Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XXII

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XXII

 

EL personaje mira un instante a la pantalla. El tiempo justo para hacer saber al público que ha existido. Su papel es discreto, del todo prescindible en la trama de la película, intercambiable por cualquier extra que reúna unas características parecidas. Si se rueda una escena en la estación de tren de una ciudad, por ejemplo, un buen lugar para situar las primeras imágenes de una separación entre amantes o de sensación de pérdida en un mundo demasiado enorme, sólo hay que llenar el decorado de movimiento. Nadie se imagina una estación quieta, sin ruidos ni humos, sin un desfile de pasos que van y vienen, de cuerpos. Es necesario, pues, que haya figuras que interpreten la vida. No la vida en mayúsculas, aquellos días que no se borran en el calendario porque recuerdan la alegría de un encuentro o la tristeza de una partida, sino la pequeñez. Tiene que haber gente que nos haga vivir el tráfico de las calles o la estación, el momento de una conversación que se olvida casi enseguida. Tienen que aparecer el hombre que se sienta en el andén a leer una revista, la mujer que entretiene la espera fumando un cigarrillo, los niños que lloran de hambre o de sueño.

Estas figuras no tienen unos rasgos físicos determinados porque el guión no acostumbra especificarlos. Cuando se trata de una mujer, debe ser una mujer cualquiera. Ni muy fea ni muy guapa, no vaya a ser que destaque demasiado sobre el fondo de la imagen y rompa el tono uniforme del decorado. Hay que evitar ciertos peligros. Si tiene que haber un viejo, no importa que diga palabrotas afectado por el reuma o que lleve gafas. Lo único que no se admite son las notas discordantes, los excesos. Existen para formar parte de un coro de presencias y voces. Deben ser obedientes y flexibles. Los mejores extras son los que se acomodan a cualquier circunstancia: corren cuando se representa la escena de un incendio, toman el fusil en una batalla, se paran delante de un semáforo. Ni muy risueños ni evidentemente tristes porque entonces no resultarían creíbles. Si acaso, con la expresión gris de los que se adaptan a un destino gris.

Lola había aprendido a buscar en la pantalla el rastro de los personajes que nadie veía. Actores insignificantes que contenían el gesto para incorporarlo en un pequeño fragmento de celuloide. Debían de saber que era la única opción que tenían para sobrevivir a la película. Si hubieran optado por la estridencia haciéndose notar en un conjunto que les exigía discreción, habrían desaparecido antes de nacer. Sin ellos, la trama habría seguido su curso, los protagonistas habrían triunfado o fracasado de la misma manera. No merecerían ni el espacio de un segundo: aquella frase, el gesto único.

Su vida ha transcurrido de la misma forma. Ahora se da cuenta. Por suerte, los engaños ayudan a sobrevivir. Así como un actor secundario sueña que alguna vez lo descubrirán y alcanzará la gloria, ella sr .movió a imaginar un futuro distinto. No es que fuera ingenua o confiada. La ingenuidad la perdió en el barrio asomándose por la ventana que le mostraba la vida desnuda de oropeles y artificio. La confianza se la robó Josep. Debía de ser cierto que la lucidez mata. Por este motivo se esforzó en disfrazar los arranques de luz que la hacían decepcionarse del mundo. Siempre prefirió vivir a oscuras. Esconderse en una penumbra que suavizaba las aristas más duras de la realidad, que silenciaba la clarividencia que la asaltaba para recordarle que era incapaz de romper con una rueda de servidumbres. La acompañaban los libros y las películas. Palabras e imágenes que dibujaban otros mundos. Pero incluso en las lecturas y en el cine, aprendió a reconocer el papel insignificante que le tocaba interpretar. Era la actriz que no tiene nombre ni texto, que asoma a la pantalla intentando perdurar en ella, pero que es engullida por una marea de vida todopoderosa. Una vida que intuye desde la distancia pero que no puede vivir nunca de lleno.

Se había acostumbrado a observar las historias de los demás y a olvidar la propia. Aplazaba el momento de tomar la iniciativa, con la esperanza de encontrar una solución mágica. Algún día, estaba convencida de ello, todo sería distinto. Tendría el coraje de Agueda, el empuje para recorrer el mundo defendiendo su terreno. Se acostumbró a observarla con cierto disimulo, pues no quería que nada desbaratara su amistad incipiente, su confianza. Le espiaba los gestos y admiraba su firmeza. Escuchaba sus palabras y captaba su fuerza. No era una cuestión de rivalidad. Nunca sintió una pizca de envidia por el mundo de aquella mujer, tan sólo gratitud. Admiraba su forma de vestir, sus gestos educados, sus sonrisas. Todo aquello con que se envolvía para ocupar un lugar en el mundo. Nunca intentó imitarla, excepto el día en que le confesó la verdad. Le robó la apariencia para sentirse menos débil al hablar del futuro.

Le contó que no iba a ser la protagonista de ninguna historia. Se había pasado la vida deseándolo hasta que se agotó su tiempo. Así de sencillo. Creyó que no había límites para sus días, que podía permitirse el lujo de dejarlos pasar, mientras vivía al acecho. Esperando siempre. Había descubierto que la vida no es un río que dura, con un caudal que crece al desembocar al mar, sino un cordel que amenaza con romperse cuando menos lo esperamos, porque vivimos convencidos de que nunca nos tocará morir.

No estaba acostumbrada a escucharse y fingió ignorarlo. Si le resultaba difícil levantarse de la cama porque tenía el cuerpo rendido, pensaba que podía más la pereza. La pereza se apoderaba de piernas y brazos y le parecía que no sería capaz de moverlos un solo centímetro. En el espejo veía un rostro color ceniza. Cuando no pudo seguir ignorando los síntomas, decidió visitar a un médico. Fue sola para no alarmar a Agueda, y decidida a ocultárselo a Josep. Creía que no era nada importante. Vivir con miedo durante mucho tiempo no puede dar buenos resultados, pensaba. Había ido adelgazando y siempre tenía mal color. Un aspecto enfermizo que nada podía borrar. Se acostumbró a utilizar maquillaje. Esparcía una capa fina por el rostro, desde la frente hasta el cuello. Con un trozo de algodón, intentaba extenderlo uniformemente. No tenía demasiada maña y debía esforzarse para que la crema mal repartida no hiciera grumos sobre su piel, empeorando su aspecto. Tenía tendencia a acumularla en ciertas zonas: alrededor de los ojos y la barbilla. Aunque intentara poner atención, a menudo, el exceso de maquillaje formaba un fondo opaco con una serie de fisuras que fácilmente podían ser confundidas con arrugas.

Cuando conseguía salir adelante, recuperaba el tono de antes. Aquella luz en la piel que tenía un punto de bronceado o de dorado. Se observaba satisfecha, tranquilizada, como si el mundo recuperara su medida. La ilusión no duraba demasiado tiempo porque pronto el amarillo se imponía. La piel absorbía los rastros de salud y volvía a tener un aire de infortunio. Cuando Josep se dio cuenta, Lola se asustó. Comprendió que debía ser muy evidente y que no podía seguir negándose a aceptarlo. Le había dicho que parecía una manzana pasada. En la frutera de la cocina había algunas. Llevaban allí muchos días, primero con la piel tersa y un brillo rojizo. A medida que pasaba el tiempo, empezaban a encogerse. Se adelgazaban por dentro: seca la pulpa, dejaban de ser tersas y adquirían una textura rugosa. Aparecían manchas oscuras sobre una superficie estriada e iban arrugándose hasta volverse muy pequeñas.

La sometieron a análisis y pruebas. Tuvo que repetir la visita, antes de que le hablasen claro. El médico le preguntó si tenía alguien que pudiera acompañarla, algún pariente o un amigo que le ofreciera su apoyo. Pensó que debía de costarle decirle la verdad si no tenía a alguien con quien compartirla. Lo adivinó en la pregunta. Comprendió que se agotaba su tiempo y que aquel hombre tenía que decírselo. Con una expresión rígida, le respondió que no necesitaba preámbulos ni compañías. Sacó fuerzas de flaqueza mientras se repetía que no era ella, que no estaban hablando de su vida. Intentó creer que estaba sentada en el cine otra vez. En la pantalla aparecía una mujer todavía joven. Sus ojos describían una forma de almendra, su cuerpo era como una caña. Le comunicaban que iba a morir. Se lo confirmaban sin levantar demasiado la voz, porque ciertas cosas no deben de ser fáciles de decir. Había una sala de consulta en un hospital, un médico tras una mesa y ella mirándolo, como si desconfiara:

—Estas situaciones, señora, son difíciles de asimilar. Me hago cargo. Tenga en cuenta que la medicina avanza, que todavía quedan muchos caminos por experimentar. La voluntad del paciente juega un papel fundamental en una posible recuperación. Si usted colabora, quizá podremos ganar la partida. Claro que tendrá que iniciar el tratamiento tan pronto como sea posible.

Vio en él una expresión seria, el gesto de un profesional, mientras se preguntaba si debía de hacerlo con frecuencia. Anunciar la muerte no es lo mismo que hablar del tiempo, de fútbol o de política. En el caso del tiempo, no suele haber ninguna necesidad de modular la voz. Son comentarios inocuos que todo el mundo espera y que nadie escucha con demasiada atención. Una retahíla de sobreentendidos. En el fondo, siempre se acaban las lluvias y las ventadas. Los días de sol vuelven a lucir. Los ciclos solares se repiten, puntuales, aunque el paisaje humano crezca y disminuya mientras vuelan los días. El fútbol y la política admiten la estridencia, una cierta pasión que estremece la voz dotándola de vida. Pero ¿cuál es el camino más adecuado para hacer augurios de muerte? No lo sabía. Se trataba de encontrar el tono justo: ni demasiado impersonal ni confiriéndole una intensidad excesiva. No podía referirse a ella como si estuviera hablando del tiempo. Tampoco hay que implicarse demasiado porque no es cuestión de favorecer un alud de sentimientos. Ni en uno mismo —porque los casos se repiten, el trabajo es el trabajo, y no podemos sufrir con todos los que sufren—, ni en la persona afectada. Era conveniente tensar poco la cuerda, combinar el interés con la distancia, intentar salir airoso de una empresa ya de por sí conflictiva. Lo miró y no le pareció muy predispuesto a admitir, simplemente, que la vida era un engaño. Es lo que ella pensó antes de decirse que no podía ser cierto. Aquel arcángel de la muerte, vestido con bata blanca, refugiado tras la mesa y las gafas, sólo repetía las palabras que le dictaba un guión.

Debía de estar en el cine. Su mente tomaba la iniciativa ocupando el lugar de la protagonista. La identificación era tan absoluta que había llegado a hacer suyos los latidos del corazón de la mujer de la pantalla. Tenía la sensación de llevar un reloj incrustado en el pecho. Los badajos volaban arriba y abajo. Las palabras del médico resonaban en su cerebro mientras ella volvía a encogerse. De un momento a otro, aparecerían los créditos de la película, se encenderían las luces de la sala. Volvería a admirarse de la propia capacidad para vivir las vidas ajenas. Pero esta vez era cierto. Se lo decía el miedo. Después de haber sido fiel a una rutina estúpida durante toda la vida, llegaba la hora de interpretar el papel principal. Le ofrecían el espacio por el que suspiraban todos los actores secundarios del mundo. Tenía la oportunidad de aparecer en escena, iluminada por los focos, de ocupar un primer plano antes de desaparecer por completo. La hora de la gloria llegaba equivocada, con un papel erróneo que no habría querido aceptar. Le ofrecían una escena de muerte y no podía evitarlo, sólo debía esforzarse en repetir palabras dictadas.

Águeda estaba de viaje y aprovechó el atardecer para remover los armarios. Escogió entre la ropa las piezas adecuadas para disfrazarse de actriz. Antes, había ido a la peluquería. Estaba acostumbrada a llevar el pelo liso, estirado hacia atrás y recogido en una cola que le daba un aspecto infantil e indefenso. Se lo lavaron con un champú que olía a hierbas. Apoyó la cabeza y se dejó ir mientras unas manos amables le acariciaban las sienes. Cerró los ojos e imaginó que estaba viviendo los preparativos para el ensayo general. Tenía que aprender a contener la emoción. Pidió que le recortaran las puntas y se entretuvo en observar cómo iban cayendo, como lluvia menuda, al suelo. Se lo secaron con un secador hasta que formaron una capa que disimulaba la forma del cráneo, donde se marcaban los huesos. Su rostro era un triángulo coronado por los ojos. Mientras se vestía, tuvo que detenerse un par de veces porque la asaltaba el miedo. Se puso las medias empezando por el pie, adaptándolas a la forma del talón y del tobillo, y subiéndolas luego hasta las rodillas y los muslos. Se colocó la falda con el corte detrás, centrado, y se abrochó los botones de la chaqueta. En el espejo de la habitación, se observó la mirada. Habría querido descubrirla desafiante, pero adivinaba en ella un terror primitivo, imposible de dominar. Pensó que no tenía por qué extrañarse. Se había pasado la vida bajando la cabeza ante cada uno de los acontecimientos que le correspondió vivir. No le resultaba desconocida, pues, la sensación de derrota. Incapaz de sentarse, se retocó el maquillaje, se arregló el cuello de la camisa y preparó una botella de vino. De la conversación no esperaba mucho. Sólo pretendía que quisiera escucharla. Estaba decidida a pedirle ayuda antes de irse. Necesitaba decirle que al menos la última escena tenía que ser salvada de la flaqueza y la vulgaridad. No quería morir como había vivido, muerta de miedo.

Águeda la instó para que iniciara el tratamiento, se ofreció a acompañarla para que la visitaran médicos de otras ciudades, pero Lola se negó:

—No quiero dedicar los días que me quedan a hacer esfuerzos inútiles. Ya he perdido demasiado tiempo.

—No puedes vivir ignorando la enfermedad, con la cabeza bajo el ala, haciendo como si nada.

—Toda mi vida ha sido así: la búsqueda constante de un escondite. Ahora, al menos, sabré de qué me escondo.

—¿Piensas decírselo a Josep?

—Lamento haber vivido con él todos estos años; no haber tenido la valentía de escapar. Supongo que no hará falta decirle nada porque se dará cuenta de lo que me pasa. Es un hombre listo.

—Deberías cambiar de aires. ¿Quieres que hagamos un viajé?

—¡Cambiar de aires! Tendría que cambiar de casa, de hombre e incluso de piel. Tendría que ser otra mujer para intentar salvar algo de esta vida inútil. Mejor no insistas.

—¿Otra mujer? Quizá sí.

Se hizo el silencio. Lola tenía la cabeza baya, mostraba la expresión de quien intenta contener cualquier signo de debilidad. Su rostro se había convertido en una máscara. Mientras, una idea había empezado a tomar forma en el pensamiento de Agueda. No era un proyecto fácil de llevar a cabo, estaba convencida. Deberían esforzarse para poder sacarlo adelante con éxito. Hizo una lista de los elementos que jugaban en su favor y de los que eran adversos. Los primeros eran fruto de la casualidad: las dos tenían la misma edad, y como había podido comprobar, un físico casi intercambiable. Vistas de cerca, no se parecían. Agueda era algo más alta y tenía un cierto aire de sofisticación que Lola nunca conseguiría copiar. Los ojos eran de un color casi idéntico, pero miraban de una forma muy distinta. Con una mirada directa una; desde las sombras, la otra. No obstante, existían todos y cada uno de los detalles compartidos. Habían mantenido miles de conversaciones. Se conocían las costumbres y los gestos. Se vaciaron de recuerdos secretos, de imágenes del pasado que se convertían en palabras antes de regresar a la oscuridad. Habían recreado la vida como si la cocinaran a fuego muy lento, sólo para que la amiga pudiera saborearla.

También tenían a su favor la distancia en el espacio y en el tiempo. Durante veinte años, Agueda no había mantenido prácticamente ningún contacto con la familia de Mallorca. Cortados los vínculos que la unían al pasado, no tuvo ningún interés en recuperarlos. Había hecho tabla rasa de una vida llena de claroscuros. Las zonas de luz la acompañaban por el mundo; a la oscuridad, no quería volver. Era posible que urdir un engaño pareciera algo absurdo, pero Lola no disponía de mucho tiempo. La propia brevedad del paréntesis, por fuerza, tenía que salvarlas. Mantener una mentira durante algunas semanas sería fácil si no surgía ningún elemento imprevisto. El resto no importaba. Se lo contó:

—Tengo la casa que siempre has buscado. Tú la conoces, te he hablado de ella muchas veces. Está cerca de un pequeño pueblo, en una isla. Cuando estés allí te harán creer que eres el centro del mundo.

—¡Estás desvariando! ¿Qué sentido tendría ocupar tu lugar? ¿Crees que alguien me creería?

—Todo el mundo te creería. La gente cree lo que quiere creer, nadie cuestiona obviedades. Están seguros de que Águeda, es decir, yo, o sea, tú, se fue del paraíso. Lo único que les sorprendería es que no quisiera volver a él.

—¿Y qué haría allí?

—¿No lo entiendes? Por primera vez tendrías un lugar propio. Una casa donde habrías nacido, un paisaje que te haría sentir segura, y una habitación donde podrías esconderte de verdad. Ya basta de espacios de papel para una vida de papel. Te estoy ofreciendo piedras y muros auténticos, un refugio.

—No seré capaz de sacarlo adelante. Todos serán desconocidos para mí.

—Piensa en la alternativa: una sucesión de días siempre iguales, viviendo una vida que ya no se puede reescribir, con un hombre que es un gran desconocido.

Tenían en su contra la suspicacia de los que la conocieron cuando era una niña y que debían de esperar que volviera idéntica. No se lo dijo. Deseaba que los conocidos no se pusieran de acuerdo a la hora de reconstruir su referente. Cuando alguien se va, los que quedan suelen falsear su recuerdo. Cada uno toma una parte, que es mitad verdad, mitad mentira. La suma total de mentiras llega a hacerse enorme y resulta imposible separar los fragmentos inventados de aquellos que guardan un cierto parecido con la imagen original. Decidió acallar sus temores porque sólo iban a servir para aumentar la inseguridad de Lola. Confiaba en que no hubiera nadie capaz de descubrir su secreto. «Sustituir una mujer por otra es una idea absurda —pensaba—, y precisamente esto nos ayudará.» Se lo dijo:

—No se imaginarán una posibilidad como ésta: es descabellada.

—Tú lo has dicho.

En la habitación verde arde un fuego a tierra. Los troncos tienen una tonalidad rojiza que se extiende por las paredes, alargándose. Las cortinas están corridas. Cada mañana, una mujer las abre para que entre el sol. Ventila un espacio que huele a medicamento. Lola pasa allí muchas horas de aburrimiento desde que Guillen» se fue. Casi no se levanta de la cama y ha aprendido a aliviar el dolor a base de calmantes. No ha vuelto a asomarse a la ventana e ignora la vida que transcurre en la avenida, lejos de su refugio. A menudo se acuerda del último día en que vio a Agueda, cuando la acompañó al aeropuerto. Todavía intentó insistir:

—No sé si deberíamos echarnos atrás.

—Es demasiado tarde. Pau me ha escrito: te esperamos. —Hay una cosa que sigue preocupándome.

—¿Sólo una? —dice, intentando hacer una broma—. ¿Cuál?

Agueda circulaba por una autopista muy larga. Tenía el gesto decidido de quien sabe lo que quiere. Pisó el acelerador mientras en su frente se formaba una arruga prolongando la línea de las cejas en un rictus que endurecía sus facciones. Con las manos en el volante, tensa, no parecía dispuesta a distraerse. Le había costado demasiado convencerla para admitir dudas de última hora. Lola le preguntó:

—¿Y nosotras?

—¿Nosotras?

—Quiero saber si volveremos a vemos. He pensado en ello y no sé cómo lo haremos.

—Cualquier día me presentaré en la casa. Llegaré de incógnito y me haré pasar por una extranjera misteriosa. Aseguraré que mi pasado es demasiado turbio para ser recordado. Ya sabes que estas afirmaciones suelen impresionar a la gente —sonrió—. Entonces dejarás de ser el centro de atención.

—Estoy hablando en serio, Agueda. ¿Nos volveremos a ver?

—Es probable que no.

—Es mejor que me vaya, pues.

—Ya lo hemos hablado muchas veces. Tienes que aprovechar esta oportunidad: olvídanos a todos de una vez y descubre cosas nuevas antes de que sea demasiado tarde.

—Te llamaré.

—Es mejor que no lo hagas.

—Entonces te escribiré.

—Como quieras.

La acompañó hasta la puerta de salida. Con unos ojos que pretendían ser severos, la observó de arriba abajo: el vestido, las gafas de sol, aquel aire distante. Había mucha gente que iba y venía. Pensó que era una suerte. No habría sido capaz de soportar una escena de despedida sin unos testigos que las obligaran a mantener la discreción. Las dos se esforzaron en contener los gestos y palabras. Parecían dos amigas que se despiden en un aeropuerto esperando volver a encontrarse. Lola habría querido darle las gracias; Agueda la abrazó.

La puerta de la habitación donde Lola descansa no se abre demasiado. Pau procura no hacer ruido cuando acompaña a la enfermera. La hace pasar mientras él se queda en el pasillo, apoyado en el umbral, y comprende que Agueda ha regresado para morir. Se hace cruces de su suerte. Media vida esperándola para que el mundo recupere su justa medida y, ahora, lo invade una sensación de pérdida mucho más intensa que el sentimiento de haberla recuperado. Vive distraído, cuando mira no ve nada, ni oye cuando escucha. Por suerte, Mireia no aparece por esta parte de la casa. Se limita a preguntar cómo se encuentra la prima, a informar a los huéspedes que se interesan por su salud, a mantener una apariencia de orden que habría querido agradecerle, aunque sea incapaz de proponérselo. No está para nada. Ni tan sólo para darse cuenta del caos. Todo el mundo le resulta desconocido: la mujer que duerme en la habitación verde, el hermano que se ha ido sin saber muy bien por qué razón y, sobre todo, Mireia, una extraña compartiendo su cama y su vida. Sabe que hay cosas que no pueden durar. Lo ha comprendido mientras intenta velar a su prima de lejos. Historias que sólo sirven para que perduren ciertos engaños. Esperar a Agueda y creer que su retomo cambiaría su vida ha resultado ser una falacia. También lo fue reconstruir la casa de sus padres: invertir en ella dinero y esperanzas. Se equivocó dedicando la capacidad de lucha que había mantenido adormecida durante los años de infancia y juventud. La inercia que lo venció incluso a la hora de enamorarse. Haberse embarcado a construir un futuro con Mireia fue otro error.

Lo comprendió en la puerta de la habitación verde, mientras se acordaba de su madre, muerta años antes en una residencia, mientras le decía que era peligroso perseguir fantasmas. Iba a visitarla los jueves. Le llevaba bombones y flores de la avenida. Procuraba ser puntual para no hacerla sufrir. Todavía habría podido retratar el gesto que hacía, en la entrada del edificio donde vivía, cuando salía a su encuentro, abriendo sus brazos como quien recibe a un niño pequeño que se ha perdido. Para la visita del hijo se hacía peinar cuidadosamente, se ponía zapatos de tacón y los pendientes de rubíes. Hablaban de Guillem y de Mireia; él le contaba cómo iba el hotel —su madre nunca llegó a comprender que alquilaran habitaciones y prefería creerle cuando él le aseguraba que siempre tenían la casa llena de invitados—, le daba recuerdos de Miquel, el jardinero, o le relataba los últimos chismorreos que se oían en el pueblo. Era como una niña. Menuda y blanca —el pelo de luna—, le esperaba impaciente. A veces era capaz de sorprenderlo con una memoria prodigiosa que se empeñaba en rescatar minucias del pasado. Fragmentos de vida que habría olvidado si no fuera por aquellas conversaciones. Otras veces lo sorprendía con frases incongruentes, deshiladas.

El último atardecer que la visitó, la vio inquieta. Saltaba de un tema de conversación a otro, sin orden ni concierto, moviendo las manos. Ahora hablaba deprisa y después se quedaba en silencio, con la mirada fija. Cuando estaba a punto de irse, le dijo:

—Hace años que quería deshacerme de ellos pero no he sido capaz. ¿Querrías ayudarme?

—Claro, ¿qué tengo que hacer?

—Deberías subir al desván. Allí están los álbumes.

—Deberían estar. No quise que los tiraran a la basura. Son una parte de la historia de la familia, aunque sólo queden cuatro cartones. ¿Quieres que te los traiga?

—No. No quiero verlos nunca más. Tampoco quiero que él lo haga. —Bajó el tono de voz—. Las mira siempre, constantemente, de día y de noche.

—¿Quién?

—Tu padre. Óyeme, Pau. Tenemos que impedir que se encierre en el desván para pasar las hojas de estos álbumes. Hazlo por mí, hijo, quémalos.

Su padre había muerto años atrás, pero no se lo recordó a la mujercita que lo estaba observando con un gesto de súplica. Pensó en las fotografías. ¿Qué había de raro en ello? Parecían recortes de una vida sin preocupaciones ni secretos. Una existencia cómoda que él había querido imitar, trasladándola al presente. En la mayoría de retratos aparecían los tres: su padre y su madre, muy jóvenes, y la tía Margarida, la madre de Agueda, a quien casi no conoció. Se dijo que los viejos pierden la memoria y mezclan la vida, despiertan fantasmas que no han existido jamás. No volvió a pensar en ello. El recuerdo debía de estar latiendo en el fondo de su pensamiento porque aparece como una visión, mientras vela a una mujer que ha vuelto sólo para partir.

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