Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XIV

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XIV

 

LA escalera que baja al jardín desde las terrazas de poniente es larga. Tiene los peldaños de una piedra que debió de ser blanquecina y que los años han ido oscureciendo. .Ahora tiene una tonalidad que oscila entre el gris y el sepia. En alguna curva ha ido ensombreciéndose hasta que se ha vuelto casi negra a causa de la humedad procedente de las macetas distribuidas entre el arrimadero y los peldaños, aprovechando su anchura. Hay tres rellanos que parecen escenarios en un anfiteatro de butacas. Al menos así lo pensaban los tres primos cuando jugaban a interpretar.

Agueda se ponía un camisón que había sido de la abuela. Tenía una falda con mucho vuelo que hacía unos dibujos rojos sobre un fondo blanco. Si empezaba a dar vueltas sobre sí misma, convertida en una peonza, se elevaba hasta parecer una nube. A veces se levantaba con los brazos extendidos e invitaba a Guillem y Pau a que se escondieran. Ocultos bajo la anchura de su falda, desaparecidos entre los pliegues, era como si no estuvieran allí. Entonces Agueda imaginaba que tenía el poder de hacer aparecer a los primos pronunciando un sortilegio. Cerraba los ojos y repetía las palabras mágicas. Golpeaba tres veces el suelo con un zapato y los muchachos salían, muertos de risa, de debajo de la ropa. Alguna vez, sólo por impacientarla, Guillem despistaba y se quedaba muy quieto, abrazado a las rodillas de la prima, impidiéndole caminar y practicar la magia.

Cuando Mireia fue a vivir allí, la escalera estaba en desuso. Sólo la utilizaban Miquel, las mujeres de la limpieza y alguna vez Pau, cuando se dirigía al jardín desde aquella parte de la casa. Decidió transformarla de la misma forma que había convertido los demás rincones inhóspitos en espacios luminosos. Llenó las terrazas de hiedra, las adornó con plantas trepadoras y sembró flores de temporada en los parterres: unos puntos de colores esparcidos por todas partes. Colocó mesas y sillas de mimbre, y una hilera de focos ocultos entre las macetas de la escalera. Cuando abrieron el hotel, aquella zona se convirtió en uno de los rincones más acogedores. Los huéspedes la frecuentaban principalmente en verano, hasta que cubrieron las terrazas con paredes de cristal, que protegían del frío, e instalaron un sistema de calefacción. Era frecuente que después de cenar hubiera gente distraída en la conversación, con una copa enfrente, y la sensación de no tener demasiado sueño. Si la noche no era fría, algún grupito decidía aventurarse y bajaba la escalera. El recorrido de aquel tramo permitía una magnífica visión del jardín. Desde la altura de las terrazas, en la ruta de descenso, podían contemplar una panorámica de la avenida de cipreses.

No obstante, en pleno mes de enero, el paseo no es muy habitual. Como la noche es húmeda, los huéspedes prefieren sentarse en la terraza y dejar el descenso al jardín para el día siguiente, cuando el sol haya calentado suficientemente las piedras. Emma ha intentado convencer a Anna de posponer la caminata, pero la otra parecía decidida a llevarla a cabo. A Emma le daba pereza tener que abandonar aquel reducto acolchado donde, después de un día de nervios, por fin había conseguido relajarse un rato, y bajar los peldaños hasta el jardín. Pero no ha sabido negarse. Mientras, Xavier y Jaume están hablando. Dice Xavier:

—No puedo creer que no seas capaz de solucionar este problema. ¿Estás seguro de que lo has pensado bien?

—Realmente es una mala pasada. Pero no me lo pongas más difícil, por favor. Anna se ha pasado el día enfadada conmigo. Ni siquiera me dirige la palabra. ¡Como si yo tuviera algo que ver! Te aseguro que cuando adopta esta actitud de reina ofendida me resulta francamente insoportable.

—Sólo hace veinticuatro horas que habéis llegado y ya estás a punto de volver a irte. Ni siquiera habéis tenido tiempo de deshacer el equipaje. No debes extrañarte si protesta, porque tiene toda la razón. La pobre chica había planificado el encuentro con mucha ilusión. Como yo mismo, para serte sincero. Me has fastidiado, amigo.

—No puedo hacer nada. Esta misma mañana he recibido una llamada urgente del productor de mi próxima obra, ya sabes. Es imprescindible que vuelva a Barcelona para la reunión de mañana por la tarde. Parece que los asuntos con los patrocinadores se han complicado a última hora y tenemos que intentar convencerlos de que el montaje vale la pena. Los mal nacidos quieren echarse atrás.

—Nada, hombre, tú eres muy hábil a la hora de convencer a la gente. En definitiva no será más que un pequeño susto, supondrá tener que coger un avión, sufrir un par de horas de unas negociaciones aburridísimas, llegar a un acuerdo y entonces regresar a cenar con nosotros. La comida de la casa es espléndida y hay que aprovecharlo.

—No es tan sencillo como lo pintas. Tengo la impresión de que el tema se puede complicar. Me han dicho que de ninguna manera podré regresar mañana: el día será duro.

—¿Estás seguro?

—¡Claro! El tema se puede alargar por un par de semanas. Y eso con mucha suerte y suponiendo que consiga salir adelante. Habrá conversaciones, paréntesis donde todo el mundo intentará tensar la cuerda para ver hasta dónde aguanta sin romperse; ofertas, contraofertas, palabras con un tono de amenaza o insulto. No hay remedio: tendremos que volver al trabajo y reservar los días de vacaciones para más adelante.

Beben en unos vasos de cristal grueso, algo pesados, donde hay tres dedos de whisky y algunos cubitos. El líquido se desliza hacia el estómago bajando por el cuello y dejando un rastro de madera en sus bocas. Jaume ha encendido un cigarrillo y hace un círculo de humo antes de hablar. Se distrae mirando cómo va desvaneciéndose en contacto con el aire: primero queda suspendido en una cuerda floja invisible, inmóvil delante de sus ojos como una anilla gris; después se vuelve translúcido y empieza a fundirse, a convertirse en una partícula, un olor que, cuando se enfría, queda impregnando el cuello de la camisa y el cabello. Xavier parece contento de tomarse una copa, con las piernas extendidas y el cuerpo relajado. Le ha molestado comprobar que su amigo está decidido a volver a Barcelona al día siguiente, pero comprende que es mejor no insistir. Sabe que Jaume no acostumbra a cambiar de idea. Es tozudo como una mula y la cabeza no para de darle vueltas. Seguro que su pensamiento hace horas que está lejos. Ha estado distraído durante todo el día, sopesando los posibles argumentos que utilizará para convencer a los promotores de las excelencias de su proyecto. En el fondo, le da un poco de envidia. A él, que vive en un escenario, que conoce los objetivos de las cámaras y sabe cómo seducirlos, le gustaría poder convertirse algún día en director de escena.

Nunca se lo ha dicho porque cuesta reconocer que no hay bastante con los aplausos ni con el dominio del espacio y de los ritmos de la historia. Cada vez le resulta más difícil disimular los límites de la ambición que lo hace avanzar y crecerse. Cuando era un chaval que perdía el tiempo y la paciencia haciendo cola en los cástings, soñaba que algún día sería un gran actor. Las propuestas se acumularían sobre su mesa y debería escoger el papel más atractivo. Quemaba las noches en los bares que frecuentaba la gente de la profesión, sonreía a diestro y siniestro y conocía de memoria los gallineros de todos los teatros de la ciudad. Cuando se sentaba, tenso el cuerpo y ávidos los ojos, olvidaba la incomodidad de las sillas y el frío del invierno mientras iba repitiendo los textos que los actores de verdad recitaban sobre el escenario. Ahora el actor de verdad era él.

A veces, cuando los sueños se hacen realidad, saben a poco. Esta es la sensación que tiene desde que es un hombre celebrado por el público y por la crítica. Por un lado se siente solo. Ha tenido que pisar demasiados callos ajenos para ascender al Olimpo de los dioses. Conoce el sabor de la venganza, un plato que es mejor servirse frío, con calma. Ha tenido la oportunidad de resarcirse de un porcentaje elevado de humillaciones recibidas cuando era un chiquillo con un hato lleno de sueños a cuestas. El resto, aquellas que todavía no ha tenido ocasión de cobrarse, las guarda escritas en la memoria con una tinta que el tiempo no borra. Pero no vive tranquilo. La sensación de riesgo que antes le causaba placer, hace tiempo que lo incomoda. Está harto de tener que empezar siempre de nuevo, harto de los paréntesis en que, después de haber terminado una obra, duda antes de dar el siguiente paso. A veces porque no sabe cuál de las posibles ofertas merece la pena poner en marcha, otras porque vive épocas de sequía sin proyectos que le interesen o le conmuevan.

Ha aprendido que puede haber dos razones para aceptar un papel. Por un lado, las historias que lo salvan, porque interpretarlas le proporciona el coraje para vivir, le hacen sentir, cada vez con menos frecuencia, que todavía es aquel aspirante a actor que soñaba con comerse el mundo, enamorado de una mujer vestida de sal en la Rambla, seductor del público con sus gestos; por el otro, hay papeles que le dan proyección y dinero. Historias que son un reto de fuego porque debe desenvolverse con gracia, demostrar su pericia. Asegura que en los papeles aparentemente más tópicos y esquemáticos, que parecen calcados de la realidad, unas copias desfiguradas de la vida en lugar de recreaciones geniales de sus contradicciones, es donde un actor puede demostrar su fuerza.

«¿Qué mérito tiene —pregunta a Emma— bordar un Hamlet o un Cyrano, si son personajes magníficos en cuya piel cualquier aficionado puede salir medianamente airoso? Tiene mucho más mérito dominar el escenario durante algunos minutos cuando se está interpretando una figura secundaria, aparentemente insignificante pero que sin embargo llega a convertirse en una perla del montaje. Una perla que brilla porque uno ha sabido hacerla resplandecer, sorprendiendo al director, que dudó ante la posibilidad de suprimirla, e incluso al autor del texto, que ni tan sólo recuerda por qué le salvó la vida.

»Tiene más valor todavía —afirma— representar un héroe de fotonovela. Una figura tópica con una existencia cortada por los patrones de un folletín. Un hombre que llevará algunos muertos a cuestas, que vivirá historias de amor incestuoso y deberá pagar culpas oscuras. Un personaje que haría arrugar la nariz de los críticos más exigentes y aplaudir a las amas de casa, ávidas de emociones televisadas, de aquellas que trastornan el corazón y llenan vidas insípidas. Pero hacerlo midiendo los gestos y las palabras, dotando de consistencia un producto esquemático, tópico, basado en un guión que tan sólo pretende que logre encabezar los índices de audiencia. Potenciar su realidad de fotograma al conferirle un aliento cálido, al transformarlo en un personaje de carne y hueso que forma parte de muchas vidas porque explora una emoción que se hace real y honda.»

Xavier ha podido elegir vivir otras existencias y las vive con la profesionalidad de los buenos actores. En cambio, no sabe saborear la que le ha tocado en suerte cuando no está en el escenario. Mira a Jaume de reojo y se pregunta cómo será dirigir a los demás. Dejar de representar un solo personaje para convertirse en todos aquellos que se mueven de acuerdo con el ritmo que marca tu voz. Sentirse en parte un dios que se multiplica, generoso, en cada una de las criaturas que viven y mueren en el escenario siguiendo tus pautas. Matizar el tono de una voz, la longitud de un gesto, la precisión de un movimiento o la sincronía de un coro de figuras. Lo envidia porque nada limita su capacidad de metamorfosis: no tiene que meterse en la piel de un único ser, sino que puede ser como la lluvia, que ha caído sobre la tierra entera y ha hecho una buena sazón.

La escalera que baja al jardín no tiene curvas. Es toda de una pieza, con unos peldaños que invitan a alargar el paso y a inclinar el cuerpo hacia adelante. La barandilla es de una piedra más blanquecina que el resto. Permite descansar el brazo y utilizarla de mirador. A estas horas de la noche, no hay demasiada gente paseando porque el aire es frío y cae el relente. Por suerte, a Emma se le ha ocurrido abrigarse antes de aceptar la propuesta de ir a dar una vuelta. Lleva un pañuelo de lana negra que cubre sus hombros y la protege de la humedad que inunda el aire. Un hilo delgadísimo de agua se extiende por todas partes aunque es prácticamente invisible, y cambia el color de la piedra oscureciéndola.

Caminan lentamente. Anna parece contenta, como si acabara de salir del estado de letargo en que había pasado las últimas horas. Durante el desayuno, cuando Jaume le ha dicho de irse mañana mismo a Barcelona, ha reaccionado con indignación. Una retahíla de reproches que no ha intentado evitar que oyeran los demás, primero, y unas tentativas poco hábiles para disuadirlo, más tarde. Emma ha visto cómo lo abrazaba intentando convencerle para que enviara el trabajo a paseo y se quedara en la isla. Le ha hecho unas muecas que intentaban ser seductoras y que a él le han parecido más bien cómicas. Ha habido palabras dulces mezcladas con reproches, y también algún insulto poco adecuado, y luego ella ha sido consciente de que no se saldría con la suya.

En definitiva, un espectáculo que Emma habría querido ahorrarse porque le resultan molestos sus excesos. Luego ha pensado que Anna es imbécil y le habría gustado escupírselo a la cara, plantarse delante de ella, mirarla a los ojos e interrumpir aquella explosión para decirle: «No entiendo cómo Jaume soporta tu rostro tan maquillado. No sé cómo puede despertarse cada mañana teniéndote cerca, ni cómo puede dormir en la misma cama que tú ocupas. Vete deprisa. Da gracias a que soy demasiado fiel o demasiado cobarde y que no me atrevo a quitarte el marido. Pero hazlo deprisa, antes de que tenga tiempo de arrepentirme y echarme atrás. Antes de que me sienta capaz de irme sola con él hasta el fin del mundo. Si es que el fin del mundo existe en alguna parte. Antes de que te estrangule.»

Después de cenar, Anna ha regresado a la tierra. Se ha tomado un par de copas recuperando su sonrisa de ratita glotona, y ha estado contando anécdotas. Cuando le ha propuesto recorrer el jardín, Emma no ha sido capaz de negarse. La propuesta le ha resultado inesperada. «De qué hablaremos durante el paseo —se pregunta— si nunca encontramos palabras cuando nos quedamos solas.» Hasta ahora tenía la impresión de que el afán de rehuirse era mutuo. Creía que, en ausencia de Jaume y Xavier, Anna se encontraba tan incómoda como ella. Pronto agotan los cuatro temas de siempre, que han llegado a aburrir de tanto repetirlos, y se callan. Anna mira al techo y, si mantiene la sonrisa, su expresión le recuerda un anuncio de detergente. Al observarla —no sabe a través de qué mecanismos— piensa en aquellas amas de casa que salen en televisión comentando las excelencias del producto que usan para lavar las manchas del cuello de la camisa de su marido. Se la imagina cantando sus maravillas como si glosara un invento que salvará la humanidad y su propia vida, mientras realiza una exposición de argumentos y razones. Anna lleva la camisa que llevaba Jaume en el hotelito de aquella plaza sin nombre de Barcelona, mientras se desnudaban deprisa, con el deseo acumulado de muchos días.

Bajan la escalera y Anna se muestra afable. Habla en un tono que hasta ahora no le conocía. Su actitud, además de sorprenderla, la calma. Cuando menos evitará tener que escuchar un memorial de agravios que no tiene la menor intención de compartir. Por un instante, la posibilidad de que quisiera hacerla confidente de su enojo la ha asustado un poco. Emma se envuelve el pañuelo al cuello hasta cubrirle por completo los hombros; permite que Anna la tome por el brazo, y baja la escalera que conduce a la avenida de cipreses. Desde donde se encuentra, los árboles destacan por su verticalidad sombría. El verde casi se confunde con la noche. Como la mezcla de oscuridades no llega a ser absoluta, pueden distinguir un contraste de volúmenes: las formas de los árboles recortándose sobre un fondo liso de nubes. Es un paisaje de enero en el interior de la isla, donde los pueblos viven a un ritmo tranquilo, un ritmo de paseo lentísimo.

De repente, resbala un pie y un cuerpo pierde el equilibrio. La sensación de la caída puede verse como si la estuvieran filmando con una cámara que ralentiza la secuencia. Ver a alguien desplomándose desde cierta altura produce un sentimiento de vértigo, de rodamiento del mundo Un factor inesperado se introduce en la escena. No lo habíamos previsto ni imaginado porque no forma parte del orden lógico de las cosas, sino que* desdice nuestro sentido de lo que se puede prever. En un recorrido simple no tiene por qué haber sorpresas: bajar la escalera desde la terraza, despedirse de Jaume y Xavier asegurándoles que enseguida vuelven, que sólo quieren recorrer el jardín, contemplar los árboles desde una distancia que permita situar volúmenes y contornos, hablar no se sabe muy bien de qué, probablemente de nimiedades, y volver después algo enfriadas, pero eso sí, con los ojos llenos de juegos de luces y sombras.

Un incidente interrumpe el curso de lo que tenía que pasar. Un hecho aparentemente minúsculo —aquel hilo de agua en el suelo, un zapato que resbala, la caída— altera el conjunto desbaratando los elementos que formaban parte de la escena y recomponiéndola de nuevo. El instante presente es, pues, de caos: una mujer rodando por el suelo, la otra contemplándolo con una mirada de aprensión. A las pupilas les cuesta captar la dimensión de todo lo que sucede en un instante. Sobre todo cuando la imagen de la caída se precipita. Ha desaparecido aquella impresión de lentitud del primer momento en que el cuerpo se tambalea perdiendo la verticalidad. Los brazos y las piernas se mueven adelante y atrás, como si dudaran, hasta que acaban proyectándose contra el suelo donde se encuentran con un zapato y un pañuelo de lana negra, dos objetos que parecen desvalidos. Algo más allá, un cuerpo tendido y otro cuerpo que se inclina sobre él. La humedad del suelo y los zapatos de tacón deben de haber provocado la caída.

Se ha producido un ruido seco porque caer pesa. Pesa el cuerpo al caer y provoca el alboroto de una maceta que ha arrastrado durante casi un metro y que también ha ido cayendo hasta romperse cerca del arrimadero del último tramo. Como todavía no estaban demasiado lejos de las terrazas, alguien que acababa de levantarse se ha dado cuenta de lo que está sucediendo. La noticia circula rápidamente y empieza a llegar gente al lugar donde se encuentran. El más rápido en acercarse es Miquel, que estaba dando un paseo por el jardín antes de irse a acostar, pero también acude Ignasi. Alertados casi a la vez, se presentan Jaume y Xavier. Todo son brazos alargándose para levantarla. Ninguno de los dos ha hecho ningún comentario al anunciárseles que Anna se había caído. Un mismo impulso los levanta y los lleva, sin decir palabra, hacia la piedra gris iluminada por muchos focos.

Casi a la vez llegan Mireia, Pau, Agueda y Guillem. Todavía estaban sentados en el comedor cuando les han avisado de lo que había ocurrido. Tener una excusa para interrumpir la cena les ha parecido, de alguna forma, una liberación. Ninguno de ellos se sentía cómodo en un entorno demasiado íntimo, donde la tensión flotaba en el ambiente sin encontrar un lugar donde posarse. Pau rezuma rabia contra Mireia, a quien culpabiliza de la intromisión del hermano. Guillem y Pau han manifestado en voz alta su desacuerdo sobre todos los temas que tratan. El primero, en un tono de broma, entre la ironía y el chiste; el segundo muy indignado. Como la disputa es un juego para Guillem, no pone mucha pasión y juega con la ventaja del que mueve las piezas con la cabeza fría. Domina el arte de provocar al hermano, de despistarlo. Aunque hoy no se ha divertido demasiado porque la presencia de Agueda lo distrae y lo pone nervioso.

Cuando salen, Guillem avanza hacia el grupo dispuesto a examinar a la mujer que está tendida en el suelo. Comprueba que no ha perdido el conocimiento, aunque tiene una herida abierta en la frente, justo sobre la ceja izquierda —un cordón de sangre que le mancha la piel—. Cuando ella se queja de dolor en una pierna, él le pregunta si puede moverse. Entonces le palpa el tobillo que ha empezado a hinchársele y anuncia que lo mejor es que descanse un rato antes de ir a urgencias a que le hagan una radiografía.

La levantan, la sientan en un sillón de la terraza y Mireia hace que le lleven una manta para que no pase frío. Allí mismo, Guillem intentará hacerle una primera cura de urgencias de la herida, desinfectándola. Los demás huéspedes se retiran, Miquel e Ignasi se van también. Vuelve la calma. Emma se pregunta por qué Anna no dice nada. Ve que la piel de su rostro ha absorbido el maquillaje y tiene una tonalidad de oliva. Sólo las líneas de los ojos, perfiladas con un lápiz negro, se mantienen inalterables. El rímel se ha corrido por sus mejillas, que se han vuelto grises. Sobre este fondo, destaca el hilillo de sangre que vuelve a aparecer aunque Guillem intente restañarlo una y otra vez. En su rostro sin color brilla el rojo limpísimo de la herida. Emma retrocede un par de pasos mientras Jaume y Xavier, inclinados junto a Anna, le preguntan cómo se encuentra. A ella, por suerte, nadie la mira, y esto le permite convertirse en observadora. Mientras va recuperándose de la conmoción de verla rodar escaleras abajo, de intentar impedir que cayera sin conseguirlo, de correr inútilmente detrás de ella, contempla el grupo que se ha formado en la terraza. Los observa sin demasiado interés hasta que sus ojos encuentran el rostro de Agueda.

Agueda se ha quedado quieta cerca del cuerpo tendido de Anna. Cuando ha llegado cerca de ella, Anna todavía se hallaba en el suelo. Tenía los párpados cerrados y parecía debilitada. No se ha parado a observar sus facciones, probablemente alteradas por el susto; tan sólo ha visto una pequeña fuente roja. La sangre, destacándose sobre un fondo de piel y cabellos. Con la mirada detenida en su frente, su pensamiento echa a volar. Se levanta lejos de allí, escapando del círculo de cuerpos que se ha formado en torno a la mujer caída, de las palabras que pronuncian los demás y que no oye, de la casa y de la isla.

Se halla en otro tiempo y en otro lugar. Ocupa un espacio reducido en una habitación no muy grande, sin puertas ni ventanas. O ¿será la puerta la única abertura que ve algo más allá, aquella fina rendija en la pared? No lo sabe, pero se está ahogando. Recorre cada uno de los esconces, la distribución de los muebles, que parece improvisada, el desorden de las sábanas, la luz de la lámpara. Lleva un vestido de una tela inconsistente, como una pluma. Es un camisón que no la protege en absoluto, sino que acentúa la sensación de intemperie. Siente su cuerpo baldado, dolorido cada uno de sus miembros. No se acuerda, pero debe de haber andado a oscuras, recorriendo de un ángulo a otro este espacio entre paredes que se levantan hasta no se sabe dónde, con un techo en el punto más alto que, a veces, parece muy alejado y que después amenaza con desplomarse sobre ella.

Entonces llega él y dice:

—¿Dónde está el cinturón blanco de tu bata blanca?

No sabe dónde ha puesto el cinturón y lo advierte con un sentimiento de pánico:

—No lo sé. La bata está colgada en el armario. La he colocado yo misma antes de que llegaras. Pero no está la cuerda que sirve para atármela a la cintura.

—No entiendo cómo lo haces: todo te rehúye.

—Siempre está —repite maquinalmente—. Yo soy la que se encarga de ordenar las cosas y cada una ocupa siempre el mismo lugar.

—Pues ahora no está.

Empieza a buscar el cinturón por la habitación que, está segura de ello, no tiene ni puerta ni ventanas. Es una búsqueda apresurada, nerviosa, que frena sus movimientos y los entorpece. ¿Cómo puede sucederle tan a menudo? Recuerda la hora exacta en que ha puesto el objeto en su lugar —el cajón de un escritorio, la mesita de noche, el altillo del armario—, incluso conserva la imagen grabada en su retina. Guarda la sensación física, como si su cuerpo se esforzara en ayudar a la memoria. Sin embargo, cuando vuelve, siempre ha desaparecido. Es inútil que intente repetirse que debería estar tranquila porque no ocurre nada, que seguramente no lo habrá mirado bien. Sólo tiene que entretenerse en vaciar el contenido de los clones y buscarlo con calma, objeto por objeto, hasta que aparezca esto o aquello que guardó en ellos. Lo sabe con seguridad, pero la certeza pierde consistencia a medida que insiste en el escondrijo hasta que se vuelve traslúcida. Un cuerpo muerto. Entonces pasan los días o las semanas.

Puede suceder en cualquier momento; después de haber pensado en ello con insistencia —los ojos abiertos entre las sábanas, olvidado el sueño—, una vez que ha conseguido hacer una abstracción y arrinconar el desasosiego, ni que sea durante un rato, en un ángulo donde no moleste demasiado.

Entonces encuentra lo que había perdido. Aparece delante de ella cuando menos lo espera, en un lugar que no habría sabido prever. Si es una pieza de ropa, por ejemplo, puede aparecer en la despensa, entre latas de conservas. Un día descubrió un zapato en el congelador. Ya se había formado un trozo de hielo que le daba cierta rigidez, transformándolo. Se apresuró a esconderlo antes de que él pudiera enterarse. Si se trata de una joya o un reloj, pueden estar en el armario de los detergentes, junto al suavizante para ropa delicada. Cuando pierde un bolígrafo, éste puede ir a parar a la leñera. Recuerda que, en una ocasión, se había parado en la panadería de la esquina a comprar pan. Todavía estaba caliente cuando llegó a la cocina de su casa. Puso la mesa y calentó los canelones en el microondas. Tres días después lo encontró duro como piedra bajo la cama.

En la terraza de la casa que es un hotel, en Mallorca, Emma contempla el rostro de ceniza de Agueda. Nadie más lo hace porque el centro de atención es la mujer que ha rodado por la escalera del jardín. Todo el mundo asoma a preguntar si se encuentra bien, si puede intentar andar, si quiere una infusión. Aprovechando el paréntesis, capta la desnudez y el desamparo. Entiende que la mirada de Agueda ha quedado quieta en un punto rojo de la frente de Anna, y se pregunta qué otras imágenes, seguramente remotas, alterarán su expresión. Entonces recuerda a Ignasi diciéndole que es cambiante como algunos paisajes o como la luna. Ignora si la situación que acaba de vivir ha trastornado su capacidad para percibir estados de ánimo, para oler el sufrimiento o si, al contrario, el entorno y la escena le aguzan el olfato. Intuye que está contemplando una figura atormentada. Amparada por la noche y sin que los demás puedan imaginarlo, se siente muy cómplice de ella.

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