Lola

Lola


CAPÍTULO 2

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CAPÍTULO 2

Lola siguió por la autopista hasta llegar a Sant Boi y allí giró para coger la carretera de Cornellá. Suerte que se sabía el camino como la palma de su mano, porque iba totalmete abstraída. No podía dejar de pensar en Mario y la tal Lorena, y que muy pronto estaría con ella. ¡Se ponía enferma de imaginarlo!

En momentos como esos era cuando se cuestionaba muy seriamente si merecía la pena seguir así, continuar conformándose con que Mario la tratara como una amiga cuando ella deseaba tanto de él. Muchas veces recapacitaba, llegando a la conclusión de que lo mejor para ella sería mantenerlo a distancia, lo más lejos posible, así podría olvidarlo y empezar a vivir su vida. Pero cuando sonaba su teléfono y veía en la pantalla reflejado su nombre, no podía evitarlo y contestaba a la primera. Empezaba a costarle un gran esfuerzo mantener esa postura, estar al lado de un hombre que la ignoraba, mientras ella, cuanto más tiempo pasaba, más se enamoraba. Cada día era más dificil reponerse del desgaste emocional al que la sometía, contándole sus continuos escarceos amorosos.

Tendría que tener el valor de confiarle sus sentimientos, porque sería el propio Mario el que pondría distancia entre ellos con gran rapidez. El miedo se apoderaría de él y ella no tendría la necesidad de alejarse. Lo conocía muy bien y sabía que, desde el mismo momento en que le confesara lo que sentía por él, se marcharía para no hacerle daño. Porque la quería, eso Lola lo sabía, pero la quería como se quiere a una hermana o a una buena amiga, no como Lola deseaba ser amada.Y ella prefería tenerlo a su lado, aunque fuera en esas condiciones, que no tenerlo de ninguna manera.

Suspiró justo cuando entraba en la pequeña localidad, intentando apartar todos sus pensamientos de la cabeza. Necesitaba pensar en otra cosa porque su madre era medio bruja y enseguida notaba si le pasaba algo. Atravesó la ciudad y llegó hasta una de las zonas más tranquilas, donde se hallaba la casa familiar. En esos momentos estaba vacía; bueno, casi vacía, porque solo vivían sus padres, ya que las cuatro hermanas se habían independizado. Lucía vivía muy cerquita de ellos, en Sant Just, con Manuel y el hijo de ambos, Adrián. Blanca volvía a compartir piso con su amiga Vanesa después de su pelea con Pablo, también en Barcelona, y Ana con sus dos amigos del alma, Olivia y Javi.

Ella vivía en el barrio de Gracia con su amiga Margaret. Se conocieron por un intercambio de alumnos durante el verano, cuando las dos apenas tenían trece años. Lola iba a Inglaterra quince días y vivía con su familia como una hija más, y después Margaret iba a Barcelona y se convertía en la quinta hija del matrimonio Egea. Esta operación la repitieron durante bastantes años. Cuando terminaron sus carreras, Margaret se trasladó a vivir a Barcelona. Amaban esa ciudad, y fue entonces cuando decidieron vivir juntas. Eran como dos hermanas, se querían y también reñían como tales, y eran muy independientes pero a la vez el mejor apoyo. Margaret era la única persona que conocía su secreto y con la que podía desahogarse de cualquier manera, bien llorando hasta quedar extenuada o, por el contrario, profiriendo todo tipo de improperios hacia Mario. De cualquier manera, Margaret permanecía a su lado, escuchando y pacificándola unas veces, y otras solo acompañándola y consolándola. Pero de una forma o de otra, su amiga y compañera de piso siempre estaba a su lado cuando más la necesitaba.

Paró la moto delante de la vivienda, se quitó el casco y subió las cuatro escaleras de la entrada corriendo. Su padre fue el encargado de abrir la puerta.

—¡Lola, no te esperábamos! ¿No ibas de excursión con Mario?

—¡Claro, papá! Pero ya hemos vuelto. Mario se ha ido a su casa y yo vengo a ver cómo habíais pasado el fin de semana.

—Pasa. Isabel y Pedro están dentro. Hemos comido juntos.

«¡Vaya por Dios! —pensó Lola—. No tenía bastante con disimular delante de mi madre que, además, ahora tendré que hacerlo también delante de Isabel. ¿Qué más puede pasarme hoy?».

Si a una de ellas se le pasaba algo por alto, estaba la otra, actuando como un segundo filtro. Estuvo a punto de darse media vuelta. No era el mejor día para presentarse ante esas dos mujeres y pasar sus escáneres. Pero no hizo nada de eso. Se armó de valor y pasó dispuesta a salir del paso lo mejor posible. Cogió aire y traspasó la cristalera que daba al jardín y a la piscina. Debajo del porche, sentados cómodamente en unos enormes sofás exteriores, estaban los dos matrimonios disfrutando de una apacible tarde de domingo. Lola se acercó a todos y los besó con mucho cariño. Después, las dos mujeres le hicieron un hueco entre ellas y la colmaron de mimos. Eran como dos gallinas cluecas, siempre levantando el ala para acoger a sus polluelos.

—¿Y Mario? ¿No ha venido contigo? —le preguntó Isabel.

—No, se ha ido a su casa. Yo quería pasar para ver a mamá. Hacía más de tres días que no la veía. Pero él no sabía que estábais aquí. De haberlo sabido, habría venido.

—No lo disculpes. Es un descastado y no tiene remedio —le dijo Isabel riendo al ver cómo trataba de justificar la ausencia de Mario—. Ya lo conocemos.

—¿Cómo ha ido la excursión? —le preguntaron Lucas y Pedro casi a la vez.

—¡Bien, es una gozada circular por esa carretera! Hemos comido en Vilanova, en el paseo. Ha hecho un día precioso.

En ese momento, el móvil de Lola empezó a sonar. Al ver la pantalla, vio que era Mario e intentó no contestar, pasar de él. Miró el teléfono con decisión. No contestaría. Pero al final, como le pasaba siempre, no pudo resistirse y contestó:

—Dime —le dijo contundente.

—Solo quería saber si has llegado bien. Estaba preocupado.

—He llegado bien. Ya estoy aquí sentada con mis padres y los tuyos. Tranquilo, que no me ha pasado nada.

—Lola, siento haberme comportado como lo he hecho. No tengo derecho a decirte lo que debes o no debes hacer. ¿Me perdonas?

—Perdonado, de verdad.

¿Cómo le podía decir que no le importaba nada lo que le había dicho? Porque esa era la verdad. Lo que le molestaba era la última conversación, cuando le había hablado de Lorena. ¡¿A ella qué le importaba esa tía?! Pero era lo único que no le podía decir. Y para colmo, se estaba dando cuenta en ese mismo instante de que estaba hablando delante de los cuatro, quienes la escuchaban sin perder detalle. ¡Lo que le faltaba! ¡Ahora la acosarían a preguntas! No sabía cómo saldría de esta indemne.

—Mañana te llamo —le dijo Mario.

—Vale, cuando quieras.

Y sin más charla, colgó. Se hizo la disimulada, como si hubiera mantenido una conversación de lo más normal. Igual tenía suerte y la dejaban tranquila, pero en cuanto levantó la mirada del móvil y observó a los cuatro, supo que no saldría viva de allí. Se estaban preparando para un tercer grado en toda regla, e Isabel fue la primera en atacar, y no dando un rodeo, sino de frente:

—¿Qué te ha hecho Mario, cariño?

Esa pregunta tan directa la tensó. Y tener que contestar con mentiras todavía la tensaba más. Temía que la descubrieran. Siempre se sentía muy insegura hablando de Mario delante de su madre e Isabel. Era como la prueba del polígrafo, y siempre temía no superarla.

—Nada, ha sido una tontería. Pero ya me conocéis, que me enfado por cualquier cosa —mintió para disimular.

—Bueno, pero no nos has dicho el porqué.

—Es que si os lo digo, sé que vosotros también os vais a enfadar conmigo. —En ese momento sintió las miradas inquisitorias de los cuatro y no pudo echarse atrás. Tenía que decirles la medio verdad y rezar para que se conformaran y que Dios la cogiera confesada. ¡Maldito Mario, todo por su culpa! ¿Quién le mandaba llamarla?—. ¡Vale, os lo digo! Cuando volvíamos por las Costas de Garraf, corría más de la cuenta y Mario me ha hecho parar en Castelldefels. Me ha echado una bronca, y yo me he enfadado y le he dicho que no era mi padre para hablarme así. Ya me conocéis, le he soltado sapos y culebras por la boca. Y eso es todo.

—Él no es tu padre, pero yo sí. No me gusta que lleves moto, y menos que te comportes como una irresponsable, como esos que van como locos adelantando en una carretera que no se puede.

«Madre mía, si me llega a ver, me fulmina». Lola tembló por dentro mientras lo pensaba.

—Además —le dijo Pedro—, no olvides quién es Mario. Tenía el deber de corregirte.

—Lo sé, pero no me gusta, y tampoco iba loca. No adelanté ni nada por el estilo, solo que había tramos en los que no había circulación y se podía correr un poco más. No era para tanto —mintió Lola—, pero Mario es un exagerado. Si lo hubiera hecho él, no pasaría nada, pero como es la loca de Lola… ¿Verdad?

—Se preocupa por ti, cariño. Es como un hermano —añadió Isabel.

«¡Mira, hasta aquí hemos llegado!». Solo faltaba que le recordaran la forma en la que Mario la quería. ¡Ya lo sabía ella sin necesidad de que se lo recalcaran!

—¡Lo sé, pero no me gusta! Y ya vamos a dejar el tema, si no, me marcho.

—¡Mira que eres tajante, Lola! —le recriminó su madre.

Pero cambiaron la conversación porque todos la conocían y era muy capaz de marcharse. No sería la primera vez que al sentirse incómoda se levantaba y salía de casa sin más. Cuando pasó un rato con ellos, el enfado se le había olvidado completamente. Los cuatro eran únicos para conseguir hacerle sentir bien a alguien.

Una hora después se despidió de ellos y se marchó a su casa. Saldría con Julia, Elena y Margaret a cenar algo por el barrio y nada más, que al día siguiente había que madrugar.

Llegó a casa y se cambió lo más rápido que pudo, se quitó su ropa de ir en moto, la guardó en el armario y sacó un cómodo y desastroso tejano del cajón junto con una simple camiseta negra y sus botas; no necesitaría nada más. Secó su larga y negra melena y cogió el móvil para intercambiar mensajes con sus amigas.

Lola y Margaret vivían en pleno centro del barrio de Gracia, en la calle de la Perla. Era un piso antiguo pero reformado y con un ligero estilo modernista, como muchos edificios de aquella zona. Vivía muy cerca de su hermana Blanca porque a las dos les encantaba el barrio. En menos de media hora había hablado con todas sus amigas y se dirigió al local en el que había quedado con ellas.

Julia era profesora de Historia en un instituto de Barcelona en el barrio de Horta y vivía en Gracia con su novio Samuel. Era la hermana de Mario y no tenía nada que ver con él. Aunque eran hermanos, no se parecían en nada. Ella era una persona tranquila, soñadora, enamorada de la moda vintage. Siempre andaba por tiendas con ese especial estilo. Entrar en su casa era trasladarse a los años setenta: colores chillones como naranja o fucsia, materiales de plástico, sofás estampados, papeles pintados con figuras geométricas bastante llamativas, moquetas y bolas de discotecas. Estaba fascinada por esa época: la juventud de sus padres.

Elena era veterinaria y vivía en Igualada, donde había conseguido un puesto en una importante clínica. Muchos sábados se quedaba a dormir o en casa de sus padres, que seguían viviendo en Sant Feliu, o en casa de Lola y Margaret. No tenía pareja, pero había alguien especial en su vida, aunque tenían una historia complicada. Estaba enamorada de Javier, un hombre de Igualada que tenía una tienda de deportes justo al lado de la clínica. Había un problema: estaba casado; bueno, en proceso de separación, pero todo iba muy lento. Se estaba llevando a cabo por vía judicial y por medio estaba la custodia de una niña de dos años. Javier no quería que nadie supiera que se estaban viendo para no darle argumentos a su exmujer. Así que mientras durara la separación, no podían ni siquiera verse. Y cuando lo hacían, era lejos de Igualada.

Margaret era la compañera de piso de Lola y se conocían desde los trece años, cuando hicieron el primer intercambio. Estudió Filología inglesa y daba clase de Literatura en un prestigioso colegio británico de la ciudad. No tenía pareja. El amor todavía no había entrado en su vida.

Cuando Lola entró en el local, se encontró con que Julia y Margaret estaban en una de las mesas hablando animadamente. Se acercó hasta ellas y, juntas, esperarían a Elena, que no tardó ni diez minutos en llegar.

—Ya me he enterado de que te has enfadado con Mario —le dijo Julia.

—¡Joder! ¡Casi te enteras antes de que suceda! Tu madre, ¿no? Porque no creo que haya sido Mario.

—¡Exacto!

—¿Estáis saliendo? Es que quedas más con él que con nosotras.

Tanto Margaret como ella la miraron sorprendidas. ¿Habría sospechado algo? ¿Por qué semejante ocurrencia? Lola disimulaba mejor que nadie. Llevaba años haciéndolo.

—¿Qué dices? —le dijo Lola sin añadir nada más; a veces, cuanto más hablas, más te delatas tú sola y antes te cazan.

—Sé que es una tontería, pero es que llevas un tiempo que quedas con él a todas horas. Nosotras apenas te vemos, y siempre que pregunto por ti o te llamo para salir, estáis juntos o habéis quedado —le dijo Elena.

—¿Y qué hago? ¿Me voy contigo a correr en moto? ¿O me acompañará Julia a escalar? Por cierto, el puente de mayo no contéis conmigo. Nos vamos de acampada y haremos unas caídas en parapente.

—¿Ves a qué me refiero? Ya lo tienes pillado, y a nosotras que nos den.

—Podéis venir, perderos en la naturaleza un par de días. Tampoco os vendría nada mal unos saltos o alguna actividad con un poco de riesgo. Disparar la adrenalina es algo que te estimula y te hace sentir vivo.

—¡Seguro! No es mi viaje ideal, ya lo sabes. Para mí, un viaje no es tal si no puedo salir de compras, y seguro que donde vas tú, ni tiendas, ni siquiera una cama. Si al menos fuérais a Andorra, me podría quedar en la avenida Maritxell y pasar toda la mañana mirando tiendas. Así sí que me sube la adrenalina a mí, y no tirándome por los montes como si fuésemos cabras.

No pudieron evitar reírse todas con las ocurrencias de Julia. Y es que era imposible encontrar dos hermanos más diferentes que ellos. Para Julia, su mayor aventura era entrar en Zara el primer día de rebajas. Tampoco concebía una comida sin sentarse en una mesa delante de un plato, y la mayor escalada la hacía cuando las escaleras mecánicas de algún establecimiento se estropeaban. Mientras, Mario, como ya sabemos, era un apasionado de cualquier deporte de aventura.

Terminaron de cenar y no tardaron mucho en marcharse. Elena se iba a Igualada después de contarles que la relación con Javier no estaba en su mejor momento y que las dificultades para verse con normalidad les estaban pasando factura como pareja. Y es que Elena estaba ya cansada de la forma en la que Javier estaba llevando aquel asunto, porque mientras su exmujer vivía tranquilamente con su actual pareja, ellos debían permanecer separados. Se desahogó con sus amigas y se fue mucho más tranquila.

—No es normal, Elena. Ahora es la custodia, después será que no quiere que estés cuando le toque estar con la niña. No me convence, y creo que es una excusa —le dijo Julia.

—¿Por qué llegaremos a ser tan tontas por un tío? Pienso como Julia. No entiendo muy bien su miedo, y más cuando su exmujer está con otro —recalcó Lola.

—¿Pensáis que es él quien no quiere que conozca a su hija? —les preguntó Elena. Tenía sus sospechas, pero escucharlo dolía.

—Yo sí —le dijo contundente Margaret.

—Y yo —corroboró Julia.

—Habla con él, y si no ves muy claras sus explicaciones, puede que sea una mentira. No dejes que te engañe con tanto descaro y ponlo en su sitio —le aconsejó Lola.

—Para ti es muy fácil. Eres fuerte y mantienes a los hombres a raya —le replicó Elena.

«Si vosotras supierais, me dabais de hostias», pensó Lola, un poco avergonzada. Todas la admiraban por su carácter, y con el único hombre que debía sacar su lado más duro, se comportaba como una auténtica pagafantas. ¡Era patética!

Cuando volvían a casa, ya solas Lola y Margaret, esta última hizo una pregunta:

—¿Qué es lo que ha sucedido con Mario? Ahora, la verdad.

—Lo de siempre. Cuando menos me lo espero y más confiada estoy, lo estropea todo. No hay ni una sola vez que no nombre a alguna tía y fastidie el día por completo. Había sido una jornada perfecta hasta que en nuestra conversación apareció una tercera persona. Cada vez me cuesta más soportarlo y salgo por peteneras. Eso es todo. Como te he dicho al principio, lo de siempre.

—Tendrías que dejar de quedar con él. Es una relación muy destructiva para ti y él se queda tan ancho, como has dicho tú. —A Margaret le hacían mucha gracia algunas expresiones españolas—. O al menos intenta espaciar esas salidas. Tu salud mental te lo agradecerá.

—Me lo propongo cada día. Incluso cuando veo su nombre en la pantalla del móvil, hago verdaderos esfuerzos para no contestar, pero al final no puedo cumplir y me muero por escuchar su voz. ¡Soy así de patética! No puedo ignorarlo por más que lo intente.

—Lola, tienes que hacerlo. Es una relación tóxica, al menos para ti. Únicamente te produce insatisfacción, y ya empieza a pasarte factura. No te das cuenta, pero estás siempre nerviosa, saltas enseguida, te enfadas sin motivo, y si no pones distancia entre vosotros, esto empeorará y tu sufrirás mucho más. No quedes más con él. Lo toma todo de ti sin darte nada a cambio. No te das cuenta, pero Mario para ti es igual que un vampiro, te absorbe la energía, y lo peor es que tú serías capaz de darle hasta la última gota de tu sangre. ¿Y qué recibes a cambio? Lo que te ha dado hoy, lo que te da siempre. ¡Nada! Lo único que has sacado es cabrearte como una mona cuando te habla de otra mujer.

—¡Si sé que tienes razón! Pero no tengo la suficiente voluntad para alejarme de él. Aunque me dé poco, necesito eso para seguir viviendo.

—No te equivoques. No te da nada. Eso es lo malo, que tú todavía crees que te da algo. ¡Es mentira! ¡No te da nada! ¡Estás tan ciega…! Y lo peor de todo es que un día lo pagarás caro, sufrirás.

—¡Lo sé, y tienes razón! Pero no puedo hacerlo. Necesito tener a Mario en mi vida de la forma que sea.

—¡No te entiendo! No sé por qué eres tan blanda con él. Eres una guerrera increíble, peleas contra cualquiera, defiendes con uñas y dientes a quien haga falta, y en cambio eres incapaz de poner firme a Mario. ¡Mándale a la mierda de una puñetera vez!

—Lo sé —suspiró Lola con resignación—, y te prometo que intentaré darle largas y evitar quedar con él tan a menudo, pero necesito más tiempo. Y ahora, vamos a dejarlo, por favor, Margaret. Dame un respiro.

Y se lo dio. Se fueron hasta casa sin volver a mencionar el tema. Lola sabía que Margaret tenía toda la razón y que al final sería la única que pagaría las consecuencias, que sufriría, pero por el momento sabía que no iba a dejar de verlo. Lo poco que tenía de él no quería perderlo.

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