Lola

Lola


CAPÍTULO 18

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CAPÍTULO 18

El viaje a Begur fue un bálsamo para las cuatro amigas. Ahora sí que no había ningún secreto entre ellas. Incluso prometieron acompañar a Lola en una de sus excursiones.

—El mes de octubre podríamos hacer algo contigo. Te acompañaremos —le prometió Margaret.

—¡Eso es, y a mi hermano que lo zurzan! Se va a enterar ese —se animó Julia.

Estaba muy dolida por la actitud de Mario. Se sentía responsable por la cabeza loca y se la tenía jurada. En cuanto volviera a casa, se iba a enterar. La había engañado para acercarse a Lola volviendo a hacerle daño, y aunque ella ignoraba todo eso, dentro de ella sentía su culpabilidad.

—Si os animáis, buscaré una actividad divertida y fácil. Nos lo pasaríamos en grande.

—Prometido, pero no nos mates por los montes. Recuerda que somos de ciudad —le dijo Margaret con cara de susto.

—¡Nada de bichos, vacas o animales que están por los montes! —dijo esta vez Julia.

—Tampoco largas caminatas y, por supuesto, poner la vida en riesgo queda totalmente prohibido —sentenció Elena.

—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos llevamos el mantel de cuadros y la comida y nos tumbamos todo el día? Un poco de ejercicio no mata a nadie, y si lo probarais, os gustaría —les aseguró Lola.

—No queremos ver culebras ni ranas o ratones. Nada de eso, que te conozco desde pequeña —le recalcó Julia.

—Pero ¿qué os habéis pensado que hago en estas salidas? Que no voy de pastora ni de exploradora. ¡Madre mía, ya me estoy arrepintiendo de haber propuesto nada! —Lola suspiró, llena de resignación.

Y es que imaginarse en una excursión con esas tres frikis quejándose todo el día o gritando y saltando por una simple abeja le ponía los pelos de punta.

El viaje acabó. De vuelta a casa, le quedaba una última misión: hablar con sus hermanas. Las había mantenido un poco al margen de su vida, a pesar de trabajar juntas. Había tenido la suerte de que en esa época las había cogido bastante atareadas. Lucía estaba a punto de dar a luz y Blanca entre cocinas, la suya y la del restaurante de Pablo. Y Ana, algo dispersa y empleando todo su tiempo libre en poner a punto un viejo coche para un rally. Pero tenía que contarles todo. Ellas eran un pilar en su vida, y necesitaba su complicidad, tenerlas a su lado y sobre todo dejar de fingir cuando estaban juntas una felicidad que no existía.

Preparaban las bolsas para salir después de comer cuando el móvil de Lola sonó.

—¿Mamá?

—Sí, soy yo. Tu hermana acaba de salir hacia el hospital. Me han traído a Adrián y ellos van camino de Sant Joan de Deu.

—Pero ¡si le falta un mes!

—Ya lo sé, pero esta mañana, cuando se ha levantado, estaba sangrando. Estoy esperando a que Manuel me diga algo porque hace ya una hora que se han marchado —le dijo María, nerviosa e intentando no pasarle su preocupación a Lola.

Su madre intentaba trasmitir calma, pero ella la conocía y, a pesar de su fingido tono calmado, estaba histérica, así que trató de calmarla, aunque fuera desde la distancia.

—Salgo ahora mismo y me quedaré en el hospital, ¿o prefieres que vaya a casa y tú al hospital? Lo que prefieras, mamá. Si quieres estar cerca de Lucía, me quedaré yo con Adrián. Tú eliges.

María lo pensó durante unos segundos. Quería estar al lado de su hija, pero también sabía la tranquilidad que le daba a Lucía sabiendo que el niño estaba en sus manos. Al final, suspiró y eligió:

—Me quedaré con Adrián. Sé que tu hermana estará más tranquila, y ahora es lo único que necesita. Además, Manuel estará con ella en todo momento y tendría que estar en la sala de espera. Aunque fuera al hospital, no podría verla. Así que ya lo he decidido, pero mantenme informada en todo momento.

Lola, mientras hablaba con su madre, daba vueltas buscando sus cosas para meterlas en las maletas y animaba a las demás para que se dieran prisa.

—Haremos una cosa, mamá. Yo ahora voy directamente al hospital. Me imagino que cuando llegue, Ana y Blanca también estarán. En cuanto Lía llegue al mundo, me llevarán para quedarme con el peque y tú vas al hospital, ¿de acuerdo?

—Sí, será lo mejor. Pero date prisa, Lola.

—Ya salimos. Un beso, mamá. Y no te preocupes, que está en el mejor hospital y en las mejores manos.

—Lo sé, hija, pero no puedo evitarlo.

Lola colgó y, lejos ya de los oídos de su madre, empezó a dar órdenes, llena de preocupación:

—Lucía está en el hospital. Tenemos que salir ¡ya! —gritó, cerrando su pequeña maleta y empezando a ayudar a sus amigas.

—¿Qué ha pasado? ¿Está bien? Dinos algo y no nos asustes.

—No sé mucho. Según mi madre, esta mañana, cuando se ha levantado de la cama, estaba sangrando y la ha llevado a urgencias.

—¡Ya estamos! —gritó Julia—. Vamos bajando al coche las bolsas. Una que vaya revisando las habitaciones por si nos dejamos algo. —Se aceleraba mientras hablaba.

—Yo lo hago. ¡Bajad todo al coche! —exclamó Lola, empezando a revisar.

Eran un desastre y siempre se iban dejando cosas por donde iban. Revisó con rapidez las dos habitaciones y, por supuesto, todas se habían dejado algo: Elena unas chanclas, Julia el neceser de pinturas y Margaret el camisón. Incluso ella, que nunca se olvidaba de nada, en esta ocasión se dejaba su toalla de playa.

Diez minutos más tarde, ya habían entregado hasta las lleves y montaban las cuatro en el coche.

—A mí me dejáis en el hospital. Mi equipaje lo llevará Margaret a casa —les anunció Lola.

—Yo me quedo contigo —le dijo Julia.

Salieron hacia Barcelona a toda velocidad, y los ciento treinta kilómetros que debían recorrer en una hora y cuarenta y cinco minutos, lo hicieron en una hora y cuarto. Volaban por la autopista desafiando a los radares, pero lo importante era llegar cuanto antes. Ya delante del hospital, Lola y Julia saltaron del coche.

—En cuanto sepáis algo, nos mandáis un mensaje, ¿entendido? —les dijo Elena antes de proseguir la marcha.

—No os preocupéis, os mantendremos informadas —les dijo Julia, lanzándoles un beso.

Corriendo, atravesaron el enorme vestíbulo, que no parecía el de un hospital por los alegres dibujos, y se acercaron a información preguntando por Lucía Egea. Lola le dio a la recepcionista todo tipo de información con los nervios de punta, como que estaba en su octavo mes de gestación y que había sido ingresada por pérdidas de sangre. Enseguida, les indicó dónde debían ir y fueron volando por el edificio. Llegaron a la sala de espera y allí estaban el resto de sus hermanas, Manuel y su hermana Carla.

—¿Qué sabemos? —les preguntó Lola, llena de ansiedad.

Fue Manuel, que no dejaba de retorcer sus manos y quien parecía más nervioso que asustado, el que le contestó:

—Le están practicando una cesárea de urgencia y no me dejan entrar.

—No dejan entrar a nadie en una urgencia. Y deja de preocuparte, porque Lucía está en las mejores manos —lo quiso tranquilizar su hermana Carla.

—¿Y la pequeña? —le preguntó esta vez Julia.

—Estaba bien. Había latido y también se movía, pero ha sufrido un desprendimiento de placenta y hay que sacarla cuanto antes —le contestó Blanca, a la que solo un cuarto de hora antes le habían dado la misma contestación.

Solo diez minutos después, una doctora les informó que la pequeña Lía ya estaba en este mundo y que tanto la madre como la pequeña estaban perfectamente. Pasaron a Lucía a una habitación de la cuarta planta, donde estaban los neonatos. El peso de Lía fue de 2,2 kilogramos. Por el momento, no estaba en la habitación junto a su madre, sino en la sala de unidad neonatal de cuidados intensivos, más por precaución que por peligro. Lía tenía la respiración acelerada y la ayudarían con oxígeno durante las primeras horas de vida. Por lo demás, la niña estaba perfecta.

Manuel entró con la doctora que llevaba a la pequeña Lía, y fueron hasta la cuna térmica, destinada para ella. La cara del padre era de miedo, y no era para menos, en la pequeña naricilla entraba unos tubos conectados al oxígeno, con una vía en su pequeña manita y unos cables conectados a sus diminutos pies. No pudo evitar que sus ojos se nublaran. No sabía qué le sucedía a su hija, era tan pequeñita... Y desnudita y con tantos cables no tranquilizaba. La doctora, viendo la preocupación, trató de tranquilizarlo:

—No te preocupes, papi, es muy aparatoso, pero les pasa a muchos bebés prematuros. En un par de días, todo esto desaparecerá —dijo señalando los cables

Manuel se quedó en la sala junto a la pequeña mientras la doctora le explicaba todo bajo su atenta mirada. Y Lucía estaba acompañada de sus hermanas y su cuñada. Media hora después, Manuel entraba en la habitación emocionado por su hija. Y, entonces sí, abrazado a su mujer, no pudo aguantar sus emociones y se rompió.

La habitación se quedó en silencio mientras Lucía, también emocionada, consolaba a su marido. Lola pensó que de poco servían las fachadas. Manuel tenía la apariencia de serio, duro y de mantener todo bajo control, pero allí estaba: roto, en brazos de su hermana y con una apariencia de fragilidad. Era Lucía quien sostenía al hombretón de su cuñado. «¿Quién dijo que éramos el sexo débil?». Minutos después, se calmaba, y volviéndose hacia ellos, les dijo:

—Lía está bien. Le han hecho un exhaustivo reconocimiento y creen que esta noche y mañana pasará a la habitación junto a Lucía. Como ha nacido un mes antes, tiene un poco de dificultad para respirar y se cansa. Me han asegurado que les pasa a la mayoría de los niños prematuros. A algunos se les normaliza la respiración en pocas horas, otros necesitan más tiempo. Depende del grado de maduración. No podéis entrar a verla.

—Vamos a buscar a mamá. La traes —dijo, mirando a Blanca— y yo me quedo con Adrián. Se quedará más tranquila si te ve.

—Sí, tráela —le dijo Lucía—. Le hemos dado un susto de muerte, y hasta que no me vea, no se va a quedar tranquila. ¡Pobrecita mía!

Lola y Blanca, después de despedirse, salieron hacia el coche. Blanca, a su lado, la miraba sin querer preguntar para no dañarla.

—¿Cómo estás? —le preguntó finalmente.

Blanca era discreta hasta para preguntar. «Si fuera al revés —pensó Lola—, no iba a tener tantos miramientos. De eso estoy segura». Pero en aquel momento, a pesar de su aparente dureza, estaba tan vulnerable que agradeció el exquisito tacto de su hermana y dio gracias al cielo de que su interlocutora fuera Blanca y no Lucía.

—Asimilando lo sucedido. En cuanto nos encontremos las cuatro solas, os contaré todo con detalle. Se acabaron los secretos y engaños. Quiero empezar a vivir de nuevo sin llevar ninguna lacra encima.

—Creo que te hará bien hablarlo y no guardar nada dentro. El peso que soportas es demasiado grande y no merece la pena.

—Le confesé a Mario que lo amaba —le dijo sin más.

Su hermana se volvió hacia ella con los ojos abiertos como platos y olvidándose de que estaba conduciendo. Aunque Lola quería hacerse la fuerte y lo intentó con todas sus fuerzas, no lo consiguió, y sus ojos empezaron a brillar. Blanca alternaba la mirada entre su hermana y el intenso tráfico de la ronda, y al final, viendo que si Lola decía algo más se rompería, le dijo:

—Vamos a dejar esta conversación pendiente. No quiero que mamá se preocupe más de lo que está, y si te ve así, sabrá que algo te pasa.

—Sí, es lo mejor —le contestó Lola, abriendo la ventanilla y dejando que el aire secara sus anegados ojos.

No tardaron mucho en llegar. María estaba que se subía por las paredes. Hasta que no viera a Lucía, no se tranquilizaría, y a Lola eso le vino de perlas porque su madre apenas se fijó en ella.

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