Lola

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PRIMERA PARTE » VIII

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VIII

 

ESCRIBIR debe de ser captar puntos de luz. Sentada delante de un papel en blanco, trasladar a él todo cuanto pasa ante su mirada. Lo que ve y lo que inventa. Percibir aquellos seres minúsculos que inundan el espacio y que algunos consideran partículas de polvo pero que en realidad son fantasmas. Fantasmas ingrávidos que pueblan el aire. En la hoja aparecen transformados: son marcas de tinta oscura, como si la luz se oscureciera en el papel.

Desde que llegó, Agueda deseaba sentarse en la mesa con lo necesario para escribir. Ahora que está preparada, duda. Tiene algunos folios delante y los va componiendo una y otra vez con gesto nervioso. Con la mano derecha sujeta la pluma mientras intenta ordenar sus ideas o, mejor dicho, las impresiones que acaba de recibir. La tarea no le resulta fácil ya que querría hacer una crónica exacta de lo que ha vivido. Desde la espera en el aeropuerto hasta la observación del jardín, tras las persianas de la habitación verde. Explicarle que ya ha visto a Mireia y a Pau; dibujar con palabras los rostros, las conversaciones, los encuentros. Siempre le ha gustado transformar la vida en letras. Sólo así se siente poseedora de todo cuanto ocurre sin orden ni concierto. Mientras narra los hechos, vuelve a vivirlos. Lo hace a un ritmo distinto, más lento, que le permite saborear cada segundo, detenerlo, moverse adelante y atrás a voluntad.

Decide que no es preciso contárselo todo. El deseo de ser minuciosa le corta las alas y es mejor dejarse llevar. Entenderá que salte de una frase a otra y que las palabras sean una mezcla de formas y colores. Escribe:

«Estás presente por todas partes. No sólo en mi interior, sino en los objetos que contemplo y en los rostros que me miran. Por fin he llegado a esta casa. Habíamos hablado tantas veces de ella que me parecía imposible que no estuvieras aquí. Me ha resultado fácil reconocer la avenida de cipreses, el jardín, la glorieta. Te escribo desde la habitación verde y pienso que a menudo vivimos en las cosas. Estas paredes cuentan historias de la adolescente que se fue hace veinte años y que ahora es otra mujer. Puedo intuir que guardan algunos secretos y no me hace mucha gracia. Son secretos que sólo deberíamos saber tú y yo.

»Pau es indeciso y amable. Aunque haya pasado tanto tiempo, no habrá cambiado. Su amabilidad me resulta algo molesta. No sabría explicártelo: cuando intenta demostrarme que soy bien recibida en su casa, me hace sentir incómoda. Preferiría que marcara una cierta distancia entre nosotros, lo que, al fin y al cabo, sería del todo lógico y me dejaría respirar. Ya sabes que no soy demasiado amiga de las efusiones excesivas. Agradezco su hospitalidad, naturalmente, aunque me obligue a corresponderle aunque sea por cortesía y me aparte de mi deseo de soledad.»

El ruido de un coche perturba el atardecer. Ha llegado a través de la ventana cerrada, lejano, amortiguado, pero ha sido suficiente para distraerla. Levanta la mirada y la dirige hacia los cristales, retomando su papel de observadora. Se pone de pie y da dos pasos hasta su atalaya de cortinas, donde vuelve a esconderse para observar el mundo. Un mundo formado por la avenida, las rejas de hierro y las sombras adormecidas de los cipreses. Un paisaje que cobra vida cuando lo habitan nuevas figuras en movimiento.

Del coche desciende otra pareja. De repente, a pesar de la distancia, los reconoce. Se sorprende de la facilidad con que los identifica cuando la lejanía todavía borra sus rostros. Hoy estaban en el comedor del hotel. Ella es la actriz que estaba sentada en el fondo de la sala; él, el pintor que Mireia le ha presentado. Ya es de noche cuando los ve recorrer el segmento de camino como si avanzaran hacia la ventana. En el jardín hay unos farolillos encendidos. El patio está iluminado y de la fachada cuelgan unas luces amarillas. Sus cuerpos —unos perfiles sombríos junto a las barreras— adquieren relieve con los focos que se proyectan sobre ellos.

Caminan lentamente con un paso triste. La tristeza no está en sus gestos que se aproximan, sino en sus ojos. Esta observación es muy distinta de la anterior. La pareja que ha llegado hace un rato ha despertado su curiosidad. Ha sido como percibir la nota discordante en una melodía conocida, la historia que se calla. El pintor y la actriz le inspiran un sentimiento nuevo. Lo ha comprendido mientras los estaba espiando, y los siente muy próximos. En el comedor estaba demasiado confundida por las impresiones y las personas recién descubiertas. Era como si tuviera que protegerse. Desde el refugio de la ventana, casi se siente cómplice de los desconocidos. Sólo conoce sus nombres, y este silencio que no molesta. Emma le recuerda a alguien, quién sabe si a ella misma en otros días. La cara de Ignasi es como un papel escrito con letra muy pequeña, centenares de signos oscuros en la piel, difíciles de descifrar, perdidos como fantasmas de luz que el tiempo ha ido capturando en un rostro. Los mira y también mira al cielo, cubierto de nubes.

Agueda ha tirado de la cortina, tiene el cuerpo algo inclinado hacia adelante y abre las persianas justo lo necesario para mirar hacia afuera. Cuando están bajo su ventana, a una media docena de pasos, piensa que si quiere pronunciar sus nombres no será necesario que levante mucho la voz para que puedan oírla. Bastará con que les hable desde donde está. No sabe muy bien qué va a decirles; tal vez les pregunte de dónde vienen o les comente que le gusta contemplarlos desde su rincón, que es como verlos avanzar desde una colina. Emma tiene el semblante serio y parece cansada. Esboza un rictus, pero Agueda no sabe si es debido al agotamiento o a la impaciencia. Ignasi mantiene la mirada fija en el suelo.

Cuando está a punto de llamarlos, la voz se le corta. Las palabras no salen de su boca. El impulso dura poco tiempo. De repente se da cuenta de que estaba a punto de saludar a dos desconocidos desde la ventana. Aquella escena, que resulta ridícula a los ojos de la razón, la sorprende. Hace tan sólo algunas horas que ha llegado y ya se extraña de su actitud. Primero la ha sorprendido su curiosidad por la pareja que ha visto llegar antes. Ahora le extraña su deseo de hablar con un pintor y una actriz de quien no sabe casi nada. Todavía con una punta de la cortina entre sus dedos, detiene a tiempo el impulso de su cuerpo, que bascula hacia arriba. Quisiera retirarse y cerrar la ventana, pero las palabras vuelven a subir hasta donde ella se encuentra. Oye decir a la mujer:

—¿Qué piensas hacer?

—No lo sé. —La respuesta de Ignasi es contundente, como si estuvieran dictándosela.

—Cualquier día, cuando despiertes, descubrirás que ha sido una pesadilla y todo volverá a ser como antes.

—Quisiera creerte, pero no es sencillo. Por favor, no se lo cuentes a nadie.

—No hace falta que me lo pidas. Será nuestro secreto.

Ignasi levanta la mirada. Como un pájaro que emprende el vuelo, sus ojos suben. Suben y la encuentran, sencillamente. Sin razón alguna los ha desviado del rostro de Emma hasta fijarlos en los postigos, en las persianas entreabiertas, en su sombra asomada a la noche. Ambos se ven. Ella percibe claramente que ha adivinado que los estaba espiando. El capta su perfil, ve una figura que se mueve un instante hasta que desaparece del marco de madera y vuelve al escritorio.

Inclinada sobre el papel, con cierta impaciencia, prosigue la carta:

«Definitivamente tendrías que estar aquí. Todo sería mucho más fácil si pudiera tenerte cerca. Ya lo sabes. Puedo imaginar tu gesto adusto al leer estas líneas. No te esfuerces en recriminarme porque adivino tus palabras. Sé que mi deseo es irrealizable: estos techos nunca nos ofrecerán cobijo al mismo tiempo. Mi estancia será breve y debería aprovecharla; dejar de soñar en la luna y volver a respirar.

»Me había propuesto no iniciar nuevas historias. No pretendía reescribir ni inventar nada nuevo. Aún hay demasiados cabos sueltos, muchas páginas que nadie ha pasado y, sobre todo, una profunda sensación de haber vivido deprisa. Pero esta casa es un pozo de sorpresas: tiene movimiento y vida, y eso es justamente lo que necesito.»

Emma entra sola en el hotel. Ignasi quiere fumarse un cigarrillo en el jardín antes de cenar. Los árboles y las farolas le harán compañía. En realidad, quiere esperar un rato para ver si Agueda vuelve a asomarse por la ventana. Se pregunta si estaría allí por casualidad o si, protegida por las persianas, pretendía escuchar su conversación. No habrá sabido reprimir la curiosidad y los ha observado mientras recorrían el sendero o ¿tan sólo han servido para alejarla de sus pensamientos? Tal vez ni se había fijado en su presencia hasta que ha levantado la vista. La luz de la habitación estaba encendida y no parece extraño que una mujer contemple el jardín. Sobre todo, cuando se trata del lugar que vuelve a encontrar después de veinte años.

Hace más de veinte años que él se fue de 1a isla. Pensarlo no lo conmueve demasiado. Al principio, vivía en un estado permanente de contradicción. Cuando estaba en Berlín añoraba Mallorca, como si el desasosiego más profundo habitara en su interior y le recordara que había equivocado la dirección y la historia. Entonces suspiraba por coger un avión y emprender el viaje de regreso. Como disponía de poco dinero tenía que ahorrar muchísimo. Las clases de dibujo eran caras, el alquiler, elevado aunque viviera en un tugurio, y no tenía suficiente con lo que ganaba haciendo mil y un trabajos por cuatro cuartos. Llevaba jerséis con los codos agujereados que se volvían frágiles al frío a causa del uso, y pantalones de pana con los bolsillos siempre vacíos. Cuando conseguía reunir el dinero necesario y ocupar una tarifa reducida en un vuelo, volvía a casa. La visión de aquel azul del cielo de Mallorca desde la ventanilla del avión lo hacía feliz.

Pero siempre fue un hombre complicado. Lo reconocía sin tapujos: cuando hacía pocos días que había llegado a Mallorca, empezaba a roerle la impaciencia. Hablaba de lo que había dejado en Berlín, añoraba sus museos, sus calles, incluso las tonalidades grises del aire. Vivía dividido, y comprenderlo nunca le fue fácil. Malavenido consigo mismo, se pasaba los días suspirando por una u otra geografía. Entretanto iba pintando. Alguien dijo que los personajes de sus cuadros eran criaturas vivas. Cada uno tenía un rostro propio, con unas líneas rotundas que los diferenciaban. Pero a la vez, todos expresaban una cierta insatisfacción. Había tensión en sus miradas, y un punto de resistencia contenida en los gestos. Sin darse cuenta, trasladaba su deseo constante de huir a las figuras que dibujaba. Los referentes reales eran rostros conocidos y desconocidos: una panadera, el vecino, la gente que veía pasar por la calle, los amigos que dibujaba de memoria... Cuando viajaba en metro siempre llevaba un bloc encima. Con trazos hábiles reproducía las facciones de sus compañeros de trayecto. Era una selección apresurada de bocas y ojos, de estructuras, de perfiles. En el estudio convertía aquellas caras en los protagonistas de sus telas. Tomaba sus esbozos y dejaba en ellos su propia huella: el deseo de huir y la sensación de miedo. El miedo a tener que morir lejos del cielo de Mallorca o a tener que vivir fuera de Berlín.

Con los años llegaron los éxitos. No llegaron de repente, sino que avanzaron lentamente, hechos de una materia sólida. Las primeras exposiciones, el alud de críticas entusiastas, las ventas. Ser un pintor reconocido le abrió muchas puertas pero no lo transformó demasiado. Perseguía un espacio que nunca llegaba a poseer y calmaba su angustia robando miradas, expresiones, presencias. Acumulaba rostros y nunca quedaba saciado. Como si viviera hambriento y estuviera siempre buscando unas líneas que, combinadas, le ofrecieran una cara distinta para copiar sobre el papel. Aprendió a convivir con una realidad que no coincidía con lo que imaginaba desde la distancia, y la volcó en la claridad de sus pinturas. Cada lienzo era un paisaje blanquísimo, desnudo. Tenía que poblarlo con ojos desolados y risas muy esbozadas.

Su curiosidad por la gente se limitaba a los rostros. No solía asistir a actos sociales ni tenía muchos amigos. Le entusiasmaba la expresividad de la mujer que vendía pescado en un mercado de Mallorca, pero también la rigidez de las facciones de aquella otra a quien compraba el periódico, siempre envuelta en una gabardina que la protegía del frío de Berlín. Copiaba los signos de fatiga de un hombre viejo subiendo la escalera del bloque de pisos donde vivía, y la mirada llena de dudas de otro más joven cruzando la calle.

Hasta que no pudo terminar un cuadro. Hacía semanas que trabajaba en un lienzo enorme que cubría la pared entera del estudio, cuando su pensamiento se convirtió en una tela en blanco. Miraba la pintura y veía las figuras inacabadas sin experimentar ningún entusiasmo. Había desaparecido la impaciencia de sus dedos y de su corazón, la voluntad de llenar de formas los vacíos. En el cuadro, haciendo muecas, quedaban dos figuras sin ojos, con los perfiles nítidos pero sin fuerza. Faltaban los trazos definitivos, las últimas manchas que redondean y completan el cuadro. Con una sensación de desamparo se quedó de pie, observando. Pero era como si el cuadro estuviera muy lejos, completamente ajeno a su vida. Lo contemplaba con una distancia que desdecía la pasión de antes, cuando el tiempo se le escapaba mientras pintaba.

Desde entonces todo fue difícil. Viajó a Mallorca con la esperanza de recuperar la calma. Se instaló en el hotel que había convertido en su refugio y llenó la habitación de proyectos que no llegaba a culminar. Los cuadros se convirtieron en una prolongación de las libretas donde sólo había figuras que se perfilaban. Tener que convivir con una colección de fantasmas le angustiaba. Por suerte, los días en la isla transcurrían tranquilos, el invierno era plácido. Se encontraba cómodo. Pau y Mireia le resultaban simpáticos; le gustaba conversar con Emma e ignoraba cordialmente a los demás huéspedes. Observaba sus facciones de lejos y se preguntaba qué debía de haber tras sus gestos.

Fue el primer paso hacia el cambio: sentir una chispa de curiosidad por la vida de los que veía, preguntarse, aunque fuera durante un minuto, qué escondía una sonrisa, qué había en la frente rugosa de uno o en la expresión satisfecha de otro. Intentar adivinar deseos y rivalidades. No era difícil llenar de contenido lo que antes le interesaba como forma. Las líneas de un rostro no servían tan sólo para configurarlo, sino que reflejaban un mundo complejo de historias pensadas o vividas.

Intuyó que estaba viviendo una transformación, aunque ignoraba en qué medida era producto de las circunstancias. Hasta que aquel mismo día, en el comedor, descubrió que se trataba de un cambio importante. Se dio cuenta de que observar rostros no era suficiente. Era como si se hubiera pasado la vida recopilando datos inútiles que más tarde se convertirían en niebla. Lo pensó mientras contemplaba a la recién llegada. Sentado en su mesa, con el vaso de vino en la mano, habría querido saber quién era aquella mujer, qué historia llevaba a cuestas y por qué se le encendían los ojos contemplando una fotografía.

Su curiosidad por Agueda ha crecido esta noche en el jardín al intuir que los mira desde la ventana. No ha dicho nada a Emma acerca de la sombra que ha visto moverse tras las cortinas, ni se ha hecho preguntas. Ha decidido retrasar el momento de entrar en casa, encender un cigarrillo y esperar. No sabe que ella está escribiendo con la cabeza inclinada sobre el papel. Una carta que habla de descubrimientos y de encuentros. La noche es plácida, no muy fría. Ignasi piensa que, durante años, ha vivido obsesionado por el espacio. Mientras añoraba la isla o su ciudad del norte dejaba a un lado el interés por las personas. Las figuras de los cuadros le servían para trazar sus mapas particulares. Eran fantasmas que perdieron su intensidad. No sabe si saldrá adelante ahora que lo han dejado solo, a merced de los demás.

Agueda sigue escribiendo:

«No han pasado muchas horas desde que hemos hablado por teléfono. En el aeropuerto, entre las colas de gente, me sentía rara. Tu voz me ha dado coraje pero, cuando he colgado el teléfono, me he preguntado cuándo la volveré a oír. Quizá nunca.

»Me has dicho que no te llame. Sólo me permites alguna carta —no muchas— que te cuente qué hago en esta isla que conoces de sobra. Quisiera saber explicarla, conseguir que mis líneas te hagan volver, aunque sea de mentira, a través de los paisajes y los rostros que dibujaré para ti. y corresponder así a tu inmensa generosidad. Gracias.»

En el jardín, el perfil de Ignasi se proyecta sobre la fachada: alargado, oblicuo, con una mano haciendo movimientos tranquilos. Desde los labios hasta un punto indeterminado en el aire que se llena con pequeños círculos de humo. De vez en cuando, da un par de pasos, se apoya en el alféizar de la ventana o mira hacia arriba, como si buscara una sombra en movimiento. Pero la sombra va no es sombra, sino una presencia concreta en un escritorio, narrando descubrimientos:

«Intentaré adaptarme a cada rincón. No tengo prisa. Es curioso: ahora conozco el valor del tiempo. Cada segundo vale una fortuna. Debería haberlo aprendido antes. ¿No lo crees así? Llenarme los ojos, los labios y las manos con horas. Dejar que transcurrieran lentamente, saboreándolas. Las horas de alegría y las de sufrimiento, el tiempo de proyectos y de sueños, pero también el tiempo de muerte, aquel que parece que sobra y que, en cambio, ahora quisiera entero.

»Aprovecharé este viaje. Antes de venir, mi intención era buscar un lugar donde pasar desapercibida. Ahora que estoy aquí, me siento dispuesta a comerme el mundo. O, a1 menos, el poco mundo, de un verde intenso, que se ve desude la ventana.»

Agueda se levanta de la silla y sale al pasillo. Lo recorre: pasa junto a una hilera de puertas cerradas que antes no habrían despertado su curiosidad y, en cambio, ahora siente la tentación de abrirlas. Quisiera asomarse, pero no lo hace. Camina sin hacer ruido para no llamar la atención de Pau, que no sabe dónde está ahora, ni de Mireia, que debe de rondar cerca de allí. Ha decidido volver al jardín. No busca nada concreto porque, seguramente, el pintor ya habrá entrado y, además, no sabe qué podría contarle. Necesita aire fresco, respirar la humedad de la noche antes de entrar en el comedor. Caminará un rato por la avenida iluminada con luz amarilla, mirará en la glorieta y recuperará fuerzas antes de seguir adelante. Quiere recobrar el tacto de las cosas —la piedra del jardín, los bancales, los postigos de las ventanas, las redomas de las ventanas, las piedrecitas de la avenida—. Unos cuerpos duros: materia fría que al ser tocada nos revela que, aunque el tiempo vuele, hay objetos que siguen vivos y permanecen vivos en un mismo lugar. Hasta que alguien se decide a regresar a él.

Fuera, Ignasi se ha encontrado con Miquel. El jardinero vive en una casita, al final del huerto. Hace muchos años que llegó a la casa. Cuando era un muchacho pensaba que nunca sabría conocer esto, lo otro y lo de más allá. Pero ha pasado mucho tiempo desde entonces. Ahora conoce todos sus rincones. Podría recorrerlos uno a uno a oscuras si fuera necesario. Cuando alguna tormenta deja sin corriente al hotel, no necesita de la ayuda de las velas y los quinqués para orientarse. Camina a tientas, con las manos extendidas hacia adelante, como si fuera ciego. No lo es, aunque huele las cosas antes de verlas. Nunca ha sido corto de vista pero tiene los cinco sentidos igualmente aguzados. Sus manos, nudosas y adustas, conocen el tacto de las flores. Tiene el olfato acostumbrado a los olores más diversos: el del campo, cuando la tierra está empapada de lluvia, el de las sequías polvorientas, el de la hierba y la noche. Lleva en él el relente y el rocío de muchos días.

No es muy locuaz. Vive como si las palabras le estorbaran y procura ahorrarlas. A menudo, antes de empezar a hablar, mira al cielo, se pone una mano en la mejilla y empequeñece sus ojos. Su relación con Pau es curiosa. Por una parte, reviste un aire feudal. Aunque sea mucho más joven que él, sabe que Pau es el señor de la casa. Le inspira una fidelidad callada, una cortesía que tiene un aspecto asustadizo. Por otra parte, está la confianza de conocerlo de toda la vida. Él estaba allí cuando Pau nació; vio cómo crecía, se quedó en la casa cuando se fue, y lo estaba esperando cuando decidió volver. A menudo le habla con franqueza o pretende protegerlo, a pesar de su debilidad de hombre envejecido, o le da algún consejo que Pau no acostumbra seguir. Miquel es desconfiado por naturaleza, siempre cree que hay alguien dispuesto a engañarlo, y tiene una fe sencilla que explica que las cosas se dividan en buenas y malas, que no suele haber medias tintas y que la naturaleza es sabia.

Le costó aceptar que la casa iba a convertirse en un hotel. Mireia cree que la aburrió a partir de entonces, aunque nunca lo hubiese confesado. La culpó de una transformación que rompía sus esquemas y ponía en peligro la salud de sus plantas. Estaba celoso de las macetas y los planteles, y de las zarzas. El resentimiento lo hizo todavía más silencioso. Miraba de reojo a los huéspedes, profería alguna que otra palabrota y se preguntaba en qué acabaría todo aquel desatino. Trabajó duro, aunque nunca se acostumbró ni acabó de resignarse a aquel vuelco inesperado de la fortuna.

A Ignasi, Miquel siempre le ha resultado simpático. Le hace gracia su talante de hombre aferrado a la tierra, poco amigo de las fantasías y a la efusividad de carácter, reservado. Le sonríe sin reservas cuando lo ve aparecer:

—Buenas noches, Miquel. Estará contento, ¿no?

—¿Por qué lo dice, señor?

—Sé que ha vuelto la prima de Pau, después de veinte años. Usted debió de conocerla muy bien cuando era niña.

—Los conocía a los tres como si fueran mis propios hijos: Pau, Guillem y Agueda. Los vi crecer en esta casa y vi cómo se fueron después a correr mundo —sonríe—. Ya se sabe: carne joven no hay quien la pare. La casa quedó vacía sin ellos. Pasaron los años y, de los tres, sólo regresa uno: Pau.

—Hasta hoy.

—Sí.

—¿La ha visto ya?

—Ha vuelto cambiada.

—La vida nos transforma. Eso ya debería saberlo.

—Cuando era jovencita siempre hacía preguntas. Sentía curiosidad por todo. La recuerdo escuchando atenta, pidiendo esto y lo de más allá, mirando todos los rincones. Siempre pensé que no era bueno hurgar en el pasado, dejar en libertad viejos fantasmas —vuelve a sonreír—. Ahora, como el viejo fantasma soy yo, es mejor que me calle.

—No entiendo qué quiere decir.

—Yo ya me entiendo. —Cerró aquellos ojitos, finos como dos líneas—. Quiero decir que el mundo gira y gira y no podemos remediarlo.

—Sabía que era un hombre perspicaz, Miquel. Ahora he descubierto que, además, es usted enigmático.

Ignasi le ofrece un cigarrillo que el otro acepta sin más. El humo traza pequeños círculos en el aire. El ambiente es más fresco que al atardecer, y la humedad los hace sentirse despiertos. A Ignasi le gustaría proseguir la conversación, hablar de Agueda, conocer cualquier minucia, hurgar en su pasado, en los días en que formaba parte de la casa y del paisaje, cuando todavía no se había marchado lejos. Pero Miquel está decidido a no volver a abrir la boca. Parco en palabras, se arrepiente de aquel arranque de elocuencia compartida. Lamenta haber revelado sus pensamientos, ni aunque sea a Ignasi. A su manera adusta y seca, siente simpatía por el pintor. Hace años que lo ve llegar a la casa con su caja de pinturas, las telas y una colección de libretas. Se ha acostumbrado a la repetición de visitas, a encontrárselo con el bloc en la mano tomando notas, a observar de reojo sus dibujos. Al principio nunca le dice nada. Al cabo del tiempo, llega un día en que se detiene, mira las pinturas y hablan un poco.

Agueda siente frío al salir al jardín. Tiene el cuerpo acostumbrado a la temperatura de la habitación verde, acondicionada para el invierno, y no ha pensado en coger una chaqueta. Todavía lleva el mismo vestido del aeropuerto: una tela que cae verticalmente hasta el inicio de los tobillos, como una túnica oscura, no muy adecuada para combatir la humedad isleña. La oscuridad de la tela se confunde con la de la noche. A la vez sirve para destacar el color pálido, como alimonado, del rostro y las manos. Camina hasta el patio siguiendo la luz de las farolas y respirando profundamente. Ha salido por la puerta principal y tuerce a la izquierda antes de ver dos personas fumando y conversando.

Desde donde se encuentra sólo distingue sus siluetas de espaldas.

Miquel es el primero en verla. Cuando les separan pocos metros, intuye la presencia de alguien. Levanta la vista y la encuentra. La mirada del hombre recorre la sombra que se acerca. Entonces murmura una excusa con los labios medio cerrados, un par de frases que Ignasi no entiende porque las ha pronunciado con la boca cerrada. Con un gesto rápido el pintor tira la colilla al suelo y la pisa con el zapato. Miquel la conserva todavía entre los labios cuando se retira al huerto.

Agueda está a punto de dar la vuelta e irse porque tiene la impresión de haber interrumpido una conversación. Por primera vez desde que ha llegado, se siente una intrusa. Es la mirada de Miquel que, sin palabras, acaba de hacerle un reproche. Quizá se trata de una percepción falsa, producto de una imaginación alterada o de unos nervios demasiado sensibles a causa de tantas novedades. Tal vez sea la luz inquieta de las farolas que ha trastocado la expresión del jardinero dotándola de falsos relieves, de profundos valles, de montañas escarpadas en el fondo de los ojos. No sabría decirlo. Está respirando lentamente cuando Ignasi se da cuenta de que es ella. Los dos sonríen desde la oscuridad del jardín.

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