Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XIII

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XIII

 

LA ventana se ha convertido en una atalaya. Refugiada tras el cristal, con las persianas entreabiertas y las cortinas haciendo de telón, contempla el jardín. Como nadie la ve, no tiene que esforzarse en controlar los músculos de su cara. Podría tensarlos o hacer que se relajaran a voluntad, respondiendo a los estímulos que le llegan del mundo. Podría contraer los labios y torcerlos en un rictus de miedo al verlo llegar. Sería posible que medio cerrara los ojos o que hiciera aparecer líneas de desconcierto en la frente, o que aflorara un riachuelo de agua y sal recorriéndole las mejillas. Pero no hay nada de eso. Ningún movimiento perceptible delata signos de emoción en su rostro. Agueda es una forma rígida asomada a la oscuridad, una sombra que se confunde con las de la habitación.

Es una mujer contemplando el jardín. Una mujer que pasa el tiempo intentando recordar. Dicen que la geografía ayuda a recomponer los rompecabezas guardados en la memoria. Fragmentos del pasado adquieren sentido al encontrar los espacios donde un día formaron parte del presente. Las siluetas de cada una de las piezas corresponden A rincones exactos. Cuando ya no se puede recuperar el tiempo, queda la opción de recobrar el paisaje y todo vuelve a encajar. Como si fuera posible revivir viejas historias cada vez que visitamos los lugares donde transcurrieron. Volverlas a probar desde una ventana que da al jardín.

Sólo un elemento desdice aquella imagen: las manos de Águeda que asoman por una manga del vestido, los puños cerrados.

Lo ve desde el mirador. Está empezando a oscurecer cuando las luces de un coche anuncian su llegada. Sólo los faros en las barreras de la avenida. Los cipreses son de un verde oscuro como la noche. Se oyen ladridos de perros, pero no hay rumores de conversaciones ni de músicas.

Sólo el ruido de un motor acercándose al jardín. Antes de comprobarlo ha sabido que volvía. Mientras Guillem sale del coche y abre el maletero, ella intuye que hace un gesto a alguien que lo ayuda a llevar las bolsas despidiéndolo con la impaciencia de quien no quiere que lo molesten. La otra persona enseguida da dos pasos y regresa al vehículo. La carretera es una línea grisácea.

A esta distancia y con la oscuridad de fondo es imposible reconocerlo. Tan sólo se adivina el perfil, pero no está segura de que sea Guillem. Desde que Mireia le anunció su regreso, lo ha estado esperando. Lo ha esperado durante la sesión de dibujo con Ignasi, y en el comedor, y mientras estaba sentada en la glorieta. Todavía no se ha decidido a ir al pueblo y se ha pasado la noche recorriendo la posesión.

A medida que el hombre va avanzando hacia la casa, comprueba que va adquiriendo formas y relieve. Después de haber entrado en el radio iluminado por los faroles de la avenida y del patio, sus facciones han ido delimitándose. Del esbozo inicial —la línea de un perfil visto de lejos— ha pasado a tener la consistencia de un cuerpo concreto.

Los que vuelven deben de estar hechos de una materia parecida, piensa Agueda mientras lo está contemplando. Guillem es la imagen del retomo. Hay una diferencia entre su llegada y la de los demás huéspedes, aunque sea difícil de precisar por qué razón. Una cierta solemnidad en los pasos al pisar, las piedras del patio o un gesto de reconocimiento en los ojos, o una peculiar expresión de curiosidad. No es el interés de los que exploran un lugar por primera vez. Ni tan sólo de los que, conociendo la casa y volviendo a ella, cruzan la barrera mirando a ambos lados, mientras se entretienen en inspeccionar los últimos cambios que ha experimentado el jardín o la fachada. Vuelve a un espacio familiar después de mucho tiempo. Sabe cuál era el lugar que antes ocupaban los muebles y los objetos; ha visto el caserón habitado por gente distinta, recuerda sus historias pasadas, y ha vivido en él una época que, aun sabiéndola lejana, el entorno hará presente. Por eso ha querido recorrer solo la avenida. En su mirada aflora la luz de los que tienen la oportunidad de regresar al punto de partida cuando les apetece porque el lugar donde nacieron nunca cambia. Saberlo puede resultar muy tranquilizador. O muy duro —decide Agueda— porque, si existe algún rincón del mundo quieto, su quietud sólo sirve para hacernos conscientes de hasta qué punto nosotros regresamos diferentes.

Se pregunta si lo sabrá. Aunque pueda identificar cada rincón, debe de ignorar si encontrará nuevamente un lugar propio. Seguro que el hombre que ve aproximándose a su atalaya no se parece en nada al adolescente que se fue de la isla. Tiene los brazos y las piernas largos, y los ojos muy oscuros. Le recuerda un reloj de pared, hecho de madera y con la luna blanca. El pelo es del mismo color que las pupilas, y avanza con unos movimientos ágiles y desconfiados que parecen robados a los gatos. Lleva una gabardina y arrastra una bolsa de viaje no muy grande. Imagina que debe de llevar poco equipaje porque no quiere prolongar demasiado su visita, y respira medio aliviada, medio decepcionada.

En el comedor no quedan mesas libres porque los huéspedes prefieren cenar temprano. Sin embargo, hay una esperándolos. Mireia ha hecho poner candelabros de cristal y velas, un mantel con unos dibujos de pájaros azules y copas de champán. Ella y Pau están sentados con los vasos de martini en la mano y un gesto de desconfianza mutua que, aunque se esfuercen en disimular, les sale por los ojos y los labios. La venida de Agueda ha acentuado la frecuencia de sus discusiones. Antes, cuando nada interfería los ritmos de la casa, sólo se peleaban de vez en cuando. Siempre eran discusiones controladas, tiras y aflojas que terminaban enseguida. Con los años de convivencia han aprendido a tolerarse las manías, a no interferir en ciertas parcelas, a ignorar otras. Mireia ha llegado a prever la mayoría de las reacciones de Pau. Puede leerlas en sus ojos, adivinándolas antes de que se hagan realidad. Dice que las huele. Entonces es capaz de regular la intensidad de sus respuestas, de adaptarlas a cada situación. Casi sucede lo mismo en la otra dirección, aunque ella es más complicada. Tiene un carácter laberíntico que Pau nunca llega a descifrar del todo. El tiempo lo ha ayudado a no sorprenderse cuando ella consigue dejarlo sin habla. También ha aprendido a moderar la impaciencia desde que ha comprendido que su mujer no acepta fácilmente las derrotas. Lo mejor es, pues, no tensar demasiado la cuerda, darle la razón a menudo, y después ir a lo suyo, sin presiones ni quebraderos de cabeza.

Desde que Agueda les anunció que volvía, las reglas de aquel manual de convivencia que habían ido construyendo se han visto alteradas. A menudo los dos pierden los nervios y es como si los años vividos no les hubieran enseñado nada. Protagonizan peleas de gatos. A Mireia no le hace gracia esta visita; Pau no está dispuesto a aceptar que ella interfiera. Así pues, cualquier detalle desencadena una disputa. Cada discusión actúa de despertador de sus memorias adormecidas: un reproche sirve para recordar otro reproche del pasado, una misma frase tiene dos lecturas posibles, la del presente y la del pasado, porque las palabras son cadenas que hacen resurgir todas las peleas vividas desde que se conocieron. «Es como si tuviera una agenda en el cerebro —murmura Pau—, un cuaderno donde ha ido anotando fechas y agravios. Ahora reaparece todo aunque pareciera olvidado, y en lugar de una volvemos a vivir mil discusiones. No las vivimos en su tiempo real, sino brusca y desordenadamente.»

La llegada de Guillem es un elemento que contribuye a complicar la situación. Desde que vive en el extranjero, regresa cada dos años y permanece algunas semanas. Pero esta vez su decisión ha sido muy rápida. A Pau no le gusta que aparezca cuando Agueda todavía no ha conseguido adaptarse a la casa. Ha vuelto como una desconocida y él querría disponer de tiempo para recuperar la muchacha de antes. La actitud de Mireia, de un lado, y la perspectiva de tener que compartir la prima con el hermano, del otro, aumentan la tensión en que vive. Con el martini en la mano, y una expresión que habría podido parecer de somnolencia pero que en realidad es de enojo, evita la mirada de Mireia. Está satisfecha. Se ha vestido para la cena y tiene un aire fresco que contrasta con el aspecto cansado de él. Lleva una falda y una blusa con las mangas transparentes, el escote es pronunciado. El maquillaje subraya la forma de sus ojos y el contorno de su boca. Tiene la voz algo nublada, como si la espesase para ocultar su impaciencia, cuando dice:

—Tu hermano debe de estar a punto de llegar.

Pau no puede evitar el reproche:

—Nunca te había visto tan satisfecha por su llegada.

—Esta es una ocasión especial.

—¿Qué quieres decir?

—Los tres primos juntos después de veinte años en el mismo escenario. Una experiencia emocionante para vosotros y curiosa para mí —explica esbozando una sonrisa.

—¿Por qué curiosa? No te comprendo.

—Seré el único elemento discordante y lo siento. Intuyo que mi presencia puede ser una molestia. Sin embargo, servirá para recordaros que volver atrás no es posible.

—Supongo que nadie lo pretende.

—¿Estás seguro? Yo no sería tan categórica en la respuesta.

—Habla claro, Mireia. Hace días que oírte es como participar en un jeroglífico absurdo. Nunca me han gustado los acertijos. Sinceramente, empiezas a cansarme.

—Me lo imagino. Sólo quería decir que cualquier afirmación se puede matizar. Supongo que estarás de acuerdo. ¿Otro martini?

Desde la puerta del comedor, Guillem los observa con una sonrisa. Pau se pregunta si habrá oído su conversación, mientras Mireia se levanta de la silla y se dirige hacia él con los brazos abiertos. Deja que se acerque sin decir palabra, siguiéndola en la distancia —media docena de pasos atrás—, esforzándose en ocultar aquella inquietud que, sólo con ver al hermano, ha empezado a consumirlo por dentro. Los nervios deben de conocer caminos inexplorados y secretos porque son como hormigas recorriendo su cuerpo. Por fin los dos se abrazan, mientras Mireia los empuja a ello. Hay algo forzado en esta manifestación de afecto que improvisan sin demasiado entusiasmo. A Guillem, los años de Berlín le han enseñado a contener las emociones. Aunque se alegra de volver a ver a Pau, preferiría un encuentro tranquilo, sin efusiones. Pau se pregunta qué le resultará más extraño, si la prima o el hermano. Con una cierta ironía, reconoce que quizá, en el fondo, la gran desconocida sea Mireia.

Piensa que uno puede vivir mucho tiempo con alguien, que aprende a conocer sus reacciones casi tan bien como las propias, conoce sus costumbres, aquellas inercias que se repiten puntuales, que huele antes de verlas de la misma forma que se huele el otoño o la primavera. A veces uno llega a confundir la costumbre con el amor, y está convencido de que ama el azul, por ejemplo, sólo porque su pareja tiene los ojos azules, o porque es su color predilecto. También cree que le gustan los pájaros porque hay un canario colgado en la ventana de la galería de casa. Un canario que odió durante mucho tiempo, que cantaba a todas horas, de un amarillo impertinente, aunque ya ni se acuerde. Uno llega a pensar que el desorden tiene cierto encanto, que hace la vida menos acartonada, y olvida que antes era un maniático del orden, cuando los armarios derraman objetos que no sirven para nada, pero que son sus tesoros. Decide que viajar es pesado, caluroso en verano e incómodo en invierno, cuando caen la nieve y la lluvia. Lo cuenta a los conocidos y parece convencido de sus argumentos, mientras guarda en el fondo de la memoria el afán de los veinte años por recorrer mundo, la voluntad de explorar nuevas geografías, de vivir el riesgo del camino o de la huida. Todo porque sabe que su pareja no soporta los aviones.

Uno se ha acostumbrado a seguir un juego de contrapesos, a prever las situaciones y su desenlace, a mesurar los gestos y las palabras, a moderar los deseos. Así van sucediéndose los días, las semanas, y transcurren los años. Se amolda a la convivencia, como se adapta un zapato a la forma del pie. La piel que en un principio podría resultar dura al tacto empieza a ceder, se ensancha con el uso hasta que acaba envolviendo el pie con la suavidad de un guante. Sólo ha sido cuestión de paciencia, de saber esperar, de dejar que la vida vaya limando asperezas, igualando diferencias. Pero un día, cuando vive confiado, precisamente porque sabe cuáles son los límites de lo que le pertenece, dónde comienza su mundo y dónde el del otro, llega la sorpresa. Tal vez sea por la mañana, cuando abre los ojos y observa el rostro de quien está durmiendo a su lado, compartiendo sábanas y alientos. O a la hora del desayuno, con el café y los periódicos sobre la mesa de la cocina, a modo de escudo protector o de lanza de guerra. O una noche después de hacer el amor con demasiada rapidez, cuando tendría que sentirse acompañado y en cambio se encuentra solo. Entonces descubre que ha vivido durante mucho tiempo con alguien a quien no conocía. Alguien que ni siquiera le interesa.

Es lo que está pensando Pau esta noche. Es posible que lo experimente desde hace tiempo, aunque nunca lo había pensado con la frialdad de ahora. Se siente como si hubiera ido a un hospital donde hay un pasillo blanco. Le han dicho que tiene que quedarse un rato en una sala donde está solo e ignora qué es lo que espera. Un médico que aparece por una puerta también blanca, le enseña una radiografía. Es el dibujo de su cuerpo prisionero de otro cuerpo que no lo deja vivir. Por este motivo respira pesadamente, tiene los pensamientos confusos y siente el deseo de estrangular a Mireia. De repente, al ver la bienvenida que da a Guillem, comprende la verdad. La visita del hermano no es una simple coincidencia. No es el azar que se ha empeñado en sorprenderlos sincronizando los calendarios de Agueda y Guillem después de veinte años. Su mujer ha sido la artífice de aquel encuentro. Lo ha sabido mirándola, simplemente. Lo adivina en los movimientos de la cintura y los brazos, que delatan una confianza muy distinta de la angustia de las horas pasadas. Lo capta en sus labios pintados, en la sombra de sus ojos, en el escote del vestido. Unos detalles que revelan su forma de recuperar el terreno, de volver a establecer los límites que considera propios. Unos límites que le rodean el cuerpo y la vida, que no lo dejan respirar.

Los tres se han quedado plantados en medio de la habitación como si estuvieran dudando. No saben si avanzar o retroceder, si sentarse en la mesa o esperar a Agueda de pie, conversando. Se miran con la sonrisa en los labios y un sentimiento raro que no sabrían reconocer. Tener un vaso lleno entre las manos es de gran ayuda porque los hace sentir menos indefensos. Agradecen la presencia del camarero que les ofrece una bandeja llena de bebidas. Así pues, beben, y el alcohol anima todavía más las facciones de Mireia, proporciona algo de luz a los ojos de Guillem y enrojece las mejillas de Pau, que está sudando. Distraído en sus pensamientos, sigue con dificultad el hilo de la conversación de los demás. Tan sólo participa moviendo la cabeza o respondiendo con monosílabos a las preguntas que le dirigen. Tiene una sensación de calor y de ahogo, se afloja el nudo de la corbata y se coloca la palma de la mano, enfriada por el hielo del vaso, en aquellas sienes que están quemando. Hablan de mil insignificancias. Guillem les cuenta que ha tenido un viaje magnífico y que no está muy cansado, aunque los últimos meses en Berlín han sido de una actividad intensa. Ha participado en varios congresos sobre su especialidad, y añora el reposo. Mireia le dice que no tiene por qué preocuparse. Todo está a punto para que pueda recuperarse del agotamiento acumulado: el paisaje y las instalaciones, la casa, el pueblo e incluso —añade con una sonrisa amable— la presencia de la prima, dispuesta, con toda seguridad, a compartir unos días de descanso.

Aún no ha terminado la última frase cuando se da cuenta de que ni Pau ni Guillem la están escuchando, y entonces intuye que Agueda ha entrado en el comedor. Cuando la ve en la puerta, indecisa, Pau se pregunta quién es aquella mujer que ha vuelto después de veinte años. Se pregunta cómo ha podido ser tan confiado o tan estúpido, porque creer que su presencia le serviría para recomponer su vida es absurdo. No reconoce prácticamente nada de la adolescente que se fue, en aquel cuerpo delgado ni en el rostro serio que los contempla desde el umbral de la puerta. Parece tallada en un olivo, como las imágenes de las capillas de la iglesia del pueblo. También tiene la misma sonrisa que no llega a los ojos, una línea en los labios levemente curvados. Una sonrisa que no resulta adecuada en aquel conjunto tan severo. Su aspecto frágil se ve resaltado por la finura de los brazos y de los hombros, por el óvalo de la cara. Lleva un vestido color ceniza con el escote redondo. El pelo le oscurece el rostro pero no le oculta los ojos ni la boca. Tiene las facciones tensas de quien sabe que debe sufrir una observación que quisiera evitar, un examen que consistirá en la más dura de las pruebas: la comparación de una realidad —su cuerpo gris bajo los focos del comedor veinte años después— con un recuerdo —la imagen de la adolescente de la fotografía y de la memoria.

Agueda está en la puerta. Sabe que se ha convertido en el centro de atención de los tres. Mireia ha tenido que darse la vuelta para verla y la contempla con una sonrisa mezcla de reto y de sorpresa. El reto esconde dosis del triunfo que da pisar un territorio conocido, no tener que someterse a ningún escrutinio, ser la fuerte. La sorpresa es la misma que experimentó al conocerla. Ha olido la seducción y no sabe explicar de dónde proviene. Pau la observa sin decir palabra. En su rostro no aflora aquella expresión embelesada del principio. La mira algo alejado, separados por algunos metros de baldosas, y es como si estuviera a cientos de kilómetros. Sin saberlo pone cara de muchacho asustado. Eso es lo que piensa Guillem al verlo. El hermano le ha recordado su rostro de niño cuando, después de un juego, desataba el pañuelo que tapaba sus ojos, la venda caía al suelo y movía los párpados arriba y abajo, deslumbrado por la luz de la mañana. Recuerda que, de repente, arrugaba la piel de la cara y parecía un animalito.

Guillem tiene la sensación de recuperar la mirada de Pau, de identificarla cuando la creía perdida en el fondo de la memoria, en aquel refugio donde se precipitan los recuerdos y se vuelven materia gris. Entonces ve a una mujer recortada sobre un marco de madera y queda anonadado. Lo invade aquella sensación que acompaña cualquier descubrimiento importante, un sentimiento mezcla de perdurabilidad y extrañeza. El tiempo se detiene y el mundo pierde las ansias de correr que tenía cuando se fue de esta casa. Ha tenido que regresar para conseguir que la vida se detuviera. Justo acaba de llegar y ya se siente capaz de recobrar la percepción de cada fracción de minuto, el gusto por las cosas que pueden saborearse porque se funden en la boca. Pero no se engaña. No son las paredes ni el techo donde nació los causantes de este hechizo. Ha vuelto allí a menudo y no había sabido percibir el tiempo como antes. Ahora en cambio, inesperadamente, siente una prisa distinta. Es curioso: el universo detenido y él dispuesto a comérselo. Observa a Agueda sin decir nada, pues el desconcierto se apodera de él. Ve la forma que dibujan sus labios y adivina un ligero temblor en la comisura izquierda, donde se tensan como arcos. Es una palpitación muy leve, casi imperceptible, pero los ojos se detienen allí.

Agueda mira a Guillem como si lo estuviera observando desde la ventana del jardín. Lo observa con una expresión vidriosa, frágil. Cuando descubre su actitud sorprendida, querría volverse transparente, ser invisible. Pero tiene la piel de limón o de hoja de almez, y sabe que nada la disfraza. Además, las luces del comedor subrayan los rasgos de su rostro con una dureza inclemente. No tienen la suavidad de las bombillas de la habitación verde ni de los focos blanquecinos de la avenida. De repente, se siente extraña, una intrusa que llega a un mundo que no le pertenece, que se esfuerza por abrirse un lugar con intentos poco hábiles.

Unos intentos que sólo sirven para poner de manifiesto su ineptitud. Pero a la vez, también comprende que el tiempo no se mueve. Viven una hora quieta donde lo único que importa es mirarse al espejo, ella en él y él en ella, mientras Pau y Mireia hacen de comparsas.

Es un juego de miradas que, en un instante, ha pasado por todos los estadios del movimiento y la quietud. Primero se han encontrado sin quererlo, porque era inevitable.

Ella en un marco de madera, iluminada por los dedos de una luz ocre, él cerca de su cuñada y de su hermano, con un vaso de martini y una chispa de curiosidad. Se han visto y se han gustado. Aunque ésta no es una palabra muy contundente para explicar la mezcla de sensaciones que los invade. Una impresión de caos y desorden en el pecho, pero también un sentimiento de descubrimiento inesperado. Después, los ojos de Guillem se han detenido en los de Agueda; y a su vez, los ojos de Agueda han captado la mirada de Guillem. Hay, pues, ojeadas que van y vienen dando saltos, recorriendo curvas. Finalmente, la fijación de los ojos que han captado otros ojos: un grabado impreso en la memoria.

Mireia dice:

—¡Por fin has llegado, Agueda! Ya hace rato que Guillem está con nosotros y la cena está lista.

—Disculpadme. Me he entretenido demasiado tiempo en el jardín y he olvidado el reloj. Deben de ser los efectos de esta casa donde todo parece transcurrir más despacio. Guillem...

Titubea y, finalmente, lo abraza. Es un abrazo distinto al de Pau el día anterior, aunque también le resulta incómodo. Los brazos de Guillem la rodean durante poco tiempo y se desprende de él casi sin querer. Ninguno de los dos piensa en el episodio de la glorieta, un capítulo adolescente que no recuerdan. Perciben que viven una situación nueva, difícil de catalogar. Sin haberlo escogido, son los protagonistas de un momento de reencuentros. Es el choque con la sorpresa cuando lo tenían todo previsto. Nada debía importunar la estancia de Agueda en aquella casa. Ni tampoco el regreso de Guillem a la casa donde nació —unos días para recuperar el aliento antes de regresar a la inercia del laboratorio de un hospital—. Pero algo difícil de precisar les sorprende sólo con verse y, cuando todavía no han tenido tiempo de pararse e intentar comprenderlo, el corazón de Agueda corre y la percepción del tiempo de Guillem se detiene. Mireia los observa con cierta curiosidad. Pero ni siquiera intuye lo que están viviendo. Sólo lo saben ellos, y se abstendrán de desvelar el secreto que comparten porque contarlo los haría vulnerables.

Les sirven carne de corneja asada al horno con hierbas aromáticas y bañada con una salsa que huele a cebolla tierna. Lo acompañan con un vino tinto que les calienta la boca y el nacimiento del cuello, porque quema un poco. En una fuente les han servido patatas cocidas con mantequilla, doradas al fuego, con una piel marronosa que se funde; en otra, endibias y unos tomates tan pequeños que parecen de mentira. Los dibujos de pájaros azules en el mantel distraen la atención de Agueda. Cuando menos son la excusa perfecta para que nadie pueda reprocharle que, durante demasiado rato, tiene la vista fijada en la ropa de hilo y en los bordados. Pau les dice:

—A veces me acuerdo de la abuela y de los padres. Pienso en las cenas que hacíamos en esta casa y me pregunto qué pensarían de lo que he hecho con ella.

—Estarían encantados —responde Mireia—. Has convertido un viejo caserón imposible de mantener en un negocio próspero. Estoy segura de que estarían orgullosos de nosotros.

—Probablemente no lo entenderían —dice Guillem, como si no hubiera oído las palabras de la cuñada dirigiéndose directamente al hermano—. Siempre creyeron que era posible que todo siguiera igual. Eran inmovilistas por naturaleza y no habrían podido entender que su casa se convirtiera en un hotel.

—¿Me culpas a mí? —dice Pau, a quien se le han hinchado algo las venas del cuello y tiene la cara congestionada.

—¡De ningún modo! A mí me gusta este lugar. Volver a él tiene la ventaja de recuperar mi casa y a la vez disponer de las comodidades que has instalado en ella. Siempre he sido más práctico que tú, hermanito, que aún te permites divagaciones y dudas nostálgicas. Sin duda reconozco tu, vuestro, mérito, pero no me pediste mi opinión, sino la de nuestros padres: ellos no lo habrían entendido.

—Probablemente tampoco habrían podido entender que gastaras la mayor parte de tu herencia en investigaciones absurdas que no sirven de mucho. Al menos yo he salvado la casa.

—La casa y la vida. No te quejarás de la vida que llevas. Es lo que siempre habías deseado.

Mireia interviene rápidamente en la conversación:

—¿Alguien quiere más vino? Pediremos que nos traigan otra botella.

Hace un gesto al camarero y éste les sonríe desde su lugar. Los cuatro permanecen callados. ¿No saben qué decirse o se refugian en el silencio porque hay demasiadas cosas que es mejor callar? Agueda sigue muda con la mirada en el vuelo de los pájaros azules. Mireia les sirve una copa de vino mientras su mente busca inútilmente cualquier tema que salve la incomodidad absurda de la situación. Pau mira al hermano con un rastro de rabia en el fondo de los ojos. Seguro que tampoco sabría explicarla.

Pero Guillem no se fija porque está demasiado distraído. Se da la vuelta hacia la mujer que tiene la cabeza inclinada sobre el mantel. Vuelve una y otra vez y ella adivina, sin verle, el fuego en sus ojos.

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