Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XIX

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XIX

 

UNA vecina le prestó el vestido de novia. Había sido de su hija, que se casó con un marinero. La falda tenía unos dibujos de conchas y llevaba estrellas de mar en el escote. Sólo tuvieron que ajustarle el cuerpo adaptando la cintura y cerrando una pizca el vuelo de la falda. Decían que la moda aconsejaba estrecharla para que no pareciera una nube de algodón. Ella la dejó hacer frente al espejo, sin saber cómo debía poner los brazos, que colgaban de ella como un estorbo.

En el pelo, flores blancas. Rímel en los ojos, que la emoción esparció por la cara, y los labios pintados. Se puso unos zapatos de tacón que compró en unos almacenes con el dinero que le dio su padre. También escogió un par de medias muy finas, que se puso con mucho cuidado para no desgarrarlas, una polvera y unos guantes. Josep parecía un galán de película. Las vecinas salieron al rellano para verlos salir de casa. Algunas aplaudieron al pasar el novio. Lola recorrió el patio entero: caminaba con una mano levantándose la falda, mientras intentaba no torcer el pie. Pasó cerca de las bombonas de butano que un camión estaba descargando, dejó atrás las cuerdas donde volaban las sábanas, y las zarzas. Los niños detuvieron sus juegos al verla. La siguieron con la vista. Se fijó en el moco que salía de la nariz de un niño, colgando hasta sus labios. Cuando sacó su pequeña lengua ágil para tragárselo, ella desvió la mirada. Quería llevarse alguna imagen luminosa de aquel lugar. Un trozo de cielo azul o un rostro feliz. Le habría gustado guardar la ventana de la cocina en el fondo de su bolsillo.

Les tiraron una lluvia de arroz, que significa abundancia. Cuando salieron de la iglesia, Lola estaba cansada. Era como si hubiera recorrido muchos kilómetros. Habría querido librarse de la ropa. La agotaban los abrazos y las sonrisas, las bromas, las manifestaciones de afecto y las miradas de envidia. Le habría gustado recuperar el tiempo perdido, cuando todo el mundo pasaba de largo junto a ella, ignorándola. Aquel exceso de atención le resultaba difícilmente soportable.

Comieron chocolate a la taza con ensaimadas. Sirvieron vino dulce. Pronto el novio se aflojó el nudo de la corbata, mientras se le encendía la cara, roja de alcohol. La novia mantenía la sonrisa con dificultad. Vio cómo su padre se subía a un taburete y les dedicaba una glosa. Una retahíla de vecinos brindaron deseándoles que fueran felices. Una mujer perdió el equilibrio, muerta de risa, y se cayó de espaldas. Los que tenía cerca no pudieron parar su impulso porque también estaban riendo. Al verla sólo se multiplicaron las carchadas. Los que estaban sentados algo más lejos ni siquiera lo advirtieron porque estaban distraídos.

Se instalaron en el piso que Josep había alquilado cuando llegó. Aunque fuera más luminoso, se parecía al de su padre. Estaba situado a unos doscientos metros del patio, desde donde se acostumbró a contemplar la vida. Colgaron cortinas en las ventanas, una estantería con novelas, fotografías de ambos, y el retrato de su madre joven. Confeccionó las cortinas con retales de tela. Les regalaron una cafetera, dos lámparas, un juego de café y un cenicero de cristal. La cama era el único mueble que se hicieron construir. Tenía una cabecera de madera con cuatro patas. Pusieron la colcha que ella había traído del pueblo, y que conservaban en una caja, envuelta con papel de seda para que no se volviera amarilla. Se empeñó en pintar las paredes de blanco. No paró de insistir hasta que convenció a Josep, que prefería el papel floreado que las cubría. Lola ya tenía bastantes flores.

Después de la fiesta subieron los pisos deteniéndose en cada rellano. Los dos habían bebido demasiado. Lo notaban en sus pasos tambaleantes, en los abrazos vacilantes, en la dificultad con que pronunciaban las palabras: ella, muy despacio, como si los labios le quemaran; él, alargando las sílabas. Estuvo un rato buscando las llaves en el bolsillo, y tardó todavía más para dar con el agujero de la cerradura, que se había vuelto sorprendentemente pequeño.

Se abrazaron en el suelo. Se tumbaron medio por gusto, medio por fuerza, mientras rodaban por él. No era fácil mantener el equilibrio ni desprenderse de la ropa. Volaron la falda, el corpiño y las medias: una extensión de piezas de ropa sobre el suelo. A Josep le gustaba morderle el cuello, hacerla reír. Era la primera noche que compartían. Se sentían como si acabaran de estrenar la vida, llenos de proyectos y esperanza. Él tenía buenos propósitos, convencido de que la fortuna lo esperaba en el taller. Lola volvía a agradecer la suerte de haberlo conocido. Buscaban sus cuerpos, empujados por el viento o el amor, se besaban. Cuando se quedaron dormidos, ya empezaba a clarear. El sol entraba por la ventana y se posaba sobre sus rostros cansados. Lola tenía restos de pintura en la cara, el pelo, lleno de unos puntos blancos. Rendidos, cerraron los ojos y se dejaron ir cuando la luz empezaba a devorarlos.

Los años siguientes no fueron fáciles. No coincidieron ni de lejos con todo lo que habían imaginado. Pocos meses después de la boda, murió el padre de Lola. Los periódicos hablaron de un accidente laboral. En la fábrica les dijeron que una distracción le había hecho caer y perder el sentido. Antes de morir, estuvo en coma durante una semana. Lola esperaba en el pasillo del hospital, muy quieta en una silla, pidiéndole que se decidiera a abrir los ojos. Por las mañanas cogía un autobús para ir a verle. El trayecto le recordaba su primer viaje a la ciudad, cuando era una niña que jugaba a esconderse. Veía pasar las calles mientras lo recordaba. Pensaba en su padre y le invadía un sentimiento de pánico. Incapaz de asumir que estaba a punto de perderlo, maldecía la herencia de reserva que había recibido de él. Si no hubiera sido por su carácter de piedra, habrían compartido más cosas. Recordaba con tristeza los años pasados. Mientras disimulaban soledades, cada uno guardaba sus inquietudes, preservaba sus deseos. Cada día se sentaban a la mesa delante del plato e intercambiaban un par de frases enfrente del televisor encendido. A veces no sabían qué decirse. Tantos años de silencios resultaban un peso difícilmente superable. Ella le arreglaba la ropa, le cosía los botones de las camisas, planchaba sus pantalones y repasaba las puntas de los calcetines. Su padre se levantaba a apagarle la luz cuando se quedaba dormida leyendo una novela. Permanecía en el pasillo de la clínica hasta que anochecía. Cuando Josep cerraba el taller, iba a buscarla refunfuñando porque tenía que ir hasta el hospital. Lola subía al coche, apoyaba la cabeza en el asiento, y decía pocas cosas.

A Josep el trabajo le funcionaba muy bien. Era un negocio sólido que aportaba unos ingresos sustanciales a la economía familiar. Había tenido que despabilarse muchísimo. Se levantaba a las cinco de la mañana y trabajaba hasta la noche. De esta forma consiguió ahorrar suficiente para comprarlo. No tener que depender de otra persona le dio alas. Fueron años de dificultades, de hipotecas, de malhumor y de tribulaciones, pero consiguieron salir adelante. Ella habría querido ir a la universidad, aunque nunca se atrevió a proponérselo a su marido. A él le habría parecido un deseo absurdo, una forma de perder el tiempo o, incluso, una provocación. Después de casarse, ella empezó a trabajar en una mercería del barrio. Era un pequeño comercio con las paredes forradas de cajas de inedias y botones. La propietaria era una mujer mayor que conocía de toda la vida. Como tenía problemas de sordera, no podía atender a los clientes y necesitaba ayuda. Se pasaba el día tras el mostrador, protegiendo con su cuerpo la caja registradora, mientras Lola hacía paquetes.

El comercio era pequeño y allí dentro Lola se ahogaba. El local tenía los metros justos para moverse no sin dificultades. Tenían que mantener el orden, evitar que los paquetes se amontonaran en el suelo ocupando el poco espacio libre que quedaba. En invierno, la pequeña estufa eléctrica mal calentaba un lugar adonde la gente permitía que entrara el frío. Siempre había alguien que abría y cerraba la puerta. Aquel movimiento enfriaba el aire y la ponía enferma. En verano, en cambio, parecía un homo. En el barrio, abrieron una biblioteca municipal. Lola iba allí a menudo. Se acostumbró a pedir prestados los libros que leía aprovechando las pausas en el trabajo y los ratos que pasaba en el piso, cuando Josep todavía estaba trabajando o en el café. El hombre no había abandonado la costumbre de pararse en el bar por la noche, camino de casa. Le gustaba entrar en calor con algunas copas, y ella tuvo que acostumbrarse a cenar sola. Pero no era muy comilona y muchas veces se olvidaba de comer. Tomaba un vaso de leche, algo de fruta o nada. Desde la boda había ido perdiendo el apetito. En una curiosa combinación de procesos contrarios, el cuerpo de ella iba adelgazando mientras que él iba redondeando la barriga. A Lola pronto se le marcaron los pómulos, a Josep se le engordó el cuello y tuvo que comprarse camisas nuevas.

Dos noches a la semana iba a clase. Le dijo que ayudaba a la parroquia colaborando en la catequesis de los pequeños, que eso la distraía. En realidad, preparaba en secreto el acceso a la universidad. Llegaba con el tiempo justo, se sentaba en una silla de la última fila, y se iba en cuanto terminaba la explicación. Nunca se quedó a conversar con los compañeros. Los demás sabían su nombre, pero no conocían su voz. La timidez de la adolescencia, en lugar de desaparecer, se había ido acentuando con el tiempo. Le resultaba difícil sostener la mirada de la profesora, responder a sus preguntas. Por el contrario, le agradaba sumergirse en las páginas de los libros recomendados, tomar apuntes en una libreta o plantearse cuestiones que no se atrevía a formular en voz alta.

Los ratos de estudio eran su refugio. Vertía en ellos una mezcla de insatisfacción y deprisa que todavía no se había entretenido en descifrar. Había la amargura del presente y 1a urgencia. Desde el principio supo que vivía una falacia porque nunca iría a la universidad. Intuía que ni tan sólo sería capaz de decírselo a Josep. Pero mientras, descubría la vida. Primero, la había encontrado en las novelas. Una existencia que latía en personajes de mentira que daban color a sus días. Ahora captaba la vida en los nombres que memorizaba. Repetía las frases de los libros abrazándose a ellas como si fueran tablas tiradas al mar.

Las paredes estaban forradas de cajitas de cartón, y algunas tenían un botón cosido, a modo de muestra. Las había que estaban llenas de carretes de hilo o de agujas. Vendían ropa interior y los números para el sorteo. Cada año, por Navidad, rifaban una pieza de ropa. De la mañana a la noche, iban desfilando las vecinas del barrio. Todas hablaban de lo mismo. Protestaban por los precios del mercado, contaban las últimas novedades, chismorreaban. Lola se aburría escuchándolas. A veces se preguntaba cómo era posible sentir interés por las imágenes y rechazar en cambio las palabras. Desde la ventana de su piso, volvía a perseguir historias. Recuperó su vieja afición, como si no pudiera prescindir de ella. Las figuras vistas de lejos le permitían imaginar. Viéndolas, llegaba a creer que el mundo que habitaba era distinto. Dotaba de voz los movimientos, de significado los gestos. Ciertas palabras, en cambio, servían para recordarle que no era posible huir de la mediocridad. Josep le decía:

—Aunque sea un riesgo, debo hacerlo. Tener que sacar el negocio adelante no es fácil, sobre todo ahora que estoy solo. Nos hemos visto obligados a pedir un crédito al banco y nos jugamos mucho dinero, pero saldremos adelante. Nunca he tenido miedo al trabajo.

—Claro.

—Dentro de un par de años, todo será mío. Después compraremos un piso. Estoy harto de tener que pagar un alquiler. Vivimos en un lugar demasiado pequeño y las criaturas necesitan espacio.

—¿Las criaturas?

—Claro: las nuestras. Pronto será hora de ponerse a ello. No quiero ser un padre viejo.

—Habíamos decidido esperar un tiempo antes de tener hijos.

—Pero, mujer, el tiempo vuela. Cuando nazca nuestro hijo, dejarás la mercería. De momento no podemos pasar sin tu sueldo, pero pronto podremos prescindir de él. No me gusta que te pases el día fuera de casa. Las mujeres están mucho más tranquilas si no ven demasiada gente. Además, habrá mucho trabajo y estarás muy ocupada.

—No puedo dejar a la señora María. Es sorda y me necesita.

—Aquella bruja encontrará a otra.

De repente, la mercería, aquel lugar que no le gustaba, aparecía ante sus ojos como un refugio que era preciso defender. Protegerlo quería decir protegerse. Sus ojos centelleaban, pero ella no decía nada. Retiraba los platos de la mesa, llenaba las pilas con agua caliente, ponía una cucharada del jabón que hacía burbujas en sus manos. Mientras, la voz de Josep seguía hablándole desde la sala:

—He pensado que, con el tiempo, deberíamos cambiar de barrio. Sí, ya sé que el taller está aquí, pero me gustaría vivir más cerca del centro. Además, quién sabe si, a la larga, ampliaremos el negocio. Por cierto, Lola, ¿dónde has puesto los palillos? Seguro que has vuelto a olvidar comprarlos. Eres un desastre. Las cosas nos irían mucho mejor si no te dedicaras a andar por la calle todo el día. Al menos la casa no parecería una pocilga.

No sabía si era el miedo. Aunque, quizá, el miedo llegó más tarde, cuando comprendió que ya no había remedio. Al principio, imaginaba a su hijo. Lo imaginaba varón, con el cabello del padre y los ojos de ella. Pensaba en él cuando Josep estaba dentro de ella, mientras notaba sus empujones. El hombre se vaciaba después de algunas sacudidas, Lola apretaba las piernas, desde los muslos hasta las rodillas. A la vez, se le encogía el corazón. Era justamente así: se encogía entera para que la simiente no se derramara. De repente, veía que se quedaba dormido sin decir palabra, desplomado sobre el somier. Sus ronquidos la tranquilizaban. Significaba que, por fin, la había dejado sola. Algunas noches se levantaba después de dar vueltas entre las sábanas, encendía la luz de la cocina y leía. Se acostumbró a no dormir demasiado, a aquel sueño intermitente que la dejaba maltrecha.

Había noches en que pasaba mucho miedo. La asustaba la idea de tener un hijo. Un niño que le cogiera aquel hilo de vida que todavía sentía como propio, parcelas de mundo rescatado de Josep. Por otra parte, lo deseaba con

 

fuerza. Era una situación contradictoria que no habría sabido explicar. Se unían el deseo de prolongarse en un ser pequeño y la necesidad de seguir viviendo encerrada. Había momentos en que predominaba la negación del deseo. Veía claro que no había llegado la hora, que tenía demasiadas dudas, que Josep no era como lo había imaginado. Entonces comprendía que debía prolongar la espera. En otras ocasiones, tenía prisa por verse un vientre de luna.

Pasaban los meses y el hijo no llegaba. A medida que transcurría el tiempo, aumentaba su confusión. Josep hablaba de ello cada noche. Decía, por ejemplo:

—Deberíamos decidir qué nombre le pondremos. Podría llamarse Andreu, como mi padre, o Lucia, como tu madre.

—Sí.

—Tendrías que empezar a preparar su ropita. Después vienen las prisas. Si tienes un mal embarazo, no podrás hacer muchas cosas. Así te entretendrías y no perderías el tiempo leyendo novelas que no sirven para nada.

—La señora María me ha dicho que tiene una pieza de tela blanca. Quería quitársela de encima y la ofrecía a buen precio. Pero me ha parecido que era demasiado pronto. Dicen que trae mala suerte.

—¿Mala suerte? No me hagas reír. No será que aquella bruja te quiere tomar el pelo.

—¿Tomarme el pelo? De ninguna manera. Es una buena persona. Me pareció que quería hacerme una gracia.

—Déjalo correr. Nunca has tenido vista para los negocios. Eres clavadita a tu padre, el pobre hombre era un inútil.

El hijo no llegaba y ella dejó de imaginárselo. Ignoraba cuándo se cansó de pensar en él. No obstante, antes, había hecho todas las combinaciones posibles.

Un día lo imaginaba con la decisión del padre y con una chispa de curiosidad por el mundo que reconocía como propia. Pero al día siguiente era capaz de recomponer cada uno de los elementos, de invertir el orden, y desdecirse de lo que había imaginado veinticuatro horas antes. Entonces lo inventaba tan lleno de dudas como ella, dominante como su marido. Lo mismo sucedía con los rasgos físicos. A veces tenía los ojos de un felino, otras veces, eran muy oscuros. Era como si mirara por un calidoscopio: a través de la lente, recomponía el rostro del hijo una y mil veces.

No se dio cuenta. Se limitaba a dejar que transcurriera el tiempo, a soportar el abrazo de Josep, a apretar las piernas bajo las sábanas. Cuando el marido la miraba de reojo, o le espiaba las formas del vientre, ella se callaba. No habría sabido decir cuándo empezaron los reproches, en qué punto la situación se hizo insoportable. Años después aseguraría que fue desde el primer día, ya que no recordaba una sola hora buena, pero el infierno debió de aparecer en algún momento. El regresaba tarde del bar y tiraba la cena fría a la basura mientras la acusaba de ser una mala cocinera. Trabucaba el contenido de los cajones de la cocina con cualquier excusa, sólo para que ella tuviera que ordenarlos. Dejaba un rastro de pisadas en el suelo, manchaba las paredes con las manos llenas de grasa mientras le decía, gritando, que se había convertido en una puerca.

Galleaba delante de ella, hecho un brazo de mar, mientras Lola bajaba la vista tragándose la rabia. Cuando lo oía maldecir la fortuna porque estaba casado con una estéril, ella se escondía en la habitación. Si tenía suerte, Josep se dormía pronto. Al-día siguiente hacía como si nada, y ella daba gracias a Dios y respiraba de nuevo. Si el mal humor duraba, se preparaba para el estropicio. Veía cómo cogía cualquier objeto y lo hacía volar por los aires. Eran explosiones que no duraban demasiado pero que la aterrorizaban. Alguna vez había intentado evitar aquel desbarajuste levantando los brazos para detener el vuelo de una copa o de un jarrón. Pronto prefirió dejarlo correr y no interponerse en el trayecto del cristal hacia la pared.

Se acordaba de la desaparición del primer objeto. Era el cinturón del albornoz. Como siempre, lo había dejado colgado en el armario. Doblaba la cinta y hacía un lazo para que no cayera al suelo. Así, al salir de la ducha, sólo tenía que alargar la mano, desatar el lazo y cogerlo. Luego se lo ataba a la cintura. Una noche no lo encontró. Como estaba segura de que debía estar allí, no se inquietó demasiado. Removió el guardarropa, lo buscó en los cajones y en los estantes. Después se olvidó de él. Al día siguiente apareció colgado en la barra. A veces pasaban dos o tres semanas sin ninguna novedad. Ella, que se acostumbró a comprobar el lugar de cada cosa, volvía a confiarse. Pensaba que había vivido una temporada demasiado angustiada, que la idea del embarazo era una obsesión, que se distraía en exceso. Sólo tenía que asegurarse de que colocaba un objeto en un determinado cajón, o en la vitrina o que lo llevaba a la lavandería. Dejar de hacerlo maquinalmente, empujada por una inercia de costumbres que, sin querer, su mente trastocaba. Hacía estas reflexiones y muchas más, esforzándose para que su marido no se diera cuenta. Pero Josep tenía ojos en la nuca. Le decía:

—Lola, ¿dónde has puesto la olla pequeña?

Al oírlo, a ella se le encogía el corazón, pero intentaba hacer como si nada:

—Estará en el armario de la cocina.

—Sí, yo también lo pensaba, pero no está.

Se hacía el silencio mientras se preguntaba dónde estaba su corazoncito de lenteja, que saltaba arriba y abajo, recorriéndola entera, ahora en el estómago, después en el cerebro. Encontraron una olla debajo de la cama. Josep le lanzó una mirada de enojo, se encogió de hombros y la dejó sola. También perdió un zapato que ni siquiera había estrenado. Era un zapato de fiesta, con la punta brillante. Tenía que ponérselos para ir a la boda de una hija de la señora María, que se casaba con un teniente. Se lavó el pelo con un champú que olía muy bien, se perfiló los labios y se puso el vestido. Cuando abrió la caja, comprobó que sólo había un zapato. El otro había desaparecido. Muchos días después, se dio cuenta de que se hallaba en el estante del lavabo, cerca del tubo de pasta dentífrica.

Cuando ocurrían estas cosas, creía que había enloquecido. A veces, no pensaba en nada más. Se distraía en las clases, no conseguía concentrarse en la lectura, hacía enfadar a alguna dienta con sus errores. Pasaba las noches en blanco intentando justificar la desaparición de un libro, del cesto o del llavero. Miraba de reojo a Josep y se preguntaba cuánto tiempo tenía que pasar para que él se lo dijera. Así pues, no se extrañó, incluso se sintió aliviada, cuando un día le oyó bramar «¡está loca!»

Una noche, Josep le dio un empujón y la tiró al suelo dejándole media cara amoratada. Ni siquiera habían discutido. Lola no se sorprendió porque esperaba aquella violencia. Era el último paso del camino hacia el infierno. Se acostumbró a llevar vestidos de manga larga aunque hiciera buen tiempo, y pañuelos en el cuello que disimulaban la huella de sus dedos: decía que tenía problemas de vista y que tropezaba con los muebles. Se esforzaba en esconder las marcas azuladas en los brazos, en las piernas, en el pecho. Después llegaban las reconciliaciones. Él le decía que no volvería a ocurrir, que tenía problemas en el taller, que le angustiaba ver cómo estaba perdiendo el norte. Le pedía que lo disculpara mirándola con los ojos de antes, y la abrazaba. Cada vez más, Lola parecía un cuerpo muerto a merced de las olas; él se volcaba sobre su cuerpo apresuradamente.

Guando no estaba en la mercería, pasaba las horas tumbada en el sofá. Dejó de ir a clase y no volvió a tocar las novelas que le gustaban. Cuando estaba en la tienda, concentraba todos sus esfuerzos en disimular. Al final, ni siquiera protestó cuando Josep le dijo a la señora María que buscara otra muchacha, que estaba preocupado por Lola, que estaba demasiado nerviosa, que en el taller ganaban mucho dinero y que su mujer no necesitaba trabajar. En el fondo, Lola se sintió consolada. Al menos no tendría que responder las preguntas de la gente. Cuando dejó de interesarse por su aspecto, comprendió que empezaba a tocar fondo. Al volver a casa, él la encontraba todavía en pijama, acurrucada en el sofá, el rostro color ceniza y el cabello en desorden. Si él no comía, ella tampoco lo hacía. Tenía el apetito de un pájaro y un cuerpo escuálido, nervioso. Como su marido se acostumbró a salir hasta muy tarde, ella dormía con la luz encendida. Le daba miedo la oscuridad. En cualquier momento, si apagaba la lamparita confiándose, entraría en la habitación y le haría daño. Estaba segura de ello.

La situación se prolongó durante muchos meses. Se preguntaba si sería capaz de dejar a Josep, pero no se sentía con fuerzas. Cuando él le aseguraba que si lo abandonaba la mataría, ella no dudaba que lo decía en serio. Las cosas mejoraron algo al cambiar de casa. Se fueron a vivir a otro barrio, soleado y céntrico, en un piso que tenía las puertas color avellana y las paredes ocres, como si las lamiera el sol constantemente. Aunque no conociera a nadie, no se sintió más sola que antes. Compraron muebles nuevos y cortinas. El piso constaba de tres dormitorios, una sala amplia, un comedor y dos baños. Había, sobre todo, un ventanal que daba a la calle por donde pasaba la gente y que Lola convirtió en su atalaya. Aquello fue lo que la salvó: recuperar su curiosidad por el mundo y sus historias. Volver a captar imágenes sin que nadie la viera.

El cambio coincidió con una época de relativa paz familiar. Satisfecho de ver la materialización de sus esfuerzos, orgulloso como un gallo, Josep fue espaciando las manifestaciones de violencia. Era como si se esforzara en dosificarlas. A veces pasaban semanas enteras sin demasiados trastornos, hasta que se producía una nueva explosión. A pocos metros de donde vivían, había un mercado. Lola se acostumbró a ir allí. Le gustaba pasear entre los puestos y comprar pescado fresco.

Aquella salida la obligaba a levantarse de la cama y vestirse. Si hacía frío, se ponía el abrigo, que la cubría toda entera. El aire de la calle la reanimaba, le hacía creer que la vida aún tenía sentido. Si hacía sol se paraba un rato en el parque. Era lo que más le gustaba del nuevo barrio. Había bancos y árboles, un columpio de madera y un quiosco. Compraba el periódico, se sentaba al sol, dejaba que pasaran las horas. Levantaba los ojos del papel fijándolos en una pareja que cruzaba la plaza, en un niño o en la mujer vieja que vendía cupones. En aquellos momentos, recuperaba la esperanza. Debían de ser la luz y el aire, que alejaban los fantasmas. Le hubiera gustado saber si siempre iba a ser igual, si nada alteraría la rueda de los días, tan llenos de proyectos incumplidos. No sentía nada de impaciencia cuando se preguntaba si había terminado de vivir. Sólo una sombra de pena azul en el estómago o en el corazón.

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