Lola

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PRIMERA PARTE » XVI

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XVI

 

LOS primeros días de la estancia de Águeda en Mallorca transcurrieron tranquilos. Cuando la sensación de encontrarse con demasiados rostros nuevos ha perdido fuerza, intenta organizarse el tiempo. Lo hace con calma, mientras se apresura a apagar la curiosidad del principio, el esfuerzo por entender palabras y gestos robados desde la ventana. Se ha dado cuenta de que se cansa si pretende arrinconar los miedos observando los de los demás. El deseo de perseguir historias no debe de ser bueno. Tal vez ha perdido la costumbre encerrada en los límites de una coraza sin ninguna ventana, donde sólo hay oscuridad. Comprende que ha sido impaciente, que tiene que aprender a mirar la vida desde una distancia protectora donde pueda situar escenas y paisajes. Imaginar que vive siempre tras los cristales de su habitación: desde donde está, puede ver cómo se mueven los hilos de cada escena, pero no tiene que detenerse en los detalles de sus secuencias. Las minucias son las culpables de muchos de los errores que comete la gente, está segura. Entretenerse en las pequeñas cosas da demasiadas pistas, insinúa secretos, hace ver cómo las apariencias nos engañan. Es mejor no hurgar en la placidez del agua con una rama, ni removerla con una piedra lanzada desde la orilla porque los líquenes que allí se esconden subirán a la superficie tintándola de malos colores.

Cada mañana se refugia bajo las arcadas. Está quieta, con el cuerpo tenso, mientras Ignasi pinta. No imaginaba que fuera posible olvidarlo todo durante un rato. Hacer tabla rasa del pasado más próximo y también de los días pretéritos, que siempre vuelven. Cuando estuvo a punto de rechazar la propuesta del cuadro, no sabía que sería capaz de sentarse delante de alguien y, sin decirle nada, encontrar la calma. Durante la sesión de pintura consigue mirar lejos y sentirse segura. Se pregunta dónde está el secreto de esta placidez que sólo encuentra cuando está al lado del pintor. Tenerlo cerca, distraído con ella y silencioso, le permite descubrirse. Nunca hablan del sentimiento de complicidad que ha nacido sin palabras. La mirada de Ignasi hace que sus facciones pierdan rigidez, que sus ojos se vuelvan más oscuros porque acechan las imágenes que guarda dentro de ellos.

Come en el comedor con los primos y con Mireia. Pau la aturde un poco. Aunque le agradece sus atenciones, los esfuerzos que hace para que se encuentre cómoda, más que una ayuda constituyen una molestia. Le recuerdan constantemente que es una recién llegada. La cuñada mantiene la actitud distante del principio, acentuada desde que ha llegado Guillem. Eso no la perturba demasiado. Dedica las noches a pasear por la posesión. No manifiesta ningún interés por ir a Palma, sino que prefiere pasar las horas recorriendo los senderos que cruzan los campos hasta el torrente o avanzar algo más lejos, hasta donde empiezan las casas. Cuando sale temprano, aprovecha la última luz del día para recorrer las calles empinadas del pueblo. Sube por ellas como si se tratara de colinas, y se detiene a recuperar el aliento. Entonces una nube rojiza asoma a sus mejillas, una nube que recuerda el aura roja que rodea la luna cuando tiene que hacer viento. Pero los atardeceres son cortos. Demasiado pronto la noche disfraza las calles y transforma las fachadas. Si no hace demasiado frío, ve niños que salen a jugar con las sombras que hace la luna. Pisan la acera y saltan, mientras un rayo de luz blanquecina cae verticalmente desde el cielo. Se entretiene mirándolos desde una esquina, procurando pasar desapercibida y no interrumpir el jaleo, hasta que una mujer sale a la puerta y los reclama al interior de la casa donde debe de haber fuego a tierra y cena caliente.

Le gusta recorrer las calles sin que la vean y perseguir en ellas las luces de las ventanas. Cuando es noche cerrada y una retahíla de farolas iluminan sus pasos pero también un mechón de sombras cae sobre las piedras, ella recorre este pueblo que es casi de juguete. De vez en cuando se encuentra con alguien, aunque al atardecer la gente suele esconder su vida tras las persianas. Si se cruza con una mujer o un hombre que vuelven por una acera estrechísima, esboza un saludo y se apresura. No la molestan estos cuerpos huyendo como sombras. Incluso le hacen compañía. Les agradece la inclinación de cabeza, las palabras que le desean buenas noches, el intento de sonreír. Al tropezar con ella por la acera, todos representan aproximadamente la misma escena de escapada amable. En el fondo, siente una cierta envidia al verlos caminar hacia el arco de un portal donde alguien los está esperando.

No puede evitar asomarse cuando no hay persianas o cortinas que obstaculicen la visión. En estos momentos siente renacer la curiosidad de antes, aquella que intenta amortiguar para poder sobrevivir. Con una cierta avidez, mira el trozo de casa que la abertura de luz le permite captar. A veces es una parte del comedor, un rincón de la entrada o de la cocina. Se fija en los muebles y en las estanterías llenas de cosas inútiles, de fotografías descubriéndole rostros que sonríen, de ollas de cobre o botes de legumbres. Se detiene, sobre todo, en las figuras que habitan estos espacios. No le interesan como formas aisladas. No sabe de qué color es su cabello, ni si son altas o si se contemplan el cuerpo deformado por los años o por la grasa. Le gusta ver escenas y grupos que narran la vida, aunque sólo lo pueda intuir. Madres que hablan con sus hijos durante la cena, hermanos que discuten por un juguete, parejas que se miran con odio o con amor, abuelos que bostezan. Pasa rápidamente y sólo se lleva un fragmento de historia. En un arranque, capta gestos amables y posturas taciturnas, reproches, abrazos... Hay escenarios plácidos y otros donde, al parecer, se libran combates. Como no se puede parar, a menudo se imagina las palabras que no oye. Hace frío y los cristales de las ventanas están cerrados. Por este motivo llena los espacios vacíos de cada conversación dotándolos de contenido, combinando frases e imágenes. «Si hiciera buen tiempo —piensa— el aire de la noche esparciría las palabras y no habría que inventarlas.» En verano, la gente cena al fresco y abre de par en par las casas para que corra el viento. Entonces el paseo es más agradable ya que permite captar entera la vida. Las voces colorean las historias, permiten una gradación de intensidades que las imágenes aisladas no hacen posible. En las palabras de la gente se matiza la alegría o se intensifican los dramas. Pero el verano está muy lejos y Agueda sólo tiene el invierno.

Cuando se convierte en una sombra entre las sombras de las fachadas, lleva un abrigo. Es una pieza de ropa ancha que le envuelve el cuerpo protegiéndola de la helada. Calza zapatos de piel abrochados con tiras, y se cubre la cabeza con un sombrero de tela de gabardina. Así, si caen cuatro gotas, no necesita paraguas. Cuando regresa al hotel, la oscuridad es total y los primos la están esperando para cenar. Entran en el comedor y les sirven unos platos sabrosos. Ella no come demasiado —tiene un apetito de pájaro—, pero le gusta beberse dos vasos de vino. Un poco de alcohol le enciende las mejillas y la mirada, destraba su lengua y facilita la conversación. Más tarde, se sientan un rato en la terraza, en unos sillones de mimbre con cojines de colores. Allí se encuentran con Emma, Xavier y Anna, con la pierna vendada, a quien los médicos han ordenado que descanse un par de semanas antes de volver a poner el pie en el suelo, y con Jaume, siempre silencioso, que tenía que regresar a Barcelona, pero no pudo hacerlo después del accidente de la escalera. A menudo también está Ignasi, aunque suele retirarse temprano porque es muy madrugador.

A veces, Agueda se sienta al lado de Emma. Entonces hablan del pueblo. Le cuenta cómo le gusta pasearse por las calles y le describe las escenas que ha descubierto. Son conversaciones que no revelan pensamientos ni intimidades, descripciones que cualquiera podría escuchar sin sentirse por ello más cerca de la mujer que está hablando. Anécdotas que Mireia escucharía con indiferencia, Anna algo aburrida, Jaume y Xavier demasiado distraídos en sus propias obsesiones, y Pau preguntándose hasta qué punto nos transforma el tiempo. Sin embargo, en las palabras de Agueda hay un hilo que atrae la atención a Emma. Es como una telaraña, pero pronto se ha convertido en una alambrada muy gruesa. Agueda se encuentra bien a su lado. Sin saberlo, las frases que pronuncia sirven para que Emma capte su forma de ver el mundo:

—Algún día te contaré una historia, Emma. Pero todavía es pronto, y además, me da pereza tener que remover el pasado.

—No es preciso.

—Tienes razón, quizá no sea necesario contarla. Seguro que no sería capaz de hacerlo con exactitud. Mis palabras darían falsas intensidades y, sin querer, te contaría una mentira.

—Cuando me describes lo que has hecho hoy mismo, me estás contando la mejor historia.

—¿Qué quieres decir?

—No hablas de tí porque tienes miedo de desvelar cómo eres, pero me colmas de pequeñas verdades cuando describes una calle. Me cuentas fragmentos difíciles de captar y que en cambio tú has sabido interpretar. Por eso me gusta escucharte. No hace falta hurgar en viejas historias que llevamos dentro de nosotros y que todavía nos duelen —dice mientras mira de reojo a Jaume—. Si describes todo aquello que observas lejos de ti, cuando está oscuro y paseas por las calles del pueblo, me estás contando cómo eres aunque no quieras hacerlo.

Emma habla con vehemencia mientras mueve su cabellera de color fuego sobre sus hombros. Un pelo que tiene aire de tormenta. A Agueda le hace gracia verla y escucharla. Le recuerda un poco a ella misma no hace muchos años, pero es como si hubieran volado muchas vidas desde que hablaba con su entusiasmo. La muchacha que mira al mundo sin hacer ruido, procurando pasar inadvertida, es capaz de llenarse los ojos con la vida de los demás. Respira y encuentra imágenes que le roban el corazón, abre los ojos y las estampas se graban en sus pupilas. Nunca tiene bastante y no se cansa de las historias que transcurren cerca de ella. Agueda se reconoce en ellas, aunque haya aprendido a moderar el impulso. La diferencia entre las dos debe de ser una cuestión de intensidades. Agueda tiene menos fuerza para enfrentarse al mundo, pero también es verdad que lo mira con más recelo. Emma es una versión renovada de Agueda, pero menos cobarde.

El hilo, que era una tela de araña, tiene la solidez de una cuerda con nudos. Es como la sirga con que las barcas de los pescadores avanzan recorriendo la orilla. Un sentimiento de complicidad empuja a Emma a buscar un asiento al lado de Agueda. Se ven de noche, después de cenar, cuando todo el mundo está bebiendo, charlando y riendo.

Los demás no se fijan mucho en sus paréntesis de conversación. Si alguien las oye, no se detiene a pensar si su diálogo será muy distinto de los que nacen y mueren en un instante, allí mismo, porque enseguida se olvidan. Pero sus palabras son ciertas y huelen a niebla que se aclara, a hierba de noche de enero.

Una de estas noches, mientras Agueda recorre las calles del pueblo, se encuentra con Guillem. Aunque haya salido más temprano, las horas le han volado sin darse cuenta porque se ha distraído en la plaza —un rectángulo con seis árboles con unos bancos de piedra donde se sientan los viejos y los niños juegan—. En este lugar, las mañanas son luminosas y cada estación las tiñe de una tonalidad distinta: en verano, la luz tiene una brillantez que daña la vista; la gente pasa apresurada durante el día, y busca refugio en ella por la noche, cuando el aire es fresco. Sin embargo, en invierno las costumbres giran como las agujas de un reloj. Por las mañanas los hay que se paran a calentarse el cuerpo con los rayos de sol que caen sobre la plaza. De noche, todo el mundo escapa del relente que moja los bancos.

En una esquina hay un café y el estanco. Cruzando la calle, la iglesia con la rectoría, el campanario y las campanas que llaman a los vivos o recuerdan a los muertos. Las ha oído que tocaban a difunto mientras subía una calle empinada como una escalera sin peldaños. Iba a comprar un sello para la carta que quiere tirar al buzón. Un buzón situado entre el estanco y las primeras mesas del café donde no hay nadie sentado. La mujer que la ha atendido estaba de pie tras un mostrador de madera. Lleva una bata estampada que le recuerda la tela de un paraguas, unas alpargatas de cuadros y calcetines que le cubren las piernas a medias, unas piernas que unos riachuelos azules recorren de punta a punta. Ha advertido que la estaba observando cuando ha cruzado la puerta de cristal y ha sonado una campana que casi no se oye, porque el toque de las campanas de la iglesia se come el tintineo. Ha colocado el sobre en la abertura de la caja y le ha dado un empujón para enviarlo muy lejos. Entonces ha visto círculos de gente acercándose. Subían desde las calles que dan a la plaza, en grupos de cuatro o cinco. Los que llegaban solos se sumaban al grupo formando un cuerpo oscuro y compacto. Cada una de aquellas piñas se unían con otras que llegaban, y los círculos iban aumentando de tamaño.

Ha visto hombres vestidos con el traje de los domingos. Mujeres conversando con otras mujeres. Niños con la raya recta. Adolescentes que se buscan en el portal y se persiguen sólo con los ojos. De repente, los bancos se llenan y mucha gente tiene que quedarse de pie en la capilla del Roser y en la entrada, porque no hay espacio suficiente. Agueda ha dudado antes de decidirse a mirar, hasta que alguien ha separado la cortina y la multitud la ha empujado hacia el interior de la iglesia. Permanece inmóvil entre los que siguen el funeral desde la retaguardia. El cura párroco habla de la mujer que acaba de morir —Agueda no sabe su nombre—. Dice que está ocupando un lugar lejos de los hombres, cerca de Dios. Afirma algo sobre retornos. Sus palabras no la conmueven. Pero cuando está a punto de salir, otras palabras la distraen. Son las de la gente que ocupa las últimas filas de bancos. También de los que están de pie cerca de ella. Se da cuenta de que, poco a poco, un susurro va creciendo como un discurso paralelo a las palabras que llegan del altar. La gente se cuenta historias mientras participa en el ritual de la misa. Hablan de anécdotas que animan la vida del pueblo: los embarazos inesperados, las enfermedades de unos, el giro de fortuna de otros. Hay comentarios intrascendentes, confesiones de amor o de culpa, mentiras y chascarrillos.

Los que han ido a la iglesia para despedirse de una mujer del pueblo no quieren olvidar que todavía están vivos. Se sienten muy afortunados y proclaman la vida. Se han vestido de fiesta —con las mejores ropas, y peinados— para recordar a la ausente, que debía de ser una amiga de la infancia, o la enamorada que los rechazó y que los años transformaron, o una vecina. Quizá sólo una conocida a quien saludaban al tropezarse con ella en la calle. No importa. Mientras acompañan su recuerdo, no renuncian a vivir. Llenan el templo con palabras que se elevan por los rosetones vidriados, caen a los brazos de las imágenes del retablo, saltan por las baldosas. Aunque la noche sea cruda, no sienten frío porque las palabras calientan el aire. Agueda no puede creer que todo aquello sea real. Lo siente como un descubrimiento inesperado. Por un lado, la omnipresencia de la muerte —el negro de los vestidos, el dolor de los parientes próximos, la actitud seria—; por el otro, el estallido de vida que nace en las palabras de aquellos hombres y mujeres. Observa y escucha, mientras piensa que morir en este pueblo no es un abismo tan grande. El contraste que ha visto, en lugar de aturdiría, la tranquiliza porque las palabras aclaran la muerte oscura.

En la puerta de la iglesia se encuentra con Guillem. Aún tiene el pensamiento distraído en todo lo que acaba de intuir, cuando nota que alguien la coge por el brazo. Se da la vuelta y lo ve muy cerca, sonriéndole. Lleva gabardina y unos guantes de piel. Caminan un trozo separándose del gentío que vuelve a formar círculos hacia las calles. Salen de la plaza y se paran bajo el refugio de una farola. Él le pregunta:

—¿Tienes frío?

—Un poco. En la iglesia, no lo había notado.

—Ven. Vamos a tomar algo.

—En casa deben de estar esperándome para cenar. Tendría que avisarlos.

—Todavía es temprano.

Al café de la esquina se accede por una puerta que da a la plaza. En el fondo del local hay una barra donde el propietario —un payés con barriga como una luna— sirve bebidas. Su mujer corta rebanadas de pan y las unta con aceite y tomate. Prepara pan con aceite para una pareja de adolescentes que no se detienen a reír. Agueda y Guillem piden una infusión mientras observan las paredes y los techos de la sala. Es grande, con las baldosas llenas de grietas y las paredes cubiertas de vitrinas. Tras los cristales, los espían unos ojos de fieras. Son animales disecados que el propietario ha ido coleccionando durante mucho tiempo. Animales que han contradicho las normas de la naturaleza, monstruos deformes que sólo sirven para recordar que el error es posible. Hay una gallina que tiene una pata de más, un conejo con dos cabezas, una oveja con un solo ojo en medio de la frente, como un unicornio terrible. A Águeda este lugar le produce una mezcla de angustia y fascinación que no sabe separar. Murmura:

—Me sorprende que en un pueblo tan pequeño haya una colección como ésta.

—Sí. Cuando era niño, me pasaba horas contemplándola. Ahora, cuando vengo, ya ni la miro. Llegué a acostumbrarme.

—Los ojos se acostumbran a todo.

—Para mí, estos seres ya no son tan singulares. Debo de haber ido incorporándolos a mi equipaje —se ríe—, y me parecen de lo más corriente. Cualquier día me sorprenderé cuando vea un animal normal por el campo. En Berlín no tengo muchas ocasiones de tropezarme con uno. Como he convertido estas vitrinas en parte de mis recuerdos, me gustan como son. Es curioso: acostumbrarme a la deformidad me hace pensar que quizá no se trate de una desviación de la norma, sino de un camino para mejorarla.

—¿Estás seguro?

—No me hagas caso. Digo muchas tonterías.

—No. A veces he pensado en ello, aplicado a otras situaciones. A las personas, por ejemplo.

—¿Las personas? —intenta bromear—. ¿Crees que las hay que son errores tan evidentes?

—Yo misma.

Guillem se calla y Agueda piensa que se ha equivocado haciendo este tipo de confesión. Es como si se hubiera traicionado creando una situación completamente absurda. Ha sido una exposición de debilidad gratuita y quisiera borrarla. Desde que se ha instalado en la casa, intenta mantener sus pensamientos bajo control. Mide cada palabra, la intensidad de sus gestos, el grado de sorpresa ante aquello que sale a su encuentro. Incluso hace esfuerzos para contener su curiosidad por la gente y sus historias. Cualquier camino es bueno para mantener la apariencia de disfraz protector. Sin quererlo, ha estado a punto de descubrirse.

Guillem se levanta de la silla y la coge por el brazo. Es el mismo gesto que ha hecho en la puerta de la iglesia, y ahora lo repite maquinalmente: los dedos en el codo haciendo un movimiento de presión muy leve que ella obedece sin pensar. Nota sus dedos a través de la tela del abrigo cuando salen del local. Fuera, el frío es todavía más vivo que antes. Agueda levanta los ojos para decirle que siente la humedad en el cuello y preguntarle si este frío intenso que penetra hasta los huesos es muy diferente del de Berlín. Querría comentarle esto y aquello, cualquier minucia que sirviera para distraerles de una situación que resulta incómoda, pero no tiene tiempo. Guillem la mira, ella tiembla, no sabe si a causa del frío, y se abrazan en la esquina. A esta hora no pasa mucha gente. Sólo un hombre que va haciendo círculos de humo con un puro, la pareja de adolescentes del café, y un gato que persigue ratas.

Se abrazan con una cierta desconfianza que entorpece sus movimientos. Los empuja el deseo de descubrirse, una curiosidad que nace en los dedos, pero que sube por los brazos hasta la boca y los ojos. Cada uno de sus gestos surge débil, como si lo contuvieran. Los labios de Guillem se posan en los de Águeda. El frío los ha cortado y tienen un gusto húmedo que recuerda la lluvia. Se besan sin dejarse ir del todo, con la inseguridad de los que temen verse ridículos en los ojos del otro. Vacilan ambos a la vez, transformados en una pareja de adolescentes que dudan antes de asomarse al descubrimiento. Debe de ser el peso de los abrigos o la carga del pasado que dificulta sus movimientos, trabándolos, y les frena el impulso. También hay miradas que son como sombras.

Sus gestos se han convertido en un interrogante. Los cuerpos hablan un lenguaje hecho de preguntas que exigen respuestas convincentes, mientras se declaran incrédulos. Al menos ésta es la percepción de Agueda. Imagina que las manos de Guillem le piden que se explique, y siente deseo y miedo a la vez. Cada una de estas sensaciones toma forma mientras se abrazan. Se pregunta si debería irse. Murmurar cualquier excusa y echar a correr hasta la casa, buscar refugio en ella para no tener que responderle, pero no lo hace. Cuando él habla, comprende que huir sería un esfuerzo inútil:

—Águeda, vayamos al hotel. He dejado el fuego encendido en mi habitación.

—Deben de estar esperándonos para cenar. ¿Qué pensará Pau si no vamos?

—No te preocupes. Antes de tomar el camino del pueblo, he avisado a Mireia. Le he dicho que no iríamos a cenar.

—¿Nosotros? Así pues, ya sabías que nos encontraríamos.

—Sabía que sueles recorrer estas calles y he venido a buscarte.

—¿Para qué?

—Sólo para hablar contigo.

—¿Para hablar? ¿De qué?

—Ahora no tiene importancia. Olvídalo y ven conmigo.

A veces las palabras tienen un efecto sorprendente. Son sabias y sirven para curar, incluso cuando su significado estricto debería confundimos. Agueda lo percibe con exactitud: cree que las frases de Guillem deberían preocuparla y, en cambio, no es así. Piensa que debe de ser como encontrarse delante del miedo. Hemos oído hablar de él tantas veces que le hemos puesto todos los acentos y lo hemos vestido con muchos colores. Lo hemos imaginado como una fuerza inconcreta, todopoderosa. Nos ha atemorizado la propia posibilidad de ver el miedo de cerca. Cuando nos tropezamos con él, nos parece un viejo conocido.

^ Después, cuando piense en esta noche, no recordará el camino de regreso al hotel. No sabrá cuánto tiempo tardaron en recorrerlo, ni si se dijeron nada mientras caminaban uno junto al otro, con la mano de Guillem en su hombro y el brazo de ella rodeando su cintura. Sólo conservará en su mente la visión de la oscuridad, el olor del campo, la prisa. Perdurará, sobre todo, el recuerdo de la tranquilidad recuperada como una ganancia, que ha llegado con la voz del hombre. Hace una noche fría de invierno, pero no perciben la humedad del aire ni sus desórdenes.

Cuando llegan, todo el mundo está en el comedor. Debe de hacer un rato que los huéspedes han ocupado su lugar en las mesas. Agueda imagina a Pau y Mireia sin verlos, como si fueran los directores de una gran orquesta. Amortiguados por la distancia, oyen murmullos de conversaciones que se apresuran a dejar atrás. Un magma de ruidos difíciles de distinguir y muy molestos. Son elementos que proceden de otro mundo que, de repente, les resulta extraño. Aún están abrazados mientras suben por la escalera hasta las habitaciones. En el fondo del pasillo, cerca del rincón, hay una puerta. Tras esta puerta, se esconde una pendiente que parece poco pronunciada, pero que pronto los hará perder el equilibrio y olvidar razones. Ambos se deslizan sobre ella mientras su ropa cae al suelo; luego se pierden uno dentro de la otra. Cada gesto es desmesurado y los labios se van abriendo camino. Las piernas de Águeda rodean el cuerpo de Guillem, y la luna de enero empieza a menguar.

Cuando abren los ojos, una luz blanquecina brilla en el cielo. Se miran los cuerpos, que han dormido enlazados, y no encuentran las palabras que querrían decirse. A ella, le parece impertinente aquella luz que los acecha. Preferiría una penumbra capaz de difuminar el contorno de las cosas, de esconder la sorpresa que —está segura— lleva escrita en el rostro. Le cuesta creer que la escena sea real: la cama deshecha, los brazos que la rodean, las arrugas de las sábanas y del alma. Así se siente a esta hora: con el alma o el hígado —no sabría diferenciarlos— arrugados y empequeñeciéndose, como una costra de pan que se atraganta y hace daño. Nota la punzada muy adentro y quisiera contarle que la noche ha sido un error. Lo mira de reojo y se da cuenta de que ha vuelto a adormecerse. Luego piensa que sería magnífico poder detener el tiempo, pararlo cuando los rayos que entran por la ventana sólo son hilaza. Entonces, con los ojos cerrados, buscando la protección de los párpados, Guillem pronuncia palabras duras, que caen como si fueran de plomo, que le recuerdan el sol del desierto:

—Ayer, cuando no había previsto que las cosas sucedieran de esta forma, te quería hacer una pregunta.

—Espérate, Guillem, todavía tienes sueño. Descansa.

—No puedo. Hace demasiadas noches que me resulta imposible dormir. Pasan las horas y no paro de dar vueltas entre las sábanas. Las imágenes del pasado aparecen de nuevo y se mezclan con las del presente. Lo intuí el primer día, y cada uno de los siguientes sirvió para confirmar mi sospecha. Sólo me queda esperar tu respuesta.

—Dime, pues.

—Quiero saber quién eres realmente. No puedo entender por qué razón lo haces, pero sé que estás ocupando el lugar de otra mujer. No te llamas Agueda: eres una mentira y me duele reconocer que quisiera que fueras de verdad.

Acaba de hablar y la mira en silencio. Ella se ha dado cuenta de su desnudez y se siente vulnerable. Con poca maña, intenta cubrirse el cuerpo; primero con la colcha, después recuperando las piezas de ropa del suelo —el vestido y los zapatos—. Abre la puerta y sale al pasillo. No ha dicho palabra, pero siente la boca y la lengua ásperas, como si hubiera estado hablando muchas horas o se hubiera bebido un vaso de vino añejo.

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