Lola

Lola


CAPÍTULO 1

Página 3 de 27

CAPÍTULO 1

Lola volvía a casa después de recorrer durante todo el día una de las muchas rutas moteras que había cerca de Barcelona. Había salido esa mañana temprano con Mario, y al llegar a Gavá, tomaron la carretera de Begues hasta a Vilafranca. Sin hacer ninguna parada durante todo el trayecto, siguieron hasta Vilanova por la carretera que bordeaba el pantano del Foix. Finalmente, descansaron en la capital del Garraf para almorzar, después de un largo paseo para estirar las piernas mientras contemplaban la playa a lo largo del paseo marítimo. Y para acabar el día, comieron en uno de los restaurantes que más les gustaba a los dos y volvieron a Barcelona por las Costas del Garraf. ¡Un día completo!

La excursión había sido excitante, como todas las que realizaban juntos. El día había acompañado, primaveral y muy soleado. Todo había sido fantástico. ¡Peeero! —junto a Mario siempre había un pero—, el buen rollo no iba a durar todo el día, ¡ni hablar!

Sentados en una terraza del paseo, Mario se pasó parte del tiempo, ¡de su tiempo!, hablando de una tal Lorena. Ella, en su papel de amiga, escuchaba mientras pensaba hasta qué límite podía aguantar. ¡Estaba escuchándolo hablar de otra mujer! Como si fuera algo que la alegrara, cuando lo que le sucedía en realidad era que, por dentro, se la estaban comiendo los demonios.

—¡Es una tía increíble! Tienes que conocerla, Lola. —El entusiasmo de Mario era más que evidente, además de que sonreía como un bobo.

—¡Por supuesto, en cualquier momento! —exclamó ella, cuando lo que de verdad quería decirle era algo como: «Lo que me faltaba por escuchar. La va a conocer tu puñetera madre». Pero después pensó en Isabel y se arrepintió.

—¡Te encantará! —añadió Mario.

Lola no podía apartar los ojos de aquel hombre que tenía delante, a pesar de que no le gustaba lo que escuchaba. Llevaba el pelo corto y era tan negro como el suyo. Sus ojos verdes destellaban con emoción bajo unas espesas cejas tan negras como su pelo. Su cara se cubría con una barba de dos días siempre que no trabajaba ¡Era tan varonil!

—¡Seguro! —Esta vez, no disimuló un toque de sorna—. Estoy completamente segura de ello.

—¿No quieres conocerla? —le preguntó, notando cierta ironía en su contestación.

—¿La verdad? Pues no es lo que más ilusión me haría. —Seguidamente, viendo la perplejidad en su cara, siguió hablando—: Dentro de una semana me hablarás de otra mujer, y no estoy por la labor de conocer a tanta gente.

¡Maldita fuera su suerte! Encima tenía que enmascarar lo que en realidad pensaba. Toda la vida enamorada del cretino que tenía delante y este era tan corto que no entendía las señales que Lola le mandaba desde hacía años. ¡Nada, que no se enteraba! Y allí estaban, ella escuchando y él contándole con todo detalle cómo había conocido a la tal Lorena. ¡Le daban ganas de levantarse, patearlo y marcharse!

Pero sabía que no lo haría. Era la clásica pagafantas, enamorada desde niña de un chico que en ese campo, el amoroso, la ignoraba por completo y, lo que era peor, la tenía por confidente. ¿Podía haber mayor desgracia?

Los padres de Lola, Lucas y María, tenían unos amigos inseparables, Pedro e Isabel. Los dos hombres eran amigos desde niños, y muy jóvenes empezaron a trabajar en la fábrica de café. Desde entonces siempre habían estado muy unidos, y Pedro se convirtió en el hombre de confianza dentro de la fábrica. Al casarse tuvieron la suerte de que sus mujeres se hicieran grandes amigas. Vivían en Sant Feliu, y sus hijos crecieron más como hermanos que como amigos. Por eso no hubo un momento exacto en el que Lola se diera cuenta de que estaba enamorada de Mario, ya que se conocían desde la más tierna infancia. Él era tres años mayor que ella, pero siempre había congeniado mucho más con Lola que con las demás; claro que ella nunca fue la clásica niña presumida como lo fueron Lucía, Blanca, Ana y su hermana Julia.

Unos años después, Mario se convirtió en un adolescente con otras inquietudes y necesidades, y para él, Lola solo era una niña, su antigua compañera de juegos. Durante algunos años apenas se encontraban si no era en alguna reunión con toda la familia. Mario tenía una vida social demasiado intensa y Lola se había metido de lleno en su carrera, con lo cual apenas se veían.

Pero todo cambió justo al terminar Lola la carrera, cuatro años antes.

Julia, la hermana de Mario, y Elena eran las amigas del alma de Lola desde que iban juntas al colegio. El paso de los años no las había separado, sino que las había unido con más fuerza. Y fue precisamente celebrando el final de sus estudios, en un famoso local de copas de Barcelona, cuando se encontraron con Mario.

—Pero ¿qué haceis vosotras por aquí? —exclamó él, acercándose.

—Al parecer, lo mismo que tú, tomar unas copas y divertirnos. ¿Algo que objetar? —le contestó Julia. Le repateaba cuando su hermano actuaba en plan paternalista.

—Nada, únicamente advertiros de que tengáis cuidado.

—¡Mira, guapo, vale ya de fantasmadas! Tenemos edad suficiente para estar aquí y donde nos dé la gana. ¿Ha quedado claro? Si vienes a saludarnos, perfecto, pero vas a darle la brasa a ese grupo de niñatas con las que estáis, que por las pintas, no sé si llegan a los dieciocho años. ¿Entendido? —sentenció Lola. Como siempre, dejaba a sus interlocutores sin palabras.

—¡Coño, Lola, eres la misma de siempre! —exclamó Mario—. No permites ni una pequeña broma.

—Por supuesto que sí. Lo que pasa es que no entiendes las mías. Yo también bromeaba —le dijo, volviendo a coger su copa—. Somos todos muy bromistas aquí.

Mario se fue en aquel momento.

—¡Joder, Lola, siempre estás con la escopeta cargada! Así no nos vamos a comer ni una rosca —protestó Elena al ver cómo él se iba hacia su grupo de amigos.

—¿Qué querías, ligar con Mario? —le preguntó Lola, mirándola con gran asombro.

—¡Qué dices, loca! Pero ¿has visto al resto del grupo? ¡El de la perilla está que te mueres! —replicó Elena, mirando descaradamente al grupo de Mario.

—¡¿El que parece un chivo?! —recalcó Lola, mirando con el mismo descaro que su amiga—. ¿Qué dices?

—Vale, chicas, que mi hermano no deja de mirar y el plasta es capaz de volver de nuevo.

—Cogamos las copas y vayamos hacia aquella esquina. No me apetece sentirme vigilada toda la noche, y creo que esa es la intención de Mario —les dijo Lola, mirándolo y encontrándose con su vista fija en ellas.

—¡Qué suerte hemos tenido! —se lamentó Julia, que no le apetecía nada estar en la misma sala que su hermano.

—Ni que lo digas. Menuda puntería. Entre tantas salas, hemos ido a elegir en la que está tu hermano —protestó Elena.

Un pequeño detalle se les pasó por alto: las intensas miradas que intercambiaron Lola y Mario a lo largo de la noche.

A partir de ese momento retomaron aquella amistad tan estrecha que tenían de niños. Sus encuentros se hicieron tan frecuentes como entonces, y seguían teniendo gustos similares. Lola, con los años, había cambiado las peleas de niños, la caza de ratones y ranas y las carreras para subirse a los árboles, transformándose en una experta motera. Adoraba todos los deportes de riesgo, y era tan intrépida que incluso había hecho un curso de saltos en paracaídas. No había cambiado y seguía siendo la mujer práctica de siempre sin preocuparse por la moda. Claro que tampoco le hacía falta, porque se había convertido en una morena y esbelta mujer que no necesitaba ningún trapito ni pintura en su cara para resaltar una belleza natural llena de sensualidad.

Mario la llamaba cada semana tres o cuatro veces como si se tratara de su confidente. Quedaban para cenar o para tomar una cerveza como si lo hiciera con un amigo más, y aunque eso no era lo que Lola esperaba de Mario, se conformaba. «Mejor eso que nada», pensaba ella. Así fue como empezó su extraña relación.

Por eso, en ese mismo momento, mientras volvían de Vilanova haciendo una de las rutas moteras más recorridas de la zona, Lola quería desfogarse. Necesitaba una válvula de escape, y la tenía delante de ella. Así que, en cuanto dejaron Sitges atrás y se internaron en las Costas de Garraf, la furia de Lola empezó a crecer. No hacía otra cosa que pensar en esa tal Lorena y en que, en cuanto llegaran a Barcelona, Mario iría a buscarla y… No quiso pensar más y aceleró, poniendo su moto casi a una rueda.

Mario la siguió. No entendía ese acelerón, pero se puso detrás de ella. Entonces, un coche los hizo frenar. Pero ante su asombro y enfado, Lola no se quedó allí, y a pesar de la raya continua, lo pasó y siguió corriendo como alma que lleva el diablo.

Mario, tras el coche, observaba con estupefacción cómo Lola se perdía adelantando a todos los coches que se encontraba delante de ella.

—¿Se ha vuelto loca? —masculló Mario, más pendiente de ella que de la carretera—. Ella nunca se salta las normas de tráfico. ¡Y la muy loca no tiene intención de frenar! —Así que, lleno de ira, emprendió la persecución de aquella chiflada, y en cuanto la alcanzara, ¡se iba a enterar! Empezó a adelantar a todos los coches que lo separaban de Lola—. ¡Le ha cundido el tiempo a esta loca! No hay forma de acercarme —gritó enfurecido al ver que, por mucho que adelantaba, no llegaba hasta ella.

Había momentos en los que le costaba seguirla y pensó que no llegaría a alcanzarla, pero lo que ignoraba era que Lola tenía los nervios de punta después de la conversación que habían mantenido durante la comida, e iba hablando sola, igual que él:

—¿Por qué tiene que hacerme esas confidencias? ¡Precisamente a mí! ¿Cómo es posible que esté tan ciego? ¡Es tan obvio! Pero ¡este tío está totalmente ciego! —repetía una y otra vez sin dejar de acelerar su moto—. ¡Me deja sin energía!

Después de pasar unas horas con Mario, necesitaba descargar la tensión acumulada como fuera, cantando, gritando o bailando como una loca, pero contenerse como lo hacía delante de él le pasaba factura cuando se despedían. Eso era lo que estaba sucediendo, que necesitaba soltar la angustia que llevaba dentro, y no tenía otra cosa a mano que la velocidad.

Cuando llegaron a Castelldefels, Mario la adelantó y puso el intermitente para salirse de la autopista con el fin de que Lola se diera cuenta de la señal y lo siguiera. Aparcaron las motos y los dos se quitaron los cascos. Mario echaba fuego por los ojos. Estaba tan furioso que fue a paso ligero hasta Lola y, con pose amenazadora, se quedó delante de ella, a punto de tormarla por los hombros y zarandearla. ¡Nunca había pasado tanto miedo como en ese momento!

Sabía de la gran destreza y seguridad de Lola sobre la moto, pero ver cómo forzaba los adelantamientos y ponía en riesgo su vida le hizo temblar. Y en esos momentos no sabía si seguía temblando por el miedo que había pasado yendo tras ella o por el cabreo que llevaba encima. Quería decirle tantas cosas que ni las palabras le salían.

—Pero… ¿se puede saber qué te pasa? ¿Qué mosca te ha picado? ¿Estás loca? ¡¡Has podido matarnos a los dos!!

Lola lo miraba disimulando, haciéndole creer que no entendía nada; no quería darle falsas explicaciones. Estaba cansada de mentir, o de omitir, algo que para ella era casi lo mismo. A ella también le gustaría poder decirle a todo el mundo lo que sentía por Mario desde hacía mucho tiempo, lo que desearía de él. Pero no podía hacerlo, no podía contarles nada ni a sus amigas ni a sus hermanas, y a Mario menos que a nadie. Sabía que si lo hacía, si le confesaba sus sentimientos, él se alejaría para siempre. Por eso llevaba años callando, escondiendo sus más íntimos sentimientos, y no pensaba hacerlos públicos ni contárselos a nadie por el momento.

—No te entiendo, Mario. ¿Por qué me tiene que pasar algo? Y, sobre todo, ¿qué quieres decir con ponerte a ti en peligro? ¿Es que llevaba tu moto también? ¡No me jodas, y no me culpes de lo que has hecho tú! Se podía correr bien, apenas venían coches, y me ha apetecido hacerlo. Yo asumo mis errores y, si hay que pagar, pago por ellos, pero no por los tuyos, guapo.

—¡Joder, Lola, que pertenezco al cuerpo de seguridad! ¡No puedo infringir las leyes! Y ha habido momentos en los que hemos sido temerarios. Si alguien llega a sospechar que soy mosso d'esquadra, ¡se me cae el pelo!

—¿Y se puede saber por qué me has seguido? Yo no tengo compromisos con nadie, ¿me has escuchado bien? ¡¡¡Con nadie!!! —gritó ella con segundas intenciones—. Si no puedes correr, no corras. Si no quieres infringir las normas de circulación, no lo hagas. Yo, con una multa, lo tengo solucionado. —Y poniendo los brazos en jarra, se terminó de desahogar a gusto. Parecía mentira que no la conociera—. ¡¿No pretenderás que piense en lo que tú debes o no debes hacer?! ¡Hay que joderse! ¡Lo que hay que oír! Eres mayorcito para decidir hacer una cosa o no sin que alguien influya en ti, ¿no?

—¡Vale, vale! No te pongas así, que no he dicho nada. ¡Menuda mala hostia que gastas! ¿Se puede saber qué mosca te ha picado para ponerte así de repente?

—A mí no me pasa nada; simplemente me apetecía correr. Y yo sí que soy mayorcita para hacerlo sin que nadie me arrastre. Sé los riesgos que corro y los asumo sin culpar a nadie.

—No entiendo por qué te has puesto de esa manera. Tampoco te he dicho nada para que sueltes conmigo ese mal genio. Puedes correr cuanto quieras. Y tienes toda la razón, soy un imbécil por seguirte. Venga, vámonos.

—No me gusta que me llamen la atención como si fuera una niña. Así que, otro día, si no te interesa, no vengas y solucionado.

—Venga, no seas así. No te enfades por esa tontería, que no merece la pena. ¿Vas a dejar de hablarme por llamarte la atención? ¡Es mi deber hacerlo!

—No pasa nada, pero no vuelvas a hacerlo. Si se repite, no volveré a salir contigo. Si quieres, me multas, pero sermones no se los aguanto ni a mi padre. Así que crece de una puta vez. Tú me echas el responso a mí, pero ¿quién te lo echa a ti? Por un motivo o por otro, has infringido las mismas normas que yo. Y si un día decido tirarme por un puente, ¿tú vas a tirarte también solo para echarme la bronca? Ya sé que eres muy capaz. Aquí nos separamos. Voy a ver a mis padres. Ya hablaremos.

Mario se acercó a ella y, cogiéndola con un brazo por la cintura, la acercó a él. Con sus labios sobre su oído, le habló con mucho cariño:

—¡Lola! Perdóname. De verdad que no volveré a decirte nada. Tienes toda la razón. Si no quiero hacer algo, soy yo el que tiene la última palabra. No te marches enfadada conmigo.

—Que no me enfado, de verdad, y es cierto que voy a Sant Feliu. No he visto a mis padres en todo el fin de semana. —Esta vez no mintió.

Estaba temblando. Sentir los labios de Mario sobre su piel era más de lo que podía soportar, y necesitaba alejarse cuanto antes para no delatarse. Él le estaba dando un beso casto, de hermanos, cuando lo que realmente deseaba era que la besara de otra forma. Eso era lo peor de todo, saber que a ella le daba un simple beso cuando los ardientes, los que ella tanto deseaba recibir, se los guardaba para las demás, y solo unas horas después se los daría a la tal Lorena.

Incómoda por todo lo que sentía y, en cambio, Mario no correspondía, se soltó bruscamente y se alejó de él. No quería tenerlo tan cerca. No había nada más duro que estar enamorada de un hombre que no te correspondía, por eso caminó hacia su moto y enseguida se puso su casco. Sin esperar a que Mario la siguiera, puso la moto en marcha y salió despidiéndose de él con la mano.

Mario se quedó mirándola mientras ella salía a toda velocidad. Le dolía verla enfadada, pero es que no entendía el motivo, porque él sabía que no había sido por lo que le había dicho. Algo le había pasado y no quería decírselo. Durante toda la mañana habían estado genial. Cuando paraban, reían y bromeaban como siempre. Al llegar a Vilanova, estuvieron haciendo planes para el puente del uno de mayo. Empezaba la temporada de montaña y habían pensado hacer una excursión hasta el valle de Àger, en la comarca de la Noguera.

El año anterior hicieron un curso de parapente y ese todavía no habían realizado ningún vuelo. A la excursión se habían apuntado Joan y Darío, dos compañeros y amigos de Mario. Con ellos compartían muchas aventuras. Además, esta vez los acompañaría Clara, una joven mosso d'Esquadra destinada recientemente al cuartel de las Corts, donde estaba Joan, con la que este había hecho muy buenas migas.

Los dos estaban muy ilusionados preparando el viaje. Ellos irían en moto, disfrutando de la plecentera sensación de viajar sobre dos ruedas, y Darío, Joan y Clara lo harían en coche, con todo el material y los paracaídas. Incluso habían mirado una casa rural que estaba en el pueblo y donde pensaban hacer ya la reserva. Habían bromeado y se habían ilusionado como dos niños. Pero más tarde, Lola había empezado a ponerse seria y había acabado marchándose enfadada, y Mario no sabía el porqué.

Se puso el casco y salió en dirección a Barcelona. Tomaría la ronda litoral y llegaría a su casa más rápido que si atravesaba la ciudad. Tenía un pequeño piso en la calle Nápoles, en el Ensanche, cerca de Arco del Triunfo. Vivía solo y le encantaba el bullicio de la ciudad, su continuo movimiento, el ir y venir de gente diferente. No le agobiaba el tráfico; eso sí, él se movía siempre en moto. Si alguna vez necesitaba un coche, se lo pedía a su padre, pero eso rara vez sucedía. Tampoco le incomodaban los numerosos bares y restaurantes de la zona; al contrario: para él, era una ventaja tenerlos tan cerca cuando le apetecía comer fuera de casa.

Mario tenía los dos extremos. Por una parte, era un hombre urbano, le gustaba la ciudad y disfrutaba de ella, le encantaba vivir en el centro de Barcelona y pasear por sus calles; y por otra, era un estusiasta de la naturaleza, sobre todo de la más agreste. Se deleitaba con todos los deportes de riesgo; igual le daba hacer escalada que barranquismo o trekking. Había probado todo, y Lola, desde hacía tres años, era su mejor compañera.

Los dos eran igual de intrépidos y compartían aficiones. La adrenalina era para ellos su gran estímulo y vía de escape. Hablaban de cualquier cosa. Era su gran amiga, su confidente, la única persona con la que podía ser él mismo, sin disimular defectos porque los conocía todos y sin esconder lo que pensaba de verdad porque siempre habían sido sinceros entre ellos. Además, era divertida, ocurrente y un cerebrito. No podía desear mejor compañía.

Aunque era muy atrevido —y cuando bajaba por un barranco o por una pared casi vertical, con una cuerda atada a un arnés como única protección, podía parecer un insensato y un irresponsable—, en su vida cotidiana era todo lo contrario. Sargento de Investigación de la Comisaría de Gavá, Mario pertenecía a los Mossos D`Escuadra. Era un hombre seguro de sí mismo y analizaba con gran sangre fría todo lo que pasaba a su alrededor para decidir cómo actuar en cualquier momento. Tenía un gran autodominio y era capaz de mantener sus emociones a raya en las situaciones más adversas y peligrosas. En la comisaría siempre mantenía la cabeza fría, y es que un trabajo como el suyo requería una mente despejada y una gran concentración en lo que hacía, siempre al cien por cien. De él dependía su propia seguridad y la de cientos de ciudadanos. Además, poseía una característica muy importante: sabía escuchar y proporcionaba a la gente una gran tranquilidad. Y eso, en algunas ocasiones, era de gran ayuda.

Pero nada de esto tenía que ver con su vida amorosa. En ese terreno era bastante cabrón. Estaba tan acostumbrado a que desde muy jovencito las chicas fueran tras él y se lo rifaran que, ahora, a sus treinta años, era un prepotente de cuidado. No se esforzaba en conquistar a una mujer. Si le atraía una, iba a por ella, y si no la conseguía al momento o se hacía de rogar, le dejaba de interesar. Hasta entonces, ninguna parecía atraerle seriamente. Una mujer a su lado apenas duraba una semana. Pasado ese tiempo, perdía el interés por ella.

Ir a la siguiente página

Report Page