Lola

Lola


TERCERA PARTE » 19

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19

Sábado 21 de noviembre de 2009. 

Restaurante Sa Badia.

Puerto de Ciudadela,

Menorca.

Andy continuó en silencio, haciendo acopio de paciencia, mientras oía a su querida amiga despacharse a gusto sobre el mismo tema otra vez.

Se había ido a atender la llamada al vestuario que era el sitio más tranquilo del restaurante a aquellas horas. En la cocina, había un ir y venir de ayudantes y cocineros estresados por el ritmo trepidante que imponía el chef con dos estrellas Michelin, Ciro Montaner. En la sala, había un ir y venir de camareros estresados por puro contagio, ya que era ella misma quien los dirigía y que supiera, no era precisamente una jefa impaciente. 

Pero la cosa se estaba alargando demasiado… Tina estaba enfadada. Con ella.

Que sepas que si no se lo dices tú, lo haré yo. La pobre mujer ya tiene bastante con lo que tiene para estar comiéndose el coco imaginando lo peor. Está preocupada por ti, Andy. Me llama todos los días.

—Eso no es de ahora. Hablas más con ella que conmigo. Y es así de toda la vida —dijo Andy, restándole importancia.

Ya, pero es ahora cuando dice que casi no comes, que te ve triste, que te pasas las noches dando vueltas… Que desde que has vuelto de la boda, no levantas cabeza y no pasa día sin que me haga preguntas, intentando sonsacarme. Joder, Andy, llevo quince días mintiéndole como una bellaca. Ya está bien. 

—Si se lo digo a mi madre, seréis dos cantándome la misma canción de la que estoy hasta el moño y no tengo claro que mis nervios lo resistan —respiró hondo. No estaba bien hablarle así a alguien que no hacía más que intentar ayudar—. Perdona, cari… Me he pasado. Estoy un pelín depre, pero ya se me pasará… No es nada, en serio. Es solo que… Supongo que lo llevaba mejor antes de admitir en voz alta lo que siento por él —dijo con un punto de ironía—. Qué estupidez, ¿no? Como si eso cambiara algo…

Tina no había dejado de intentarlo en ningún momento y esta vez, tampoco lo hizo. Estaba entre la espada y la pared; eso no podía evitarlo, pero esto sí.

Estarías menos depre si marcaras el número que hay en ese papel que guardas como oro en polvo y le dijeras “hola, Dylan. Soy Andy, ¿qué tal te va la vida?”. Te prometo que no será el fin del mundo, que ningún cataclismo destruirá la Tierra y seguiremos todos vivitos y coleando. Y, mira, quizás hasta tengas suerte y acabes sorprendida con su respuesta —Tina hizo una pausa esperando que dijera algo, y como no hubo más que silencio, decidió rematar la faena, bien rematada—: Por si no te has dado cuenta todavía, es el miedo lo que te está machacando. Es saber que estás dejando que controle tu vida. Eso es algo que las personas como tú y como yo llevamos fatal. Plántale cara, Andy. No hay otra manera de romper el círculo.

Combativa y echada para adelante, como siempre. Ojalá todo se redujera a eso… Ojalá hacerlo fuera igual de fácil que decirlo.

Andy echó un vistazo a la hora.

—Tengo que dejarte, Tina; el trabajo me espera. Ya hablaremos luego, ¿vale?

Después de colgar con su amiga, Andy se volvió de frente al espejo. Inspeccionó que su uniforme estuviera en orden. Era un favorecedor conjunto de falda y chaqueta azul marino. La blusa era blanca. El cabello nunca le había dado problemas. Corto, teñido de un caoba intenso y moldeado con gel para dar un efecto mojado y algo despeinado. Con lo demás, poco podía hacer: no tenía buena cara desde hacía días y no había maquillaje capaz de esconder la tristeza, así que…

Venga, Andy, ánimo.

* * * * *

Andy venía de cantar las primeras comandas del día en la cocina cuando vio a su madre poniéndose cómoda en su taburete favorito de la barra, el que estaba más cerca de la cocina y era paso obligado de todos los camareros. Decía que así podía “arañar” minutos extra de conversación con su hija entre comanda y comanda.

—Pero ¿de dónde sales tú tan temprano, mami? ¿Qué pasa? ¿Luz se ha puesto a gatear y has venido corriendo a mostrármelo? —Se estiró por encima de la barra para dar dos besos a su madre y de paso, espió a ver qué hacía la niña en el carrito. Luz dormía a pierna suelta.

—No, esta preciosidad todavía no gatea —respondió Anna—. Me apetecía ver a mi niña grande. ¿Has almorzado algo, cariño?

Por suerte, esta vez no tendría que mentirle. Le había tocado hacer de catadora oficial de algunos de los platos de la carta de invierno que ensayaba el chef.

—Ciro me ha puesto hasta arriba de carpaccio de carabineros y de caldereta de langosta —sonrió cómicamente, moviendo los dedos como si fueran pinzas—. En cualquier momento, me convierto en un crustáceo.

Ya, pensó Anna, como si ella no se diera cuenta de que bromeaba a propósito. Para no preocuparla.

—Por una langosta no sé, pero por una gamba podrías pasar perfectamente. Estás traslúcida. 

—Pero qué exagerada eres, mamá… —volvió a estirarse por encima de la barra para ver a la niña (y también para cambiar el tema de conversación que no le gustaba nada) y al ver que ella se había despertado, exclamó—: ¡Ohhhhh, Luz, ¿has visto lo que me ha dicho?! ¿Lo has visto? ¡Tu abuela me ha llamado gamba! ¿A que no estoy traslúcida, eh, Luz? 

La niña, a quien no le hacían falta razones para sonreír, respondió con una risita que hizo las delicias no solo de las dos mujeres, también de los camareros que pasaban junto a ellas, camino de la cocina. Pronto, un corrillo de voces aniñadas festejaban las gracias de la pequeña.

Hasta que, de pronto, desde los fogones se oyó la voz del miembro más friki de la familia, gritando entre risas de desesperación:

“¡Chef al borde de un ataque de nervios llamando a camareros fugados. ¿Hay alguien ahí? ¡Corto y cambio!” seguido de un “¡coño, ¿dónde os habéis metido todos?!”.

El corrillo empezó a disolverse con rapidez entre risas y comentarios mientras Anna se tronchaba ante las ocurrencias de su sobrino mayor, que desde niño había mostrado una marcada vena humorística. 

Fue en aquel momento, cuando todavía riendo y haciendo comentarios, Andy se disponía a acudir en auxilio del "chef al borde de un ataque de nervios", que alzó la vista hasta la puerta de entrada del restaurante…

Y se quedó muda.

 Anna miró el rostro extasiado de su hija y siguió la dirección de su mirada hasta el hombretón cubierto de tatuajes que avanzaba por el salón, acaparando atención. 

Lucía un suave tostado mediterráneo y vestía como un turista; camiseta estampada, bermudas vaqueras y alpargatas. No pudo evitar pensar que se tenía que haber perdido parte de la historia, ya que la última vez que había visto una expresión parecida en el rostro de su hija, el motivo era un veinteañero con el pelo plagado de rastas multicolores. Este, en cambio, hacía mucho que había dejado atrás los veinte y no tenía un solo pelo en la cabeza. 

Dado que la expresión de aquel rostro anguloso y tremendamente masculino era igual de intensa que la de su hija, Anna decidió que había llegado la hora de llevarse a Luz a dar otro paseo.

—Me voy, cariño —dijo con una sonrisa que no le entraba en la cara. Sin esperar respuesta, bajó del taburete lo más rápido que le permitieron sus doloridos músculos, y se encaminó a la salida empujando el carrito.

Pronto, ella y el hombre de los tatuajes se encontraron por el camino. Pensó que no tenía sentido pasar de largo, además, quería saber quién era, así que se detuvo.

—Soy Anna, la madre de Andy —le ofreció la mano.

—Dylan, señora. Dylan Mitchell —dijo el irlandés, respondiendo al saludo. Miró brevemente a la niña del carrito. Era una princesa regordeta, muy rubia y con los ojos muy claros, que no se parecía ni a Andy ni a su madre.

—Encantada de conocerte, Dylan, y bienvenido a Menorca.

Y con esas, Anna siguió su camino hacia la calle.

El irlandés ignoró los mazazos que daba su corazón, que parecían a punto de partirle el pecho en dos, y continuó avanzando hacia la barra. 

Habían transcurrido tres meses desde el día que había visto esos hermosos ojos por última vez. Tres meses que le habían sabido a una eternidad. Esos mismos ojos que recordaba chispeantes y que ahora, a medida que se acercaba y podía verlos con más claridad, parecían cubiertos por una pátina de tristeza. Como si hubieran envejecido diez años en tres meses. 

Andy inspiró profundamente cuando se dio cuenta de que estaba respirando con la mitad de los pulmones. 

Quería dejar de mirarlo, pero no podía. Porque si apartaba toda su atención del metro noventa de hombre que acaparaba miradas con su porte de gigante y sus brazos cubiertos de tatuajes y esa actitud descarada con que lo hacía todo, incluso algo tan sencillo y natural como caminar… Si dejaba de admirarlo como hombre, de sentir aquella atracción brutal por el halo de superioridad que exhalaba por cada poro de la piel, de asombrarse por la inmensa facilidad que tenía para hacerla sentir la mujer más deseada del universo sin siquiera tocarle un pelo… 

Si dejaba de mantener su atención en él, empezaría a hacerse preguntas. 

Y a ilusionarse con las posibles respuestas. 

Y a sufrir cuando descubriera las verdaderas. 

Y a odiarse por tener tan mala estrella con las cosas del corazón…

Dylan se detuvo justo frente a ella. Traía un discurso preparado, pero había sido verla y quedarse en blanco. Y Andy, que ni en el mejor de sus sueños habría esperado verlo allí, dijo lo primero que le vino a la mente. 

—¿Qué haces aquí, Dylan?

Toda una pregunta, sí, señor. Daría para un debate existencial en toda regla. Si él fuera dado a los debates, claro. Pero no lo era.

El irlandés se encogió de hombros e hizo lo más sensato que podía hacer en aquel momento.

—Pasaba por aquí y vi el cartel de Guiness en la puerta… 

Sonrió… Y no acabó la frase.

Ambos permanecieron mirándose. Sus ojos parecían competir a ver cuáles brillaban más.

Andy meneó la cabeza. Estaba alucinando. Lisa y llanamente. Tanto, que por momentos dudaba de si aquello sucedía en realidad o se lo estaba imaginando.

—Entonces, —dijo al fin, esbozando una sonrisa— marchando una Guiness para el motero más tatuado del MidWay.

* * * * *

Que recordara, nunca se había sentido tan nerviosa antes de quedar con un chico. Aunque, pensándolo mejor, llamarle "chico" al irlandés era relativizar demasiado las cosas. Quizás allí estuviera el quid de la cuestión, en que sus nervios eran total y absolutamente conscientes de que, esta vez, no se trataba de ningún "chico”. No había memeces de adolescente en él, ni preocupación por el qué dirán, ni dudas existenciales. Dylan era un hombre. Andy exhaló un suspiro. Un hombre del que estaba colada hasta los huesos. Dios, si no se calmaba le iba a dar un infarto… 

Lo que sucedía era que estaba muy falta de entrenamiento en esas lides, pensó intentando quitarle hierro al asunto. Además, la presencia del irlandés en la isla, su aparición tan de sopetón, había disparando su ansiedad a niveles estratosféricos. No había más que verlo. Le había tomado cerca de media hora prepararse porque nada de lo que se ponía le parecía adecuado durante más de cinco minutos. Al final, lo había dejado por imposible decantándose por unos vaqueros, una camiseta roja de mangas tres cuartos y unas botas negras cortas. Cinco minutos para retocar el maquillaje y la máscara de pestañas. El cabello siempre estaba bien, ventajas de llevarlo corto no necesitaba más que aplicar un poco de fijador, moldearlo con efecto despeinado y voilà. Tenía que volver al trabajo para el turno de cenas y lo último que quería era perder el tiempo cambiando de vestuario delante de un espejo. 

Después de atravesar como un bólido la casa, se detuvo en el patio para depositar un beso en la mejillas regordetas de Luz, que dormía a pierna suelta en su carrito, y otro en la frente de su madre y de su tía Neus, que ya se había enterado de las noticias y no dejaba de lanzarle miradas pícaras cada vez que se cruzaban. 

—Dale saludos de mi parte —dijo Anna, rebosando picardía.

Y sin solución de continuidad…

—¡Guapa! ¡Más que guapa! —exclamó Neus y pensaba continuar jaleando a su sobrina porque se lo merecía, pero un chistido de su hermana la llamó al orden.

Shhh… No grites, que vas a despertar a la niña…

Los comentarios pícaros de su madre y de su tía, que por supuesto ignoró, se ocuparon de acompañarla hasta la salida. Cuando estaba cerrando la puerta aún podía oírlas soltándole piropos y cuchicheando como quinceañeras.

Andy sonrió. Eran el mejor club de fans que alguien podía tener.

* * * * *

La pareja había quedado en una bahía natural situada al norte de la isla, a poco más de seis kilómetros de casa de Andy. Una pequeña playa de arena, un fondo marino famoso por la limpieza de sus aguas que podía apreciarse desde los acantilados, una cueva submarina a la que era posible acceder buceando, un conjunto de cuevas prehistóricas cavadas en el barranco y, en la parte superior, un extenso pinar jalonado de casas blancas de estilo ibicenco eran algunas de las razones que convertían a Cala Morell en uno de los rincones más especiales de la isla. Ese había sido el lugar escogido por Dylan para la cita.

El trayecto, de escasos quince minutos, se le había hecho eterno a Andy y cuando aparcó en la explanada de entrada del bar donde habían quedado, estaba helada de los nervios. Consultó el reloj. Mierda. Llegaba veinte minutos tarde. No quiso echarse un último vistazo en el retrovisor porque tan segura como de que se llamaba Andy, que su rostro habría devorado la base de maquillaje y ahora luciría su “tonalidad de persona agotada” natural. En cambio, sí que echó un vistazo alrededor en busca de Dylan. Sus ojos no tardaron en hallarlo junto al muro de piedra, de espaldas al camino. Miraba hacia la bahía que se abría más abajo. Notó que él también se había cambiado, las bermudas por unos pantalones negros que ocultaban los tatuajes de sus piernas, y una camiseta sin mangas a juego que realzaba los de sus brazos. Por la mañana era un turista más, en bermudas y alpargatas; por la tarde, un motero de viste y rasga, y en ninguno de los dos casos pasaba inadvertido. No solo por su cráneo rasurado, su piel cubierta de tattoos o su gran envergadura. Dylan era… Dylan. Resultaba imposible no mirarlo. Y después de tanto tiempo sin verlo… 

Pero él no le concedió demasiado margen para la contemplación. Enseguida se volvió por enésima vez en los últimos quince minutos, tan nervioso y necesitado de verla como ella. Aunque, todo había que decirlo, disimulándolo mucho mejor. En cuanto la divisó, cruzó la calzada y fue a su encuentro. Andy salió del vehículo y se encontraron a mitad de camino.

—Se me ha hecho tardísimo, lo siento… ¿Hace mucho que esperas?

—Tranquila, no empiezo a echar raíces hasta pasada la media hora —y  acompañó su sonrisa matadora con un guiño.

—Uf, qué alivio.Y que conste que no me creo que lo hayas comprobado.

—Comprobar, ¿qué?

Ella ya estaba riendo antes de responder.

—Que te crecen raíces. Dudo que alguna vez hayas esperado a alguien tanto tiempo, pero si esa persona existe, me encantaría conocerla. 

Qué sutil, pensó el irlandés. Por "alguien" se refería a una mujer y en cuanto a la última frase… 

Aj.Tenía que parar. Desde que había vuelto a verla hacía unas horas, no dejaba de analizar cada una de sus palabras, cada uno de sus gestos, buscando indicios que le confirmaran que todo aquello no era la locura que le parecía que era cuando lo pensaba en frío y se daba cuenta de lo que había hecho. Por suerte (¿o por desgracia?), uno de sus descubrimientos más recientes era que "pensar en frío" y Andy eran opuestos irreconciliables. Cuando se trataba de ella, la frialdad le duraba un segundo y medio; exactamente lo que demoraba el recuerdo de su sonrisa en convertirle el coco en un charco pringoso de materia gris.

—Así que te gustaría conocerla… Vale, si te portas bien, igual uno de estos días te la presento.

Intercambiaron miradas y sonrisas. Ahora era ella quien lo analizaba a él, intentando acertar si estaba bromeando o marcándose un farol, y eso le encantaba. Joder, cómo le gustaba. 

Pero más le gustaba dejarla con la intriga así que tocaba cambio de tema.

—¿Prefieres tomar algo en el bar o…? 

Andy movió la cabeza ligeramente a un lado y al otro considerando las opciones que no eran tantas ya que su turno empezaba a las ocho. Muy poco tiempo para el millón de cosas que necesitaba saber. Para el trillón de preguntas que quería hacerle.

—Si no me da un poco el aire se me quedará cara de barra —bromeó. Señaló el muro donde antes estaba Dylan y añadió mientras se encaminaban hacia allí—. ¿Estás alojado por la zona? 

Lo miró directamente e hizo una pausa lo bastante larga para dejarlo explayarse. Dylan, en cambio, se limitó a asentir. 

Mierda. Estaba desesperada por saber por qué estaba allí, cuánto tiempo se quedaría y un etcétera tan largo que daría para circunvalar el globo tres veces y aún sobraría. Desesperadísima. Pero no quería parecer que lo estaba, así que no le quedaba más remedio que llenar el silencio con algo. 

—Buena elección. Es uno de los rincones más pintorescos de Menorca. —Le miró sonriente, dándole un repaso como si no lo hubiera hecho antes, cuando todavía estaba en el coche—. Estás genial, Dylan. Se nota que el aire francés te sienta bien.

—Gracias. Tú también estás genial… —Más preciosa que antes, mucho más mujer… Y era mejor no entrar en “temas excitantes”, de modo que calló. 

 Pero ella se dio cuenta de que la frase había quedado como flotando en el aire.

—¿Qué?

—No sé si es lo más apropiado para decirle a una mujer… Estás mayor. O quizás debería decir menos niña —sonrió—. La primera vez que te vi en el MidWay pensé que te habías escapado del colegio… 

—¡Qué tiempos aquellos! Dakota no me creía que tenía los veintiuno… Sí, supongo que voy perdiendo parte de mi inconsciencia juvenil, y eso siempre se nota.

Lo que había perdido era alegría. Su mirada, que seguía siendo hermosa, por cierto, tenía una pátina opaca. Había sido lo segundo que le había entrado por la retina al volver a verla. Lo primero, claro, lo preciosa que estaba. Y no porque antes no lo estuviera, sino porque era la primera vez que la miraba siendo consciente de sus sentimientos por ella.

—Bah, la inconsciencia juvenil está sobrevalorada. La mitad de lo que viví cuando era joven e inconsciente no lo recuerdo y lo que recuerdo… —Dylan sacudió la cabeza—. Hacía locuras estando sobrio, imagínate cómo era cuando estaba en pedo.

—¿”Hacías”? ¿Cuándo te has convertido en un tipo cuerdo?

Dylan echó a reír.

—Pensé que ibas a decir en un tipo sobrio —y como no quiso dejar que su antigua afición al alcohol se convirtiera en un tema de conversación, continuó—: No sé exactamente desde cuándo, pero ahora estoy bastante cuerdo… Lo que no quiere decir que a veces haga cosas que muchos calificarían de locuras. Pero no son como las de antes. Son locuras a medias porque controlo el resultado. 

O eso esperaba. Estar en Menorca era precisamente de esa clase de locuras, y aunque de boca para fuera quisiera convencerse de que tenía las cosas bajo control, sabía que no era tan así. 

Andy asintió. Volvió enfocar en la playa donde un par de bañistas disfrutaban del agua a pesar de que el día había amanecido desapacible. Sabía que al irlandés no le gustaban demasiado las preguntas, especialmente si tenían que ver con su vida privada, pero esto necesitaba saberlo. La ilusión por volver a verlo cedía su lugar a otra emoción aún más grande; la esperanza de que quizás él no se fuera pronto y pudiera seguir viéndolo unos días más. Algo que solo con pensarlo le hacía palpitar el corazón de emoción y la aterrorizaba al mismo tiempo. Menuda mezcla.

—¿Te refieres a locuras del tipo de abandonar el paraíso de los millonarios chick para tomarte unas vacaciones en esta pequeña isla bonita en pleno noviembre? Espero que hayas traído chubasquero. Y ancla, para no volarte cuando sopla el viento del norte —consiguió decir en voz alta. Pero no pudo mirarlo mientras lo hacía. 

Dylan sonrió para sus adentros. Así que el pueblo quería saber. Bien, bien.

—Más pequeña que bonita —precisó él—. Diminuta, diría. Ahora entras a un sex-shop en Mahón y dos minutos después lo sabe todo Menorca.

Estaba tirando balones fuera, por supuesto. Apenas había tenido tiempo de ver nada, pero había viajado mucho y sabía reconocer ese algo particular que tenían algunos rincones del mundo, que te atrapaban en cuanto ponías un pie en ellos. La isla le parecía uno de los lugares más especiales del mundo. Y además, la mujer más especial de todas vivía allí. En lo que a Dylan concernía, no había otros setecientos kilómetros cuadrados más perfectos que aquellos en toda la galaxia. Sin embargo, después de semanas de silencio, su vanidad masculina -que seguía allí, aguantando como podía el varapalo de su renovada cordura- necesitaba ver más emoción, más interés por parte de Andy. Más implicación.

Ella volvió el rostro para mirarlo.

—Seguro que lo sabías antes de venir. Además, eres foráneo aquí. Te aseguro que a nadie le sorprenderá dónde te metas ni lo que hagas lo bastante como para hablar de ello.

Dylan también volvió el rostro para mirarla.

Los dos sonrieron cuando él respondió:

—Dependerá de si voy solo o acompañado, ¿no? Si me acompaña una local seguro que la noticia vuela. Y ya no hablemos si ella pertenece a una familia notable del lugar. Entonces, igual salimos en los periódicos y todo.

De no haber estado tan emocionada, tan ansiosa, Andy habría reparado en aquel comentario sobre su familia y se habría hecho preguntas. Preguntas acerca de cómo Dylan podía saber que su familia por parte materna eran notables del lugar. Ella no llevaba su apellido y nunca le había hablado de ellos. 

Pero estaba demasiado emocionada, demasiado ilusionada… Y demasiado nerviosa.

—Cierto —dijo Andy, sus ojos de mirada pícara parecían dar saltitos de tanto que brillaban—. Aunque imagino que no la llevarías contigo… Lo que fuera que planearas comprar en un sex-shop, sería el secreto mejor guardado del mundo hasta que le dieras la sorpresa…

—Podría ser… Y también podría ser que la sorpresa fuera averiguar qué la sorprende… Para lo cual tendría que llevarla conmigo, ¿no te parece? 

Andy meneó la cabeza. Una sonrisa inmensa dominaba su rostro y a Dylan eso le gustó. Le gustó comprobar que no había perdido pulso, que seguía siendo capaz de hacerla reír.

—¿Cómo hemos acabado hablando de esto? —dijo ella genuinamente divertida—. ¡Eres un caso, calvorotas!

Era un tío loco por una mujer. Por primera vez en toda su vida. Eso era lo que era.

Dylan esperó a que Andy dejara de reír para continuar.

—¿Por qué no pruebas a preguntarme lo que realmente quieres saber? Igual tienes suerte y consigues una respuesta que no tiene que ver con el turismo menorquín. Ni con sus sex-shops —volvió a mirarla y le hizo un guiño.

Certero y directo, como siempre. Era ella la que había aprendido a dar rodeos: para evitar preguntas que hacían daño, para esconder sus verdaderos sentimientos, para evadirse de penas que continuaban cerradas a cal y canto en el rincón más profundo de su corazón. Rodeos para todo.

Andy asintió con un esbozo de sonrisa y volvió a mirarlo. Sus ojos parecían un cielo estrellado cuando dijo:

—¿Por qué has venido a Menorca, Dylan?

El irlandés se puso cómodo para disfrutar del momento.

—¿Te intriga, eh?

—Mucho.

—Así que te intriga mucho… No está nada mal —para una mujer que no había hecho el menor intento de mantenerse en contacto con él, pensó. 

—¿La verdad? Es más que intriga. Necesito saberlo —se las arregló para admitir al tiempo que sentía que un calor espantoso la envolvía. Era como si acabara de entrar en un baño turco.

Dylan, que estaba apoyado con los codos sobre el muro, se volvió de frente a ella con tal expresión de gusto que Andy no pudo más que sonreír.

—Bueno, bueno, bueno… Oye, esto está muuucho mejor. Necesitar es una palabra muy potente, ¿sabes?  Aunque —quizás decirlo no fuera la mejor de las ideas, pero su segundo nombre era “riesgo” y, ¡qué coño!, también necesitaba hacerlo— cuando la pongo en la ecuación junto a setenta y ocho días, veinte horas y —echó un vistazo a su reloj— algo más de treinta minutos sin noticias tuyas, las cuentas no me salen… —tras una pausa que tuvo por finalidad mantener la boca cerrada para evitar que el corazón saliera por ella dando tumbos, añadió—: Claro que puede haber variables que se me escapen, que seguro que tú te ocuparás de poner en su sitio… A su debido tiempo.

Andy se tragó el suspiro que amenazó con delatarla. La emoción de descubrir que el tiempo separados había transcurrido con la suficiente lentitud para que Dylan lo hubiera contado, se había adueñado de ella, alimentando su esperanza. Permaneció inmóvil mirándolo, esperando una respuesta.

Dylan sintió el impulso de acariciar aquel rostro que había palidecido en un instante de puro nerviosismo. Estaba seguro de que si la tocaba su piel estaría helada. Pero también sabía que si la tocaba… 

Esta vez era importante. Esta vez, no solo tenía que ver con la atracción sexual. Por más bestial que fuera la que había entre ellos. 

Esta vez era diferente.

—¿Cuánta sinceridad eres capaz de asimilar, Andy?

Había habido un tiempo, no muy lejano, en la que ella se sentía capaz de lo que hiciera falta. De lo que fuera. Ya no. La muerte de Sonia la había dejado sin resto y aún no se había recuperado. Seguía tirando del carro y mantenía las apariencias, pero la procesión iba por dentro y estaba bastante segura de que no soportaría otra pérdida, otra desilusión. Menos una que tuviera que ver con él. Estaba lo bastante segura como para haberse mantenido alejada todo ese tiempo.

Ella no respondió, pero aquel extraño centellear de su mirada, tan parecido a la antesala del llanto, le ofreció a Dylan toda la información que necesitaba conocer en aquel momento.

—Lo has pasado mal, ¿eh? —murmuró él—. De acuerdo. Entonces, digamos que creía que suspirabas por Conor… De hecho, pensé que estabas con él. Y en la boda me enteré que no.

Lo que dijera a continuación lo dejaría expuesto y cambiaría las reglas del juego para siempre, pensó el irlandés. Un instante después tuvo que sonreír ante los subterfugios de su mente para evitar llamar a las cosas por su nombre: ¿expuesto?, ¿reglas del juego? Venga ya. Se había enamorado por primera vez en su vida y estaba acojonado. Era tan simple como eso.  

Y si Dylan estaba asustado ante la perspectiva de mostrar sus cartas, Andy no se quedaba atrás. Después de semanas a merced de una tempestad de emociones, todo se había detenido como una película a la que pones en pausa. Sin darse cuenta, contenía el aliento y lo miraba completamente atenta. 

El irlandés se encomendó a un Dios en el que no creía y lo soltó.

—Hay una probabilidad entre cien millones de que la razón de que ya no suspires por él… Sea yo. Ya sé que es una probabilidad muy baja, pero… Soy un tipo de acción y, ya sabes, el que no arriesga, no gana — los ojos de Dylan volvieron a posarse sobre ella—. ¿Te vale como respuesta por ahora?

Andy respiró profundamente y mientras el oxígeno volvía a inundar sus células, el color regresó a su rostro. Y la ilusión a su corazón.

¿Había venido por ella? Dios, todo daba vueltas a su alrededor. Vertiginosamente. No podía parar de temblar. 

—Me vale. Gracias —murmuró todo lo compuesta que pudo.

Dylan meneó la cabeza divertido. Por dentro, en cambio, las cosas eran todo menos jocosas; la necesidad que sentía de ella, esa que jamás había sentido por nadie, se revolvía con violencia, amenazando con salir disparada como un caballo desbocado y arrasarlo todo. Sus ojos regresaron a Andy cargados de algo nuevo que a ella le supo tremendamente dulce.

—Anda, respira hondo un par de veces, ¿quieres? —le dijo—. Que ya me veo cargándote al hombro otra vez.

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