Lola

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PRIMERA PARTE » VII

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VII

 

LA isla se ha convertido en tierra de contrastes. Los contrarios se aproximan en un lugar reducido en kilómetros y extenso en cuanto a posibilidad de sorpresas. En una corta distancia se encuentran caminos de carro y campos labrados por los payeses, pueblos donde las campanas tocan a misa o invitan al retomo de los que se fueron por voluntad propia o porque se los llevó la enfermedad, la desgracia o la vejez, discotecas de playa donde el turismo de litronas quema las noches y enciende su piel al sol, puertos llenos de yates con nombres extranjeros, tabernas, restaurantes y prostíbulos de lujo.

Ignasi lo sabe y le gusta sumergirse en esta mezcla de exquisitez y mal gusto, de lentitud y caos, de luz y sombra, porque busca material para convertir en pintura escenas y cuerpos transformados en nuevas formas en sus telas. Después de comer ha cambiado de idea. Pensaba dedicar todo el atardecer a tomar apuntes, pero la pereza y la falta de luz han podido más que él. Por una parte, la tarde es como de ceniza y no invita a jugar con los óleos mezclando el cielo y la tierra; por la otra, se siente demasiado inquieto e intuye que no le resultaría sencillo concentrarse en el trabajo. Lo ha inquietado la recién llegada. Conserva grabadas en la retina la imagen de aquella mujer que tenía un retrato entre las manos, las facciones rígidas de Mireia contemplándola y la expresión embelesada de Pau. El conjunto le ha resultado interesante, curioso; la desconocida lo ha sorprendido y no sabría explicar por qué.

A la salida del comedor ha vuelto a encontrarse con Emma. Xavier acababa de subir a descansar un rato y ella estaba sentada en uno de los sillones de la entrada. Siempre le había hecho gracia observarla y comprobar que se hallaba presente como si en realidad no estuviera allí, intentando desaparecer o pasar completamente desapercibida. Se observaron con una sonrisa de complicidad. A él, Emma le inspiraba cierta ternura; para la muchacha, Ignasi era un viejo amigo a quien, por ciertas veleidades de la vida, había conocido no hacía mucho tiempo. Él le preguntó:

—¿Qué haces, Emma?

—Xavier está en la habitación. Dice que tiene que empezar a estudiar los guiones y yo iré a pasear un rato. Tengo la tarde libre.

—¿Por qué no me acompañas? Tengo el coche aquí y podríamos huir juntos —le dijo guiñando un ojo—. Quiero que veas algo.

—¿Qué?

—Una isla que no vas a reconocer.

Suben al coche e Ignasi conduce hasta la playa de Palma. Una cincuentena de kilómetros separan el pueblo de este paseo de farolas y palmeras que bordea la arena blanca y el agua. Hace treinta años, crecían pinos donde ahora se levantan hoteles y bloques de pisos, terrazas, bares y discotecas. Ignasi está a punto de decirle que conoció este lugar cuando era muy distinto, pero se detiene a tiempo. Por un instante han podido más la nostalgia, la edad o la impaciencia —no sabría decirlo—, pero su miedo al ridículo lo obliga a callar. No le gustaría ser confundido con un viejo caduco, anclado en el pasado, y sería aventurarse decir que los cambios que sufre la isla le provocan una sensación de desajuste. Se trata de un sentimiento complejo: de un lado está la curiosidad que le inspiran las metamorfosis, los espacios en movimiento, la suma de contrarios; sin embargo, del otro, está el sentimiento de pérdida. Él, como bajo los cielos berlineses, camina entre los balnearios.

Ignasi y Emma recorren esta avenida que avanza entre el mar y los edificios iluminada por una línea de farolas que forman círculos de luz en un radio extenso. Es un paisaje domesticado y amable, con parejas que caminan abrazadas, algún camarero que tiene la noche libre y ganas de juerga, turistas de la tercera edad que aprovechan los descuentos de invierno para viajar... Cuando llegan al balneario número seis, se encuentran con una construcción de líneas modernas que combina el metal con el cemento, idéntica a las que se levantan cada cien metros, muy cerca de las olas. El balneario está vacío, pero el pintor no puede evitar volver a ver las imágenes del verano superponiéndose a la quietud de un presente que le parece imposible. Emma le pregunta:

—¿Qué tiene de distinto este lugar? No hay nadie.

No hay nadie. La gente que pasa por delante no se para, ni hay carteles anunciándolo, ni música. Como mucho, la misma luz que da un soplo de vida al resto de la playa, que los acompaña y que sirve para subrayar la intensidad del encuentro de una pareja que debía de haberse citado en el balneario y que se encuentra en este preciso momento, justo cuando ellos se paran. La pareja, demasiado inmersa en su propia historia, no advierte su presencia y, si él no fuera un pintor que lo capta todo y ella una actriz que bebe de las vidas ajenas, tampoco se habrían dado cuenta de su repentina aparición. Pero al fijarse en la pareja se callan unos instantes, conmovidos por la teatralidad del encuentro, una escena improvisada a pocos metros de ellos que los cautiva y los distrae.

Ignasi le cuenta a Emma que le gusta ir allí y comprobar que ha sobrevivido un verano más. Lo hace con frecuencia desde que oyó hablar de este lugar por primera vez en Alemania. Cuando llega a él, no puede creer lo que está viendo. Cierra los ojos y rememora la escena: este espacio casi desierto, donde una pareja se abraza, se transforma en los anocheceres cálidos y se convierte en un lugar extraño. El paisaje es el mismo o cuando menos, se mantiene sin grandes cambios. El mar está aún más calmado y las temperaturas son más altas. El resto no sufre demasiadas alteraciones: una línea precisa de costa que limita con el mar, y otra línea que oscila entre el agua y el cielo apareciendo y desapareciendo, que se difumina, y que algunos llaman horizonte. Están los mismos bloques de hoteles y apartamentos, aunque parezcan otros porque están más poblados de turistas.

Sin embargo, a pesar de estas constantes se trata de una geografía engañosa. Aunque se conserve el decorado, cambian los elementos que le dan vida y lo renuevan. El silencio se llena de música, risas, palabras y canciones, todas en alemán. Centenares de hombres y mujeres con ropa de verano llevan cubos de playa de donde sale una cerveza tan rubia como ellos. Beben cuatro a la vez de un mismo cubo; sin prisa, sorben el líquido dorado con cañas de colores; llevan pendientes en las orejas, y tatuajes en la espalda o en los tobillos. Son extranjeros pero no se sienten como tales. Hablan muy alto, tienen la radio encendida y pronuncian palabras extrañas que sólo entienden ellos e Ignasi. Unas palabras que hablan de una isla donde hay un paisaje de sol y de mar.

—¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Dónde quieres ir a parar? —le pregunta Emma.

—Hoy he visto una mujer que me ha hecho pensar en el balneario. No sabría explicar por qué.

—¿Quién?

—La prima de Pau. ¿Te has fijado, en el comedor?

—Sí.

—Es como este lugar.

—¿Qué quieres decir?

—Hay paisajes que nunca dejarán de sorprendemos porque son cambiantes: si los visitamos en invierno, parecen un escenario sin actores; son silenciosos y quietos, no nos asustan, y creemos que siempre serán inofensivos; en cambio si vamos en verano, aparecen llenos de figuras en movimiento. Nos cuesta reconocerlos y no sabemos si son geografías o decorados.

—Y esa mujer, ¿qué debe de ser? —dijo ella bromeando.

—No te burles. Estoy seguro de que también es cambiante y sorprendente.

El balneario es como una nave vacía junto a las olas. Navega silenciosa mientras la contemplan. Sentados en un muro bajo que separa la arena de la avenida a modo de banco de piedra, observan a la pareja que acaba de encontrarse. Aunque los separan pocos metros, actúan como si ellos no estuvieran. Con la misma naturalidad con que se moverían dos actores en un escenario, los desconocidos hablan y gesticulan. El viento se lleva las palabras y aproxima sus gestos. Es así de curioso: como si los elementos de la naturaleza se hubieran puesto de acuerdo para preservar el secreto de lo que se dicen y, a la vez, no fueran capaces de atenuar la vehemencia de sus brazos y sus manos, la expresividad de sus rostros. La mujer parece muy inquieta, incluso algo angustiada. Él trata de convencerla de algo que ellos ignoran pero que podrían intuir o imaginar. Tal vez le dice que nunca ha querido engañarla o le hace promesas que se desvanecen tan pronto ha acabado de pronunciarlas, o le asegura que algún día regresará. Quién sabe. Entretanto Ignasi está a punto de contar a Emma su secreto. La quietud del paisaje y la profundidad del mar que imagina desde la orilla, hacen que se sienta algo mareado y se agarre al muro. Seguramente le conmueve la desnudez de las cosas y las personas. Sobre todo esta pareja, móvil e inconsistente, iluminada por una luz enfermiza de farola. O la otra imagen del mismo lugar que conserva grabada en la pupila: docenas de turistas comiendo y bebiendo, parejas que se abrazan con la intensidad que produce el alcohol, garrafas de cerveza, facciones desencajadas y enrojecidas, salchichas alemanas, músicas estridentes. Escenas de multitudes al borde del coma etílico, rostros felices por haber hecho realidad un viejo deseo: transformar una porción del Mediterráneo en un paraíso a un módico precio.

Pero antes de que pueda hablar, Emma toma la palabra. Tampoco ha sabido evitar la influencia de la hora y el lugar.

—No eres el primero que hoy me habla de sorpresas.

—¿Ah, no?

—Xavier dice que me ha preparado una para esta noche.

—Eso es muy sugerente.

—O poco tranquilizador.

—¿Qué quieres decir?

—Nunca me han gustado las sorpresas. Temo las situaciones imprevisibles, que no sabré controlar. No, no creas que estoy un poco loca. Te aseguro que Xavier es un hombre difícil.

—Quizá precisamente por eso te gusta.

—No lo sé —dice, esbozando una sonrisa—. No sé analizar mis reacciones. Prefiero contemplar las de los demás.

—Manteniéndote al margen, ¿no es así? Observas a los que te rodean y copias sus reacciones y sus sonrisas. Te alimentas de ellos, los utilizas en definitiva.

—Déjalo.

—Los utilizas para sacar lo que incubas en tu interior, todo aquello que te cuesta tanto mostrar.

—Míralos —con un gesto, Emma señala a la pareja—. Es como si estuvieran sobreactuando. No temen la exageración ni intentan reprimir nada de lo que hacen. No tienen miedo de parecer ridículos. Simplemente, se dejan llevar.

Ignasi decide lo que tiene que hacer: dejarse llevar por una agradable sensación de complicidad. Siente la presencia cálida de Emma a su lado. Ve su pelo sombreándole el rostro, las piernas dobladas a la altura de las rodillas, las manos y los ojos. La observa mientras sigue con la vista a los amantes que se van. Sin darse cuenta pasan por donde ellos están sentados y un rayo de luz subraya sus facciones tensas o cansadas. Se alejan y muy pronto la distancia comienza a desdibujarlos. Aunque parezca mentira, constatarlo le hace sentirse aliviado. Es como recordar que nada es definitivo, que incluso después de las mejores escenas baja el telón. Eso lo tranquiliza.

Nunca ha sido muy comunicativo. No lo era de niño cuando la vida en la isla era una sucesión de gestos y palabras. Recuerda los días pasados, amplios y despejados, con su madre y los vecinos en una calle adornada con frases. Unas frases que, a veces, trepaban por la fachada de casa y entraban por la ventana de su habitación interrumpiendo sus juegos. Tampoco fue muy expansivo durante su eterna adolescencia inundada de pinceles y movimientos atolondrados. Vivir en Berlín no aumentó la capacidad ni el deseo de compartir sus pensamientos con los demás. A lo largo de muchos meses de frío se encerró en sí mismo hasta que su mundo se convirtió en una concha de caracol. Ahora le cuesta mirar al exterior, asomar la cabeza y levantarla hacia el cielo para oler la lluvia o la vida.

También Agueda ha vivido encerrada desde hace demasiado tiempo. A ella este día de llegada y de encuentros le resulta duro. En la habitación verde vuelve a respirar. Sentada en la cama, con la maleta abierta delante de ella, empieza a deshacer el equipaje. Tiene la sensación de que el tacto de las cosas conocidas le permitirá recuperar la calma y las coge con una mezcla de inercia y desamparo. Aquella inercia vinculada a actividades irrelevantes que realizamos por rutina o costumbre. Aquel desamparo de sentirse perdida en una casa con algunos objetos que la resumen, que sirven para explicarla y para explicar el pasado. Tan sólo ocupan el espacio de una maleta y eso la angustia. Si la hubiera perdido en el aeropuerto, por ejemplo, lo que no es muy difícil, no tendría nada propio en sus manos. Ni un solo trasto que le permitiera sentirse reconocida. No tendría estos vestidos que conoce y que la disfrazan, unos vestidos que sirven para acentuar los aspectos más inocuos de su personalidad, aquellos que no le importa mostrar ante los ojos curiosos de los que la observan porque no presentan indicios de lo que lleva a cuestas. Unas telas de colores sobrios y líneas austeras, de una elegancia simple, sin adornos. Media docena de libros que ha releído y que quiere que la acompañen siempre, volúmenes con los bordes usados y los lomos envejecidos. Hay alguna joya en una caja, una pluma de oro y papel de carta.

Con un frasco de perfume en las manos, mira por la ventana. Es una mirada perdida, que no pretende encontrar nada pero que no puede evitar volar hacia unos rincones que le resultan desconocidos. A través del cristal ve la avenida de cipreses que ha recorrido no hace mucho. Aunque el encuentro con Mireia sea reciente, ya le parece alejado en el tiempo. En un corto espacio de tiempo real ha acumulado demasiadas impresiones y todas se suceden con un cierto desorden. El cielo no está despejado como por la mañana, sino nublado. Piensa que va a llover mientras contempla el verdor de los árboles destacándose sobre un fondo gris. Oye el motor de un coche que llega a las barreras de entrada, más allá del paseo, y mira por la ventana, protegida por la sombra de las cortinas. Su curiosidad por la vida de los demás siempre le ha dado buenos resultados: le sirve para distraer su pensamiento de lo que le es más próximo y, a menudo, más incómodo. Es tan sencillo quedarse quieta y callada observando atentamente lo que ocurre fuera, sin tener que buscar palabras ni inventar gestos que le resultan imposibles de reconocer como propios.

Un taxi se ha parado junto a las barreras. De él sale una pareja joven cargada con maletas y bolsas. Primero el hombre: habla con el conductor y abre la puerta. Luego una muchacha que viste falda corta y tiene los movimientos nerviosos. Cruzan la reja mientras el taxista regresa por el mismo camino de piedras y polvo. Sin decidirse a avanzar, miran la casa desde donde ella los está contemplando, algo más lejos y rodeada de árboles. Los definiría como una pareja vacilante y no sabría explicar por qué razón despiertan su curiosidad. Adivina la duda en los gestos de él, y una agitación febril en los de la joven. A esta distancia todavía no puede distinguir claramente sus facciones, pero el conjunto le produce una sensación desacompasada. Como cuando escuchamos centenares de veces una melodía conocida. Una canción que siempre interpretan los mismos músicos, con un ritmo parecido y un juego de silencios y de notas. Incluso con errores que van repitiéndose —debe de ser una orquestina de aficionados— y que llegan a incorporarse a la partitura. Un día alguien decide romper las normas: un músico introduce una variante en la melodía; se trata de un cambio casi imperceptible pero que desconcierta al resto de los intérpretes. Todos se dan cuenta, captan que ha habido una interferencia o una intrusión y, aunque querrían hacer como si nada, no pueden reprimir un latido nervioso, una sensación de extrañeza.

Asimismo, ella se siente a salvo tras las cortinas, mientras observa el jardín. Aparentemente la pareja que ve desde el alféizar de la ventana no presenta ningún rasgo singular. Un hombre y una mujer que no había visto hasta entonces. Durante algunos minutos atraen su atención y la alejan de la maleta y de su contenido, esparcido por la cama y el suelo. Desde el otro extremo de la avenida avanzan hacia su punto de mira, uno cerca del otro, arrastran las maletas como ha hecho ella esta mañana, algo que ahora le parece muy lejos. Un paso tras otro van haciéndose cada vez más concretos, más precisos. Hasta que llegan justo bajo la ventana de la habitación verde. De pie y quietos, como si intuyeran que alguien los está mirando y quisieran facilitarle el trabajo de memorizarlos.

Él es alto y lleva el pelo largo recogido en un nudo y una camisa de una tela vaporosa y blanca como una nube. La muchacha parece inquieta, incapaz de permanecer mucho rato en la misma posición. Han dejado las bolsas en el suelo y se están mirando en silencio. Intuye que se encuentran en el momento previo a la conversación. Quieren decirse algo antes de entrar en la casa pero dudan. Es como si quisieran aprovechar la quietud del lugar para contarse una historia. Quizá se trata de un antiguo secreto que llevan como un lastre sobre sus espaldas, una carga que los ha desvelado durante demasiadas noches, que los separa. Quieren y temen, callan. Con la vista fija en un punto indefinido que no es la mirada del otro, esperan.

Agueda se pregunta qué será lo que no dicen. Al mirarlos es como si estuviera en una sala de conciertos. Sentada entre el público, vestida elegantemente, a punto de escuchar aquellas piezas que conoce y que ha oído muchas veces. Empieza la actuación y la música lo inunda todo: el espacio y los pensamientos. Distraída, sigue el ritmo con una mano mientras mueve arriba y abajo la puntera de un zapato fino cuando, de repente, se produce el cambio. Es muy pequeño pero lo transforma todo: los rostros de los músicos, la pieza que interpretan, incluso detiene su mano en lo alto. Lo mismo le ha pasado con la pareja: ambos tienen una apariencia normal, incluso agradable. Nada los distingue de centenares de otras parejas en una situación similar. No obstante, sólo con verlos, ha intuido la nota disonante, el acorde que distorsiona la melodía entera. Quisiera poderlo explicar pero se siente incapaz. Se trata de una intuición y no se fía demasiado de su capacidad para prever el futuro inmediato.

Él levanta la barbilla y empieza a hablar. Agueda ha creído que el aire y la distancia se llevarían las palabras. Pero se engañaba porque han volado hasta su ventana. Las palabras que pronuncian suben hasta la persiana entreabierta para que ella pueda captarlas. Dice el hombre:

—¿Estás segura de que ha sido una buena idea?

—¡Claro que sí! Los dos necesitábamos unos días de vacaciones. Últimamente hemos estado demasiado tensos.

—Ahora ya puedes contármelo.

—¿Cómo?

—Me has dicho que querías sorprenderme y sabes que nunca me han gustado mucho las sorpresas.

—Es verdad: para ti todo tiene que ser previsible. ¿No es así? Eres algo aburrido, amor mío. Te aseguro que esta vez la idea te va a gustar. Pero no te asustes, mis sorpresas suelen ser inofensivas —rió—. Y no seas impaciente que todavía no hemos llegado a la casa.

—Estoy cansado. Entremos.

Oír la conversación le da a entender que han decidido callar. Todo lo que centelleaba en sus ojos ha sido apagado de repente y no han permitido que se convirtiera en frases. El secreto sólo ha temblado un instante en su voz, pero la vacilación habría pasado desapercibida o disimulada, como si tuvieran algo de pena o de ronquera, si no hubiera sido porque los estaba espiando. Agueda piensa que este silencio es una lástima. También se da cuenta de que, después de mucho tiempo, vuelve a sentir curiosidad por la vida.

Aún puede verlos de espaldas: una camisa blanca y una chaqueta de color rojo. El lleva un abrigo en el brazo y Agueda se pregunta si notará el frío del anochecer, aquel frescor que se cuela por las aberturas de la ventana que poco antes daban paso a las palabras. Tocan al timbre y, de repente, alguien les abre la puerta. Entran en la casa y ella permanece detrás de los cristales. Entonces vuelve la mirada hacia las cosas conocidas que descansan esparcidas por la habitación, mientras se pregunta si lo que acaba de vivir, aquella observación callada, significa que ha vuelto a abrir los ojos al mundo. Si es así, puede pensar que el benévolo destino le otorga la gracia de un breve paréntesis de paz.

Las espaldas de los amantes que se han encontrado en la playa ahora están a punto de separarse, y entonces Ignasi se decide a hablar. Emma sigue sentada en la misma posición —el cuerpo plegado, dobladas las piernas—, que tiene algo de indolencia y dejadez. Ambos se encuentran cómodos y aunque saben que pronto tendrán que levantarse, volver al coche e irse al hotel, quisieran prolongar este rato. A pesar de que no lo digan, les da pereza salir de un estado de complicidad para regresar a las dudas y a la inseguridad del presente. La línea que separa el aire del mar se ha difuminado a medida que iba oscureciendo. No son capaces de distinguir dónde acaba el agua y dónde empieza el cielo, lo que, en lugar de inquietarlos, los tranquiliza. Por fin él se decide:

—Pensaba que si regresaba a la isla sería capaz de salir adelante. Cuando empezaron a surgir las primeras dificultades, me repetía que sólo era cuestión de tiempo. Pasarán los días, me decía, y todo volverá a ser como antes. Se trata de un mal momento que se resolverá si tengo la suficiente resistencia como para plantarle cara. La vida debe de ser exactamente eso: un camino lleno de curvas que uno recorre a lo largo de días y noches. A veces todo parece oscuro, días enteros de niebla y noches sin luna, hasta que aparece un punto de luz.

—Así pues, ¿la isla es un punto de luz para ti?

—Quería creerlo. Seguramente la distancia distorsiona la realidad.

—Eres un hombre pesimista, Ignasi, ¿qué te ocurre?

Se hace el silencio. No se oyen ruidos de coches ni conversaciones que interfieran las confidencias; el entorno es plácido. Alejada la pareja que han estado contemplando, apagada la parafernalia inútil con que acompañaban aquella explosión de sentimientos, ya nada los estorba. Pasa poca gente y camina deprisa. Nadie se fija en la pareja, que actúa como si formara parte del paisaje.

—Es como si fuera víctima de un extraño sortilegio. No te rías, Emma, pero he llegado a preguntarme si hay algún culpable de este mal augurio. Después, siempre acabo diciéndome que sólo yo soy la causa.

—¿De qué? Háblame claro porque no te entiendo. ¿Cuál es esta terrible desgracia? Creía que eras un privilegiado: un pintor de éxito, reconocido en todas partes. Un hombre con suerte.

—Yo también lo creía. Hasta hace un año.

—¿Qué ocurrió?

—Nada.

Los cristales de la ventana que da al jardín se cierran a la vez. Los postigos de madera producen un ruido seco y vuelve el silencio. Agueda abandona su refugio tan pronto como la pareja de recién llegados pasa por la puerta principal y ya no puede verlos. Respira aliviada mientras empieza a recoger los objetos y la ropa. Pretende imponer un cierto orden en este caos que hasta no hace mucho le hacía compañía. Distribuye cada cosa en su lugar, como si el hecho de colocar los libros en los estantes, las cremas y los jabones en el baño y los vestidos en el armario significara convertir aquel espacio en un lugar propio.

—¿Nada? —dice Emma con un gesto de extrañeza—. Oye, Ignasi. Yo no te he preguntado nada. No tienes por qué contarme tu vida si ello te hace sentir incómodo.

—Quería decir que aparentemente no sucedió nada nuevo ni extraño. Mi vida seguía igual que siempre, sin contratiempos. Vivía en Berlín, tenía pocos amigos allí y algunos parientes en Mallorca.

—Pero algo cambió.

—Sí. Nadie se dio cuenta. Claro que yo parecía el mismo, frecuentaba la gente y los lugares de siempre. No sufría ninguna enfermedad porque tengo una salud de hierro. No parecía preocupado.

—¿Y tus cuadros?

—Este era el problema, mis cuadros. ¿Sabes? Yo seguía pintando. Me sentía lleno de ideas, pletórico de proyectos. Cada día me llenaba los ojos con colores, y veía rostros que me resultaban sugerentes, atractivos.

Los esbozaba y los trasladaba a las telas. Llegaba a soñar con ellos.

—No entiendo cuál es la dificultad.

—Desde hace un año soy incapaz de terminar los cuadros que empiezo. He comenzado docenas de retratos con todo el entusiasmo del mundo. Mi pulgar es firme y mis trazos decididos, rotundos. Pero llega un momento en que no puedo seguir trabajando. A veces no he hecho más que dar las primeras pinceladas y ya tengo que dejarlo, con pocas líneas o alguna mancha inhábil de color. A menudo tengo que interrumpir la pintura después de días enteros de trabajo, cuando ya me había hecho la ilusión de que iba a terminarla. Pero nunca lo consigo.

Emma no dice nada. Se queda callada y mira a Ignasi mientras las olas siguen su camino. Agueda se sienta en el escritorio de la habitación verde.

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