Lola

Lola


SEGUNDA PARTE » 18

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Mientras tanto, en un pub centenario a orillas del Támesis…

Habían tenido suerte. No solo habían conseguido lugar para sentarse, sino que la mesa que ocupaban estaba situada al fondo, junto a uno de los ventanales desde el que se veía discurrir el río. Poco después de llegar había empezado a llover fuerte y el pub se había llenado en cuestión de minutos.

—Dios, qué ganas tenía de volver a verla… Londres está preciosa. Y tío Pau tenía razón, todavía estoy aquí y ya estoy sufriendo por tener que irme… —dijo Andy poniendo carita de pena.

La nariz de su amiga ya mostraba las aletas ominosamente abiertas antes de decir una palabra. Se le había puesto cara de toro a punto de embestir.

—Chorradas. ¿Qué otra cosa iba a decir él, Andy? Si fuera por tu tío, no volverías a poner un pie fuera de Menorca en tu puñetera vida.

Era mentar a Pau Estellés y a su amiga le empezaba a brotar el malhumor por todos los poros. Tina era una mujer muy independiente y haber quedado huérfana de madre siendo muy pequeña, sin duda, había tenido un peso importante en la formación de su carácter. Aunque intuía que no era la única razón, lo cierto era que toleraba muy mal el estilo autoritario de los hombres Estellés. Aún y así, se trataba de su tío, alguien a quien las Avery tenían muchísimo que agradecer, así que prefirió no hacer más comentarios al respecto. 

Andy volvió a mirar por la ventana. Además, tenía otras cosas en qué pensar.

Tina no tomó a mal la reacción de su amiga. Hablar de Pau Estellés no era lo que más le interesaba en aquel momento, precisamente.

El día estaba dando para todo. Dos horas de entrenamiento en el gimnasio, paseo por Saint James Park, comer en un asiático de la zona, pegar las narices a los lujosos escaparates de la calle Bond (y no comprar nada, por supuesto), más paseo por el Puente de la Torre y ahora, una pausa para descansar los pies en aquella antigua fábrica que desde hacía un siglo albergaba uno de los pubs más conocidos de la ciudad… Habían hecho de todo, excepto lo que estaba previsto hacer: asistir a una boda.

Tina volvió a mirar a su amiga con disimulo. Andy, que nunca bebía, tenía media pinta sin tocar sobre la mesa. ¿Tan fuerte era lo que no le decía que necesitaba echar mano del alcohol para soltarlo? Por cierto, también tenía una cara de melancolía que espantaba, de modo que quizás volviera a sonreírle la suerte y pudiera averiguar de una bendita vez por qué estaban allí, a setenta kilómetros de donde deberían estar. La verdad, y no aquella excusa más que escueta con la que Andy había pretendido zanjar el tema: “me lo he pensado mejor y no tiene sentido que vaya”. Estaba completamente vestida, peinada y maquillada para ir a la boda cuando apareció en la pequeña cocina donde Tina se estaba preparando el mismo batido energético con el que comenzaba cada día. ¿En qué momento se lo había pensado mejor?, ¿mientras se ponía la máscara de pestañas?

Andy detectó la mirada de su amiga. Sabía que Tina no la presionaría, no era su estilo, pero también sabía que no era justo seguir callando algo que en circunstancias normales le habría confiado desde el primer momento. No podía presentarse en Londres para ir a una boda a la que se había dejado convencer (por ella) de asistir y, en el último momento, cambiar de idea y no darle más explicaciones. 

La cuestión era que no sabía por dónde empezar. Y suponiendo que fuera capaz de encontrarle la punta al ovillo, tampoco estaba segura de que lo que sentía tuviera sentido. Y estaría bien que lo tuviera. Al menos, sentido, ya que futuro, claramente no tenía.

—Me acobardé —admitió ante la expresión incrédula de su amiga. Asintió varias veces con la cabeza—. Sí, yo. Me acobardé.

—Claro, ir a la boda era muy peligroso. ¿Y si a tu príncipe de las rastas se le daba por matarte de un morreo… —la miró— o de un polvo? Peligrosísimo.

—No estoy bromeando, Tina.

—Vale, a ver… —y con esas, se estiró hacia su amiga—. Si quieres me lo dices y si no me aguantaré como hago siempre. Pero si vas a dignarte a hablar, no me vengas con memeces. Tú no te achicas. No tienes un pelo de cobarde. Tú lo sabes y yo lo sé. Así no. Empieza otra vez.

Andy apartó la media pinta que continuaba intacta.

—Estuve con alguien —respiró hondo—. Alguien que no es Conor.

—¿Te refieres a…”estar” de sexo?

La camarera movió la cabeza afirmativamente varias veces.

Notó que los ojos de su amiga mostraban exactamente lo que ella imaginaba que mostrarían: que no entendía una palabra. 

—¿Te acuerdas de la última vez que quedamos en esa cafetería cerca de tu gimnasio? Ese día que Danny tenía tal diarrea que no paraba de ir al baño, ¿recuerdas? 

Tina asintió. Aquel había sido el penúltimo fin de semana de Andy y Danny en Inglaterra. Una semana más tarde, le avisaban que su madre estaba en el hospital y los dos hermanos ponían rumbo a Barcelona. Ella había ido a despedirlos al aeropuerto. Entonces, ninguno sabía que se trataba de un viaje sin retorno. 

—Al día siguiente hubo una fiesta en el bar… Uno de mis jefes, el de los ojos verdes que lleva el flequillo en cresta, ¿sabes? —Tina volvió a asentir—. Bueno, pues ese. Se fue de fin de semana con su novia y cuando volvieron al bar el lunes por la tarde, se habían casado en secreto. Total, que empezaron las celebraciones, empezó a correr el alcohol en plan grifo abierto… Todos bebimos —reconoció con creciente incomodidad— y en una de mis idas al baño de señoras… 

Andy continuó relatando los sucesos de aquel día que, aún en el recuerdo, traían consigo emociones tan fuertes. Le habló de las acusaciones de Conor, de la violenta pelea que habían mantenido… Y de Dylan. De cómo lo que había empezado como el “desfogue” de una noche de cabreo y alcohol había llevado a una sesión intensiva de sexo, que había continuado repitiéndose un día tras otro durante su última semana en Inglaterra. Le habló de la tremenda química que había entre los dos y de lo alucinante que era el sexo con él. Y de los momentos de risa y de silencio compartidos, que no tenían nada que envidiarle a los momentos de sexo. 

—Así que mientras yo sudaba tinta china, trabajando dos mil horas por día, tú… —una sonrisa sorprendida apareció en el rostro de Tina—. Estoy alucinando, te lo juro.

Llevaba siglos intentando que Andy saliera a divertirse, que se “desmelenara” aunque fuera una noche como cualquier chica de su edad, y se olvidara de los problemas por un rato, y cuando al fin sucede, va y se pierde la exclusiva porque la que está agobiada con el trabajo es ella. Increíble.

A Andy, en cambio, aquello no le hizo ninguna gracia. Porque no la tenía. Para ella, no. Había sido la mejor semana de su vida, no solo porque entonces aún no había comenzado la hecatombe; también porque tenía a Dylan y sus días estaban repletos de emoción, de expectativa, de vida… Y no como ahora, que solo había recuerdos y un vacío inmenso, imposible llenar.

Se removió algo incómoda y aquel sutil movimiento propició que su amiga dejara de reír y volviera a ponerse seria.

—No puedo volver a verlo, Tina. Es una pésima idea. Hay demasiada química entre los dos y si antes me era casi imposible resistirse, ahora… 

—Venga ya, nena. ¿Y por qué tienes que resistirte a lo primero  verdaderamente memorable que te pasa en años?

¿Qué por qué…? Porque ahora, caería rendida en sus brazos dos segundos después de verlo, harían el amor como posesos hasta una hora antes de que saliera el avión que la devolvía al mundo real. Dylan regresaría a Niza, y ella se hundiría en el infierno de los días eternos sin él, volviéndose loca esperando llamadas que cada vez se espaciarían más, muriéndose de celos al imaginarlo en los brazos de otra. Y odiándolo por eso.

—Ya, ¿y después qué? ¿Cada cuál a lo suyo y Dios en lo de todos hasta que otra boda o bautizo o funeral vuelva a reunirnos? Olvídalo.

Tina frunció el ceño, miró a su amiga sin ocultar lo confuso que le resultaba lo que acababa de oír. Estaban en el siglo XXI: había alternativas para seguir en contacto. Algunas, de hecho, gratuitas.

—¿Y eso por qué? Que yo sepa, no vives en un planeta sin cobertura, Andy. Imagino que él tampoco.

—Tenemos cobertura —O eso creía, aunque ninguno de los dos la hubiera usado hasta ahora. Ni siquiera para probar si funcionaba bien—. La cuestión es que vivimos en distintos planetas, ¿lo pillas? 

—Si tenéis cobertura, seguro que tenéis aviones, trenes, barcos… ¿lo pillas? —replicó Tina.Y solo le faltó añadir “listilla” al final de la frase. Su expresión hizo las veces a la perfección. Le mostró, sin lugar a dudas, que ya estaba bien de excusas.

Andy esbozó una sonrisa irónica. Empujó el cabello hacia atrás con las dos manos y no las retiró. Continuó sujetándose la cabeza como si, de pronto, pesara cien kilos y no pudiera con ella. 

Y así era. Empezaba a sentirse emocionalmente agotada.

—Una relación a distancia, ya. Paso, gracias. Mi situación no es la de una mujer normal de mi edad. Yo no soy yo sola, Tina; el pack incluye una madre enferma, un hermano adolescente y un bebé de meses. Quienquiera que desee estar conmigo, tendrá que aceptarlos a ellos también. Y eso es mucho pedirle a cualquier hombre. Es una auténtica putada, pero es así.

—Lo que me parece una putada es que tú solita decidas sobre el tema sin darte una oportunidad a ti misma, ni dársela al chico de los tatuajes. ¿Has hablado con él?

Andy respiró hondo.

—No.

—No, ¿qué? —insistió Tina, demostrándole una vez más que la conocía como si la hubiera parido—. ¿No habéis hablado pero lo has intentado, o ni siquiera lo has intentado? 

Andy apoyó los codos sobre la mesa y miró algo ausente al barco que atravesaba el río en aquel momento. Era de los que hacían recorridos turísticos por el Támesis e iba cargado de pasajeros. 

Había estado a punto de llamar a Dylan un millón de veces. Casi cada día tenía la loca tentación de hacerlo. Pero solo lo había hecho una vez. Una. No era para tirar cohetes, pero, en cualquier caso, era una marca mejor que la de Dylan, que no lo había intentado nunca. Decía mucho de ella, de sus emociones y también de su determinación, que solo hubiera cedido a la tentación en una ocasión. Mierda. Decía mucho de ella que estuviera allí y no a setenta kilómetros, pegada al hombre del que se había enamorado como una loca… Y del que, sin embargo, se mantenía alejada como si fuera el mismísimo demonio. Desde luego, el miedo no era tonto. 

—La respuesta es no. No he vuelto a intentar ponerme en contacto con él desde que me fui de Londres. Para que conste, él tampoco. ¿Qué más da? Esto no va de intentar, Tina. Yo no quiero a un hombre que intente acoplarse a mi desastre de vida y si no funciona, mala suerte. Las cosas son mucho más complicadas que eso.

Tina la miró con toda la dulzura que aquella criatura valiente que tenía por amiga le inspiraba.

—Ya lo sé, cari, ya sé cómo es la situación en tu casa, pero toda relación tiene un comienzo y sí, en los comienzos va de intentar… De intentar conocer al otro, de intentar descubrir qué le gusta y qué no, qué tenéis en común… Deberías intentarlo y darle la oportunidad de que él haga lo mismo. Igual os sorprendéis mutuamente. 

Sí, desde luego. Y menuda sería la sorpresa del irlandés cuando se enterara de cuánto habían cambiado las circunstancias de la veinteañera que tan alegremente se pasaba por la piedra en Londres. Ahora era un auténtico chollo de mujer por el que se pegaban todos los hombres de la isla. Nótese la ironía.

—Hay un pequeño detalle, ¿sabes? Dylan no es como Conor. No se parecen ni en lo blanco del ojo. Tiene treinta y seis años —al ver la expresión de sorpresa en la cara de su amiga, asintió—: Espera que hay más. Es súper independiente y súper anti-familiar, de los que ni siquiera ven a la familia una vez al año —y obvió hablar de su afición al alcohol y a cambiar de pareja, porque saberlo era ya bastante difícil de digerir. Meneó la cabeza—.  ¿Intentarlo, dices?  Sería esperar un milagro. Ha sido una estupidez venir.

—¿Ah, sí? ¿Verme es una estupidez? —replicó Tina, desviando el tema e intentando poner un poco de distensión al momento. Era evidente que Andy lo estaba pasando fatal.

—No, eso no —concedió la camarera con una ligera sonrisa—. Me encanta estar contigo, charlar contigo… Haces que mi vida me parezca más normal. Te echo muchísimo de menos y mi madre también… Hasta Danny me pregunta por ti.

Tina extendió la mano y la apoyó sobre el brazo de su amiga.

—Vale, reconozco que tu señor tatuado lo tiene difícil, pero ¿y si el milagro sucediera? Y si tú lo intentas y él también lo intenta y todas las piezas acaban encajando como en un rompecabezas. —Sonrió llena de ilusión—. ¿Lo has pensado? 

Andy bajó la vista. Lo había pensado, sí. Muy detenidamente. Por eso, había cambiado de opinión sobre asistir a la boda.

—Los bebés crecen y los adolescentes se hacen adultos. En unos años, las cosas serán diferentes y yo habré tenido tiempo de recuperarme —no aclaró que se refería a la pérdida de sus seres más queridos porque las dos lo sabían—. Entonces, quizás me lance a la aventura y con la ilusión intacta, quizás él y yo tengamos nuestra oportunidad… Ahora, no. Mi situación actual espanta al más pintado, lo sé, pero si lo espantara a él… Si Dylan no diera la talla… 

Cuando alzó la vista tenía los ojos vidriosos y una expresión extraña en su rostro. 

—Puta suerte la mía que ni siquiera puedo permitirme morir de pena… —murmuró.

 Tina se quedó cortada. Momentáneamente bloqueada por aquella confesión de amor cargada de tristeza.

—Ay, cari… —Tomó las manos de su amiga y las apretó con fuerza, deseando trasmitirle toda su fuerza, su valor, su esperanza… 

Lamentablemente, a Andy le harían mucha falta.

* * * * *

Con el mal cuerpo a cuestas después de un descubrimiento de naturaleza sentimental que no resultaba nada alentador, Dylan regresó al área poblada de la propiedad que los Rowley tenían en Southend On Sea. La mano seguía sangrando a ratos, cada vez que intentaba hacer algo con ella. Decidió que lo mejor sería desinfectar la herida y protegerla con algo más adecuado que un pañuelo. El baño de invitados que le quedaba de camino estaba ocupado, así que probaría suerte con el que estaba frente al saloncito de estar, al otro lado del pasillo.

En aquel momento, Clinton Rowley salió del salón con el móvil todavía pegado a la oreja.

—Hombre, justo contigo quería hablar —le dijo al tiempo que volvía a guardar el aparato en el bolsillo superior de una impecable chaqueta estilo esmoquin color habano, que realzaba su porte de dandi.

Los dos hombres se pusieron a conversar en medio del pasillo.

—He aislado el tramo que produjo el corto, pero esa zona seguirá a oscuras. Otros tres faroles han muerto de viejos.

—Ah, no te preocupes. Son anteriores a Angela, así que imagínate… —bromeó el padre de Evel, lanzando una nueva pulla sobre su suegra a quién toleraba tan mal como ella a él—. Tengo que contarte una gran noticia. El jueves estuve en Bruselas, en una reunión con unos árabes que están interesados en llevar nuestro proyecto a Dubái. Se enteraron a través de ese coleccionista francés que nos encargó la domótica de todas sus casas, ¿recuerdas? Por supuesto, te quieren a ti en la dirección del proyecto. Me acaban de confirmar que mañana estarán unas horas en Barcelona, de camino a Nueva York, y quieren conocerte y que les expliques personalmente esas maravillas que haces con un teclado de ordenador. ¿Qué te parece? —Le puso un brazo en el hombro, satisfecho—. Tu fama crece y al mismo ritmo lo hacen el saldo en tu cuenta bancaria y el valor de mis acciones. Es fantástico.

Dylan no ocultó su sorpresa. No solo porque, en efecto, se trataba de una gran noticia; también porque lo último que había esperado de aquel franchute quisquilloso que a punto había estado de acabar con su paciencia en un par de ocasiones, era una recomendación. Menos una valorada en miles de dólares.

—¿Y dices que quieren llevarse el proyecto a Dubái? 

Clinton Rowley asintió repetidas veces con la cabeza.

—Así es, amigo mío. 

El irlandés emitió un silbido. El empresario volvió a palmearle el hombro y empezó a alejarse por el pasillo.

—Mi asistente se ocupa de todo. No trasnoches demasiado, que te quiero agudo como un lince para la reunión de mañana, ¿de acuerdo? —Se volvió a mirarlo con una sonrisa—. Y enhorabuena, Dylan. Magnífico trabajo.

El padre de Evel ya no estaba a la vista y el irlandés continuaba allí, de pie en medio del amplio corredor de suelo de madera, con el cerebro bullendo y una sensación extraña en el cuerpo.

Últimamente, no dejaban de presentársele oportunidades únicas que, al mismo tiempo, no hacían sino alejarlo de las personas y de las cosas que le importaban.

¿Dubái, nada menos? Era como irse al fin del mundo. 

* * * * *

Para variar, también encontró el segundo baño ocupado, de modo que Dylan torció a la izquierda y siguió por el pasillo que lo conducía al jardín posterior donde estaba el epicentro de la fiesta. Se quedó junto a la puerta que comunicaba con la casa, a esperar que alguno de los baños de la planta baja quedara libre. Estaba seguro de que como subiera a utilizar el de su habitación, haría una parada de ocho horas en su mullida cama del cuarto de invitados, y tampoco era plan de desaparecer tan descaradamente.

Minutos después, cuando vio a la rubia platino de labios súper rojos que se dirigía hacia él, se arrepintió de no haberlo hecho. Una conversación con Amy era justamente lo que le faltaba para acabar de joder el día. Se ocupó de comunicárselo con la mirada con la mayor elocuencia de que fue capaz. Quizás, con un poco de suerte, lo entendiera a la primera, pasara de largo y él se ahorrara tener que decírselo con palabras.

Pero para desgracia del irlandés, no cayó esa breva.

Amy no estaba por la labor de dejarlo correr. Conocía a Dylan lo bastante como para no contar con que le diera un ataque de alegría al volver a verla después de tantas semanas, pero de ahí a poner semejante cara de culo y no quitársela en toda la noche, había un trecho. Estaba consiguiendo que todos los moteros, que conocían la tempestuosa relación que habían tenido, se lo estuvieran pasando bomba a su costa. Y por ahí no pasaba. 

En un último intento de evitarla, Dylan puso rumbo hacia una de las improvisadas barras del evento. Así, en el peor de los casos, al menos no la aguantaría a palo seco. 

Pero no consiguió llegar hasta allí. Amy lo interceptó a mitad de camino y se encaró con él.

—Toda esta mierda sobra y lo sabes.

—¿Disculpa? 

—Oye, no me tomes por tonta, ¿vale? No he venido a la boda por estar contigo. Así que cambia esa cara de culo que llevas desde que me has visto entrar. No te comportes como si yo fuera una “ex” que no deja de darte el coñazo porque los dos sabemos muy bien de qué va cada cuál. 

Hablando de ironías de la vida, que constara en acta que también tenía muchísima gracia que la rubia pensara que “la cara de culo” que llevaba podía deberse a algo que estuviera remotamente relacionado con ella. 

Se reiría. Si no estuviera de tan pésimo humor. 

—Vale, tomo nota —replicó. 

No tenía el menor interés en Amy ni en su perorata. Ni siquiera en aclararle que, técnicamente hablando, no podía ser una “ex”. Por la simple y llana razón de que él nunca había mantenido una relación con nadie. Los revolcones no contaban como relación. Quería desinfectarse la mano. Sentarse a que le diera el aire con una botella de whisky y beber hasta que se le pasara el mal humor o se cayera redondo al suelo a causa de la borrachera, lo que ocurriera primero.

Intentó esquivarla y seguir su camino. Pero Amy lo detuvo tomándolo por el brazo, diciéndole un “ya vale, Dylan” que a él le sonó más alto y más imperativo de lo aconsejable y…

—¿Pero qué coño quieres, se puede saber? —Esta vez fue él quien la enfrentó—. Primero, es mi cara y si hoy parece un culo en vez de una cara, no es asunto tuyo. Segundo, ¿qué te hace pensar que me importa la razón de que estés aquí? —Vio aquellos ojos cargados de maquillaje brillar peligrosamente, pero le dio igual—. Paso de ti, Amy. Llevo meses pasando. ¿Cuántas llamadas más necesitas que no te devuelva para darte cuenta? Quédate tranquila, lo que sea que me pase, no tiene nada que ver contigo, ¿de acuerdo?

No habían sido tantas, apenas dos llamadas. Y que no se la diera de tío indiferente porque los dos sabían muy bien que ella no le era del todo indiferente.

—Pero bien que no me rechazaste aquel día, en tu piso —replicó Amy desafiante.

Dylan alzó una ceja. La miró lleno de asombro y de ironía porque aquello le parecía alucinante. Alucinante, de verdad. Qué él recordara, la tía se había presentado en su casa sin invitación y se había metido solita en su cama.

—¿Esperabas que te dijera que no? —repuso, a su vez. ¿En serio, lo esperaba?

Amy no respondió inmediatamente. En cambio, mantuvo su mirada brillante sobre el irlandés. No era de las que se avergonzaban de sus acciones y cuanto más le gustaba un hombre, menos propensa era a lamentar sus avances. Muy a su pesar, Dylan le seguía gustando. Y de sus palabras se desprendían dos cosas: que algo le sucedía y que no tenía que ver con ella. Si ya resultaba raro que a un tipo tan apático como él algo le importara lo bastante como para afectarlo, ¿quién era el culpable de su malhumor?  O la culpable, porque su disgusto era demasiado evidente y demasiado grande. De la clase que provocan las mujeres, no los hombres.

—No, si yo estoy muy tranquila, Dylan —continuó la amiga de Abby en un tono relajado. Incluso se había permitido hasta una ligera sonrisa—. Lógicamente, entiendo el mensaje encerrado en el hecho de que alguien con quien has tenido un sexo de película, desaparezca del mapa y ni siquiera te devuelva las llamadas. 

Desde luego, el mensaje era cristalino, pensó Dylan. Apartó la mirada. Él también conocía a alguien que se había largado después de un sexo épico y pasaba hasta de devolverle las llamadas. 

 —Fueron dos, solamente —aclaró la rubia platino esbozando una sonrisa sexy— y te llamaba para ver qué tal te adaptabas a vivir en un lugar tan distinto. Nada más. Ya sabes que yo no busco ningún príncipe azul. Y ahora que me has quitado un peso de encima, diciéndome que no tengo que ver con tu malestar…    

Tras lanzar el órdago, permaneció mirándolo. En cierto modo, estaba disfrutando del momento. Cualquiera fuera su respuesta, sería muy reveladora. 

Dylan, por supuesto, también lo sabía. 

Tenía la cabeza a kilómetros del metro cuadrado que ocupaban. Pero no solo su mente estaba ausente, todo él lo estaba. Porque lo único que le importaba, la única persona que tenía toda su atención, la única mujer del universo que deseaba… No estaba allí. 

De hecho, en aquel preciso momento, ni siquiera sabía a ciencia cierta dónde estaba.

Hablando de ironías…

“Tocado y hundido”, pensó el irlandés. 

Y después de hacer un gesto vago con su mano herida, se alejó de regreso a la casa.

* * * * *

Desde la barra, alguien seguía con tanto disimulo como interés la interacción entre el irlandés y la mejor amiga de Abby. Vio cómo la joven regresaba al borde de la pista de baile y Dylan entraba en la casa. 

Y no lo dudó: le pidió a Maverick que preparara un Manhattan y cuando lo tuvo, puso rumbo hacia la pista.

Amy no habría podido ocultar su asombro ni aunque se lo hubiera propuesto. Había visto a aquel tipo varias veces; algunas sobrio, otras no tanto. Siempre le había dado la impresión de alguien que sabía divertirse y socializar, pero, por alguna razón, con ella siempre se mostraba escueto, incluso distante. Al fin, Amy había acabado por pensar que quizás no le cayera bien. Pero ahora estaba allí, con su buena percha y lo que parecía un cóctel.

—Trae mala suerte estar sin pareja en una boda —dijo él, a modo de explicación y le entregó su Manhattan.

Durante un instante, se miraron, estudiándose sin decir nada. 

Tan serio, tan escueto. Tan guapo, con aquel increíble parecido al actor que interpretaba a Anakin Skywalker en la Saga de la Guerra de las Galaxias…

Amy fue la primera en sonreír.

—Ah, cierto… Es un dicho muy conocido del refranero popular finlandés —apuntó aguantando la risa.

Niilo se atoró con su cerveza. Apartó la pinta del cuerpo y se limpió la barbilla con una mano. Y mientras alzaba la vista, pensó que era un buen comienzo que ella se hubiera fijado lo bastante en él como para conocer su ascendencia foránea. 

La miró sonriente:

—Qué va —dijo—. Me lo acabo de inventar.

En la pista de baile, Abby tomó la barbilla de Evel y la giró graciosamente, haciendo que se fijara en la pareja que conversaba a la luz de la farola.

—Me parece que a tu ingeniero le gusta mi amiga —le dijo al oído en plan confidencia.

La reacción de Evel hizo que su mujer se desternillara; abrió la boca bien grande, totalmente asombrado.

Por dentro, en cambio, no había la menor sorpresa. 

“Ya era hora, chaval”, pensó.

* * * * *

Tan pronto vio que Dylan se dirigía hacia la casa, Angela tomó un plato con canapés variados de la mesa de los novios y fue tras él.

La conversación que había mantenido con la amiga de Abby no le había parecido especialmente cordial, pero estaba bastante segura de que el malestar del atractivo ingeniero informático amigo de su nieto, no estaba relacionado con ella.

Algo le había sucedido a aquel muchacho por la noche, que la llegada del nuevo día había empeorado, y estaba preocupada. Lo último que deseaba era incomodarlo con preguntas, sabía perfectamente que en ese aspecto Dylan era incluso más hermético que su propio nieto, pero la situación empezaba a alarmarla. 

Así que estaba decidida a intentar sondear el asunto con sutileza, ayudada por una bandeja de sus canapés favoritos.

Dylan se volvió al oír que lo llamaban y se quedó donde estaba, esperando a la anciana que se acercaba con pasos rápidos por el pasillo. Sabía que era bastante mayor, pero había que reconocer que la mujer se conservaba estupendamente. Era de gran estatura, como todos los miembros de la familia, y aquel sobrio traje de chaqueta y falda color azul francia realzaba su estilizada figura. Y luego estaba lo que sabía de ella a través de Evel, su saber estar, su alegría, su gran personalidad implícita en detalles tan simples como una prominente nariz que, a diferencia de su hija y para disgusto de toda su familia, jamás había querido operarse. La mujer era todo un carácter.

—Ahora que no nos ve nadie, vamos a darnos un capricho —y con esas Angela le puso delante de los ojos la bandeja cargada de delicias que traía. Hizo un movimiento gracioso con las cejas mientras lo miraba con picardía.

Dylan no pudo evitar reír.

—Cuidado con lo que dices, que si alguien nos oye, tú y yo vamos a tener un problema —dijo, sorprendiendo a la anciana con otra posible interpretación de sus palabras en la que ella no había caído.

Angela también echó a reír.

—Ay, cariño mío, a estas alturas de la vida, los caprichos se reducen a cosas que te prohíbe el médico —En ese momento, cuando el irlandés se decidió por un canapé de caviar, la anciana reparó en su mano vendada—. ¿Qué le ha pasado a tu mano?

Dylan saboreó el manjar que tenía en la boca y cuando acabó…

—Se peleó con el destornillador. Ganó él —añadió, cómicamente—. Llevo un cuarto de hora intentando lavarme, pero hoy los baños están muy solicitados y no hay manera…

—Ah, sígueme, que la desinfectamos en un momento.

El irlandés acompañó a la anciana hasta un cuarto que había cerca de la cocina de la planta baja. Parecía una alacena, con armarios y estanterías en las paredes, pero también había electrodomésticos; lavadora, secadora y un mueble con lavadero donde Dylan limpió a conciencia la herida usando agua y jabón.

—Si tú te ocupas de la bandeja, yo me ocupo de desinfectar tu mano —ofreció la anciana.

Y mientras Dylan degustaba canapés y volovanes después de haber situado la bandeja estratégicamente sobre un estante, Angela se dedicó a las curas mientras efectuaba sondeos en busca de datos que explicaran el porqué de su ánimo decaído.

—¿Has hablado con mi yerno?

—Ajá.

Así que ya sabía lo de Dubái.

—¿Solo “ajá”? Perdona que te diga, pero no es una noticia de “ajá”, cariño. Más bien una de “¡Gracias Señor por oír mis plegarias!”.

Era cierto. Dylan rara vez mentaba a Dios, ni siquiera como una forma de hablar, y nunca pensaba en él -su familia ya lo hacía bastante-, pero que los árabes estuvieran interesados en llevarse el proyecto a Dubái cualificaba perfectamente como regalo divino.

—Me reservo los cohetes para cuando hayan firmado el contrato. Por eso de que a las palabras se las lleva el viento, ¿sabes?

Buen intento, pero no lo bastante bueno.

—Dios sabe cuánto me cuesta admitirlo, pero si mi yerno desplaza su carísimo avión privado para asistir a una reunión que se celebra en una ciudad que detesta, a la hora de su partida de cartas semanal, puedes tener la certeza de que no hay viento que valga —alzó la vista para mirarlo—:  Ya puedes empezar a alegrarte.

Se alegraba. A su manera… Era halagador que sus propuestas despertaran tanto interés, que tanta gente con contactos y recursos apostara por él, vivir tan bien haciendo lo que le encantaba en un mundo donde estadísticamente las personas que disfrutaban de tales circunstancias estaban en clara minoría… Se alegraba, sí. 

¿O no?

—Podría estar muy bien, sí. De esta igual me retiro y todo —respondió forzando una sonrisa. Sabía que si no lo hacía, daría lugar a preguntas y el día ya era bastante malo tal como era.

Notó que aquellos grandes ojos lo estudiaban y supo que lo habían descubierto. 

Y así era. La anciana ya no tenía la menor duda de que algo verdaderamente importante estaba sucediendo en la vida de aquel muchacho por el que sentía tanto cariño. Algo que, evidentemente, no tenía que ver con cuestiones laborales. Lo que se abría ante sus ojos era como ganar la lotería; algo excepcional. Sin embargo, Dylan le parecía cualquier cosa excepto alguien que acababa de ganar un premio millonario. No se alegraba en absoluto. ¿Por qué?

Angela también sonrió.

—Fantástico. Si te retiras, podré disfrutar de tu agradable compañía más a menudo. ¡Por Dubái! —dijo animada, haciendo que chocaba su canapé con el de Dylan.

—Por Dubái —replicó el irlandés.

Y volvió a concentrarse en la bandeja, consciente de que su desazón estaba a punto de salir disparada camino de Júpiter.

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