Lola

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TERCERA PARTE » 20

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Después de que Dylan le ofreciera una visión parcial de su jugada, la pareja paseó por los alrededores, conversando principalmente de las atracciones turísticas de la isla. Era evidente que Andy prefería conducir la conversación por derroteros alejados de su familia y de las razones que la retenían allí, lejos de su tierra. Tan evidente como que intentaba asimilar la aparición del irlandés en el último lugar donde habría esperado encontrarlo, la inesperada confesión de que ella tenía que ver con su presencia allí, todo… Se preguntaba hasta dónde llegaba el interés de Dylan por ella, qué le había dicho Conor de su encuentro en Barcelona, qué había sucedido con Amy… Se hacía mil preguntas por segundo, pero el miedo a sufrir, ahora agudizaba su cautela, consciente de que, en el fondo, las verdaderas razones, las que rara vez se había permitido decir en voz alta, continuaban allí: era un hombre excesivamente independiente, anti-familiar y mujeriego. Que ella se hubiera enamorado no cambiaba la naturaleza del irlandés y sí, en cambio, podía cambiar su vida. Para mucho peor.

En aquel momento, Dylan entró en el terreno ajardinado que había frente a una de las viviendas, una enorme.

—Ven, que te muestro la casa.

 Ya se había alejado unos cuantos pasos cuando se dio cuenta de que Andy no lo seguía. Se volvió a mirarla y lo que encontró fue una mujer con la expresión muy seria y unos ojos muy grandes de mirada desafiante que anticiparon el mensaje de la única palabra que pronunció.

—No.

—No, ¿qué?

Ella apartó la mirada. Parecía molesta, incómoda.

Y lo estaba. Desde luego que lo estaba. La breve relación que habían mantenido a espaldas del mundo, cuando los dos estaban aún en Londres, había sido sexual exclusivamente, cierto, pero lo último que Andy esperaba era que él dejara claro cuáles eran sus intensiones nada más llegar a la isla. 

—Que no voy a entrar ahí.

—¿Y por qué no? 

—Porque no creo que sea una buena idea, Dylan —respondió cáustica.

Aquello había sido como una seguidilla de puñetazos en la mandíbula, no una respuesta, y cumplieron su cometido a las mil maravillas. 

—No puedo creer que estés pensando en lo que estás pensando, guapa. Joder, ¿en serio? ¿Tantas ganas crees que tengo… o es porque la que se muere de ganas y no se fía eres tú? —y echó a reír ante una Andy cuyas mejillas habían pasado por toda la gama de rojos.

Al fin ella, de mala gana, también claudicó. 

—Eres terrible…

Dylan celebró la ironía con una risotada.

—¿Yo? Estoy siendo tan bueno que de esta me crecen alitas, ya verás.

—¿Alitas a ti? —rió de buena gana ante la visión del primer ángel con pintas de miembro de la Hermandad Aria—. ¡Menuda imagen!

Dylan se creció. Seguía logrando convertir en risa incluso situaciones que le eran adversas. Seguía haciéndola reír y como la conocía mejor de lo que la propia Andy pensaba, sabía que le estaba comiendo terreno a su desconfianza, a sus dudas. Motivado por aquel positivo cambio de tornas, volvió sobre sus pasos y se detuvo frente a ella, muy cerca.

—No creas que te lo voy a poner tan a huevo esta vez —le dijo al oído. Y se retiró antes de que el chispazo, ese que siempre se producía cada vez sus campos energéticos entraban en contacto, los dejara secos en el sitio. 

A continuación, le ofreció su mano invitándola a seguirlo. Andy pasó a su lado con las mejillas arreboladas, ignorando aquella mano que no tenía la menor intención de tocar. Los contactos entre los dos eran demasiado peligrosos.

El irlandés abrió la puerta, se hizo a un lado para permitir que ella pasara y cuando lo hizo, la miró con una gran sonrisa desafiante al tiempo que voceaba:

—¡Ya estoy aquí! 

Andy lo miró extrañada. Dylan notó que su expresión había cambiado en un instante. Aquel brillo ilusionado de sus ojos le resultó tremendamente inspirador. 

Y mejor que dejara de sentirse inspirado tan pronto, pensó. Porque, como la preciosa mujer que le tenía sorbido el seso estaba a punto de comprobar, decididamente, no era el momento adecuado.

¡Qué bien! ¿Viene esa preciosa criatura contigo, cariño? —respondió una voz femenina desde el otro extremo de la casa. 

A Andy le resultó familiar, pero no llegó a reconocerla en ese momento. Instantes después, cuando todavía no se había recuperado de la sorpresa, la dueña de la voz apareció ante sus ojos.

Andy corrió a dar la bienvenida a una mujer que aunque había visto en contadas ocasiones, le había caído bien desde el minuto cero.

—¡Andy, cuánto me alegro de verte, muchacha!

—¡Señora Swynton… pero qué sorpresa! —dijo fundiéndose en un abrazo con la abuela de Evel —. No sé qué decir… 

—Yo sí —intervino Dylan con todo el doble sentido del mundo. Mirando a Andy añadió—: Des. Con. Fiada.

* * * * *

La vibración del móvil sacó a Dylan de su abstracción contemplativa, cosa que lamentó porque era todo un espectáculo ver cómo a Andy le había cambiado la expresión de la cara al darse cuenta de que “ven que te enseño la casa” no solo no era una invitación encubierta a llevársela al huerto, sino que dentro de la vivienda estaba la abuela de su ex-jefe. Se había ablandado toda, pensó el irlandés con enorme placer. De tanto en tanto, incluso le lanzaba miradas que, si sus sensores no enviaban señales erróneas, indicaban que acababa de abrir una consistente brecha en las defensas enemigas. 

Las dos mujeres lo miraron cuando Dylan se puso de pie. Pronto continuaron con su incesante cháchara al ver que llevaba el móvil en la mano. 

Mientras abandonaba el salón donde conversaban, el irlandés echó un vistazo a la pantalla. El número no estaba en su registro ni le resultaba familiar, pero por la ausencia de prefijo sabía que la llamada se originaba en España. 

Decidió que lo mejor era abandonar también la casa. 

* * * * *

—Pero, míralo, ¡qué hombre más adorable! —dijo Angela al ver entrar al irlandés portando una bandeja con café, té y pastas.

Andy siguió la mirada de la anciana. ¿Solo adorable? Siempre le había resultado llamativo y no solo por sus pintas que, decididamente, no pasaban inadvertidas a nadie. Era divertido, osado y muy inteligente, todos atributos que valoraba en un hombre. Pero no sabía exactamente desde cuándo, el irlandés había pasado de ser un “hombre llamativo” a un “hombre alucinante” para ella. 

Él acusó recibo de la intensidad de la mirada de Andy con un guiño al que sucedió una pulla al mejor estilo Dylan:

—Angela, ya te he dicho que no me tires los tejos en público —soltó el irlandés, haciendo desternillar a las dos mujeres.

Continuó sirviendo ceremoniosamente un café para Andy y un té para Angela y después, ocupó su asiento, equidistante de las dos mujeres. 

Andy, en cambio, continuó atenta a él, a sus gestos, haciéndose un millón de preguntas. Incapaz de dejar de mirarlo durante más de dos segundos. Sus ojos, como si tuvieran voluntad propia, volvían a él una y otra vez. Con disimulo, pero lo hacían. 

Y Angela continuó disfrutando muchísimo. Su yo casamentero estaba más feliz que unas pascuas.

—¿Todo este tiempo hablando por teléfono? —se interesó la anciana tras dar un sorbo a su té. 

Dylan sabía que era una forma de averiguar si habían surgido problemas o todo continuaba en orden.

—Qué va. Se ha levantado viento y con tanta lluvia se cortaba cada dos por tres. Además, el té no se hizo solo, ¿sabes? Tenía varias llamadas perdidas, parece que algunos no han caído en que los sábados no trabajo. Por cierto, también ha llamado tu nieto. 

 Los ojos del irlandés buscaron los de Andy de camino hacia la abuela de Evel. Sabía que ella lo estaba mirando, sin necesidad de comprobarlo. Lo sentía en la piel. Era como un cosquilleo efervescente que se desplazaba de sitio cuando la mirada femenina modificaba su foco. 

—¡Ah, mi móvil! ¿Dónde lo he dejado? —exclamó la anciana—. Caramba, qué cabeza la mía… Seguro que Brian me ha llamado a mí también.

No hacía falta que lo jurara. Según Evel, Angela siempre había sido propensa a los despistes, pero la edad había agravado el asunto. No perdía la cabeza porque la tenía pegada al cuerpo.

—Dejarlo, lo dejaste en el muro de la entrada, junto a tu bolso. Ahora se está cargando en tu habitación.

La mujer le envío un beso agradecido.

—¿Ves a lo que me refiero? —le dijo a Andy. Ella volvió la cara para mirarla como un resorte, pero notó que la anciana la había pillado dándose un festín visual del irlandés—. Es adorable. ¡Tendrías que haber visto el juego de luces más bonitas que preparó para Dakota y Tess! Una sorpresa preciosa para dos amigos en un día tan especial, con la que acabó sorprendiéndonos a todos —sonrió ante la evidente incomodidad de Dylan y decidió darle un respiro—. Qué pena que no pudieras asistir, Andy…

Hubo una pausa que tanto Angela como Dylan, por distintas razones, esperaban que la joven llenara con algo, una explicación, una excusa. La anciana, porque sabía, aunque no se lo hubiera dicho a Dylan, que Andy había confirmado su asistencia. Él, porque la razón de su no asistencia era otra más de la lista interminable de cosas que necesitaba saber. 

Pero no hubo tal explicación. Tampoco una excusa. Andy ya no quería seguir mintiendo sobre el tema, pero no estaba preparada para decir la verdad. Menos aún para decirla en aquel momento, frente a él. Un gesto ambiguo hizo las veces de respuesta, seguido de otra pausa que dejó claro que eso sería todo.

Dylan apartó la vista. Para alivio de Andy, que empezaba a sentirse realmente incómoda, la abuela de Evel salvó el bache con su saber estar habitual.

—Fue una ceremonia preciosa y, ahora que lo pienso, extraño tratándose de una boda, todo salió fantástico. Te habría encantado. Ellos y ellas estaban tan elegantes… —volvió a mirar a Dylan con una sonrisa pícara—. Y no sabes lo bien que le sentaba el traje a este señor…

—¿Era el gris marengo de la percha? 

Dylan se mostró sorprendido del súbito regreso a la vida de la camarera. Lo miraba y sonreía con aquella sonrisa pícara que hacía que a él le asaltaran unas ganas locas de comérsela.

El irlandés negó con la cabeza. Los ojitos de la camarera brillaron de interés.

—¿Uno nuevo? —Al ver que Dylan asentía, insistió, curiosa—. ¿De qué color? 

Él se repantigó en su asiento, disfrutando de la pequeña venganza que se le servía en bandeja. 

—Así que te interesa mi traje… 

Andy asintió varias veces con la cabeza. De pronto, el tiempo había retrocedido y estaban en Londres, sumergidos en uno de sus típicos tête-a-tête.

—¿Mucho?

—Bueno, a ver, tampoco te pases, que hablamos de un traje no de David Gandy…

Dylan abrió desmesuradamente los ojos y las dos mujeres empezaron a reír.

—Así que David Gandy… —comentó el irlandés, asombrado.

—¡Muy bien, calvorotas! No has dicho “¿y ese quién es?” como hace la mayoría de los tíos.

—Es que no soy como la mayoría de los tíos, guapa. 

—Eres un creído.

—Seguro de mí mismo, más bien. Sé quién es el guaperas ese —Le obsequió una mirada desafiante—. Y también sé qué no es tu tipo.

—Porque tú lo digas… Ese hombre es el tipo de las tres mil millones de mujeres que habitamos el mundo, calvorotas. Y de unos cuantos hombres, también.

Faroles. Un montón de faroles multicolores, tamaño elefante, con los que no engañaba a nadie, y menos a él. Dylan negó con la cabeza sin perder su sonrisa desafiante.

—Te van los rubios de ojos claros y piel tatuada —se pasó una mano por el cráneo y añadió con picardía—: El pelo largo no es un requisito indispensable.

Las carcajadas retumbaron en el salón haciendo que la vanidad del irlandés creciera aún más. Angela se lo estaba pasando en grande y Andy… Dios, le encantaba verla reír. Y le encantaba mucho más saber que era quién conseguía que sus preciosos ojos recobraran el brillo de antaño.

—Mira que eres creído… —se quejó Andy, riendo, pero a juzgar por la expresión risueña de su rostro le estaba siguiendo el juego.

—Es simple observación; los morenos no te hacen tilín —afirmó en un tono que no dejaba el menor resquicio a la duda, y al ver la cara de alucine de Andy, se encogió de hombros—: Es lo que hay. Los morenos no te van. 

Hablaba de ella con una certeza que no dejaba de sorprenderla y tenía que reconocer que le agradaba la idea de que fuera así. Era una señal de que le prestaba atención, lo cual era, a su vez, señal de interés. Ciertamente, el famoso modelo británico no era su tipo. Lo había dicho por decir. Pero teniendo en cuenta la suerte que la acompañaba en el plano sentimental, no estaba dispuesta a dejarse llevar por la emoción tan fácilmente. Además, echaba tanto de menos las risas, aquellas locas conversaciones suyas que encontraba tan refrescantes…

—Tranquilo, creo que podré hacer una excepción tratándose de él —afirmó. Y para cuando acabó la frase, Andy se estaba desternillando solo con ver la cara que se le había quedado al irlandés.

—Creo que yo también —terció Angela, divertida por la interacción de la pareja, asombrando a Dylan todavía más. Tanto, que pronto hizo las aclaraciones oportunas—: Es broma, cariño. Adónde voy yo con alguien tan joven… Tengo suficiente con ver sus fotografías en las revistas. Pero tendrás que admitir que el muchacho representa muy bien el producto nacional.

El irlandés miró consecutivamente a las dos mujeres con un punto de incredulidad y un montón de asombro en sus grandes ojos del color del cielo. 

—¿Qué le ponen al agua embotellada de esta isla? ¿Un alucinógeno o algo así? —La expresión de su rostro y el tono de su voz no hicieron sino provocar que ellas se desternillaran aún más—. Que os quede claro que el próximo café lo hago con cerveza…

En aquel momento, sonó el móvil de Andy, quien todavía riendo se dispuso atender.

Dylan la vio ponerse de pie al tiempo que su rostro se tornaba serio. Él mismo, sin darse cuenta, también se puso de pie, alarmado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la camarera. Su rostro adquirió aún más gravedad a medida que su tía Neus le avanzaba las malas nuevas—. Ya mismo voy.

Andy volvió a guardar el móvil.

—Es mi madre. Está en el hospital. Tengo que irme —explicó. Y enfiló para la puerta sin demora. 

El irlandés salió aprisa detrás de Andy.

—Espera, espera que te llevo.

—Voy con vosotros —dijo Angela, resuelta.

Instantes después, los tres subieron al monovolumen de Dylan que estaba aparcado un poco más arriba en la calle, y se pusieron en marcha hacia a el hospital.

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