Lola

Lola


CAPÍTULO 8

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CAPÍTULO 8

Mario llegó a su casa y aparcó el coche. Se lo devolvería al día siguiente a su padre y así no tendría que dar ninguna explicación de por qué había llegado un día antes.

Descargó sus cosas y tuvo suerte de haber aparcado muy cerca. Dejó las cosas de cualquier manera y fue directo a la cocina para coger algo de beber; estaba seco. Cuando volvió al salón, se sentó en el sofá y encendió la televisión. Alargó la mano y cogió el mando a distancia. Su cabeza estaba en otro lugar y no prestaba atención a ningún canal en especial.

Era sábado, y seguro que habría partido de los Demonios. En otro momento estaría buscando un canal donde poder verlo con urgencia, pero ese día estaba distraído. Nada de lo que veía lograba centrar su atención en alguna programación, y eso que no apartaba la vista de la pantalla, pero su retina apenas retenía algún fotograma, y lo único que realmente reproducía con claridad era a Lola. No podía apartarla de su mente; claro que tampoco se esforzaba por conseguirlo. Se estaba dejando llevar porque su imagen era lo único que en realidad quería ver.

Tenía una mezcla contradictoria de sentimientos y sensaciones. Por una parte, su cuerpo le pedía volver a tener a Lola entre sus brazos, sentir cómo ella temblaba contra su cuerpo y cómo se humedecía esperando a que la llenara, a que entrara dentro de ella. Moviéndose totalmente compenetrados y a un ritmo trepidante con cada embestida, la excitación había llegado a límites desconocidos hasta entonces. Era como si los dos juntos descubrieran el sexo por primera vez, al menos la intensidad que habían compartido, como si hasta entonces solo hubieran estado ensayando para ese momento tan sublime. Pero, por la otra, su mente le gritaba a voces que la respetara, que no jugara con ella. Lola no era cualquier mujer, era su amiga, y si llegara a sufrir por su culpa... no se lo perdonaría jamás.

Mario había tenido muchas mujeres entre sus brazos mientras se corrían y el placer las dejaba relajadas sobre su pecho, pero vivir ese momento junto a Lola había sido algo inexplicable. Nunca había tenido la necesidad de pasar la noche junto a ninguna de ellas, de sentirlas a su lado, de querer acariciarlas sin ninguna pretensión, solo por el placer de recorrer su cuerpo, como si fuera una necesidad tenerla pegada a su cuerpo, pero con Lola le había sucedido. Estuvo toda la noche despierto. Las manos le picaban y su cuerpo le pedía que la estrechara contra su cuerpo y no la soltara jamás.

Rememorando esos momentos de intimidad al lado de Lola, se excitaba solo pensando en su cuerpo, en sus curvas o su en aroma. No necesitaba ni tocarla para que el suyo se pusiera a cien.

¡Y sus labios! ¡Dios mío, cómo besaba! Eran los labios más ardientes y sensuales que había probado jamás, y era lo único en lo que podía pensar desde el día anterior, en volver a tenerlos bajo los suyos moviéndose con frenesí y sintiendo cómo su lengua entraba con timidez dentro de su boca. Recordar ese momento lo hacía removerse en el sofá, intentando que su erección resultara lo menos dolorosa posible. Al final tendría que desahogarse él solo como en sus tiempos de adolescente, y hacía mucho tiempo que no le pasaba algo así.

Pero después entraba en juego su cabeza, esa que racionalizaba todo y le repetía una y otra vez quién era Lola. No era una mujer cualquiera a la que pudiera tomar durante unas semanas y abandonar al cabo de ese tiempo sin ningún remordimiento y sin volver la vista atrás. Lola era mucho más. Era su amiga de siempre, era la mujer constante en su vida, la que había sido su compañera de juegos desde muy pequeños, y ahora se había convertido en su confidente, en su amiga de aventuras, y no podía perderla por vivir juntos esa aventura en concreto.

Como muy bien le había dicho Lola, se dejaron llevar por el momento. La intimidad, el estar ellos solos, y sobre todo verla rodeada de aquellos hombres y llegar a pensar que se podía ir con uno de ellos a la cama, fue lo que lo trastornó.

Cuando Mario entró en el club del pequeño pueblo y vio a Lola en compañía del numeroso grupo, todos ellos compañeros de aventura y muy cerca de uno en especial, demasiado para su gusto, la ira le recorrió todo el cuerpo. Ver cómo bromeaba y reía con el tal Pau lo enfureció igual que si Lola le perteneciera, y eso que ella le había dejado muy claro que no era el indicado para decirle lo que debía o no debía hacer.

Salió a toda velocidad para refugiarse en la habitación, pero fue imposible. No podía concentrarse en nada que no fuera Lola, así que salió de la casa y decidió esperarla, más que nada para evitar que se fuera con alguien. Al verla regresar sola por la calle, respiró con tranquilidad por primera vez en toda la noche. Cuando Lola llegó a su altura y la vio delante de él, tan atractiva, tan sensual y excitante, y sobre todo contestando a sus preguntas retándolo, no pudo evitarlo y solo pensó en una cosa: en besarla y no soltarla jamás. Y fue lo que hizo. Después de eso, ya no pudo dar marcha atrás.

Y en ese momento, en la soledad de su casa, añoraba a Lola. Si se paraba a pensar, era su mujer ideal. Tenían las mismas aficiones y, además, después de lo sucedido, tenía la certeza de que en la cama se entendían a las mil maravillas. Lola era ardiente, rebosaba sensualidad, y después de verla desnuda, jamás podría volver a mirarla sin excitarse. Ahora que sabía a la perfección lo que la ropa que llevaba encima escondía, no podría dejar de desearla y volver a tenerla desnuda entre sus brazos.

¡Dios! Empezaba a desvariar y fantasear imaginando a Lola desnuda, y sabía que ese pensamiento estaría permanentemente en su cabeza. El problema sería cómo sacarlo de ahí.

—¡Joder, Lola! ¿Qué has hecho conmigo? —se preguntó en voz alta.

Se pasó la mano por su negro pelo y suspiró agobiado por todo lo que su mente rememoraba, pero no era lo correcto; anhelaba correr al lado de ella y decirle cuánto la deseaba. En esos momentos ansiaba sobre cualquier otra cosa tenerla a su lado y repetir la experiencia. Pero Lola le había dicho que solo se dejaron llevar, que las circunstancias, la cena íntima y el vino los confundió y los había abocado, sin que ellos pudieran hacer nada para impedirlo, a probar el juego prohibido. Y aunque sintió a Lola derretirse entre sus brazos, excitada como pocas mujeres habían estado y entregarse como ninguna hasta entonces, pudo confundirse, pudo ver cosas que realmente no existían, que solo estaban en su mente. Lola no lo engañaría, y le había repetido una y otra vez que solamente se dejaron llevar, nada más.

Sabía lo que tenía que hacer para conservar su salud mental. A partir de ese momento, al menos por un tiempo, debía mantener a Lola alejada de él, porque empezaba a mirarla de forma diferente y no podía permitirse perderla para siempre. Prefería mantener a Lola siempre en su vida como amiga que probar algo más y quedarse sin nada.

Además, si no funcionaba, todo resultaría muy complicado. Sus padres eran amigos desde siempre. Su hermana Julia era la mejor amiga de Lola y ellos eran, además de compañeros de aventuras, amigos del alma. Era en la única persona que confiaba ciegamente sus preocupaciones, sus anhelos, sus dudas… Todo lo hablaban, y Lola lo escuchaba y trababa de ayudarlo de la mejor manera posible: con un consejo, acompañándolo o con lo que precisara en cada momento. Siempre confiaba en su criterio.

Por todas esas razones no podía intentar nada con ella. ¿Y si empezaban a salir y no funcionaba? Era demasiado riesgo, y él se conocía mejor que nadie. Una mujer a su lado apenas le duraba una semana, y tenía miedo a que sucediera lo mismo con Lola y esta desapareciera de su vida para siempre.

No pudo aguantar más. Si se quedaba un minuto más dentro de casa, su cabeza podía estallar. Sin pensarlo más, salió y deambuló por los alrededores, llegando hasta el Arco de Triunfo. ¡Y para colmo tenía su moto en Sant Feliu! Ya no podía salir con ella y perderse en una carretera secundaria. En el bolsillo de su pantalón sonó el móvil y, al mirar quién llamaba, su expresión cambió. Era su amigo Iván, muy oportuno.

—Iván, ¡cuántos días sin saber de ti! ¿Qué haces, tío? —le preguntó.

—Por eso te llamo. ¿Por dónde andas? Seguro que has aprovechado el puente para viajar a algún barranco, ¿me equivoco?

—En parte. He estado fuera, pero hace solo un par de horas que hemos vuelto.

—¿Con Lola?

—Sí, con ella. ¿Y tú qué haces? —cambió de tema. Solo nombrarla le hacía sentir incómodo.

—Ahora mismo nada. Acabo de llegar esta misma mañana de Ginebra, donde se celebraba un congreso. Llevo toda la semana fuera de Barcelona y no me apetecía quedarme en casa, así que he cogido el teléfono, y aunque eras al que menos fe tenía de encontrar en Barcelona, te he llamado. ¿Dónde estás?

—Ahora mismo paseando por el Arco del Triunfo.

—¿Tú solo? ¿No te acompaña ninguna mujer de esas que te cortan la respiración solo con mirarla? ¡No me lo puedo creer! Mario Casal, ¿solo? ¿Qué está pasando?

—Vivo solo, Iván, y así pienso seguir por mucho tiempo.

—Vigila lo que dices, que normalmente hablan así los que están bien cogidos. ¿Hay alguien en tu vida de quien no me hayas hablado?

—¡No, gracioso! No hay nadie, así que olvídate de darme la tabarra. Simplemente he llegado de un curso de parapente con Lola, estaba en casa y he salido a dar una vuelta.

—¿Con el partido de los Demonios en antena te apetecía dar un paseo? ¡Venga ya, Mario, que soy yo! Que no quieras contarme nada, no quiere decir que me tengas que engañar.

—Te espero y tomamos unas cervezas, ¿te parece?

—Vale, en poco más de un cuarto de hora estoy allí. Acabo de salir del cine Coliseum. Cojo el metro y llego en un momento.

—Aquí nos vemos.

Siguió paseando, esta vez acercándose a la salida de metro. Aunque Iván tenía toda la pinta de un científico despistado con su pelo largo descuidado y rizado, sus gafas negras de pasta y su típica mirada perdida, no se le pasaba por alto ni un solo detalle. Sabía que en cuanto se encontraran empezaría con sus preguntas y no podría esconderle nada. Si no fuera un prestigioso físico, habría sido un magnífico detective. Nadie se habría librado de su pericia en un interrogatorio.

Veinte minutos después, los dos estaban estrechando sus manos con ganas. Siempre estarían allí sus dos amigos de la infancia, Iván y Raúl, aunque a veces pasara un tiempo antes de volver a verse, como en ese momento, que no se veían desde el mes de febrero, cuando celebraron el cumpleaños de Raúl. Si alguno necesitaba a los otros, los tres corrían en su auxilio, pero llevaban vidas muy diferentes, casi de forma opuesta, y sin apenas puntos en común entre ellos.

Raúl seguía viviendo en Sant Feliu, donde tenía un negocio de carpintería de aluminio. Estaba casado con Laura, una enfermera del ambulatorio del pueblo, y aunque todavía no tenía hijos, llevaba una vida muy diferente a la de Mario, más ordenada, regida por unos horarios y una vida en familia. Cuando este iba a ver a sus padres, siempre encontraba un minuto para pasar por el taller de Raúl y saludarlo.

Iván era otro cantar. Era profesor de Física a la vez que estaba metido en un complejo estudio de electromagnetismo, y compaginar las dos cosas apenas le dejaba tiempo para nada más. Vivía por y para la ciencia, y cuando no estaba ocupado con preparaciones de clases o correcciones de exámenes, sus estudios lo llevaban a diferentes puntos del globo terrestre. Ni que decir tiene que no tenía mujer ni novia, pues no le quedaba tiempo para eso, y como él siempre decía: «Una pareja requiere mucho tiempo que ahora mismo no tengo».

Entre unas cosas y otras se había hecho la hora de la cena, así que no lo pensaron más y fueron hasta un pequeño restaurante que Mario conocía muy bien. Entraron y se sentaron en una mesa al fondo del local y lejos de la barra, que estaba más llena.

—Bueno —le dijo Iván—, ¿me cuentas lo que te sucede o tengo que empezar a preguntar? No sé lo que te pasa, pero estás raro. No eres el mismo de siempre.

Mario lo pensó durante unos segundos. Podría engañarlo, pero metería la pata en algo porque Iván sabía preguntar, y siempre que intentaba engañarlo, este buscaba las preguntas más tramposas y él siempre caía. Así que pensó contarle la verdad. Además, necesitaba desahogarse con alguien, y esta vez con Lola no podía. Iván los conocía a los dos desde que eran unos críos y podría entenderlo mejor. Sin paños calientes ni florituras, le dijo a su amigo lo que había pasado ese fin de semana:

—Lola y yo nos hemos liado. —Y no dijo nada más. Si él no preguntaba nada, todo quedaría así, pero estaba seguro de que eso no había terminado, y suspiró.

Iván levantó la cabeza de la carta y lo miró como si de pronto se hubiera convertido en un ser extraño, un extraterrestre. Movió la cabeza de un lado a otro para asegurarse de que había escuchado bien y repitió:

—¿Tú y Lola? ¿Cómo que os habéis liado?

—¡Joder, Iván! Tan listo que eres y a veces pareces tonto. ¿Cómo se lía la gente?

—¡Hostias, Mario, no me jodas! ¿Te has liado con Lola? Lo que vulgarmente se entiende por liarse, ¿no?

—Si, ya sé todo lo que me vas a decir, pero sucedió y ninguno de los dos lo pudimos evitar.

—¿Y cómo está Lola?

—No lo sé. Esta mañana, cuando nos hemos levantado, me ha dicho que prefería volver a Barcelona y no quedarse hasta mañana. La he llevado a su casa y no sé nada más de ella.

—No te vas a creer lo que te voy a decir, pero muchas veces he pensado que acabaríais juntos. Siempre me ha parecido que Lola estaba enamorada de ti. No me preguntes por qué, porque no lo sé, pero cuando os veo juntos, hay algo entre vosotros que me hace pensar eso.

—¡Bobadas! Lola no siente nada por mí. Bueno, me quiere como su amigo, pero no de otra manera. Ella misma me lo dejó bien claro la misma noche, justo después de…Bueno, ya sabes. —Le daba vergüenza admitir ante Iván que Lola y él se habían acostado, ya que todos eran amigos—. Le pedí que durmiera a mi lado y me dijo que no me confundiera, que había sido un momento de pasión, un calentón. Pero que entre nosotros no había nada que no fuera una buena amistad.

—Ya, puede ser, pero no sé… Sigo pensando lo mismo. Yo llevo años trabajando y viajando al lado de dos buenas amigas y nunca se me ha pasado por la cabeza que algo así pudiera suceder entre nosotros, y te aseguro que a ellas tampoco. Y eso que nos pasamos temporadas en las que no hay otra compañía. Pero es algo que ninguno de nosotros contemplamos ni se nos pasa por la cabeza.

—Bueno, sea lo que sea, voy a poner distancia entre nosotros, al menos de momento. No quiero perder a Lola, la necesito a mi lado, pero no sé si acostándome con ella lo conseguiré. Dudo que eso llegue a suceder; más bien creo todo lo contrario. Sabes cómo soy, y estoy llegando a la conclusión de que las relaciones no van conmigo. Ninguna me dura más de una semana, dos como mucho.

—Lo que realmente te pasa es que jamás has tenido que conquistar a una mujer. Todas las que te han interesado se te han puesto en bandeja, y normalmente no han sido las mejores mujeres del mundo. Eso sí, siempre has tenido a tu lado a las más guapas, las más populares, las más alocadas… Y a las más golfas, al menos en los años de estudiante. Ahora he perdido un poco el hilo de la clase de mujeres con las que sales.

—¡Qué cabrón eres! Me lo dices ahora. Entonces no decías nada.

—Tú eras el chico popular. Yo iba contigo y siempre había chicas alrededor de nosotros. ¿Qué querías que dijera? ¡Yo estaba encantado! Era la única forma de que lograra salir con alguna chica. Pero esa etapa debiste dejarla atrás cuando abandonaste el instituto. Te acostumbraste a las chicas fáciles, aunque eso no es lo que realmente buscas, pero es lo más cómodo. Seguro que solo tienes que sentarte en un bar y acuden como las moscas a la miel, ¿me equivoco?

Mario no dijo nada porque todo lo que escuchaba era verdad. Jamás había tenido que insistirle a una mujer para que saliera con él, ni llamarla por teléfono ni mandarle un ramo de flores ni recordar un cumpleaños, ni siquiera preparar una cena íntima. Claro que nunca había estado más de… ¿Cuánto tiempo? Se paró a pensar y, haciendo memoria, recordó a Isa, un par de años atrás. La conoció en Gavá. Aquella tarde salió de la comisaría y decidió bajar a la playa antes de marcharse a su casa. En cuanto llegó, se zambulló en el agua y, después de nadar durante un largo rato, cuando salió, se encontró a una preciosa rubia sentada en una toalla, justo al lado de su casco y su ropa. Mario se acercó y cogió la toalla para secarse y, sin hacer nada más, salió con la rubia colgada de su brazo. Así la tuvo durante dos semanas y algo más, sin despegársela, pero no pudo aguantar más tiempo, y eso que era una bomba en la cama. El problema era que, si no estaban follando, no sabía qué hacer con ella.

Con todas las que recordaba salía un fin de semana como mucho. El lunes ya las llamaba para disculparse y anular su cita siguiente. Lo normal en su vida era el rollo de una noche. Iván tenía toda la razón: no tenía que hacer nada y ninguna mujer lo había rechazado hasta entonces. Lola era la primera. Por eso estaba tan extraño, porque nunca había vivido esa sensación, la que produce cuando te dan calabazas.

—¿Estás seguro de que alejarte de Lola es lo mejor? ¿Has pensado en ella, en cómo le afectará que salgas de su vida? —le preguntó Iván, sacándole de su ensimismamiento.

—Sí, pienso que enfriar el ambiente es lo mejor.

—¿Lo has hablado con ella? ¿Estás seguro de que es lo mejor? Pero, y ahora sé sincero, ¿es lo mejor para ti o para Lola? —le preguntó con insistencia.

Ya sabía él que Iván no se iba a conformar con un interrogatorio normal. Él siempre le buscaba los tres pies al gato.

—Para los dos —le contestó con un suspiro.

—¿Te lo ha dicho ella o lo has decidido tú?

—Mira, Iván —suspiró de nuevo, cansado de tantas especulaciones—, deja de tocarme los huevos. Lola no ha querido ni terminar el fin de semana a mi lado, y eso me hace pensar que no me equivoco.

—Si tú lo dices…

Fue el último comentario que hicieron durante toda la cena respecto a lo sucedido el fin de semana. La cena con Iván le hizo pensar en muchas cosas, pero no cejó en su empeño de alejarse de Lola. Solo al despedirse, Iván le hizo una pequeña advertencia:

—Decidas lo que decidas, no hagas sufrir a Lola. No se lo merece. No te das cuenta, estás ciego, pero ella siente por ti algo muy intenso, y no pienso en amor fraternal. No la dañes.

Mario asintió con la cabeza a pesar de no comulgar con lo que su amigo le decía. Estaba completamente seguro de que se equivocaba.

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