Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XX

Página 28 de 34

XX

 

A Águeda le gustaba recordar cómo había conocido a Lola. Se concentraba en ello, revivía la escena: la vio llegar tarde y con cara de frío. Era un atardecer fresco de primavera cuando el termómetro aún no se ajusta al calendario. Como la conocía de vista y siempre la encontraba sola, le hizo gracia observar sus movimientos. Primero, se quedó quieta cerca de la puerta sin decidir si avanzar o retroceder, sorprendida de ver la sala llena de gente. Entonces se sentó en el lugar que había quedado libre en una de las últimas filas, justo en la silla de delante. Desde una distancia muy corta, pues, podía captar el interés con que seguía las palabras del conferenciante, como si el hombre, que hablaba con cierta elocuencia y un énfasis excesivo para el gusto dé Águeda, fuera portador de la verdad.

Estaban en el local que el ayuntamiento había abierto no hacía muchos meses para realizar las múltiples actividades del barrio. Se organizaban conferencias, cursillos de cocina y de baile, clases de preparación para el parto y exposiciones de punto de cruz. A través de un sencillo sistema de mamparas, la sala podía convertirse en una sucesión de espacios independientes o, por el contrario, constituir una nave entera. Aquel atardecer se habían reunido un centenar de personas, que ocupaban todos los asientos.

Águeda recordaba la quietud del cuerpo de Lola: el cuello algo inclinado a un lado, el pelo recogido en una cola. También habría podido dibujar el arco de sus hombros. algo bajos, y aquella sensación de fragilidad. Al verla pensó que parecía una mujer de vidrio. Había olvidado el lema de la conferencia y el nombre de quien la pronunciáis Había ido allí por obligación. Desde que se inauguró el centro, sus responsables, antiguos compañeros de trabajo, le insistían en que fuera a visitarlo. Siempre les respondía con excusas. Estaba muy ocupada, viajaba constantemente, tenía pocas noches libres. Eran subterfugios para posponer un tipo de compromiso que siempre le había dado pereza. Odiaba las actividades que reunían grupos de gente porque solía aburrirse muchísimo. Hacía años que había conseguido forjarse una existencia cómoda, donde los elementos que formaban parte de ella eran completamente controlables.

Era la ventaja de vivir en una gran ciudad, de hacer un trabajo que la obligaba a pasar temporadas rodando por el mundo, que le evitaba tener que establecer lazos demasiado firmes con alguien. Es evidente que tenía amigos, o quizá habría que decir un listado suficientemente satisfactorio de conocidos con quien quedar para salir. Una llamada cuando estaba en la ciudad correspondiente servía para llenar ciertos espacios de melancolía inevitable que la asaltaban. sin aviso, algunas noches de invierno o muchas tardes de domingo, que suelen ser peligrosas para la soledad en las grandes ciudades. Los encuentros se resolvían con una sesión de cine, una cena en un restaurante tranquilo o dos copas de más que, según el humor y la ocasión, hacían que acabaran en una misma cama de hotel. Todo resultaba, pues, perfectamente previsible.

Después de muchos años y de algunos intentos de vivir en pareja que, vistos desde la perspectiva del presente, calificaba de errores absurdos, molestos incluso de recordar, se había forjado una existencia casi anónima. Iba y venía sin tener que dar explicaciones a nadie, se interesaba por el mundo en general, pero dejaba a un lado cualquier referencia al mundo más inmediato, que consideraba insignificante. Sus vínculos con Mallorca, de donde salió años atrás como quien huye del demonio, no la molestaban. Sólo se habían convertido en una parcela muy pequeña de una vida pasada. Procuraba no pensar mucho en ello.

Vivía en un ático situado en lo más alto de un moderno edificio. Desde aquel lugar, las calles parecían una pincelar da de gris, y los transeúntes, figuras de juguete. La ciudad era un paisaje inofensivo que le permitía sentirse segura. En casa había creado espacios amplios. Casi no había paredes, sólo algún desnivel que señalaba los distintos compartimentos, y ventanales por donde entraba la luz a todas horas: la luz incipiente de las mañanas, aquella otra ávida del mediodía que, más tarde, a medida que pasaba el tiempo, se iba matizando, la vislumbre del atardecer y, finalmente, las sombras de la noche. Los muebles eran de diseño, elegantes y simples. El añadido de algunos objetos escogidos^ tesoros de sus viajes, rompía la uniformidad del ambiente con notas de color: alfombras en el suelo, máscaras en la pared, cerámicas. En los armarios del vestuario, hileras de vestidos y chaquetas. Todos compartían un aire común de sencillez, una línea austera de corte perfecto. En la nevera, yogures desnatados y comida baja en calorías. En la biblioteca, una colección de libros que delataba dos de sus obsesiones: los libros antiguos y el orden. Era una maniática del orden. Lo justificaba asegurando que ya había suficiente desorden en su vida de idas y venidas, de aeropuertos y hoteles. En casa, pues, necesitaba pulcritud. Conocía perfectamente la distancia entre los muebles, vaciaba los cajones y volvía a colocar los objetos, ponía cada libro en su lugar, y calculaba la caída de las cortinas o el ángulo de las revistas, amontonadas en la mesilla de noche.

Conocía a Lola de vista. Habían coincidido en la calle y se había fijado en ella. Su mente, acostumbrada a no detenerse demasiado en los rostros de la gente, retuvo aquella cara. Pensó que era una cuestión de coincidencias. Debieron de encontrarse a menudo y la repetición de una secuencia conduce a grabarla. El azar y la proximidad de domicilios —vivían en la misma avenida de árboles y escaparates— favorecieron una sincronía de encuentros. Coincidieron con cierta asiduidad durante meses, en los paréntesis que Agueda pasaba en la ciudad, hasta que la descubrió. Se dio cuenta de repente. Sucedió el día en que el azar se empeñó en repetir la misma jugada por partida doble: Águeda acababa de sacar el coche del garaje de su casa, cuando se paró en el semáforo que había cerca del parque. Bajó la ventanilla e hizo un gesto para que el vendedor de periódicos se diera cuenta eje su presencia. Hacía una mañana muy clara y no había sombra de nubes. El aire todavía era fresco a aquella hora, y la ciudad parecía un río en movimiento.

Entonces desvió la mirada hacia el banco más próximo. Había una mujer sentada con un libro en la mano que le resultaba vagamente familiar. Concentrada en la lectura, se distinguía del resto de cuerpos que habitaban un espacio de columpios y de hierba. Había muchachas empujando un cochecito donde un niño dormía, viejos que leían o cabeceaban, algún estudiante con carpetas de las que salían apuntes sobre un socaire verde. Todos formaban parte de un conjunto armónico, hecho de piezas que se avenían entre sí, sin notas discordantes. El único elemento curioso era aquella figura solitaria, sentada en un extremo del banco, con el cuerpo rígido, muy quieta. Subió el cristal y apretó el acelerador. La curiosidad fue desvaneciéndose rápidamente a medida que se lanzaba al jaleo de las calles.

Aquel mismo día volvió a verla. El azar se entretenía en sorprenderla cruzando sus caminos. Fue en la planta de música de unos grandes almacenes del barrio. Era a última hora de la tarde. Se paró allí antes de regresar a casa al recordar que tenía la nevera vacía. En la planta de productos dietéticos compró queso y una ensalada; mientras bajaba por la escalera mecánica, distinguió su rostro inclinado sobre uno de los expositores. Parecía concentrada en la selección de compactos. Pasó de largo algo molesta, sin detenerse porque le resultaba extraña aquella intrusión reiterada de un personaje anónimo en su mundo. Sin embargo, esta vez no dejó de pensar en ello. Se preguntó quién podría ser aquella mujer, aproximadamente de su edad, con quien se tropezaba constantemente.

En la conferencia decidió que ya era suficiente. Se apresuró a coincidir con ella en la puerta y le preguntó:

—¿Nos conocemos?

—No, creo que no.

—Tienes razón —dijo sonriendo—: no nos conocemos. Creo que nadie nos ha presentado. Pero no debemos de vivir muy lejos porque te he visto muchas veces por la calle o en el parque.

—Sí, yo también te conozco de vista.

Lola recordaba la misma conversación pero se empeñaba en situarla en un entorno distinto. Durante años discutieron aquella insignificancia. Hablaban con aquel interés que sirve para bucear en los recuerdos cuando nos resultan muy agradables. Lo comentaron entre risas, divertidas al pensar que no llegaban a ponerse de acuerdo. Cada una se esforzaba en defender su parcela de memoria, el rincón donde estaba escrito el inicio de su amistad. Para Agueda era la puerta de un local repleto de gente. El público de la sala había ido levantándose de su asiento y se asomaba al exterior a través del embudo que formaba la puerta. Después de cruzarla, el gentío se abría en forma de abanico y se distribuía por las calles. Apartadas de la salida, dejaron que pasara todo el mundo, hasta que no quedó casi nadie en la calle. Sólo algún grupito de despistados o de conversadores impenitentes.

Según Lola, la primera conversación fue en el parque. Recordaba que, en aquella época, iba allí muy a menudo. Con Josep vivía una temporada de relativa calma. Él se iba muy temprano por la mañana y no regresaba hasta la noche. Los viernes y sábados aparecía de madrugada, los pasos torpes, el gesto vacilante. Aquéllos eran los mejores días porque se quedaba dormido como un tronco en cuanto entraba en contacto con las sábanas. No tenía que temer la eventualidad de un abrazo brusco que la desgarrara por dentro o de un codazo que le partiera el labio. Como mucho, recibía algún insulto o le oía soltar algunas palabrotas. Los días laborables estaba ocupado controlando los negocios, que, en los últimos años, habían ido prosperando. Superadas las dificultades de comprar el primer local, el resto fue una sucesión de éxitos y buena suerte. Una apuesta por el riesgo y el don de saber moverse con perspicacia. Diez años después de casarse, era propietario de una serie de talleres distribuidos por distintos puntos de la ciudad. Su vida tenía muy poco que ver con la de aquel muchacho que llegó a un barrio periférico conduciendo un viejo descapotable. De él sólo conservaba la mala leche y la capacidad para imponerse, que supo perfeccionar.

Se acordaba de una mañana distinta a todas las demás. Como casi cada día, había salido temprano a la calle. Le gustaba oler la primavera. Antes de que las vallas se llenaran de carteles anunciando una moda de vestidos más ligero» y colores pálidos, miraba al cielo y adivinaba el buen tiempo. Después se sentaba un rato en un banco. Leía algunas páginas de una novela o se entretenía observando a la gente. Conocía a Águeda de vista. Le gustaban la seguridad de sus gestos, la decisión con que recorría la acera, aquella presencia que, sin querer, invitaba a los demás a cederle el paso. La contemplaba de lejos, convencida de que era una maestra a la hora de observar a alguien sin despertar sospechas. Se había acostumbrado a mirar evitando ser mirada, y vivía tranquila.

Habría repetido la conversación. Estaban sentadas en el mismo banco. Se dio cuenta de pronto, cuando levantó los ojos de las páginas escritas y comprobó que Agueda estaba a su lado, mirándola de reojo y sonriéndole:

—¿Nos conocemos? —oyó que le preguntaba.

Habría debido responder que se conocían de hacía tiempo. Era la percepción que tenía cuando la miraba y era como encontrarse con un rostro conocido. Aquella timidez que había ganado tantas batallas en su vida, venció una vez más y la obligó a responder:

—No, creo que no.

—Tienes razón —dijo la otra mujer riendo—: no nos conocemos. Creo que nadie nos ha presentado. Pero no debemos de vivir muy lejos porque te he visto muchas veces por la calle o en el parque.

—Sí, yo también te conozco de vista.

En el parque, la luz hacía las cosas más amables. Dulcificaba los rostros de los que pasaban con una expresión apresurada, nerviosa, suavizaba el llanto de los niños, aclaraba las palabras solazándolas en el aire fresco. Más tarde pensó que el embrujo de aquel lugar fue la influencia benéfica que, por primera vez, la salvó del silencio deteniendo aquel deseo de huir que la asaltaba ante cualquier desconocido. Vivir con Josep sólo había servido para acentuar sus inseguridades. La voluntad de pasar desapercibida se combinaba con el temor que le inspiraban la mayoría de las personas. Recelosa por naturaleza, había aprendido a desconfiar del mundo, a recelar de las palabras, a dudar. No se decidía a irse. Agueda le dijo:

—A mí también me gustan los libros. Leer es una de las pocas cosas que, al final, no resulta una estafa.

—¿Qué quieres decir?

—Los libros no son como la gente.

—Es cierto. Lo he pensado muchas veces. Aunque los libros nos interesan porque hablan de la gente.

—Nos ayudan a creer que hay rincones del mundo que todavía vale la pena descubrir.

—A pesar de que nunca podamos llegar a ellos.

Se hallaban en el parque. Iban allí por la mañana y compartían un mismo espacio de calma y de conversación. Hablaban de libros, intercambiaban novelas y comentaban las historias que se contaban. A Agueda le resultaban curiosas las palabras de aquella sorprendente mujer. Eran comentarios nacidos de una rara intuición que le permitía captar matices, llenar vacíos de lectura y abrir interrogantes. Se acostumbraron a verse. Lola acababa pronto las labores de la casa, antes de salir. Aparentemente iba con la misma frecuencia de antes. Seguía la costumbre de perderse por las calles, de buscar el sol amable entre los árboles, de sentarse un rato. Pero invertía en ello un entusiasmo nuevo que le era desconocido. El empuje del animalito que empieza a intuir la posibilidad de sacar la cabeza del cascarón después de un largo invierno. La sensación de mirar por el colmillo de una cueva. A veces oponía resistencia, no aceptaba dejarse llevar por la placidez de la conversación. Entonces las palabras salían rotas, agrietadas. Era cuando no asumía la nueva situación, cuando le costaba creer que, por primera vez en su vida, no era preciso recurrir a los recelos.

Si Agueda estaba de viaje, las dos añoraban las conversaciones. Trabajaba de reportera fotográfica para una revista de temas de actualidad. Le encargaban que fotografiara un paisaje o un rostro desde ángulos muy diferentes, o los rincones de una casa. Le pedían algo concreto y a menudo debía tomar el avión para poderlo llevar a cabo. Era un trabajo agradable que le permitía recorrer parcelas de mundo, descubrirlas sin prisa y llevárselas en un trozo de papel. Una obsesión que debió de nacer mucho tiempo antes, cuando era una niña en el desván de su casa, pasando las páginas de los álbumes. Cuando Agueda se hallaba fuera, Lola no interrumpía sus visitas al parque. Hacía como si nada, intentando convencerse de que la vida no era muy distinta de los demás días. La esperaba en el lugar de siempre, con los ojos llenos de los libros que ella le había prestado.

Construyeron un vínculo de dependencias difícilmente explicables. Cada una mezcló dosis aproximadas de unos mismos ingredientes: una carencia de afecto, una sensibilidad común y la curiosidad por la vida. Lola añadió la timidez, de cosecha propia, tan difícil de superar. Agueda pío— curaba ahorrarle, disimulándolos, algunos de los arranques de soberbia con que se envolvía a modo de coraza protectora. Desconfiaban del mundo por distintos motivos, pero la suspicacia se desvanecía cuando se encontraban en el parque. Podía surgir algún rebrote inesperado, pero no duraba demasiado porque lo sabían inútil y no querían perder tiempo.

Un día dejaron de relatar las vivencias de los personajes de los libros y empezaron a contarse su vida. Después de tantas palabras sobre héroes de ficción, empezaron a decirse algunas sobre pequeñas verdades. El paso de una conversación a la otra fue sencillo. No hubo un propósito explícito de hacerse confesiones mutuas, ni ningún hilo conductor que guiara sus palabras, sino que las frases surgieron para rescatar el pasado. En un proceso que les permitía recuperar imágenes, brotaron fragmentos de memoria que habían creído muertos.

Agueda le hablaba de la casa de los abuelos, en Mallorca, del reloj que oía tocar las horas por la noche, de la sensación de sentirse acompañada. Le describía los muebles de la habitación verde, los juegos de los primos, los álbumes de fotografías. Lola recordaba la despensa donde guardaban hileras de botes de confitura y de tomate. Le contaba que todavía temía los silbidos de los trenes, que se imaginaba que su madre tenía un tren en el pecho, que las casas tenían los techos inclinados, las tejas caídas a causa del viento. Describían las calles empinadas de dos pueblos distintos que sus palabras hacían coincidir en un parque. Sus plazas minúsculas, sus ventanas vistas desde el autobús o imaginadas desde un avión, la sensación de pérdida. Decía Lola:

—Tuvimos que irnos del pueblo porque éramos pobres. íbamos a una ciudad donde era difícil sobrevivir, pero lo ignorábamos.

—Yo salí de una casa que era como una fortaleza. Siempre había creído que no debía temer nada. Me sentí confiada y feliz hasta que el tío Martí empezó a visitarme en la habitación verde. Desde entonces lo único importante era huir.

—¿Alguna vez has añorado la casa?

—No. Los buenos recuerdos están conmigo. Las pesadillas deben de estar enterradas bajo las baldosas o bajo los árboles del jardín.

—Me habría gustado nacer en una casa como la que describes. Un lugar que me sirviera de punto de referencia, un lugar adonde regresar y esconderme del mundo. De aquella casa debe de venir tu fuerza.

—¿Mi fuerza? ¿De qué hablas?

—Tú no te das cuenta, pero caminas segura, como si nada te hiciera dudar. Yo soy cobarde.

Le habló de Josep y le confió que hubiera querido abandonarlo. Se preguntaba cómo sería la vida sin el miedo. Poder dormir con la luz de la mesilla de noche apagada, alejado el temor a la oscuridad. Saber que nadie volvería a cogerle el cinturón del albornoz, o la olla, o el zapato, que no habría más juegos para hacerle creer que había perdido el juicio. ¿Cómo sería la vida sin tener que ocultar cada gesto, sin cardenales en el cuerpo? Reconocía que se había acostumbrado a arrinconar sus deseos porque nunca sería capaz de convertirlos en realidad.

Cuando llegaron el frío y la lluvia, se encontraban en el piso de Agueda. Con el tiempo, Lola llegó a convertirlo en su refugio. Iba allí cuando tenía ganas de conversar y de compañía, pero también cuando quería sentirse a salvo de la intemperie. Agueda le dio la llave para que pudiera ir en cualquier momento. Si estaba de viaje, le gustaba saber que ella se sentaba en el sillón, cerca de la chimenea, que leía sus libros, que cuidaba de sus macetas. A la propia Agueda le resultaba sorprendente la facilidad con que había dado paso, en una vida cerrada al mundo, a aquella mujer. Meses antes de conocerla habría afirmado sin dudarlo que su casa era un espacio cerrado, una auténtica propiedad privada. Sólo admitía huéspedes que iban de paso: el conocido que se queda un par de días en la ciudad, el amante de una noche. Era un círculo de nombres concretos que se había ido reduciendo a medida que se volvía más huraña. A veces, incluso el rastro de la mujer de la limpieza por las habitaciones le resultaba molesto. Significaba la intrusión en un terreno que quería proteger de las miradas ajenas.

La aparición de Lola no supuso ninguna molestia. En primer lugar, por su carácter. Tenía una intuición especial y un sentido de la medida exagerado para su gusto. Le sorprendía oírla. Aunque casi no había viajado, a pesar de que su formación era una suma desordenada de lecturas, nunca se cansaba de cuestionar las cosas. Además, había llegado en el momento preciso en la vida de Águeda. En el momento en que, marcados los límites de una intimidad construida con esfuerzo, necesitaba el aire que renueva la vida, establecer un vínculo real con el mundo. Al volver a casa, se esforzaba en buscar en ella rastros de su presencia. Encontrarlos no era sencillo porque Lola procuraba pasar sin alterar el orden ni la disposición de los objetos. Si encontraba una revista en la mesa, un peine en el lavabo o una taza vacía en el cacharrero de la cocina, se alegraba. Eran signos de su paso, la prueba de que todavía podía contar con ella. Transcurrieron los meses y los años. Vivían inmersas en una rueda de pequeñas rutinas y complicidades.

Lola sorprendió a Agueda al volver de un viaje a París. Llevaba carretes llenos de rostros que delataban frío, facciones tensas a causa de las bajas temperaturas, labios que se desdibujaban al sufrir las inclemencias de un mal viento. En casa, la esperaba con el fuego a tierra encendido, una botella de vino y una Lola distinta. Se había pasado toda la noche removiendo armarios. Se perdió en el vestuario de su amiga para seleccionar las piezas del disfraz. Después de pensárselo mucho, de ponderar las posibilidades, de hacer varias combinaciones, optó por la más absoluta simplicidad de formas. Escogió una falda recta y estrecha, que ceñía su cuerpo hasta los tobillos, una chaqueta de la misma tela gris, con solapas de terciopelo, y unos zapatos de tacón fino. Se soltó el pelo, que se había recortado algo, para que le cayera por encima de los hombros, lo suficiente para cubrirlos. Se pintó los ojos con una raya fina, se puso rímel y se perfiló la boca con un lápiz marrón.

La esperaba en la puerta, incapaz de contener la impaciencia. Cuando Agueda salió del ascensor con la maleta en la mano, no tuvo que buscar las llaves en el bolso. La puerta estaba abierta de par en par. Las dos se miraron, una a cada lado del umbral, serias. La expresión de Agueda era de sorpresa. El desconcierto asomaba por sus ojos cerrándole los labios. Lola estaba rígida. Vestida con la ropa de la amiga, las facciones maquilladas y el pelo suelto, parecía otra. Agueda le dijo:

—Ahora comprendo por qué me fijé en ti cuando nos encontramos por la calle, antes de conocerte.

—Hacía tiempo que lo sospechaba y he querido hacer la prueba: comprobar que es verdad.

—Nos parecemos muchísimo, ¿no crees?

—Sólo es un golpe de efecto, la impresión inicial. En realidad, somos muy diferentes. Mírame los ojos, los labios. Una visión de conjunto puede hacer que uno se confunda. Como ves, me he puesto tu ropa y me he peinado como tú.

—¿Por qué lo has hecho?

—Aunque parezca una excusa, necesitaba tu fuerza para explicarte lo que me sucede. Ser un poco tú, que eres mucho más valiente.

—¿Qué te ocurre?

Hablaron durante muchas horas. Se sentaron en la sala, con un rayo de luz tenue iluminándolas. Si se seguía la inclinación de la lámpara, cubierta por una pantalla de papel chino, se podía pensar que eran idénticas. Lola había aprendido incluso a copiar los gestos de su amiga: ésta se daba cuenta de ello al observarla.

Aquella noche Lola contó a Agueda su secreto. Lo contó sin levantar la voz, conteniendo su temblor mientras los ojos se convertían en dos gotas de lluvia quieta. Su amiga la escuchó en silencio y no se permitió el más mínimo gesto. Ningún signo delató sus sentimientos. Ni tan sólo hubo un paréntesis de duda. Dejó que Lola acabara de hablar y miró sus puños apretados, cerrados, que concentraban toda la rabia del mundo. Le tomó una mano, y después la otra. Poco a poco fue abriendo cada uno de aquellos dedos que parecían cañas a punto de resquebrajarse.

Águeda empezó los preparativos. Lo más difícil fue convencer a Lola. Mientras ésta continuaba dudando, Águeda le preparó el equipaje. Tenía que seleccionar la ropa y los objetos imprescindibles, decidir el día de salida sin que Josep pudiera sospechar nada, evitar cualquier obstáculo que pudiera desbaratar su viaje a Mallorca. Era la única solución, estaba segura de ello. Lo vio claro mientras la estaba escuchando. Debía tragarse el propio miedo, aquel sentimiento de pérdida que empezó a invadirla antes de hora, ser lo bastante fuerte como para que Lola pudiera confiar su vida en sus brazos.

Más adelante, cuando estuviera sola, tendría tiempo de contemplar la propia pena, de acariciarla, de dedicarle palabras de consuelo. Pero ahora lo único importante era hacer que huyera. Tenían que escribir a Pau, el primo que era un desconocido después de veinte años, comunicarle su regreso a la isla. Tenían que redondear aquel conato de disfraz que Lola había ensayado y que debería aprender a convertir en norma de actuación. Aprender a calcular todos los movimientos, trazar un plan de conducta y, sobre todo, conseguir que ella aceptara la propuesta. Lo había decidido y nunca se echaría atrás: Lola ocuparía su lugar en la tierra donde había nacido. Le daría su nombre para que pudiera esconderse en el único refugio que podía ofrecerle, al otro lado del mar: la casa de la abuela, el mejor lugar para nacer y para morir.

Ir a la siguiente página

Report Page