Lola

Lola


CAPÍTULO 7

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CAPÍTULO 7

A la mañana siguiente, apenas sin haber descansado, los dos recogieron todas sus pertenencias y las cargaron en el coche. Volvieron a la escuela y durante toda la mañana realizaron vuelos centrándose en lo que hacían. Aunque en ningún momento pudieron olvidarse de la noche anterior, actuaron con absoluta normalidad, bromeando entre ellos y divirtiéndose con el resto del grupo.

Lola intentó disimular todo lo posible y, para conseguirlo, se abrió más al grupo, sobre todo a Pau. Intercambiaron teléfonos, bromearon y rieron bajo la atenta mirada de Mario, que no los perdía de vista.

Cuando pararon para comer, Lola habló con Mario. Después de haber hecho el amor, no se veía capaz de pasar otra noche a su lado.

—Mario, ¿te importaría mucho si nos vamos esta tarde? No me veo con ánimo de quedarme otra noche, y aunque no quiero darle importancia a lo que sucedió entre nosotros, prefiero no tentar a la suerte. Ya sabes a lo que me refiero.

—¡Claro! Volveremos a Barcelona cuando tú quieras. Estás bien, ¿verdad, Lola? No quiero que nada entre nosotros cambie. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, Mario, pero creo que ahora mismo no es buena idea pasar otra noche juntos. Ni tú quieres repetirlo ni yo tengo necesidad de un polvo en estos momentos.

—Tienes razón. Después de comer, nos volveremos.

—Gracias, Mario, y siento haberte estropeado el puente.

—No pienses eso. No has estropeado nada, Lola.

Ya no volvieron a mencionar la vuelta a Barcelona. Durante toda la comida tuvieron una conversación amena y divertida, bromeando con los compañeros. Y cuando se montaron en el coche para volver a casa, la música se encargó de suavizar la tensión que había entre ellos. Un espacio cerrado donde tendrían que permanecer durante unas horas. Sus brazos se rozaban y, después de lo sucedido la noche anterior, era demasiado. Tenían que evitar cualquier roce entre ellos, por muy fortuito e inocente que fuera. Los acordes de las canciones ayudarían a que el ambiente entre ellos siguiera siendo distendido. Mario buscó algo para escuchar y eligió System of a Down. Oyeron un par de canciones, pero, a la tercera, Lola protestó. Creyó que en esa ocasión no lo haría, que tendría un poco de delicadeza y elegiría para el viaje algo del gusto de los dos para evitar una confrontación tonta como en otras ocasiones, pero se equivocó. Como siempre pensó solo en él. En todos los viajes tenían la misma discusión

Coincidían en el gusto por el tipo de deporte, pero en cuanto a la música…

—¿Durante todo el viaje vamos a escuchar lo mismo?

—Siempre igual. ¡Solo han sonado dos canciones!

Lola no dijo nada más, no se veía con fuerza para mantener otra discusión. Estaba muy decaída, se sentía frustrada. El esfuerzo que le estaba suponiendo disimular el fuerte dolor que estaba sacudiendo su corazón le impedía encararse a él como en otras ocasiones. Había hecho un intento a la desesperada para conquistar a Mario, pero había fracasado. . Acercó su bolso, sacó su pequeño iPod, se colocó los auriculares y se volvió hacia la ventanilla contemplando el paisaje, que, por cierto, estaba precioso en esa época del año. Los campos estaban salpicados de rojas amapolas, su flor preferida. Todo el mundo se extrañaba al conocer su gusto. Quizás le atraía su fragilidad o su libertad, una flor campestre rara para un ramo. Ella era así de peculiar.

Mario la observaba estupefacto. Estaba nervioso y había cometido la misma equivocación de siempre. Le gustaba provocarla, le encantaba verla enfadada, pero aquella ocasión no era la más adecuada. Darse cuenta de su metedura de pata lo enfureció contra él mismo. No soportaba la situación y, en vez de suavizarla, lo empeoraba con su salida de tono. No sabía cómo actuar, todo era nuevo entre ellos. No quería cambios, quería que todo fuera como siempre, y eso es lo que hizo: actuar de la misma manera sin pensar que todo era diferente.

—¡Eres la hostia! ¿Cómo puedes ser tan radical?

Lola sabía que Mario estaría hecho una fiera, pero no tenía por qué escuchar siempre lo que él quisiera. Se volvió hacia él y lo vio hablar, pero no escuchaba nada. No hizo ni caso hasta que los gritos de Mario se escucharon por encima de la música. Lola se quitó los auriculares.

—¿Se puede saber qué te pasa para que grites tanto?

—¡Menudo día llevas! ¿No puedes hablar como las personas?

—Paso de suplicar para que quites tanto ruido, pero no aguanto esa música y lo sabes. No necesito que pongas nada. Tengo la mía.

—Eres orgullosa y muy rencorosa.

—Eso no es cierto. ¿Cuántas veces te he dicho que no soporto esa música? Creo que unas cuantas, ¡cientos!, para ser más exactos. Pero cada vez que viajamos juntos en el coche me pones lo mismo. No tengo por qué discutir contigo cuando siempre llevo mi propia música. Así que no me pinches, hoy no tengo ganas de discusiones.

—No me acuerdo —mintió.

—Pues no hace falta hablar más. Tú escucha lo tuyo y yo lo mío y tan felices los dos.

Mario quitó esa carpeta del reproductor y puso una que tenía especial para Lola en la que tenía recopiladas algunas de sus canciones favoritas, totalmente distintas a sus gustos. Con paciencia, fue grabando un CD al gusto de Lola, aunque a él le diera repelús.

En muchas ocasiones, Mario le comentaba su opinión mientras escuchaban sus canciones.

—¡Hay que ver lo rara que eres para la música! —exclamó, moviendo el cabeza incrédulo.

—¿Porque no me gusta lo que tú escuchas? ¿Quieres que te diga lo que de verdad pienso? Que no tienes ni pizca de personalidad. Es imposible que te guste escuchar tanto ruido. Hace mal en los oídos escuchar esas canciones, si se pueden llamar así.

Empezó a sonar All of Me, de Billie Holiday, y Mario no pudo evitar reírse.

—¡No me jodas que escuchas esto! —le dijo, señalando el CD—. No les gusta ni a nuestros padres. ¿De dónde has sacado esta canción?

Pero aunque Lola escuchaba la canción, también los comentarios, y ella simplemente lo ignoraba y seguía con sus auriculares puestos. No iba a bajarse del burro, y menos con todos aquellos comentarios. Acabó la canción y empezó Vincent, de Don MacLean, y los bufidos de Mario eran más audibles que la propia canción. Parecía un búfalo a punto de embestir. La paciencia de Lola tenía un límite muy corto, y se estaba reduciendo por segundos. Bruscamente, se quitó los auriculares para encararse a él. En otro momento se enfadaría y al final se echarían unas risas con sus dispares gustos. Pero cuando se enfadaba de verdad, su boca se disparaba y soltaba sapos y culebras, se convertía en una grosera sin ningún filtro. Y aquella era una de esas ocasiones. Mario la conocía muy bien y sabía que sus comentarios no hacían otra cosa que empeorar su genio. Pero no sabía qué le pasaba, era incapaz de callar y dejar de provocarla.

—¿Se puede saber qué mierda te pasa con tanto protestar? No me hace falta tu música, así que pon lo que quieras y déjame en paz de una puta vez. Te lo repito un poco más alto y más despacio, porque parece que estás un poco sordo o tienes unas entendederas muy cortas: ¡No Ne.Ce.Si.To Que Me Pon.Gas Nin.Gu.Na Mú.Si.Ca! —sentenció gritando y poniendo ante sus narices el pequeño aparato de música—. ¿Lo has cogido ya, capullo?

—Vaya boquita que tienes. Te he repetido mil veces que no me llames así o tendré que lavártela con jabón.

—¿Estás seguro de eso? —lo retó Lola con una mirada desafiante.

—No me provoques, Lola, porque puedes salir escaldada. No me hace ninguna gracia que me hables así, y estoy hasta las narices de soportar tu mal genio. No vas a ser tú la que me gane a decir tacos, ya que los puedo decir y muy gordos, así que cierra la boquita o te meto un calcetín dentro.

—¡Ja, qué brabucón! Eso tendré que verlo —añadió sin ningún miedo.

Ella siempre tenía que decir la última palabra. Desde muy chiquitita siempre quedaba por encima de sus hermanas e incluso de sus padres cuando corría a encerrarse en el lavabo y desde allí no dejaba de calentar el ambiente.

Mario iba a continuar con aquella discusión, pero algo le impidió hacerlo. El repentino recuerdo de la noche anterior le hizo sentirse culpable y no quiso seguir con la tonta discusión que estaba tomando unas dimensiones desmesuradas. Lola, en aquel momento, estaba más quisquillosa de lo normal, y la causa podría ser la misma que tenía él. Los dos estaban en una situación completamente nueva, complicada y era difícil comportarse sin que los nervios hicieran acto de presencia. Lo que en otra ocasión sería una pequeña disputa se había convertido en una descomunal pelea. Así que no se volvió a escuchar ningún comentario sobre los gustos musicales de Lola.

Sin darse cuenta, entre pelea y pelea, estaban entrando en Barcelona por la A2. Mario dejó a Lola en su casa, se bajó del coche y sacó del maletero su gran mochila. Cuando se la dio, se acercó a ella y la abrazó mientras le decía:

—¿Estás bien, Lola?

—Sí, estoy bien. ¿Y tú?

—Yo también. Te llamo esta semana y quedamos para tomar algo, ¿vale?

—Cuando quieras. No te preocupes por mí, que estoy bien.

—Si me necesitas, no dudes en llamarme.

Dicho aquello, Mario la besó en la frente y se separó de ella. Volvió a entrar en el coche y le dijo adiós con la mano antes de perderse en las calles de la ciudad. Lola se quedó mirando cómo se alejaba y después subió a su casa. Suspiró porque tendría que contarle lo sucedido a Margaret y sabía que en ese momento se derrumbaría.

Subió a casa, la cual estaba vacía. Dejó sus cosas en la habitación y se tumbó en el sofá. Nadie contaba con ella en la ciudad porque para todos estaba en un pueblo de Lleida, así que le mandó un mensaje a Margaret para decirle que ya estaba en casa. Al momento recibió contestación. Ella tampoco estaba en Barcelona. A última hora decidió irse con unas compañeras de trabajo al Delta del Ebro y volvería al día siguiente. Después le preguntó si estaba bien y Lola le contestó que sí, que al día siguiente hablarían.

Las lágrimas comenzaron a salir. Estaba sola, y después de mantener sus sentimientos escondidos durante dos días, se rindió. Al principio, ni ella misma fue consciente de que empezaba a llorar. Tan acostumbrada estaba a mantener escondido a todo el mundo lo que sentía por Mario que incluso estando sola evitaba sacar esos sentimientos a la luz. Pero esta vez era diferente. Esta vez había compartido con Mario una intimidad que jamás habían tenido antes. Esta vez lo había amado como siempre había soñado, había sido suyo, lo había tenido entre sus brazos, había saboreado su boca, sus besos, y lo había tenido dentro de ella, sin preservativos ni barreras entre los dos. Lo había sentido en el más extenso sentido de la palabra.

Pero todo se acabó antes de empezar. Para Mario fue una equivocación, pero para ella sería un recuerdo que guardaría en lo más profundo de su corazón, como si fuera un tesoro, el más grande de su vida. Jamás podría olvidar esos intensos y ardientes momentos en los que no había nada más en el mundo, solo ellos.

Un ronco sollozo le hizo comprender que estaba llorando desde hacía bastante tiempo. Tan concentrada estaba en su pena que no se había dado cuenta de que su corazón había dado rienda suelta a toda la angustia que llevaba dentro en forma de lágrimas. Sonidos estrangulados salían sin cesar de su garganta, gemidos entrecortados que dificultaban su respiración. Tenía la cara totalmente mojada. Por mucho que intentara secarse una y otra vez, las lágrimas eran mucho más rápidas. Estaba descontrolada y no podía contener el dolor que aguantaba su corazón, así que se abandonó, no intentó calmarse, y no lo haría hasta que su mente dijera basta.

Dos horas después se levantó del sofá. Sus lágrimas habían cesado y ya no fluían por sus mejillas, pero un hipo rítmico que se le había quedado después de tanto llanto, no llegaba a calmarse. Salió de la ducha y supo que necesitaba tener a alguien a su lado. No podía sola con ese dolor y necesitaba que la consolaran. Margaret estaba de viaje y a Julia no podía contarle la verdad. ¡Mario era su hermano! Lucía estaba de puente en Camprodon con sus padres. Blanca estaría en casa. Hacía poco más de dos meses que había tenido una fuerte pelea con Pablo y estaría en casa. No lo pensó más. Llamaría a su hermana y ella la entendería mejor que nadie. Cuando en su momento estuvo consolándola, Lola le dio a entender que ella también tenía sus motivos para sentirse desgraciada y también se lo había insinuado a Lucía unos meses atrás, pero nadie conocía la identidad del hombre al que ella quería, y pensó que había llegado el momento de descubrir el secreto, al menos a su hermana Blanca. Necesitaba que la aconsejaran. Solo con Margaret no tenía suficiente.

Cogió su móvil y, en pocos segundos, la voz triste, monótona y ronca de Blanca le contestó:

—Dime, Lola.

Se hizo unos segundos de silencio. Lola no podía hablar, no le salían las palabras, y tenía unos sollozos atorados en su garganta que le impedían sacar cualquier sonido. Ella se esforzaba, pero solo podía salirle un gemido, no podía articular una palabra. Blanca se quedó a la espera, pero al no escuchar la rápida y desenfadada charla de su hermana, se empezó a preocupar. Por eso, con una preocupación impresa en su tono de voz a la vez que una ansiedad y una leve sensación de miedo que iba en aumento, volvió a hablar:

—¿Lola? ¿Estás ahí? ¿Qué pasa? No me asustes y contéstame.

Lola entendía la angustia de su hermana y volvió a intentar decirle algo para tranquilizarla, pero lo único que le saldría serían unos sollozos y no quería asustarla, pero sabía que eso era exactamente lo que estaba sucediendo. Era lo más normal.

—¡Por Dios, Lola! Dime algo o te juro que te mato. ¡Estoy asustada! —le dijo Blanca, empezando a llorar.

Y es que estaba sufriendo tanto que cualquier cosa la afectaba y con muy poca cosa se ponía a llorar con desconsuelo.

Lola, al escuchar los lloros de su hermana, supo que tenía que contestar como fuera, y si era llorando, pues llorando, pero no podía quedarse en silencio por más tiempo. Bastante tenía Blanca encima como para aumentar su angustia, y si tenían que llorar las dos, pues llorarían.

—¡No llores, Blanca! No me pasa nada malo. Bueno…, te necesito. Necesito que alguien me abrace, que me consuele —le dijo Lola sin poder retener su amargo lloro.

Blanca no estaba acostumbrada a escuchar llorar a Lola y eso la inquietó mucho más. Algo grave le pasaba a su hermana y tenía que acudir a su lado. Nerviosa, se levantó del sofá mientras iba vistiéndose por el camino, buscando sus llaves, su bolso y disponiéndose a ir a casa de su hermana volando. Lola siempre era la que las consolaba a ellas, las animaba, las hacía reír con sus cosas, sus ocurrencias, pero jamás la había visto así, al menos no de adultas; de niñas, muchas veces, pero como en ese momento… Aquello era algo serio, y en menos de cinco minutos y sin dejar de hablar con ella, salió de casa para ir a su encuentro. No sabía lo que sucedía, pero fuera lo que fuera lo había dejado destrozado.

Suerte que la tenía muy cerca, a pocas calles de distancia. Ella vivía en la calle Badía, esquina Santa Ágata, y su hermana en la calle de la Perla. En diez minutos estaría con ella. A las dos les había gustado ese animado y pintoresco barrio. Lola, cuando fue por primera vez a ver la casa que Blanca y su amiga Vanesa habían alquilado, se quedó enamorada de aquel barrio. Por eso, en cuanto su amiga Margaret le dijo que se iba a vivir a Barcelona y, que tenía que buscar piso y alguien con quien compartirlo, Lola no se lo pensó dos veces y se convirtieron ambas en habitantes del barrio de Gracia.

Blanca llegó a la portería de su hermana y llamó al timbre con insistencia. En segundos, la puerta se abrió. Ella la empujó y subió las escaleras como alma que lleva el diablo. Cuando llegó al tercer piso, la puerta estaba abierta y se coló, cerrando tras ella. Fue directamente al pequeño salón sin pararse a dejar el bolso y la chaqueta en la percha de la entrada, como acostumbraba a hacer cada vez que iba. Y cuando vio a su hermana acurrucada en el sofá, con los ojos enrojecidos e hinchados por el tiempo que llevaba llorando, se le cayó el alma a los pies.

Cuando se acercó a ella, no fue su aspecto físico lo que más le preocupó, sino la tristeza que se plasmaba en aquellos ojos azules. Era una mirada derrotada, y eso sí que era una novedad. Jamás había visto a Lola así. Parecía otra persona. Era la primera vez que veía a la más dicharachera de sus hermanas completamente hundida. No pudo evitar que sus lágrimas corrieran por sus mejillas. Ella tampoco estaba en su mejor momento, así que se sentó al lado de su hermana y la abrazó con fuerza, llorando las dos juntas desconsoladamente.

Cuando no les quedaron lágrimas en sus ojos y habían descargado cada una su dolor, vinieron las palabras. Lola sabía qué era lo que su hermana esperaba, así que se afinó la garganta, intentando que las palabras salieran sin dificultad. Quería confesarle a su hermana el porqué de sus lágrimas y sufrimiento. Ella la entendería mejor que nadie porque estaban pasando por el mismo mal trago. Lo que no sabía era por dónde empezar. Era complicado después de tantos años de silencio, pero lo intentaría, que saliera lo que quisiera. Su mente había tirado la toalla y, en ese momento, era su corazón el que mandaba.

—Estoy enamorada de Mario, y no de ahora. Estoy enamorada de él desde que éramos unos críos, pero él jamás me corresponderá, jamás llegará a amarme.

Lo soltó de carrerilla y entre hipos, pero sin lágrimas. La cara de Blanca era un poema. En segundos pasaba del asombro a la incredulidad, del espanto a la extrañeza. Era como si estuviera hablando en un idioma que no entendía. ¿Lola enamorada de Mario? ¿Desde siempre? ¡Jamás lo habría pensado!

Lola vio la cara de Blanca, esos ojos que estaban a punto de salirse de sus cuencas y esa boca abierta que parecía un pez fuera del agua. La abría y la cerraba, pero no salía ningún sonido de ella. Así que decidió seguir contándole, y empezaría por el final, por ese último fin de semana, y después, cuando pudiera reaccionar, la sometería a un tercer grado y las preguntas le lloverían.

—Este fin de semana se nos ha ido de las manos y nos hemos acostado, pero ahora sé con certeza que nunca llegará a amarme, y dudo que algún día pueda olvidarlo. Acostarme con él me ha hecho entender todo lo que jamás tendré, los besos que nadie me dará como él lo ha hecho. Todo lo que he sentido ha sido más de lo que yo imaginaba y ahora no sé cómo haré para vivir sin él. No sé si podré conformarme con tenerlo como lo he tenido hasta ahora habiendo conocido lo que es el amor con Mario. Y es lo que me está matando, que ahora que conozco la intimidad con él, no sé cómo haré para seguir con mi vida.

Sin poder decir nada más, volvió a llorar con desconsuelo. Blanca no acertaba, no sabía qué hacer, todavía no había podido digerir la sorpresa. La abrazaba, pero su mente todavía intentaba asimilar lo que acababa de escuchar. Era la confesión más increíble que había escuchado nunca. Pasados unos minutos, Lola volvió a calmarse, y entonces sí que Blanca empezó con las preguntas:

—¿Por qué no nos lo habías dicho antes? Durante un montón de años has tenido que aguantar este secreto tú sola, y con la vida de Mario lo habrás pasado fatal.

—La verdad es que sí, pero de ahora en adelante será mucho peor. No sé si podré seguir viéndolo sin pensar continuamente en lo que yo no tengo y otra mujer disfruta.

—Creo que para ti sería más sano tenerlo lejos, pero es muy fácil dar consejos cuando no eres tú la que sufre. Yo antes te habría aconsejado, pero ahora que sé lo que es sufrir por tener a la persona amada lejos de ti, no lo tengo tan claro. Solo puedo decirte que tienes que elegir lo que menos te haga sufrir, y tendrás que descubrirlo. Sabes que estoy a tu lado para lo que necesites. ¿Julia lo sabe?

—No, ni Julia ni Elena ni ninguna de vosotras. Solo lo sabe Margaret y ahora tú. Pero comprendes por qué no he dicho nada, ¿verdad?

—Sí, te habríamos agobiado, pero me fastidia todo lo que has sufrido en silencio. ¡Y tantos años! ¿Cómo has podido soportarlo? ¿Cómo no lo has podido olvidar? ¡Eres terca hasta para eso, Lola!

Lola no pudo evitar una leve sonrisa, y es que era vedad, tenía fama en la familia de terca. Cuando se empeñaba en algo, no cejaba hasta conseguirlo, pero en ese asunto no le valía su cabezonería.

La curiosidad de Blanca empezaba a asomar entre su asombro. Era menos espontánea que Lucía y que ella misma, pero mucho más insistente. Comenzó a pensar en mil preguntas que iría formulándole a su hermana dependiendo de su estado de ánimo.

—¿Y cómo ha sucedido? ¿Cómo habéis acabado en la cama? Después de tantos años y tantas excursiones vosotros solos, no entiendo por qué ha sucedido ahora.

—Yo tampoco. Estábamos cenando y discutimos por una tontería, pero me repatea que yo le proponga hacer algo y siempre conteste de la misma manera: «No lo tenía pensado, pero lo haré por ti». ¡Me repatea! ¡Y lo sabe! Porque siempre discutimos por lo mismo y esta vez pasó igual. Yo le dije que iba al club del pueblo a tomar una copa y él me dijo eso. Entonces, ya me conoces, salté como una gacela y me fui sola. Cuando volví, me estaba esperando en la calle. Después de pedirme perdón y exigirme, ¡a mí!, que le explicara por qué tonteaba con aquel hombre, me alteré. Y él, supongo que para calmarme, no se le ocurrió otra cosa que besarme. Una cosa llevó a la otra y acabamos como acabamos. Así sucedió.

—¿Y estás segura de que él no siente nada por ti? Es que con una amiga no te vas a la cama así, sin más. Y menos Mario, conociéndote de toda la vida. No puedo entenderlo, Lola.

—Pues sucedió. Doy fe de ello.

—¿Y…? ¿Y os entendisteis? Quiero decir… ¿Fue bien? Ya me entiendes, Lola. No sé ni cómo preguntártelo.

—Para mí fue la mejor experiencia de mi vida. Te puedo asegurar que además de mirarlo como una tonta sin creerme lo que estaba sucediendo, me hizo disfrutar como nadie lo ha hecho.

—¿Y qué vas a hacer a partir de ahora? ¿Piensas quedar con él?

—Creo que no tendré que pararme a pensar en ello porque será él quien no vuelva a llamarme; de eso estoy segura. Lo vi asustado y no podía disimular su miedo. Y aunque cuando se despidió me dijo que me llamaría esta semana, sé que no lo hará.

No pudo evitar volver a llorar. Saber que Mario no la volvería a llamar le oprimía el corazón tan fuerte que iba a explotar dentro de su pecho. Y lo peor de todo es que ella no podía hacer nada, solo esperar, y entonces decidiría qué hacer. Pero mientras tanto, solo podía llorar como estaba haciendo en ese momento.

—No tenemos suerte con los hombres.

—¿No sabes nada de Pablo? —le preguntó a Blanca, avergonzada. Llevaban hablando mucho tiempo y ni se había acordado del sufrimiento de su hermana.

Hacía un par de meses que el muy cretino la había apartado de su vida de muy mala manera—. ¿No te ha llamado ni ayer ni hoy? ¿No sabes nada de él?

—Nada, y él tampoco es de los que vuelven a dar otra oportunidad.

—¡Es un capullo! ¡Mira que culparte por esa estupidez! No te conoce nada de nada. Seis meses contigo y no sabe que eres incapaz de algo así. No sé cómo me pude retener y no darle una patada en los huevos por gilipollas.

—¡Estamos jodidas! Con lo tranquilas que vivíamos sin los hombres y aparecen en nuestras vidas para complicarlo todo.

—En mi caso siempre he vivido así…, bueno, hasta hace cuatro años. Antes era como un amor platónico, un amor de postal, de ese que llevas en las carpetas cuando eres adolescente. Suspiras por él, pero ahí se acaba todo. Pero ahora… Ahora es otra cosa, y a partir de este momento, sé que será peor. —Lola suspiró entrecortadamente—. Pero ya no hay remedio, así que habrá que asimilarlo e intentar dejarlo a un lado.

—Vale, Lola, cuando lo consigas, me dices cómo se hace. Yo llevo más de dos meses intentando olvidar a Pablo y no puedo.

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