Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XXIII

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XXIII

 

CUANDO le anuncian que ha muerto, Guillem toma un avión y vuelve a casa. El regreso tiene un aire de irrealidad. Su percepción de los hechos es muy confusa. Desde que una voz extraña, irreconocible al teléfono, le dice que es Pau, su hermano, y que Agueda acaba de morir y que espera que vaya allí, todo ha sucedido muy deprisa. Recuerda vagamente que estaba en la cama cuando ha oído sonar el aparato. No dormía el sueño de los justos ni estaba descansando entre las sábanas. Era un receso poblado de inquietud y de tristeza. Con la cabeza llena de pájaros, el corazón empequeñeciéndose, y los fantasmas del pasado y del presente danzando, veía un desfile de imágenes: Agueda adolescente en la glorieta, con los labios como un fruto, Pau y él rodando por el suelo, peleándose por un soldado de juguete, mientras su padre, con el gesto taciturno, sube la escalera del desván, mira detrás de él y comprueba que nadie lo está espiando. Entonces cierra la puerta y la escalera se queda a oscuras. Es el mismo lugar donde la pequeña Agueda y la abuela se refugiaban a menudo.

Veía un decorado que nada conseguía alterar. Ni siquiera los esfuerzos de Mireia por amueblar las salas, abrir las ventanas y domesticar el jardín, han conseguido transformar el escenario de su infancia. Los intentos han quedado reducidos a simples ensayos, alteraciones accidentales que modifican la forma externa de un lugar pero que no cambian su naturaleza. Mezclándose con la secuencia de imágenes, aparece Lola. El rostro donde reinan los ojos, la mirada que huye. La curiosidad y la reserva; un deseo de vivir y una certeza de muerte.

Es la nota disonante, el sonido que no encaja en la melodía conocida. Por este motivo la rechazó. Su presencia era la burla dirigida a un mundo donde todo tenía una solidez que no admitía dudas. Les enseñaron que, aunque se escondiesen en él los secretos de muchas vidas, debían ignorarlo. Tenían que aprender a pasearse por el jardín, a reconocer las piedras que describían formas en el suelo, unos dibujos geométricos que, cuando eran pequeños, jugaban a saltar encima de ellos. Intentar no plantearse demasiadas preguntas. Las dudas sólo existían lejos de casa y del pueblo, donde la vida puede ser una amenaza.

Había creído que, rechazándola, alejaba el engaño. Él, que nunca aceptó las mentiras, que exigía una transparencia absoluta en las palabras y gestos, no podía admitir una situación de comedia. Si la juzgaba con benevolencia, la calificaba de absurda. Si lo hacía con rigor, la consideraba un delito. Pero también era capaz de engañarse. Se dio cuenta al oír la voz de Pau al teléfono. Comprendió que no fue el sentido de justicia lo que lo impulsó a desaparecer del mapa negándose a secundar la ficción, ni siquiera fue el respeto por la verdad, sino el estupor del descubrimiento. Se fue cuando comprendió que el hombre honrado, el rey de la coherencia, había perdido el norte por una mentirosa.

La voz del hermano sonaba insegura, a punto de romperte. A Guillen) ni siquiera le pasó por la cabeza la posibilidad de decirle la verdad. Habría sido un buen 'momento para contarle que podía estar tranquilo porque Agueda estaba viva, aunque probablemente muerta de risa en el otro extremo del mundo. Pero lo dejó. El impacto de la noticia había sido demasiado fuerte para que pudiera reaccionar como había previsto. Sabía que no debería sorprenderse porque esperaba aquel anuncio, pero no podía evitar una impresión de niebla. Era niebla o humo que flotaba en 1a habitación, cegándolo. Se levantó de la cama sin advertir que había dejado el auricular descolgado sobre la mesilla con el cable enrollado en el suelo, cerca de las chancletas que no quiso calzarse y de un libro medio abierto que no volvería a leer. Abrió la ventana y comprobó que la niebla se extendía por el cielo y lo ocupaba todo. A través de las rendijas de la ventana, debía de haber cogido su espacio. Primero, el lugar físico de la habitación: las paredes y el techo, el suelo; más tarde, el vacío de su cuerpo. Una nube hecha de humareda invadió sus pulmones. Se preguntó si era un producto de la imaginación, un engaño de los sentidos o el anuncio de que empezaba a perder el juicio.

Con medio cuerpo fuera, asomado al aire, intentó respirar profundamente. Entre los rastros de humareda, una idea se perfila nítida: la mujer de quien ha querido escapar ya no existe. Ha muerto sin que haya podido saber nada de ella, de la historia que estaba protagonizando. Sólo una parte de su vida le resulta desconocida, pero es la parte falsa. El fragmento que se escribía en negativo. Sabe que no era su prima, que nunca se besaron en la glorieta cuando eran adolescentes, que no se llamaba Agueda. Habría querido conocer cómo fue su juventud, por qué motivos aceptó seguir adelante con la farsa. También le hubiera gustado culparla y olvidarse de ella. Lavarse las manos de una aventura en la que no había querido implicarse, que no le pertenecía. Inmerso en la niebla, imagina sus ojos observándolo.

Recoge la ropa bruscamente. Se pone el pantalón y la primera camisa que encuentra en el armario. Se abrocha la americana y coge el abrigo. Nervioso, busca la cartera con la documentación y las llaves del coche. Tiene que conducir hasta el aeropuerto y coger el primer vuelo hacia Mallorca. Volver a hacer el camino y volver a casa. La casa de donde no debería haberse ido. Lamenta haber optado por la huida, dejándola sola a la hora de la muerte. Los días pasados han sido una contradicción absoluta y le han hecho entender que es duro vivir inmerso en la duda. No le había sucedido hasta ahora. Desde que era un estudiante que se instaló en Berlín, la vida había sido una secuencia lógica de episodios que no admitían la sorpresa. Los días ordenados, la investigación y la búsqueda. Incluso Inge, a quien recuerda desvanecida por la distancia, era una pieza previsible en un conjunto que nunca lo desbordaba. Creía que era lo que quería: levantarse por la mañana al oír el despertador, siempre a la misma hora, desayunar leyendo el periódico, ir al laboratorio y regresar por la noche, cuando el cielo era oscuro, y hacer el amor si le apetecía, casi como quien practica un ejercicio físico saludable que relaja el cuerpo y la mente, sin más complicaciones. Leer algún artículo en una revista médica especializada, ver una película, calentar en el microondas dos raciones de comida preparada. Los domingos por la mañana, un rato de footing o un paseo en bicicleta, conversaciones agradables y la sensación de no desear mucho más.

El rostro de Inge se ha convertido en una línea desdibujada. Aunque lo intente, no consigue retener sus facciones. El de Lola, en cambio, le ha quedado grabado en la mente. Desde que la dejó, ha recordado que estaba hecha de fuego y cenizas. La sensación resulta absurda. Cuando llegó a Berlín huyendo de Lola, encontró tres mensajes de Inge en el contestador automático. El primero era breve: le decía que todo iba bien, que el trabajo resultaba estimulante y que volvería a llamar. En el segundo, expresaba una cierta sorpresa por el hecho de que no estuviera en casa, le aseguraba que tenía que contarle los primeros resultados de su trabajo, que lo añoraba. Esto último lo desconcertó un poco porque Inge no acostumbraba expresar sus sentimientos. No la habría imaginado haciendo referencias a su vida personal a través de la línea telefónica. El tercer mensaje no ocultaba su inquietud. Le pedía que la llamara cuanto antes, insistiéndole en que hiciera una escapada y la visitara. Había una gradación de intensidades en el tono de voz de los tres monólogos. Desde aquella entonación monocorde que conocía muy bien hasta la última, llena de inflexiones sobre un fondo de inquietud que debía de haber intentado dominar sin conseguirlo. Constatarlo lo sorprendió. Pero fue peor darse cuenta de que no reconocía aquella voz. Claro que la identificaba en cada una de las frases pronunciadas, pero las palabras lo dejaban indiferente. No despertaban en él ni una pizca de emoción. Ni tan sólo le servían para recordar los buenos tiempos vividos a su lado. Era como si nunca hubieran existido. Las últimas fiases de Lola, al contrario, volvían a su pensamiento. Recordaba la vibración exacta, la forma con que modulaba cada palabra, las pausas. Todas las conversaciones con Inge —años enteros de diálogos— le parecían palabrería inútil, mientras rescataba las palabras de Lola como si fueran joyas.

Había el recuerdo de las noches compartidas. Al pensar en ello, tenía la sensación de vivir una pesadilla o de haber caído en una trampa. Estaba convencido: vivía con la mente prisionera de una trampa. Se precipitó en ella sin darse cuenta y era inútil intentar escapar de una certeza de irrealidad. Su percepción del curso de los días era equivocada. Pensó que no era lógico que cada noche de amor con Inge le pareciera una repetición. En realidad, todas aquellas noches eran una sola noche. El abrazo fácil de olvidar, que no merece que el pensamiento vuelva a él. La única noche con Lola se prolongaba en su memoria y era como si fueran mil y una. Todos los gestos, la sincronía de los movimientos, los dos cuerpos buscándose y acoplándose, el gusto y el tacto, el afán por oler su piel no eran percepciones aisladas, sino que iban multiplicándose. Formaban parte de un río de deseo y de prisas. Recordó las últimas palabras de Lola. Le había asegurado que era prisionera del tiempo, y entendió que iba a morir.

La mujer está fuera del ciclo de la vida, pero él no puede huir de él. Deja la habitación en desorden, con los cajones abiertos y piezas de ropa esparcidas por todas partes, signos de precipitación. Son las pistas del desconcierto. Antes de huir, no echa un vistazo al caos porque está demasiado nervioso. Sólo tiene ánimo para mirar el reloj y preguntarse de qué le sirve el tiempo ahora, si ella no está.

En la casa hay un cierto trajín que no altera mucho sus ritmos. Mireia se ocupa de que los huéspedes puedan seguir con la vida de siempre, a salvo de los descalabros de la muerte. Ha insistido a las criadas en que todo funcione a la perfección. La cocinera se esfuerza en preparar los platos más sabrosos y, en los muebles, no hay una mota de polvo. Sobre los escritorios, centros de flores; las cortinas abiertas dejan pasar un sol enfermizo que no hace muy buen papel. Mireia trata de mantener una actitud compungida. Conoce a la gente del pueblo. Piensa que son unos charlatanes y unos cotillas, que desconfían de quien, a pesar de los años, consideran una recién llegada. Está decidida a no permitir la más leve sombra de sospecha, a interpretar el papel que se espera de la señora de la casa. Lleva una falda y una chaqueta grises, el pelo bien peinado y un maquillaje discreto, el toque justo de pintura en los labios y en los ojos. No está dispuesta a excederse en los colores de la ropa ni en la intensidad de sus emociones. Lo mejor es una actitud seria, que no refleje una pena que, debido a las circunstancias, resultaría exagerada. Tampoco debe parecer indiferente, como si no le importara la muerte de Agueda. Conseguir el equilibrio justo no es fácil. Todavía resulta menos sencillo tener que ocultar la satisfacción de poder respirar. No era por Pau. Hace demasiados años que su marido no le interesa demasiado. Se trataba de una animadversión diferente. La aparición de Agueda le recordaba que aquel espacio nunca había sido suyo del todo. Por eso está tranquila. Ella es quien recibe a Guillem cuando llega:

—No sabes cómo deseaba que llegaras. Te aseguro que la situación escapa de mis manos y no sé cómo salir adelante.

Mireia lamenta comprobar que Guillem no reprime un tono irónico:

—¿Seguro que no estás exagerando? Realmente eres una mujer muy sensible. Nunca habría creído que te impresionaría tanto la muerte de alguien a quien casi no conocías.

—No me hables así. Siempre resulta desagradable que alguien muera en tu casa. Cuando menos es poco higiénico.

—Muy bien: la cosa mejora. Ahora empiezo a reconocerte, cuñada. Dime, ¿en qué puedo ayudarte?

—Por suerte, los detalles más urgentes están controlados. Lo que me preocupa no es Agueda —hizo una pausa-*—, sino Pau.

—¿Dónde está?

—En el huerto.

Guillem sale por la entrada principal, recorre un trozo de avenida y gira por la parte trasera de la casa hasta llegar a un huerto de naranjos. Hay un lavadero lleno de agua muy quieta. En un extremo del rectángulo de tierra están Pau y Miquel. El jardinero parece confuso. Casi no habla mientras se apresura a cumplir las órdenes de Pau. Ha hecho una hoguera con leña seca: primero, los troncos gruesos, después pequeñas ramas, cartones y cañas. Como la tierra está húmeda, la ha marcado con un círculo de piedras y ha tenido que calcular la orientación del aire. No fuera que, en un descuido, se prendieran los árboles. Las llamas suben hacia el cielo. El aire huele a quemado, y un humo espeso dibuja espirales que dañan los ojos. Cuando se encuentran, Pau no para de aventar el fuego, temeroso de verlo menguar. Va vestido de cualquier manera, con unos zapatos sucios de fango y una camisa por encima del pantalón. Al verlo llegar, Miquel esboza un gesto de extrañeza. Un signo que podría significar «no sé qué le pasa, nunca había actuado así». Guillem pregunta a su hermano:

—¿Qué estás haciendo?

—Una hoguera. Debo cumplir su deseo. Las dos me pidieron lo mismo.

—¿Las dos?

—Mamá y Agueda querían que quemara los álbumes, pero no lo hice. Ellas han muerto y las fotografías no son más que retratos de fantasmas.

Guillem ve una colina de álbumes de cartón descansando en el suelo, a pocos metros del fuego. Tienen los bordes rotos. Debieron de comerlos la humedad o las ratas. Los hay que parecen muy frágiles, a punto de desintegrarse si alguien decide hundir las manos en ellos. Conservan una estructura que debe de haber ido disminuyendo y que parece de cartulina. De muchos de ellos sobresalen las páginas. Da la impresión de que no pueden contener tantas imágenes y dejan que se derramen en una mezcla de fotografías que muestran composiciones curiosas. Desde donde se encuentra, ve cuerpos vestidos con telas ligeras, sombrillas y árboles. Asoman rostros en un sorprendente juego de piezas que se combinan. Aparecen su madre, que siempre tiene las manos ocupadas con algún objeto, su padre, tieso como un huso, y la tía Margarida, de quien no ha oído contar demasiadas cosas.

Cuando eran pequeños, morir significaba una fotografía. Entonces todos los misterios tenían una explicación simple. No había ningún monstruo que no pudiera ser vencido. Incrédulo y desconfiado, ha vuelto a casa para encontrar la muerte. Está presente en la sala donde el cuerpo de Lola descansa definitivamente. También está en un paisaje de luz y naranjos, cerca de las llamas que queman viejos retratos. ¿Quién se acuerda aún de las figuras de los álbumes? Margarida nunca los miraba y desapareció de sus vidas en un soplo. De ella se acostumbraron a no hablar. Su madre siempre odió aquellas fotografías y se fue hablando mal de ellas. Su padre, don Martí, vivió obsesionado por las imágenes y nunca adivinaron la razón. Su secreto había estado incubándose durante años en el desván, protegido por una bombilla que dibujaba una circunferencia de luz. Águeda niña, la que no fue un engaño, pasó muchos atardeceres volviendo sus páginas. La abuela buscó refugio en ellas para olvidar ciertas pérdidas. ¿Qué quedaba de las personas retratadas y de los que las observaban? La mayoría estaban muertos. Los que sobrevivían estaban ocultos o intranquilos. Águeda renunció a su pasado al permitir que otra persona ocupara su espacio. Pau era un pobre hombre lleno de dudas. Reconocía que él mismo se había perdido por un personaje de ficción, inventado. Una mujer que nunca podría responder a sus preguntas.

Miquel está quemando los álbumes. Con un aire algo solemne, los va recogiendo del suelo para tirarlos al fuego. Coge dos o tres a la vez y los arroja a las llamas. El fuego duda un momento antes de prenderlos, hasta que empieza a devorar los lomos y las cubiertas de cartón, cada uno de los retratos. Las figuras no alteran su expresión mientras el papel se va consumiendo. Mantienen el rictus en la cara, la sonrisa, la mirada oblicua. Pau observa el hecho con una expresión de alivio. Guillem piensa en Lola.

Vuelve a recordar el rostro que tiene grabado en la mente. Habría podido dibujarlo. Así como el resto de figuras que pueblan el mundo aparecen imprecisas, ella se individualiza. Pero el dolor se aquieta con la contemplación del fuego. Al principio, saberla tan presente lo había angustiado; mientras conducía por la autopista, cuando esperaba en la sala del aeropuerto, durante el viaje en avión, habría querido expulsarla. Habría querido esparcir cada ápice de recuerdo para que el aire apagara su fuerza. Una intensidad que perjudica su vida. La prisa de las llamas consumiendo los cartones, convertidos en carbonilla, le recuerda que también los recuerdos pueden morir. Cuando alguien ya no está, estamos convencidos de que nos queda su olor. La sombra de sus gestos, el recuerdo de una conversación, de una mirada. Este hecho nos consuela porque intuimos que al menos algo suyo perdurará en nosotros, aunque la otra persona ya no esté. Conservamos las imágenes como si fueran de cristal, las cuidamos, meciéndolas, pero vivimos un engaño porque los recuerdos caducan. Tienen escrita una fecha de extinción y, cuando se transforman o se desintegran, no queda un solo rastro del ser perdido a quien quisimos.

Guillem teme que las facciones de Lola empiecen a perder fuerza. Se imagina que la exactitud del presente será sustituida por un manto de sombras. Se desvanecerán sus ojos y las formas de su cuerpo se confundirán con las de otros cuerpos conocidos o imaginados. También siente miedo. En el huerto, el fuego va creciendo y suelta llamaradas. Los cartones casi han desaparecido por completo. Sólo quedan trazas de papel carbonizado que el viento esparce. Ha habido una transposición de los sentimientos que reflejan las miradas de Pau y de Guillem. El primero parecía una alma en pena cuando ha bajado al jardín. Con los ojos abiertos de par en par, apresurándose a dar instrucciones a Miquel. El segundo ha llegado haciendo esfuerzos de contención, con la actitud de quien intenta controlar cada movimiento y cada palabra. Incluso la conversación con Mireia le ha indicado la pauta a seguir tiene que apresurarse para crear una capa de distancia que lo proteja. Una actitud segura lo salvará de la incertidumbre que hoy lo abruma. A medida que el fuego va quemando los palillos y las ramas secas y se levantan formas rojizas, se va produciendo un cambio de expresiones. Los dos mudan de fisonomía y color, aunque no sean conscientes de ello. El fuego comunica una apariencia de calma a Pau, suavizando su rictus y disimulando las líneas de su frente. Por el contrario, los trasluces rojizos acentúan la rigidez de Guillem.

Cuando el fuego todavía mantiene su fuerza, alimentado por los cuerpos del pasado, Guillem teme olvidarla. Debe luchar contra el tiempo que le robará su imagen. Teme despertarse un día y no recordar la tonalidad exacta de sus ojos. Ser consciente, sentado en un sillón leyendo un libro, de que ha comenzado la pérdida última, la definitiva. Tener que interrumpir la lectura porque no consigue recuperar la forma de su cuello o de sus hombros. Sentirse incapaz de identificar el color de su pelo cuando conozca a otras mujeres con cabelleras parecidas, con reflejos castaños y miel, cambiantes según la orientación de la luz. Perderá la serie de certezas que lo ayudan a soportar la sensación de imbecilidad, el sentimiento de haber dejado pasar la vida de largo, mientras escapaba la vida. ¿Cómo podrá soportar, por ejemplo, el hecho de saber que no volverá a verla más? ¿Cómo evitará buscarla en todas las mujeres que conozca? Sabe que intentará reconstruirla uniendo fragmentos, cada uno como la pieza definitiva, pero el conjunto que resulte será decepcionante.

Debe preservar la imagen de Lola. Debe guardarla intacta antes de que el tiempo empiece a estropearla. Emprende el camino del huerto hacia la casa. No dice nada a Pau. concentrado en la visión del fuego, y dirige un gesto de despedida a Miquel, que los espera de pie, dos pasos atrás. Recorre un trozo de piedras y tierra donde deja la huella de sus zapatos. Camina decidido a encontrarlo. Aunque nunca lo ha visitado, sabe cuál es la habitación de Ignasi. Abierta a la luz, con un ventanal que da a la avenida de cipreses, es el lugar adecuado para que un pintor pueda captar fragmentos de vida. Sube la escalera en un santiamén, recorre la parte de la casa que conduce a su habitación y se detiene antes de llamar. Quiere tranquilizarse. No querría que se imaginara que ha perdido la cabeza o que está demasiado trastornado por los hechos que le ha tocado vivir. Ante todo, debe conseguir, convencerlo. Con los nudillos golpea la puerta. Ningún ruido delata la presencia del pintor. Ni una sola línea de luz se filtra a través del marco, ningún ruido de movimientos o de pasos. Todo está en silencio.

Está a punto de irse cuando la puerta se entreabre. Una rendija fina a través de la cual asoma Ignasi. Mantiene la lámpara de la habitación apagada y sólo lo adivina. Intuye que es quien asoma sin pronunciar palabra, observándolo como si no lo reconociera:

—Soy Guillem. Discúlpame, quisiera hablar contigo.

—Estoy cansado. Hace algunas noches que no duermo. ¿Te importaría vemos en otra ocasión?

—No voy a robarte mucho tiempo. Es importante.

—Veo que has vuelto.

—Pau me avisó y cogí el primer avión.

—No había prisa. De todas formas llegabas tarde

La habitación le descubre un mundo en desorden. Tiene que esforzarse para acostumbrarse al hilo de luz que forma la lámpara de papel chino, cerca del sillón. Se imagina que es donde acostumbra a sentarse el pintor porque conserva la marca de su cuerpo. Una profunda señal en los cojines sugiere horas de inmovilidad. Hay una manta en el suelo, que debe de haberse caído al levantarse del asiento, una botella de coñac y algunas revistas. El resto es un caos de lienzos, pinturas inacabadas, blocs de notas. Los hay colocados en hileras sobre las baldosas, apoyados en la pared. Otros ocupan los estantes del armario. Algunos se acumulan en la mesa formando montones de papel. La mirada de Guillem se adelanta a su propia impaciencia, recorriendo cada rincón. Da un vistazo a los distintos esbozos y adivina en ellos rostros conocidos, facciones que le resultan familiares. Busca entre los cuadros que se sostienen en un caballete, repasa las figuras que acechan en las telas, analiza aquellos rostros prisioneros. Ignasi pregunta:

—¿Qué estás buscando?

—He venido para saber si acabaste su retrato. Cuando me fui estabas a punto de terminarlo.

—Sí. Recuerdo que estábamos bajo las arcadas y ella parecía más inquieta que otros días. Tuve la impresión de que estaba esperando a alguien. Poco después apareciste tú.

—¿Cuántas sesiones te faltaban para terminar la pintura?

—Una.

—¿Así pues?

—El día siguiente a tu partida no salió de la habitación. No volvió a levantarse de la cama y ya no la vi más. Sabía por las criadas que los médicos le iban aumentando la dosis de calmantes. Casi llegó a vivir dos semanas más. Cada noche me acercaba a su puerta. Sólo Pau estaba cerca. Le preguntaba por ella con la esperanza de poder entrar un minuto, pero no me lo permitió.

—¿Y el cuadro?

—Lo acabé de memoria. Sólo faltaban las últimas pinceladas. Sin ella, fueron las más difíciles.

—¿Puedo verlo?

Ignasi se acerca a uno de los caballetes. Cubierto por una tela blanca hay un retrato. Al descubrirlo, el rostro de Lola surge con una precisión que a Guillem le resulta casi dolorosa. El óvalo largo, más ancho por la parte de la frente, estrechándose en la papada, los pómulos marcados, los ojos ansiosos de comerse la vida. La sombra del pelo sobre los hombros, la fragilidad del cuello, los labios. De él se desprende un gesto de desamparo y un encanto inexplicable capaz de someter voluntades. Sin conseguir controlar sus palabras, Guillem se precipita. El hombre mesurado pierde el sentido de la medida al preguntar:

—¿Cuánto pides por él?

Ignasi palidece. Durante un segundo, lo mira como dudando. Piensa que no debe de haberle entendido, que quizá lo ha interpretado mal.

—¿Cómo?

—Quiero comprarlo.

Dime cuánto quieres.

—Ahora comprendo por qué la perdiste. Durante todos estos días me he estado preguntado cómo habías podido ser tan estúpido e irte. Pau se quedó en el umbral de la puerta, yo debía conformarme dibujándola de memoria antes de que se fuera del todo. Tú, en cambio, el único a quien amó, desapareciste del mapa.

—¿Cómo sabes todo esto?

—No soy estúpido. Pero tú sí lo eres. Tendrías que comprender que es demasiado tarde para recuperarla. Ella está muerta y su imagen me pertenece sólo a mí. Por favor, vete. Te he dicho que estoy cansado.

1.a tela vuelve a cubrir las facciones de Lola. El pintor retira el caballete que sostenía el cuadro y lo aparta del centro de la habitación. Con un gesto invita a Guillem a irse.

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