Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XV

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XV

 

CON las cortinas corridas, la habitación verde se transforma en un reducto de paz. La imposibilidad de contemplar el exterior, donde siempre hay gente que pasa, le permite concentrarse en lo que va escribiendo. El papel en blanco capta su atención mientras los demás están durmiendo. Agueda no tiene sueño, sólo ganas de contar lo que ha vivido. La noche es cerrada y el silencio la acompaña. Escribe:

«A veces la vida se precipita. Nos conduce a situaciones que no habíamos podido prever, que escapan de nuestro control y que nos hacen bordear los límites del absurdo. Absurdo es lo que he vivido esta noche. Cuando todavía hace poco que he llegado, me pregunto si mi aventura no será un error.

»Discúlpame por esta confusión. Seguramente no habrás entendido nada, pero he decidido verter las ideas a bocajarro. Así, cuando recibas mi carta, podrás comprender mejor cómo me siento. Eres la única persona con quien no debo usar máscara y eso me consuela. Escribirte es como hablarte. O casi. Puedo imaginar tus ojos que me han escuchado, a veces incrédulos, con frecuencia compasivos, protegiéndome. Los veo cerca de mí y todo me parece menos duro. Desde que te conozco siempre me he sentido igual y lo sabes bien. No tendría que repetirte, pues, que te añoro muchísimo, pero lo escribo para mí, porque ponerlo en un papel me hace sentir más cerca.

»Hay imágenes que no se pueden hacer morir. Aunque hemos hablado a menudo, nunca me has podido convencer sobre esta cuestión. Hablabas de la capacidad de los seres humanos para arrinconar ciertas experiencias en el fondo del cerebro suprimiéndolas. Si todo el mundo pudiese recordar cada uno de los detalles de su vida como si acabara de vivirlos, si le fuera posible evocar las minucias que acompañan la cotidianidad y los grandes acontecimientos de cualquier biografía, sería abrumador. Hay palabras que forman parte de conversaciones que deben olvidarse, imágenes que se borran, gestos que pierden su intensidad y vuelven nuevos a la memoria. La memoria que hace desaparecer ciertos rastros de vida para que podamos sobrevivir y tirar adelante, puede propiciar que los colores de los que hemos vivido se atenúen hasta dejar de existir. Pero debe de ser caprichosa y voluble porque no nos permite escoger.

»Quisiera poder rescatar cada uno de los momentos que he pasado a tu lado, cada detalle de nuestra relación. Aunque me esfuerce, hay algunos que se me escapan sin querer. Por ejemplo, no sé exactamente cuándo me hablaste por primera vez. Tú aseguras que file después de aquella conferencia, cuando coincidimos en la salida y me preguntaste si vivía en tu barrio. Creo que fue una mañana de primavera, en el parque que hay cerca de casa. Nunca nos pondremos de acuerdo y, en el fondo, da lo mismo, lo único que importa es haber tenido la suerte de encontrarte.

»Recuerdo con una precisión absoluta los detalles más insignificantes de mi vida con Josep. ¿Será una ironía de la memoria? Me gustaría que estuvieras aquí para explicármelo. ¿Cómo puedo haber permitido que mi mente haya borrado una sola brizna de ti y dejar en cambio que siga volviendo a ella su imagen? La situación rompe mis esquemas y me hace pensar que soy víctima de un curioso maleficio. Para escapar he tenido que huir de tu lado, pero me he equivocado de equipaje. Así es como me siento: como si hubiera preparado las maletas para irme lejos, seleccionando cuidadosamente las piezas del armario. En un lado, todo lo que debería acompañarme siempre —los libros que me gustan, los vestidos y las joyas—. En el otro he ido amontonando una colección de trastos inútiles que nunca me he atrevido a tirar a la basura, pero que pesan demasiado. A la hora de partir se produce el error. Sin darme cuenta he llenado las bolsas con todo lo que tendría que haber tirado. He abandonado la mejor parte. Cuando llego a esta casa, no doy crédito a mi mala suerte.

»Hay imágenes que quisiéramos perder de vista y que tenemos que contemplar de día y de noche. Creía que la única solución era irme. Lo vi claro después de pensarlo mucho tiempo, cuando ya me había resignado a ver el mundo como una callejuela estrecha, sin salida. Me costó dar este paso porque había aceptado vivir muerta de miedo. Lo escribo con una cierta vergüenza, pero es cierto: me había acostumbrado a la infelicidad. Cuando las cosas se precipitaron, comprendí que este viaje era una buena opción. Todavía lo sigo pensando, pero he entendido que no puedo huir constantemente. Irme no ha supuesto una liberación completa. Aunque me siento como si el aire y la lluvia hubieran inundado mi casa, liberándola de los aires viciados, es como te digo: cualquier minucia sirve para recordármelo. Un objeto, una situación que en principio no guarda ninguna relación, una palabra. Incluso el sol que calienta por la mañana, el cielo limpio de nubes o esta habitación que, por suerte, no conoce. He llegado a un rincón del mundo que es muy bello, pero la fealdad está presente porque late todavía en mis recuerdos.

»Esta noche ha vuelto Guillem. Ha venido de repente y no sabía cómo contártelo. Me siento mejor cuando lo veo escrito: él está en esta casa y la situación se me escapa de las manos. ¿Por qué no habíamos previsto esta posibilidad en nuestras conversaciones? Me lo pregunto y no sé encontrar la respuesta. ¿Nos habíamos acostumbrado a imaginar el escenario en Mallorca sin él o preferimos obviarlo? Debe de ser que formaba parte de aquel fragmento de vida que la memoria disfraza. Convertido en un trozo de pasado dócil, descansa en algún rincón hasta que la misma vida nos devuelve a él. Aquello que muere en el recuerdo puede revivir más tarde, porque el ritmo de los días nos lo hace recuperar. Tendrías que explicármelo. Estar cerca de mí y aclarar mis estúpidas tentativas detectivescas. Pero no sufras, no desvarío, sé que esto es imposible.

»Cuando lo he visto ha sido como si viera el mar. Sabes cómo me gusta el mar y cuánto tiempo hacía que deseaba regresar a él. Lo he estado espiando desde mi atalaya sólo por curiosidad. Quería verlo sin que él se diera cuenta, estudiar sus gestos, su forma de andar, de moverse. No era más que una silueta junto a los faros de un coche. Cuando se ha ido acercando a mi ventana, se ha ido convirtiendo en un hombre concreto. Un hombre que mi memoria no arrinconará, estoy segura.

»Guillem es irónico y divertido, habla moviendo las manos y tiene unos ojos que se detienen en las cosas. Durante la cena, hemos hablado de la vida en Berlín y nos ha contado anécdotas graciosas. Mireia parecía encantada con su presencia. La he visto sonriente, relajada por primera vez desde que he llegado a esta casa. Pau estaba muy tenso. Se ve que, con los años, las diferencias de carácter entre los dos hermanos han ido acentuándose. Mientras Guillem tiene sentido del humor, Pau parece crispado, nervioso. Ha sido una cena rara. Pensarás que exagero, pero mis sentidos se han agudizado desde que he llegado a la isla. Han ido aguzándose. Antes vivía demasiado distraída por lo que sucedía dentro de mí, por las transformaciones que he experimentado en los últimos tiempos. Ahora he salido fuera y he visto el mundo. Este mundo lleno de historias que sólo puedo adivinar, pero que me fascinan. Creo que es mejor de esta forma. Quiero decir que, a pesar de todo, todavía tengo ganas de vivir.

»Con la llegada de Guillem, la situación es nueva para mí. Había creído que podría controlar todos los hilos de la historia, pero los hay que me rehúyen. Discúlpame una vez más. Sé que soy imprudente y que mis palabras te harán sufrir, pero no quiero engañarte. Mi pensamiento se convierte en un caos y la calma que había venido a buscar no está en ninguna parte.»

Justo cuando empieza a clarear, Ignasi se levanta de la cama. Mira por la ventana y comprueba que la mañana es muy azul. De momento el sol asoma por una rendija finísima, pero pronto calentará la tierra. La luz se derramará sobre los objetos subrayando sus formas. Esta indiscreción de la luz —esa vieja chismosa que renace cada día— ha sido siempre su aliada. Le gusta confabularse con ella cuando aparece resplandeciente, como si fuera la primera vez, ante sus ojos. Se dedica a perseguir su paso, a oler su rastro. Resplandecen las casas y el camino, la avenida y los árboles, los rostros de la gente. Sabe que la luz puede ser muy generosa si se derrama sobre el paisaje. Pero también puede ser cruel cuando cae sobre una expresión de fatiga o tristeza porque no permite ninguna sombra. No insinúa las cosas, sino que las desnuda.

Ignasi empieza a preparar con calma los utensilios para el retrato. Coge la caja de pinturas y examina los pinceles para asegurarse de que están a punto. Mira la paleta donde destacan los colores terrosos, que oscilan entre el rojo oscuro y el azúcar quemado, repasa los dibujos que hizo ayer por la noche —diferentes perspectivas de un único rostro captado desde distintos ángulos—. Se siente satisfecho porque ha sabido captar la expresión de Agueda, un sabor a misterio y la sombra de la duda. Le gustan los ojos que dudan cuando miran, y le aburren los que se creen poseedores de todas las certezas. Se pregunta si éste será su encanto: la mirada que vacila e inquieta, intenta ocultarse. En las pupilas de sus ojos aflora la incertidumbre. No se trata de la mirada de un animalito furtivo, que se esconde de los pasos del cazador, ni de la mirada inocente, que busca y pregunta, de los niños. Es algo más difícil de describir y dibujar, el reto de unos ojos que exploran la vida, muertos de sed, sin dejar en libertad los secretos que esconden.

Alguien llama a la puerta de la habitación de Ignasi. Es un ruido discretísimo que no ha sabido percibir en un primer momento porque tiene la atención concentrada en el trazo de sus dibujos. Después de un breve paréntesis de silencio, vuelven a insistir. Entonces reconoce con claridad los tres golpes en la puerta y se extraña porque nunca lo visita nadie. No espera parientes ni conocidos, y las mujeres que limpian el hotel saben que, a estas horas, está descansando. Cada año reserva la misma habitación, que ofrece una panorámica del jardín y de un trozo de pueblo recortándose en la distancia, con los tejados de las casas y el campanario de la iglesia. La ha convertido en una prolongación de su estudio berlinés. Extiende sábanas, cajas de pinturas, blocs de notas. Aunque prefiera trabajar en el exterior, bajo las arcadas, se encierra en ella para observar el mundo desde la ventana. Cada mañana se asoma a ella y contempla un cielo todavía más azul que el de sus recuerdos.

En la puerta, con una sonrisa que pretende ser una disculpa, está Pau. Un aire indeciso le transforma la expresión haciéndola rígida, como si llevara una máscara. Quizá una ventolera ha inmovilizado sus facciones convirtiéndolas en una forma pétrea donde está inscrito el miedo. Por eso le recuerda a un animalito salvaje que cuando se sabe atrapado, avanza y retrocede, muerto de miedo. Querría preguntarle qué le pasa, pero no se atreve. Teme equivocarse si le dice que tiene el aspecto de un hombre que admite la derrota. Como no está demasiado acostumbrado a expresar sus intuiciones de observador de rostros, sino que se limita a plasmarlas en las formas que dibuja, se calla. Lo invita a pasar con un gesto que intenta ser cordial y Pau se sienta en un sillón, cerca de la ventana. Todavía no ha dicho nada y le extraña verle ocupando una parte de aquel espacio que, al menos durante algunas semanas, considera exclusivo. La intrusión de un elemento que perturba el orden de los objetos —Pau, sin darse cuenta, ha movido el sillón y está pisando la alfombra de dibujos geométricos— lo incomoda. Querría increparlo como a un niño. Decirle que, por favor, no desbarate las cosas porque cada una ocupa el lugar correcto. No hay motivos que justifiquen este nerviosismo, pero siempre ha sido muy celoso a la hora de proteger sus rincones de las miradas ajenas. Sabe cuál es el poder de una mirada, cómo es capaz de perforar la superficie de la realidad y llegar a las capas más profundas, explorando sus límites. En consecuencia, no le gusta que Pau tenga la posibilidad de intuir los suyos.

Quiere disimular este sentimiento de molestia —como si tuviera una brizna de paja en el ojo— porque no puede decirle que se vaya. Preferiría mantener la apariencia de hombre educado que siempre lo acompaña. Se esfuerza en sonreír mientras se pregunta qué habrá ido a buscar. Está seguro de que Pau pretende algo. La visita no es casual ni inocente. Lo dicen sus ojos perdidos entre los utensilios que, sin saber lo que tenía que suceder, ha dejado a la vista, demasiado expuestos. Lamenta no haber escondido los esbozos de Agueda en un cajón, las pinturas en la caja, el libro que lee en el estante. Cuando ve la agenda abierta por la página del día no sabe reprimirse y, rápidamente, la cierra. Lo hace intentando no dar importancia al gesto que preserva la propia intimidad salvándola de la agresión de unos ojos ajenos.

Pero Pau no se da cuenta de nada. Ignasi lo descubre con cierta sorpresa: Pau no está interesado en nada de lo que le rodea. Mira sin ver, porque es un hombre obsesionado.

Ignasi lo sabe. Ha vivido años observando a la gente y ha tenido muchas ocasiones de comprobarlo. Si vivimos con 1a mirada fija en nosotros mismos, somos inmunes al mundo exterior. Cuando sólo tenemos ojos para una sola idea, que hemos grabado en el pensamiento, los paisajes no nos conmueven y la gente no nos interesa. Tan sólo nos importa un paisaje o una persona. El resto es materia muerta. Vivimos los días persiguiendo el centro de nuestro deseo, transformándolo en la razón que justifica nuestros actos y nuestra vida, que nos permite movemos y respirar. Pau no mira los objetos que llenan la habitación. No les concede la menor importancia. Lo único que quiere es hablar con él.

—Buenos días, Ignasi. Imagino que mi visita te sorprenderá —dice, dudando un instante—. Sólo he venido a pedirte un favor.

—Tranquilízate, hombre, pareces nervioso. ¿Tienes algún problema? ¿Puedo ayudarte en algo?

Cuando Ignasi ha comprendido que Pau no pretende invadir su espacio, se relaja. Las preguntas surgen espontáneas, en una mezcla de interés sincero y curiosidad que no sabe disimular. Le resulta curiosa su expresión e intuye que está pasando por un mal momento. Si no supone complicarse demasiado la vida, está dispuesto a ayudarlo.

—Sé que has empezado un retrato de mi prima.

—Sí.

Inmediatamente vuelve el recelo inicial. El pintor siente que la otra persona está entrando en un terreno que le pertenece y eso lo llena de indignación. Ha comprendido, con la agudeza de los hombres que sienten un bien como propio, cuál es la obsesión de Pau. Éste no percibe el cambio de tono de Ignasi. Por un lado, porque un monosílabo no da para mucho; por el otro, porque la transformación —el paso de la confianza a la desconfianza— es casi imperceptible en la voz. Sigue diciendo:

—Me gustaría que me permitieras estar presente en vuestras sesiones de dibujo. Te aseguro que no seré una molestia para ti. No diré una sola palabra que pueda entorpecer tu trabajo.

—Esto es imposible. Lo siento, pero nunca trabajo con espectadores. Sin duda tu presencia influiría en mi obra.

—Te aseguro que no se trata de un capricho, Ignasi. Necesito estar aquí. Es la única forma de escapar de la situación en la que vivo, de aclararme de una vez.

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

—He pasado mucho tiempo imaginándome que Agueda regresaba a esta casa. Era la única pieza que faltaba para que pudiera vivir feliz. Yo era un adolescente cuando se fue y no pude hacer nada para evitarlo. De hecho, nunca me atreví a decir ni hacer demasiadas cosas. La presencia de Guillem me cortaba las alas. Siempre fue un hermano absorbente y pretencioso. Imaginaba que viéndola, tendría la oportunidad de recuperar a la muchacha de antes. Ahora me siento decepcionado.

—¿Qué es lo que te decepciona?

—Nada encaja. Agueda me resulta una desconocida. La mujer que ha llegado no tiene nada que ver con la que yo recordaba.

—¿Y qué esperabas?

—No lo sé.

Ignasi está a punto de hablar, pero se detiene a tiempo. En un arranque de sorpresa e indignación habría querido decirle que es un pobre estúpido. Se pregunta cómo un hombre puede vivir tan engañado. Pau lo mira y le habla ron una venda en los ojos. Lleva una cinta negra que le impide captar el mundo. Por eso no ha visto nada de lo que hay en la habitación. Ha pasado de largo por los objetos que el pintor considera propios y que explican cómo es y qué le gusta. No se ha detenido en los dibujos de Agueda porque no los ha visto. Vive obsesionado por imágenes antiguas que no le permiten llenarse la vida con todo lo que le rodea. Le gustaría decírselo, pero no lo hace. Se da cuenta de que, en el fondo, son dos desconocidos. Su relación, demasiado superficial, no facilita la conversación. ¿Por qué tiene que explicarle que actúa como si tuviera los ojos prisioneros del pasado? Anclado en una época que no existe, obsesionado por una mujer que ni siquiera él sabe reconocer. Si fuera posible volver atrás y tuviera la oportunidad de reescribir su vida, ¿cómo querría vivirla? ¿Con la mirada limpia de hace veinte años o con los ojos, entre decepcionados y escépticos, del presente? Ignasi ha pensado en ello con frecuencia. Seguro que si alguien andara hacia atrás por la cuerda de la vida sin borrar las experiencias vividas en el presente, se sentiría defraudado. El, por ejemplo, no sabría identificarse con aquel adolescente absurdo que fue, o se avergonzaría de ciertas palabras o de una proeza determinada. En el fondo, Ignasi está convencido de que el olvido salva a la gente.

Tampoco le interesa que Pau reaccione. Para ser sincero —Ignasi suele serlo consigo mismo—, resulta agradable saber que el otro es un hombre ciego. Mientras pretenda recuperar aquella mujer que sólo existe en una fotografía, no interferirá en una historia que acaba de comenzar. Aquella historia que después de tanto tiempo, le abre los ojos al mundo, despertándolo, y que le permitirá terminar un retrato. Esta es la razón que lo impulsa a callar. No está dispuesto a decirle que, aunque no lo entiende, su actitud le resulta cómoda. No le revelará que Agueda le fascina porque sabe que el entusiasmo puede ser contagioso. Así pues, prefiere el silencio mientras se da cuenta de que no son tan distintos. Él también vivía obsesionado por realidades imposibles. Sufría por dos geografías irreconciliables, cuando cada una sólo existía completa en su mente. La distancia las transformaba y fue víctima de una percepción constantemente deformada. Durante años vivió yendo y viniendo entre Berlín y Mallorca, en un trayecto alocado, lleno de falsas expectativas. Pau le dice:

—Me gustaría asistir como espectador a vuestras sesiones de pintura. Es la única oportunidad que tengo de pasar un rato al lado de mi prima, de observarla con calma, de intentar que no me resulte tan distante. Hay demasiados obstáculos que me impiden verla de cerca y quisiera escapar de ellos. No sé si me entiendes.

—No mucho. ¿De qué obstáculos hablas?

—En primer lugar, de Mireia. Pero también de Guillem.

—Tu hermano acaba de llegar. Como Agueda. Ella casi no debe de haberse hecho a la idea de dónde está. Veinte años lejos de Mallorca es una eternidad. ¿No deberías dejar que el tiempo pusiera las cosas en su lugar? Me parece que vas demasiado deprisa.

—Más bien diría que siempre llego tarde. Me he dedicado a contemplar la vida sin interferir porque me horrorizan los cambios. Me gusta que todo sea previsible, conocido. Por eso emprendí la aventura del hotel. Todo el mundo creía que me interesaba convertirlo en un negocio próspero, ganar dinero, que la ambición me daba impulso. Pero se equivocaban. En realidad, la única emprendedora es Mireia y yo tengo que aprovechar la oportunidad que se me ofrece de vencer el miedo. He utilizado su ambición para disponer de las alas que me faltan. Lo reconozco: convertí la casa de mis padres en una residencia porque era la única forma de conservarla. No habría sido capaz de desprenderme de ella por nada del mundo. Lo desconocido me asusta y mi temor a perder las seguridades es constante. Mientras Águeda estaba lejos, no me preocupaba. Sabía que algún día decidiría regresar.

—¿Por qué esta obsesión? ¿Hay algo que no me hayas contado? ¿Vivisteis un amor adolescente que tu memoria pretende recrear?

—No.

—¿Entonces?

—Nuestra historia sólo tuvo un protagonista: yo mismo. No sé cuándo empezó. Vivíamos en esta casa y habíamos compartido juegos de niños. Después, un día, me sorprendí mirándola. Este era mi destino.

—¿Mirarla?

—Pasé la adolescencia espiando sus gestos, su cuerpo. Vivía para verla. Sin darme cuenta, llené mi vida con su imagen. Hasta que se fue.

—¿Y después?

—Hice lo que se esperaba de mí. Tampoco me gustan las sorpresas: unos años de estudios, la mujer que tiene la decisión que a mí me falta, una vida plácida en la casa de los padres, un negocio que se consolida rápidamente...

—Un hombre afortunado, pues.

Agueda sale por la puerta principal y cruza el jardín hasta las arcadas. Ha desayunado en el comedor —una taza de té y un zumo de naranja— mientras leía el periódico. Aunque es temprano, muestra un aspecto cansado. Tiene los párpados hinchados que empequeñecen sus ojos formando círculos oscuros. Cuando camina, mantiene la cabeza erguida y los hombros rectos. La lentitud de sus pasos delata su fatiga. Lleva un vestido gris que casi parece azul, con las mangas hasta los codos. El pelo le cubre la finura de las orejas y del cuello. Ha pasado mala noche pero ya se ha acostumbrado a estos combates con los recuerdos que pueblan el insomnio. No recuerda cuántos días ha visto nacer en los últimos meses. Ha aprendido a esperar la primera luz, a reconocerla. Al principio, la consumía la impaciencia. No soportaba que su cerebro estuviera vivo a todas horas, incapaz de desconectarse del mundo y descansar. Cuando, vencida por el agotamiento, pierde la conciencia del tiempo, la cabeza no descansa. Es un trajín constante de voces que recortan conversaciones, de rostros que le hablan, de escenas fragmentadas, de fotografías. Para escapar, se refugia en los rayos de luz que asoman en el cielo. Busca la ventana y mira a través de la abertura que dejan las cortinas. Si la ve blanquecina, decantándose hacia la luz, comprende que ya no es de noche.

Se detiene cerca de las zarzas más bajas que Miquel está recortando. Duda y luego le habla:

—Buenos días, Miquel.

—Buenos días, señora.

De repente los dos se callan. Están buscando las palabras que tienen que decirse mientras el hombre se incorpora, el sombrero en las manos sucias de tierra, la mirada en el suelo. Con demasiada prisa, Agueda busca algún comentario que acorte la distancia que los separa. Kilómetros de recelos en poco más de un metro. Exclama:

—Este jardín está lleno de recuerdos. Sin embargo, después de tantos años lo he encontrado muy distinto.

—Todo cambia.

—Sí. Me acuerdo del columpio. Me gustaba jugar en él.

—Hace años que lo tiramos. Era un trozo de madera y el señor se deshizo de él. El antiguo, quiero decir.

—Sí.

—Fue mucho antes de que volvieran don Pau y su mujer. Hacía tiempo que nadie lo utilizaba. Sin ir más lejos, usted no quiso saber nada de él después de aquella caída... Todavía era muy pequeña, no debe de acordarse.

¡Claro que me acuerdo! Estas cosas no se borran fácilmente.

—Se hirió la frente y le salió sangre.

—No me hagas pensar en ello. Fue horrible.

La expresión se le ha transformado y tiene el rostro tenso. Sin ocultar el deseo de alejarse de la conversación y de Miquel, improvisa una excusa y se va. Sentada en una silla con el asiento de cuerda, espera a Ignasi. Tiene ganas de verlo aparecer y de proseguir la sesión de pintura porque su presencia la calma. Es justo al revés de lo que le sucede con el resto de la gente. Miquel, Pau y Mireia la desconciertan; Guillem la inquieta. Tan sólo cuando está con el pintor puede dejarse ir, intentar convencerse de que, al fin y al cabo, este viaje ha sido una buena idea.

Ignasi llega cuando hace un rato que ella está sentada con los ojos cerrados, y la cabeza apoyada en la silla. Sin decirle nada empieza a preparar la tela y las pinturas. Ha venido en cuanto ha podido deshacerse de Pau, temeroso de llegar tarde a la cita. No ha sido fácil alejarlo. Ha tenido que asegurarle que, algún día, permitiría que estuviera presente mientras hiciera el retrato de Agueda. No obstante, le ha dicho que tendrá que ser más adelante, cuando la pintura no sea sólo un proyecto. Ahora necesita una concentración absoluta para captar la expresión de la modelo y trasladarla a la tela. Las primeras sesiones son las más complicadas porque son las que construyen la arquitectura de un cuadro. Después, viene un período que consiste en redondear volúmenes, perfilar formas, colorear la vida. Es donde tropieza desde hace meses, incapaz de pasar a la última fase. Aquella donde todo se cumple y se aquieta porque las figuras adquieren fuerza. Son las últimas pinceladas, cuando sólo falta poner el punto final para que la tela se convierta en un cuerpo en movimiento. Ignasi no habla. Mira a Agueda y se pregunta si sabrá explicarla en un lienzo. Ella abre los ojos y lo ve, pero tampoco dice nada. Los dos intuyen que han encontrado un receso bajo las arcadas.

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