la parte más racional de su cerebro, aportando el elemento que faltaba en la ecuación. En la ecuación que explicaba tantos porqués.

Ella, la persona de la que no había vuelto a saber desde que estaba en Niza. Y en quien no había dejado de pensar, aunque lo hiciera con recuerdos graciosos, aparentemente inofensivos. De forma encubierta, para no darse cuenta.

Ella, la causa de tres semanas de una ansiedad desesperante.

Y de horas de bajón. 

Y de aquella angustiosa necesidad que lo estaba volviendo loco.

Una sonrisa irónica le puso el punto patético al momento. 

No tenía experiencia anterior propia, pero reconocía el proceso. Lo había visto en Dakota, en Evel y en muchos otros. Había visto esa desquiciante necesidad por alguien que los llevaba a hacer locura tras locura. Locuras de las que él se había burlado tantas veces.

Tenía gracia, pensó.

“Ella” era Andy.

El irlandés sacudió la cabeza. ¿Dylan Mitchell enamorado? 

Tenía un montón de gracia.

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