Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XI

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XI

 

EMMA tenía que cruzar la cafetería y enfilar por el pasillo que daba a un patio interior en forma de trapecio. Medio cubiertas por una cortina con dibujos de flores, había unas cajas con botellas vacías, una estufa, alguna que otra silla y un cartel de propaganda anunciando helados de distintos sabores. Era un trozo de cartón con los bordes desmenuzados por la humedad. Alineados uno cerca del otro, una serie de cromos intentaban reproducir maravillas de nata y chocolate. Como la cartulina parecía roída por los dientes de un ratón, aquellas colinas coronadas con almendras estaban cubiertas de un polvo blanco que hubiera podido confundirse con azúcar. En el techo se abría una claraboya que de día dejaría pasar el sol pero que, a aquella hora, era un pozo de oscuridad en un cielo de neón.

Recorrió aquella parte de pasillo y entró en el lavabo —un rectángulo minúsculo donde resultaba complicado cerrar la puerta—. Las baldosas eran blancas, las juntas eran de color caramelo debido a los rastros de suciedad. Una bombilla proyectaba un rayo de luz tenue. El espejo le devolvió un rostro color ceniza y una expresión perpleja que no reconocía. Se mojó los ojos y la frente. Después se secó las manos con la falda porque el aparato de aire soltaba una vaharada caliente que le resultaba insoportable.

Salir no fue fácil: tuvo que inclinarse hacia atrás y apoyar la espalda en el lavamanos para poder abrir la puerta

 

otra vez. Cuando estuvo fuera, a salvo del temblor de la bombilla, se dirigió al bar. Pero sólo tuvo tiempo de dar cuatro pasos porque una sombra salió a su encuentro. Una sombra que se fundió con la suya, engulléndola. Los brazos de Jaume rodearon su cuerpo mientras le ofrecía esconderse en un reducto pequeño, seguro. No se asustó porque lo reconoció enseguida. Supo identificar sus hombros que se inclinaban hacia ella, el olor de su pelo, sus manos. Nada le resultaba extraño mientras lo abrazaba, como unos amantes que se encuentran después de mucho tiempo y descubren que sus cuerpos todavía conservan el rastro del otro. Un rastro de olores conocidos, de tactos concretos.

Nunca habían sido amantes. No guardaban agendas con sus nombres escritos cerca de una fecha y una hora que el tiempo hizo volar. No había una fotografía que pudiera delatar encuentros ni abrazos secretos. Ni una imagen en el pensamiento donde se abrazaran los dos en un trozo de paisaje. Ningún recuerdo les hablaba de un pasado compartido, de complicidades ni de deseo. El sentimiento de volverse a encontrar era, pues, absurdo, un engaño de los sentidos, una falacia.

En la mesa, Xavier y Anna los estaban esperando. Habían pedido otra botella de vino y se olvidaron de los relojes, con lo que su percepción del tiempo no era buena. Los minutos pasaban rápidamente hablando de un dibujante de cómics que habían conocido en una feria. Volvían a experimentar la euforia del descubrimiento, aquella seguridad que los hacía sentir fuertes, convencidos de que era sencillo apoderarse de su vida con el único esfuerzo de mover un dedo. Una vida con cara de luna, guardada en un cesto, y todas las luces de la ciudad en los ojos de Anna. Una sombra de carbón hecha con rímel esparcido por los párpados la oscurecía entera, como si la oscuridad de la calle hubiera acabado proyectándose sobre ella.

Los labios de Jaume tenían una humedad salina. El cuerpo de Emma se había transformado en una tempestad de olas que nacían a sus pies y la recorrían entera hasta la raíz de su pelo desordenado. Se abrazaron de pie uno junto al otro, con la espalda de ella apoyada en la pared y el pecho de Jaume en su pecho. Sin embargo, casi inmediatamente, sus cuerpos vacilaron empujados por un viento que rompía aquel equilibrio vertical, y fueron cayendo hasta quedar tumbados en un rincón del suelo. Medio agachados, con las piernas enredadas, no notaron la dureza del suelo. Más allá, la bombilla impertinente del lavabo —fue entonces cuando Emma se dio cuenta de que la había dejado encendida— les guiñaba el ojo desde una pared agrietada de color caramelo.

Jaume le besó el rostro, las orejas menudas, el cuello. Abierta la blusa, con los pechos desnudos y la falda subida, se dejó llevar por su prisa. No se hacía preguntas ni tenía miedo de ser descubierta porque también ella había perdido el ritmo del tiempo. Desde donde estaban, oían un fondo de música, ruido de platos, risas, fragmentos de discusiones y conversaciones. Todo quedaba muy lejos, convertido en una materia única, un trasfondo del cual podían prescindir sin ninguna dificultad.

No guardaban cartas escritas en otra época que hablaran de urgencias o de añoranza. Tampoco había un recuerdo adolescente que los uniera con una cuerda frágil durante un espacio muy breve de recuerdo. Nunca enlazaron sus manos bajo un pupitre, ni recorrieron el asfalto protegidos por un mismo paraguas. No hubo camareros que retiraran los platos casi intactos de su mesa. Unos plato«con alimentos exquisitos que sus paladares habían rechazado porque el amor quita el apetito. No tenían una historia, pero se abrazaron en aquel tugurio con la fuerza de los que se encuentran de nuevo.

Más de un año después, se miran con desconfianza en una entrada rodeada de cristales y oscuridad. Han bajado la escalera intentando no despertar a los demás. Casi a tientas, sus pasos han vacilado en cada uno de los peldaños. Han visto cuadros que no eran más que sombras y bultos de muebles. Ella ha capturado frases aladas surgidas de unos labios cerrados. Él ha intuido su presencia. Orientándose por un corredor que todavía les resulta extraño, llegan al piso inferior y no se sorprenden de haberse encontrado. Emma se ha dado la vuelta al oír su voz. Las palabras que pronuncian son tensas y sus rostros muestran la rigidez de las máscaras:

—¿Qué sugieres? —vuelve a preguntarle él.

—Anna y tú tenéis que iros mañana mismo.

Al día siguiente de aquella noche de estrujones y besos en el suelo del bar, volvieron a encontrarse. El encuentro fue una continuación de la escena iniciada el día anterior, interrumpida por los pasos de alguien que entró en el patio mientras estaban abrazándose. Se dieron cuenta a la vez y se levantaron sin dificultad apoyándose el uno en el otro, haciendo un esfuerzo para alisarse el pelo y la ropa, componiendo el gesto y recuperando el ritmo de la respiración. Era un hombre que caminaba con los hombros bajos y la vista fija en el suelo. Venía del bar y andaba arrastrando los pies por las baldosas. Un mechón de cabellos caía sobre su frente confiriéndole una apariencia cómica que, en otras circunstancias, les habría hecho gracia. No lo conocían ni tenía nada especial, pero ambos grabaron los rasgos de su rostro en la memoria. Cuando lo vieron cruzar la celosía que separaba la última parte del corredor de aquel patio descuidado, se les desbocó el corazón. Una extraña percepción visual hizo que Jaume confundiera al desconocido con Xavier. Durante un instante, su imaginación dibujó una escena grotesca de tan vulgar: su amigo tropezaba con sus cuerpos abrazados en el suelo; ellos intentaban levantarse para murmurar una explicación o para huir, pero no conseguían recuperar el equilibrio, sino que, en plena tentativa de adoptar una apariencia de normalidad, a alguno de ellos se le torcía un pie arrastrando a los otros en la caída, y acababan rodando los tres a la vez: el amigo engañado y los dos culpables. Caían al suelo y permanecían inmóviles en una composición de cuerpos heridos y confundidos que, a decir verdad, habrían preferido no moverse nunca más, quedarse plantados en medio del prado en lugar de tener que volver a mirarse a los ojos.

Por suerte, no era Xavier. Ello alejó su temor inicial y les permitió recuperarse. Se apresuraron a moverse y andar como si nada, mientras con un aire medianamente digno abandonaban aquel jardín lleno de trastos. Primero salió Emma, luego Jaume. De nuevo la música y las conversaciones habían adquirido consistencia y protagonismo; las luces del local subrayaban la palidez de sus rostros. Después todo sucedió como si ellos no estuvieran: Xavier intentó proseguir la conversación e inició un monólogo que los demás escucharon sin prestar mucha atención, haciendo gestos de asentimiento con la cabeza o repitiendo un fragmento de su discurso con expresión convencida. Entretanto, Emma volaba de un punto a otro de la sala, incapaz de decir nada. Aunque estuviera sentada, su cuerpo había multiplicado su capacidad de percepción. Le parecía estar por todos lados y todo lo observaba desde una distancia de pájaro, con una profundidad de criatura marina. Veía a Xavier y le parecía imposible que no se diera cuenta de que había un abismo entre los cuatro. Cada palmo de mesa se había transformado en un desierto de piedra. Kilómetros de sequía los alejaban. Miraba aquellos ojos que volvían a perseguirla, inventaba recelos inexistentes en Anna, controlaba los movimientos del desconocido que los había descubierto espiando sus gestos. El hombre estaba sentado en la barra y la miraba de reojo, como si estuviera burlándose de ella.

Pensó que habría visto cómo Jaume le alargaba aquel pedazo de papel. Fue justo antes de irse, y estuvo a punto de no cogerlo. Habría querido dejarlo caer al suelo, convertido en una bola minúscula, ilegible, y quedarse sin saber qué había escrito en él. Pero la duda sólo existió en el pensamiento. Era muy tarde y el alcohol retardaba sus movimientos hacia la puerta. Mientras Jaume la ayudaba a ponerse la chaqueta, depositó un papel casi invisible en la palma de su mano. Ella la ocultó en el fondo de su bolsillo y salió del café con la sensación de estar en un mar que la escupía.

La cita fue en un pequeño hotel de una plaza sin nombre. ¿No tenía nombre o fue Emma quien se apresuró a borrarlo después de aquel día? No lo sabía. Sólo recordaba una habitación oscura, con las persianas como horizontes finísimos. Había una cama con una colcha llena de manchas amarillas, un efecto óptico creado por la lámpara que colgaba del techo y que olía a quemado porque las moscas, atraídas por la luz, iban a morir a aquel fuego minúsculo. Desde que entró en ella, sintió que el ambiente era demasiado frío. Llevaba zapatos de tacón y un vestido de una tela vaporosa bajo el abrigo.

Antes de subir la escalera que conducía a la habitación, se fijó en la plazoleta de fuera. Sus ojos recorrieron la cabina telefónica de la esquina, al otro extremo, donde una adolescente estaba conversando y dos jóvenes estaban haciendo cola; la tiendecita donde vendían pan caliente, los bancos con unos viejos sentados leyendo el periódico. Durante unos instantes creyó que el hombre del bar estaba también allí. Llevaba un bigote muy fino y gafas, ocultaba su rostro tras una revista mientras sonreía, burlón, mirándola de lejos. Estuvo a punto de echar a correr, de alejarse de la plaza y del trozo de cielo que la cubría, pero no lo hizo. El recuerdo de unos ojos la hicieron seguir adelante.

Se abrazaron de nuevo entre las sábanas deshechas. Sus cuerpos sabían a almendras dulces y había tantas callejuelas donde perderse que todo parecía una mentira. Recorrieron las altiplanicies, los valles profundos y jugosos, la amplia línea de cresta y la pelusilla oscura. Probaron aguas frescas y nadaron hasta que no quedó un solo rincón secreto. Se amaron con la urgencia de los que tienen que acabarse la vida de un mordisco, con la prisa de los que no disponen de mucho tiempo. No hablaron ni se hicieron preguntas. Jaume no puso en sus labios el nombre de Xavier; Emma ignoró la existencia de Anna. Ambos actuaron como si hubieran perdido la memoria. Imaginaron que eran los únicos habitantes de la Tierra, los únicos poseedores de sus bienes. El pelo de Emma era como una tormenta de cobre sobre la almohada. Las manos de Jaume exploraban riachuelos y colinas. Nunca se cansaban de buscarse y las horas sólo transcurrían en la calle. Durante una noche consiguieron expulsar el tiempo y prescindir de él. Fueron felices.

Las líneas de luz que asomaban por la ventana se oscurecieron hasta volverse de un color que se confundía con el verde de las persianas. Cuando sólo quedó la luz de la lámpara, se miraron y se vieron distintos. Tenían el cuerpo rendido, y la sensación de haber llegado de muy lejos. Aunque le atemorizaba tener que salir a la plaza y al mundo, Emma se vistió deprisa: el vestido, el abrigo, los zapatos de tacón. Se sintió más fuerte. Antes de salir de la habitación, lo miró y dijo:

—No vamos a vemos más.

—¿Qué dices?

—No quiero que tus ojos me obliguen a volver. A partir de ahora, inventaré una excusa cada vez que Xavier quiera que nos veamos.

—Por favor, Emma, hablemos de esto.

—Nunca lo voy a dejar por ti, y no soy capaz de llevar una doble vida. Es cuanto puedo decirte.

En la plaza, la cabina telefónica estaba vacía y la tienda cerrada. No había nadie sentado en el banco de piedra ni recorriendo aquella parte de la calle. Pasaba algún que otro coche y sus ocupantes eran como figuras hechas de sombra. El eco de sus pasos no tardó en perderse entre el ruido de los motores.

Muchos meses después han vuelto a encontrarse en un hotel. Esta vez no pretendían esconderse del mundo; ni siquiera lo intentaron. No ha habido un pedazo de papel con una dirección escrita rápidamente, ni la escalera que sube a una habitación con luz amarillenta. Ha sido el azar, obstinado en sorprenderles, el que ha dispuesto un escenario perfecto para su encuentro: una avenida de cipreses, una casa con arcadas y balcones, y ellos dos delante de unos cristales abiertos a la oscuridad. Pero también están Anna y Xavier, durmiendo el sueño de los inocentes. Pensando en ello, Emma no puede evitar sentir un arranque de rabia. Se pregunta cómo es posible que las cosas sean de esta forma, sin una sombra de sospecha, sin ni siquiera una duda. No sabe si su pareja es muy buena o muy estúpida. ¿Tan concentrado vive en sus propios gestos que no puede detenerse a contemplar los de los demás? Sin quererlo, en parte lo hace culpable de lo que ha sucedido.

Mira a Jaume y piensa que ha sido difícil vivir sin su mirada. Se le aparecía en mitad del sueño o interrumpía cualquier situación, una hora de trabajo o un momento de ocio. Era insistente e inoportuna. Recortados en la oscuridad, sus ojos adoptaban la forma de un prisma vidrioso, irisado. Parada en un semáforo, mientras esperaba que el rojo cambiara a verde, recordaba la movilidad de su mirada. Sentada en el cine, mientras la pantalla se llenaba de anuncios luminosos antes de empezar la película, evocaba su luz. Si alguien hablaba mirándola fijamente, añoraba aquellas pupilas oscuras, detenidas en las suyas.

Emma intenta decirle que habría querido que todo fuera distinto, conseguir romper aquella mezcla de fidelidad y costumbre, de dependencia y afecto que une su vida a la de Xavier. Explicarle que sólo sabe actuar en un escenario, que habría preferido una existencia sin líos ni malentendidos, libre de engaños, pero que no ha sabido olvidar las líneas del horizonte que iban apagándose mientras oscurecía, en la habitación de otro hotel, lejos de allí. Intenta decírselo, pero las palabras mueren antes de nacer, y sigue callada, indecisa. Hasta que sus labios, desobedeciendo la orden de la mente, repiten la misma frase de antes:

—Tenéis que iros mañana mismo.

—No seas absurda. ¿Cómo pretendes que lo haga? Tendríamos que disimular durante un par de días, dejar pasar algo de tiempo para poder encontrar una excusa y volver sin que nadie sospeche nada... No creo que sea tan terrible, Emma; en serio.

—Tenéis que marcharos enseguida.

La oscuridad del jardín se desvanece cuando nace la luz. Un airecillo fino que corta el aliento retarda los movimientos de las manos de Miquel, que se ha levantado temprano y está trasteando en el huerto. Los ladridos de los perros lo acompañan mientras prepara los utensilios para el trabajo. La mayoría de los huéspedes aún duermen y Mireia aprovecha aquel rato para desayunar en la cocina, sola y sin estorbos. Se ha preparado una taza de café, que bebe a pequeños sorbos, procurando hacerla durar. Ha abierto el periódico y parece concentrada en su lectura, aunque su pensamiento esté muy lejos. Alrededor de los párpados se dibujan signos de insomnio. Las profundas ojeras y los ojos empequeñecidos delatan que ha dormido poco y mal. Mientras, Pau está tendido entre las sábanas que ella ha abandonado con los nervios tensos.

La mañana es muy clara. La lluvia de la noche se ha llevado el rastro de nubes y tan sólo quedan cuatro pinceladas blancas, como de algodón. La tierra huele a humedad que penetra con cada golpe de aire. Poca gente se acerca a este lugar a estas horas de la mañana. A lo lejos, el repartidor de bebidas ha hecho sonar el claxon antes de que Miquel saliera a su encuentro. Conduce un camión que debe maniobrar con cuidado al girar hacia el sendero porque casi no cabe en él. Las mujeres que viven en el pueblo y van a hacer la limpieza del hotel, llegan por la avenida entonando una cantilena monótona que suena a música de radio estropeada. Llevan pañuelos en la cabeza, una bolsa bajo el brazo, y no tienen cara de sueño. Ignasi abre la ventana cuando pasan justo por debajo y espía sus rostros. Con un bloc en la mano todavía tiene tiempo de copiar el óvalo de una, y las pequeñas arrugas que cuartean la piel de su frente. No hace mucho que se ha levantado y hace el esbozo maquinalmente, sin prestar demasiada atención, movido más por la inercia que por la curiosidad, porque tiene el pensamiento fijo en el cuadro que debe empezar hoy mismo: el retrato de Agueda.

Mireia levanta la cabeza del periódico que no está leyendo y mira a través de la ventana de la cocina. Ve a las mujeres que llegan canturreando, Miquel en el jardín, Ignasi en la ventana. Algo más lejos, un hombre se acerca a las barreras de la avenida. Se ha bajado de una moto que deja tumbada a un lado del cruce y camina decidido hasta el portalón. Al principio no lo reconoce, pero pronto se da cuenta de que es Toni, el cartero del pueblo. Imagina que se parará en el buzón de la entrada, tirará los sobres que guarda en la cartera y regresará por el camino del pueblo.

Pero Toni cruza las barreras y pasa de largo del buzón. Camina con un aire diferente, como si fuera portador de noticias solemnes. Hace años que lo conoce y le extraña verlo llegar hasta la puerta, tocar el timbre y esperar silbando una cancioncilla a que alguien decida abrir el pestillo. Lo hace Mireia con media sonrisa. Una sonrisa que crece, que se perfila como dibujada de nuevo, cuando lee el telegrama que le da.

Ignasi no tiene tiempo de captar sobre el papel la expresión del cartero, aquel gesto que disuelve la rigidez de unas facciones que siempre le han parecido de cartón piedra, pero que hoy insinúan cierta satisfacción. Le gusta observarlo y sabe que camina con paso vivo porque no está acostumbrado a pararse mucho en ninguna parte. Apoyado en la piedra, con la mirada recorriendo la avenida, ve cómo se aleja, primero un paso, después otro, impaciente por llegar a la moto y al camino. Le habría gustado captar las líneas de su rostro y los signos deprisa inscritos en él. Pero tiene la mano entumecida, medio dormida, y no es lo bastante hábil como para hacer un dibujo ágil. Esto no lo sorprende porque sabe que ella lo espera. No puede separar los ritmos de la mano de los del pensamiento. Durante años han funcionado en una sincronía perfecta: cuando algo atrae su atención, el trazo vuela sobre el papel. Si una imagen no lo seduce, los dedos se vuelven pesados, como si arrastraran materia muerta. Desde que se ha despertado no hace más que pensar en Agueda, ha mirado al jardín con el deseo de verla, y el resto sólo sirve para entretener este paréntesis —el espacio vacío entre la conversación de ayer y el momento en que vuelva a encontrarla.

Ha visto el azul del cielo desde la ventana. Está convencido de que la mañana trae buenos presagios y de que pronto cambiará su suerte. Sabe que durante años ha avanzado a oscuras, acertando a veces, casi por casualidad, intuitivamente. Ha pintado muchos retratos hasta que ha comprendido que se estaba equivocando. No ha sido capaz de terminar sus cuadros no porque le faltara talento o técnica, sino porque nada llenaba sus ojos ni su vida con una intensidad suficiente que le permitiera trasladarlo a la tela.

Justo ahora empieza a ser consciente de ello y se siente distinto, como si hubiera renacido.

Cuando Agueda sale al jardín, el sol ya está alto e Ignasi todavía no ha abandonado la atalaya de su ventana. El cabello de Agueda aún está húmedo, y lleva un vestido del color de la tierra que se alarga ante sus ojos como un abanico que llega hasta el pueblo. Su mirada sigue mostrando una expresión de sorpresa cuando se detiene en la quietud de cada rincón. Es la misma sorpresa que adivinó en el comedor y que lo cautiva. Cuando está a punto de pronunciar su nombre, sus ojos vuelven a encontrarse. Agueda sonríe:

—Ahora eres tú quien me está mirando desde una ventana, Ignasi. Han cambiado los papeles.

—Buenos días, Agueda, ¿has podido descansar?

—No demasiado. Tengo un sueño difícil —vuelve a sonreír como disculpándose—. Todavía no me he hecho a la idea de estar aquí.

—Tendrás que acostumbrarte.

—Sí... ¿Cuándo quieres que empecemos?

—Cuando tú digas. Estoy impaciente por hacer los primeros esbozos para el cuadro. Además, la luz de la mañana es la mejor.

—Conviene no desaprovecharla, pues.

—Podríamos ir a la galería que está detrás de las arcadas. Es un buen sitio.

—De acuerdo. Te espero allí.

Ignasi se apresura a bajar hasta el pasillo. Tiene que detenerse un instante porque siente el corazón desbocado y una cierta sensación de ridículo. No quisiera que ella adivinara su impaciencia. Un rayo de luz inunda este espacio verde y azul, donde unas sillas están repartidas en torno a una mesa y todo está en silencio. A menudo ha aprovechado el refugio que ofrecen las vueltas de piedra para tomar apuntes del jardín; conoce bien cada uno de sus rincones: el suelo lleno de grava, la porción de fachada y la hiedra que sube por ella, las sillas de hierro, y la vista que se abre justo delante —una composición con los colores de la tierra y el cielo—. Sin embargo, es como si hubiera ido allí por primera vez. El aire que llena sus pulmones acentúa un cierto sentimiento de euforia, de descubrimiento. Mira el paisaje, que esta mañana le parece el más bello del mundo, mientras ve acercarse a Agueda. El sol lo deslumbra y su figura desaparece engullida por la luz. Ignasi pestañea y, con la mano extendida hacia adelante a modo de ángulo o de sombrilla, se protege de este destello de luz hasta que recupera la visión de la mujer aproximándose.

Prepara un bloc y los lápices mientras ella se sienta enfrente de él y dice:

—Nunca antes me habían hecho un retrato.

El pintor habla lentamente porque los movimientos de su mano en el papel han empezado a tomar vida propia y lo distraen:

—Me siento como si éste fuera el primer retrato que hago en mi vida. Es una impresión curiosa, todo me resulta nuevo.

Agueda calla y su rostro adquiere un protagonismo absoluto. A Ignasi le recuerda una talla de virgen ennegrecida y huidiza. Tiene la mirada fija en un punto arcano del infinito, los labios apretados. En la quietud abandona aquella pose de reserva y distancia que la acompaña desde que ha llegado. Tiene un aire ausente en los ojos, un rastro de pena difícil de precisar acecha desde el fondo de unas pupilas que no miran a ninguna parte. Él olvida todas las preguntas que habría querido hacerle. Ni siquiera intenta retomar el hilo de la conversación que interrumpieron el día anterior aprovechando la excusa de los primeros dibujos. Seducido por el juego de sombras que adivina en su rostro, se concentra en el esfuerzo de plasmarlo sobre el papel. Intuye un paisaje de bosques densos y de abismos. Está acostumbrado a observar caras como si las estuviera inventariando y es capaz de reconocer en ellas el rictus del miedo.

Una figura se añade al grupo. Llega de la puerta principal y recorre una parte de jardín sin ser vista. Camina decidida con un papel en la mano. Lo sujeta con fuerza, seguramente sin darse cuenta, mientras una sonrisa se mueve en sus labios como si fuera una serpentina. Es Mireia, que los ha visto desde la casa y ha salido a reunirse con ellos. El sol subraya, implacable, los signos de cansancio de su rostro. La noche de insomnio ha dejado en él unas marcas perfiladas por la luz, unas líneas suaves que hablan de una cierta cris— pación contenida. Sin embargo, ahora la tensión ha desaparecido, borrada por la sonrisa que aligera las facciones suavizándolas.

Es una sonrisa muy diferente a aquella con la que hace pocas horas había recibido a Agueda; distinta también de la que Ignasi le conoce. Mireia parece impaciente.

No la ven hasta que está muy cerca de ellos. Él concentrado en un papel, ella con el pensamiento distraído. Cuando se percata de su presencia, Agueda cambia la expresión y recupera el aplomo. Vuelve a cubrir su rostro con una coraza hecha de reservas que Ignasi considera un estorbo. Molesto, Ignasi interrumpe su trabajo. Mireia habla arrastrando las sílabas de cada palabra:

—He querido comunicarte la noticia enseguida, Agueda. Ni siquiera Pau la conoce, pero se alegrará tanto como nosotros, estoy convencida.

—¿De qué noticia se trata?

El sol acentúa la sonrisa de Mireia, pero también la desnuda, endureciéndola, como si fuera de hierro. La luz cae sobre sus frentes e Ignasi tiene que entrecerrar los ojos para poder verla. Dice:

—Tu regreso será completo. Por fin habrás recuperado tu pasado.

—¿Qué quieres decir?

—He recibido un telegrama de Guillem. Sabe que estás aquí y anuncia que vuelve a casa. Finalmente, esta noche estaremos todos juntos.

Los ojitos de Ignasi ven cómo los de Agueda se convierten en dos líneas finas, como de pájaro hambriento.

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