Lola

Lola


PRIMERA PARTE » XXV

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XXV

 

UNA mujer llega al aeropuerto de Palma. Es una mañana de invierno con luces artificiales matizadas que no acentúan los contrastes ni subrayan las diferencias de tonalidades. Un mismo tono amarronado, a veces de ceniza, se ha instalado en los perfiles de la gente, hermana los bultos de los equipajes. Difumina las formas del mundo. La mujer acaba de descender del avión. Ha recorrido los pasillos y se ha dejado llevar por las cintas automáticas que la separan de la salida. Se ha hecho a un lado para permitir que otros viajeros con más prisa la adelanten. Los ha visto recorrer el último tramo con impaciencia, mientras ella se deja llevar adelante. El recorrido, que no exige esfuerzos, ha ido situándola en una inmovilidad casi absoluta. Su cuerpo avanza sin proponérselo. Es una quietud que no se aviene con el mosaico de impresiones que experimenta.

Siente curiosidad porque veinte años son mucho tiempo de alejamiento. Se pregunta si los colores del cielo y de la tierra coincidirán con los de sus recuerdos, que guarda celosamente; si los nuevos edificios, hechos durante dos décadas de construcción precipitada, habrán transformado aquel paisaje que le gusta evocar. Tal vez sólo serán una comparsa, el disfraz que nos distrae pero que no engaña. Se habrán convertido en la máscara de la isla. Se pregunta si el pueblo habrá crecido mucho, con sus hileras de tejados y de chimeneas. Le gustaba la visión de las casas desde lejos, en invierno. Sobre todo al llegar una mañana fría, cuando había muchos fuegos a tierra encendidos y quema de hierbas en el campo. Desde una cierta distancia podía contar las humaredas que se levantaban hasta las nubes.

Sobre todo siente tristeza. Creía que la pena es un estado anímico, una sensación que no puede ser localizada en un punto concreto del cuerpo. No puede ser capturada, porque es inconsistente, hecha de niebla o de humo. Si alguien se obstinara en cogerla en su mano y quisiera estrecharla fuerte, crispados los nudillos, al abrirla, descubriría el vacío. Como mucho, algo de aire fugitivo. Se da cuenta de que había vivido engañada: la tristeza no es una percepción de la mente o del alma, sino una sensación física, real. Incluso podría señalar el punto exacto donde situarla: justo bajo el pecho izquierdo, entre las costillas y la carne. Es un pinchazo que insiste en manifestar su presencia, que punza y corroe.

Lleva un vestido recto y oscuro, hasta los tobillos. Está hecho de una tela que ciñe las formas de su cuerpo aunque no se ajuste en exceso. Marca sus hombros, se estrecha en la cintura y perfila las caderas. El pelo le recorre el cuello, y los zapatos de tacón acentúan su paso seguro, firme. Unos leves toques de pintura subrayan unos ojos acostumbrados a mirar sin concesiones ni dudas, unos labios que no sonríen. Tiene un aire de mujer de mundo que se combina con la opción deliberadamente austera de líneas y volúmenes. Tanto la bolsa que lleva en la mano como las gafas de sol que protegen su tristeza se ajustan a un conjunto mesurado y sobrio. Después de cruzar la puerta de llegada y situarse en un espacio rodeado por unos cristales que descubren el cielo de la isla, se detiene. En medio de la vorágine de gente contempla un trozo de mundo, movedizo y desconcertante.

No le interesa nada observar todo cuanto la rodea: la visión de una multitud que avanza y retrocede formando olas y círculos le resulta molesta o indiferente. Indiferente cuando pasan por su lado como figuras invisibles que casi no advierte. Es incapaz de distinguir sus facciones y, mucho menos, de retenerlas. Suponen una molestia cuando hablan demasiado alto, hacen comentarios inoportunos o tienen un comportamiento estridente. Los observa con una mirada de desprecio que tan sólo dura unos segundos, y los olvida instantáneamente. Agueda ha aprendido a construirse un espacio propio donde no admite interferencias.

El centro es ella misma. A su alrededor admitía una colección de personas más o menos próximas. Muy pocas llegaban a la condición de amigas. Podía compartir una velada en un restaurante, por ejemplo, una sesión de teatro o de cine, un rato de sexo más o menos agradable según la pareja y la ocasión, y pocas cosas más. Su vida fue una muestra de asepsia y falta de compromisos. Una opción relativamente cómoda, a decir verdad, exceptuando ciertos momentos de melancolía estúpida que todavía no había aprendido a controlar, pero que atenuaba visitando una tienda de ropa cara o asistiendo a una inauguración de pintura.

Cuando conoció a Lola, encontró sin saberlo la cómplice que siempre había estado buscando. La había buscado entre los retratos de los álbumes del desván hasta que comprendió que no hallaría mucho consuelo en un trozo de papel. Descubrió la calma cerca de la abuela, mientras estaban sentadas en un mismo balancín, pero muy pronto la perdió. En un breve paréntesis en la glorieta, imaginó que Guillem sería su refugio y lo esperó durante muchos meses, cuando sólo el tío Martí iba a visitarla de noche. Lola tenía la curiosidad que le faltaba a ella, una pasión contagiosa por los libros, y un afán por saber que contrastaba con el tedio que a ella le inspiraba el mundo. Mantenía, sobre todo, una resistencia a ultranza ante la adversidad. Tenía el aspecto de un animalito cobarde pero, en realidad, ocultaba su coraje. La admiró primero y la amó después. Por ella fue capaz de romper la coraza que se había ido construyendo, de asomarse al universo exterior y ofrecerle la casa donde había decidido no volver.

Hoy vuelve. Con la bolsa en el suelo y el aire resuelto de quien espera a alguien. A su lado, una pareja está discutiendo con los gestos encendidos. A la muchacha menuda se le marcan las venas del cuello. Debe de ser a causa de la indignación o de la pena. «Cada uno la localiza en un punto distinto del mapa de su cuerpo», piensa Agueda. Él es mayor, tiene la nariz curvada y lleva barba. Parece controlar la situación. Es, pues, el más afortunado. A una distancia de pocos metros, otra pareja se está abrazando. El hombre ha ido a esperar a la mujer, que debe de haber llegado en su mismo avión. Afuera ha empezado a caer algo de lluvia y él ha entrado al aeropuerto con el paraguas abierto. No se ha acordado de cerrarlo; es probable que ni siquiera sea consciente de que lo lleva en la mano. La escena tiene cierta gracia: distraída por la alegría de volver a encontrarse, ella tampoco se da cuenta. Se abrazan bajo el paraguas, rodeados de unos cristales que no necesitan para protegerse, y de gente demasiado ajetreada para verlos.

Impaciente, Agueda sale del recinto. El voladizo del edificio la resguarda de la llovizna. Alguien le pregunta si necesita ayuda para transportar la bolsa y ella niega con la cabeza. Otra persona le pregunta si necesita un taxi, pero no le responde. Recorre un trozo de acera mirando a los hombres que avanzan en dirección contraria. Se pregunta si podrá reconocerlo, porque veinte años cambian muchas veces la piel. A lo lejos, él camina hacia ella. Todavía no se han visto pero los dos se buscan con los ojos en medio de una marea de cuerpos. Hay muchos hombres que podrían ser él: altos y con el pelo oscuro. Docenas de mujeres podrían ser ella o, cuando menos, ocupar su lugar. Ninguna tiene el aire de Lola ni sus ojos de acordeón.

Cuando sólo los separan unos cincuenta metros, se ven. Una ojeada que se detiene en el cuerpo del otro, y la certeza de haberse encontrado. No les ha sido demasiado difícil identificarse. No hacen ningún signo de reconocimiento, ni siquiera esbozan una sonrisa o una señal de complicidad. Las miradas son como saetas que cruzan el objetivo y hacen diana Entre los dos, todavía hay una multitud de abrigos y maletas: un joven que empuja un carrito lleno de paquetes, un niño que grita en lugar de llorar, cogido de la mano de su madre que parece una garra. Lleva un globo en la mano y algunos viajeros que pasan sienten un deseo inconfesable de hacerlo estallar. Hay muchos teléfonos móviles, de formas y medidas diferentes, pegados a las orejas de la gente. Por fin dejan atrás los obstáculos. Acortan el camino avanzando cada uno desde un extremo y, al final, se encuentran. Están uno cerca del otro, casi tocándose. No hay abrazos ni besos. Guillem no le pregunta si ha tenido un buen viaje, Agueda no le dice que parece el mismo de antes. Se miran y se quedan en silencio.

De pie, uno frente al otro, tienen un aire parecido que no proviene de sus gestos ni de su actitud. No se mueven, y la hostilidad con que se miran no tiene la misma proporción de dureza. A Guillem le sale de muy adentro; Agueda podría desprenderse de ella sin demasiado esfuerzo. En cuanto al aspecto, se trata de un parecido que no es intencionado y que, con toda seguridad, tampoco querrían reconocer. Los dos son altos y tienen los ojos que nadie más ha heredado en la familia. Pau es calcado a su padre, el tío Martí. Ellos dos tienen la mirada de la abuela y de Margarida: unos ojos que persiguen certezas, que no admiten el engaño, unas miradas que se prolongan como las vías del tren que antes llegaba hasta el pueblo. Los vagones ya no existen, están convertidos en chatarra. También tienen una forma casi idéntica de levantar la barbilla, en un gesto que puede resultar despectivo pero que en realidad es de autodefensa. Una manera de imponerse a la adversidad. Además, está su dificultad para sonreír, aquel rictus que se forma en sus labios cuando intentan hacerlo y que suele acabar en una tentativa inútil. Aunque no puedan comprobarlo, porque la desconfianza mutua no se lo permite, también se parecen cuando hablan. Dominan los registros del lenguaje y son capaces de modular la voz, acompañándola con los gestos precisos para resultar convincentes. Pero hoy no tienen ganas de hablar. Tampoco pretenden persuadir al otro. Guillem tiene la actitud de quien ha sufrido una burla; Agueda sólo piensa en Lola y ya no le queda energía suficiente para enfrentarse a su primo. Ni energía ni ganas. Le dice él:

—Me sorprendió tu llamada. ¿Cómo lo has sabido?

—Desde hacía una semana, Lola me llamaba cada día. Eran conversaciones muy breves porque se sentía muy cansada. Me dijo que su tiempo era escaso, me contó que tú habías adivinado la verdad. Me dijo que me llamaría hasta el final. Ayer no lo hizo.

—Un conchabamiento perfecto.

—¿Es así como se te ocurre definirlo? ¿Cómo un complot? Pero ¿un complot contra quién? Eres francamente ridículo, patético. ¿Te das cuenta de que estamos hablando de una persona real, Guillem? ¿De una persona a quien yo quise y a quien tú conociste? ¿Puedes entender que nos referimos a una muerte cierta?

—Así es como me sentí: ridículo y patético al descubrir que la adolescente que creía haber recuperado, aquel amor de juventud, era una mentira.

—¿Adolescencia? ¿Amor? No me hagas reír con recuerdos absurdos, veinte años después. Lo único real era Lola. El resto sólo eran figuraciones de un hombre obsesionado por unas sombras que nunca han tenido una forma tangible. Lola era concreta y la abandonaste. Ésta es la única verdad.

El trayecto en coche del aeropuerto al pueblo les resulta largo. No pronuncian una sola palabra durante el tramo de autopista. Cada uno viaja con el pensamiento distraído en un mundo cerrado que está dispuesto a defender. Agueda no le contará que recuerda las horas transcurridas en el parque, cuando Lola la esperaba con un libro en las manos, y el entusiasmo de compartir los personajes de cada historia. Mientras la escuchaba, descubría que una voz era todavía capaz de conmoverla. A aquella descreída, la que desconfiaba de todo y de todos. La que había aprendido a vestirse de indiferencia para sobrevivir a la intemperie, a salvo del exterior. Todavía la podría dibujar de memoria, sentada en un banco de madera, la mirada en las páginas del libro como si estuviera descubriendo una maravilla. En cada una de las expresiones de su rostro, adivinaba la emoción o la duda, la espera o el desasosiego, la complacencia. Tampoco le dirá que recuerda los atardeceres cerca de la chimenea de su ático en la ciudad, aquellas conversaciones que le mostraban una personalidad compleja: de un lado, hecha de lloros, indecisa, incapaz de enderezar la propia vida; del otro, como una fortaleza ante la muerte.

Guillem no hablará de las cenas en el comedor de casa de la abuela, convertida en un hotel. No le contará que cada comida era un placer sólo porque Lola estaba sentada a su mesa. Tampoco intentará describir la atracción y la duda que le inspiró desde la primera noche. Ni revivirá el recorrido por las calles del pueblo, persiguiéndola. Ni su mano en el codo de ella al salir de la iglesia, una noche fría. Ni cuando la besó cerca de una farola. No dirá una sola palabra de su retomo apresurado ni del rato de amor que todo lo borra.

Águeda habría querido preguntarle si Lola fue feliz durante las últimas semanas. Si percibió que ella había encontrado por fin un lugar donde refugiarse, si había conseguido olvidar, aunque fuera por unos instantes, que tenía que morir. Guillem habría querido pedirle que le narrara su historia. Saber cómo fue la infancia de la desconocida, dónde pasó su juventud, qué motivos la impulsaron a ocupar el lugar de otra mujer. Los pensamientos vuelan, se mezclan, confundiéndose. Están a punto de hablar, pero sus labios están cerrados como losas.

Cuando han abandonado la autopista y están circulando por un entramado de carreteras secundarias, el paisaje distrae a Agueda. Reconoce las siluetas de los pueblos esparcidos por todas partes, los contornos de las casas, los compartimentos de tierra, que desde el avión parecen cuadrículas de breña pero que se recortan marcados por el riego y los tractores. Uno, dos, tres... ha llegado a contar hasta cuatro campanarios que ya no hacen voltear las campanas. Abre un dedo el cristal de la ventana y entra olor a tierra húmeda, un olor que le recuerda unos años que creía perdidos.

En el cementerio no hay nadie. Es la hora de comer y el sepulturero hace rato que se ha ido. La comitiva fúnebre —media docena de parientes lejanos y algunos vecinos— está en la casa. Sin dificultades, Guillem aparca el coche a pocos metros de los portalones de hierro. Agueda sale del coche y cruza las barreras hacia el interior del cementerio. La primera impresión la sorprende: lo recordaba mucho más grande. Su percepción de niña no coincide con la mirada de la adulta que va recorriendo todos los rincones. Antes de alejarse, su primo le ha indicado dónde se encuentra la tumba, a no mucha distancia de la entrada. Ella le dice:

—No hace falta que me esperes. Debes de tener hambre. Quiero quedarme un rato a su lado.

—No tengo hambre. Puedes estarte el rato que quieras Te esperaré en el coche.

Desde el interior del vehículo puede distinguir la figura. Vestida con ropa oscura, de lejos, sería fácil confundirla con otra. Lo piensa mientras desea que la mujer que se aleja, se dé la vuelta y lo mire con los ojos de Lola, que le hable con la voz de Lola, que sea Lola.

Agueda está de pie delante de la lápida de w tumba No hay ningún nombre escrito. En el pueblo, cada vez has menos gente que se acuerde de su familia. Todos son fantasmas que forman parte de otro tiempo, de un mundo distinto. Con el cuerpo rígido, sin derramar una sola lágrima, pierde la noción del tiempo. Ni tan sólo se da cuenta de que vuelve a llover. Un riachuelo se abre camino entre las piedras y entre sus cabellos. El agua baña sus manos y su ropa, extiende los restos de maquillaje por su rostro y convierte sus zapatos en dos naves a punto de naufragar.

Cuando vuelve al coche, Guillem aún la está esperando. Se sorprende al advertir su cambio de aspecto. Tiene poco que ver con la mujer segura que ha llegado al aeropuerto. Empapada por la lluvia, parece muy vulnerable. Le pregunta:

—¿Quieres volver a casa?

—¿Y tener que contarles esta historia? Dejemos que Pau viva tranquilo —no puede evitar la burla— Démosle la opción de llorar su gran amor perdido.

—Empieza a oscurecer, debes de tener frío y hambre. Te daré las llaves del coche. Haz lo que quieras con él. Antes de irte, déjalo en el aparcamiento del aeropuerto.

—De acuerdo. Adiós.

Aún tienen la misma expresión tensa del principio. Águeda coge las llaves y da cuatro pasos en dirección al vehículo, Guillem tuerce por el camino que lleva al hotel. En d último momento, exclama:

—Quisiste convertirla en tu copia y nunca entenderé por qué.

—Es una historia demasiado larga y los dos estamos cansados.

—Es curioso: en este caso, la copia superaba al original.

Vuelven a mirarse. El muy serio, ella, por primera vez, esbozando una sonrisa. Murmura:

—Estoy de acuerdo contigo.

Lo ve alejarse por el sendero que lleva hasta el camino principal. De espaldas, con el abrigo que el viento levanta, le recuerda al muchacho con quien creció. Aún conserva aquella forma de levantar la cabeza hacia el cielo. Los mismos hombros rectos, que nunca encoge. Se acuerda del día en que los tres se perdieron por un sendero solitario. Era noche cerrada y ni siquiera alcanzaban la altura de un perrito faldero. No sabe muy bien qué estaban buscando. Sus primos la habían animado a adentrarse en el bosque de encinas del otro lado del torrente. Cuando empezó la tormenta, perdieron el sentido de la orientación y estaban dando vueltas como peonzas en un radio de pocos metros. Los relámpagos eran como vergas cruzando el cielo. Tenían que huir del refugio que les ofrecían los árboles, buscar un claro que los protegiera de los estallidos de luz que encendían el matorral. Se acurrucaron en un pedregal donde sólo había matorrales. Aún conserva la imagen: Pau y ella cada vez más diminutos, encogidos por el frío y el miedo; Guillem con los hombros rectos, soportando la inclemencia.

Comprende que no entienda demasiadas cosas. Descubrirse engañado no le debe de haber gustado. Si no estuviera tan cansada le habría contado por qué decidió llevar adelante aquella historia. Le habría descrito el pasado de Lola, un pasado de miseria, de deseos incumplidos y de soledad. Si no se sintiera tan triste, le habría dicho que, al fin y al cabo, ofrecerle su lugar no era mucho. Tan sólo significaba prepararle un espacio para morir. El dolor se apodera de ella. Un dolor físico que intentará aguantar con los labios cerrados, hasta que el tiempo la ayude a resistirlo. Cuando pasen los días, podrá recordarla con serenidad. Por suerte, conserva las fotografías. Su profesión la ha acostumbrado a tener siempre una cámara cerca. Un objetivo que le sirve para observar fragmentos de vida y capturarlos.

Era un contraste curioso el que había entre Lola y ella. Lola era observadora por naturaleza. Su mirada captaba imágenes, las grababa sin necesidad de objetivos ni clichés. De un vistazo, observaba la amplitud del mundo, sus contrastes. Águeda sólo rescataba segmentos de realidad. Hacía astillas de los árboles del bosque y observaba su raíz y su corteza, cada una de sus hojas. Sus objetivos también eran opuestos: una sustituía la propia vida por la vida de los demás. Con la contemplación, conseguía olvidar ciertas carencias o reemplazarlas por formas que venían de fuera y hacía suyas. La fotógrafa simplemente coleccionaba imágenes.

Durante los últimos años, ha hecho centenares de fotografías de Lola. Conserva cada uno de sus gestos. Ha capturado su sonrisa y su tristeza. Muchas de ellas están tomadas en el parque. No la avisaba cuando llegaba cerca de ella. No le daba tiempo a ensayar posturas, ni la ocasión para hacer aflorar el aspecto de criatura indecisa. Cada fotografía era distinta aunque el decorado siguiera siendo el mismo: en una, el cielo está nublado, en la otra se observan unos grises satinados; aquél es azul, en el otro se vislumbran cuatro gotas de lluvia o un rastro de ventadas. La luz nunca es la misma. Tampoco las personas que a aquella hora cruzan el parque y hacen de telón de fondo. Las hay que aparecen repetidas en las fotografías de distintos días, pero unas veces están riendo y otras tienen la actitud más seria, incluso a veces parece que estén llorando. Hay alguna mujer que tan sólo aparece una vez, un día en que pasó por una calle que nunca más ha vuelto a pisar. Está situada justo a la izquierda de Lola. Cada una de ellas ignora la presencia de la otra. Ni siquiera se ven. Hay niños que han ido creciendo con las fotografías, hombres que han perdido el cabello, viejos y jóvenes que aparecían con frecuencia hasta que, de repente, han dejado de hacerlo. En el centro de la imagen siempre el rostro de Lola y su expresión huidiza.

Agueda decide que escogerá algunas fotografías. Las elegirá con cuidado para que constituyan un amplio abanico de gestos, de movimientos detenidos, de miradas. Entonces las pegará en un álbum. Enganchará cada imagen como quien construye un tesoro, combinando la disposición de los retratos para que formen un conjunto armónico. Una panorámica de la mujer que conoció y que nunca volverá a ver. Los retratos la ayudarán a salvarse, como cuando era una niña, arriba en el desván. Una muchacha con la mano de la abuela entre las suyas. Cuando esté listo, hará un paquete y lo enviará al domicilio de Guillem. Será su regalo. Servirá para contarle que entiende cómo le cuesta perdonarla, que comprende que es duro encontrar el amor y perderlo en tan poco tiempo. Se da cuenta de que tiene las manos heladas. Es hora de partir. Se sienta en el coche, enciende la calefacción para que los dedos recuperen la capacidad de movimiento y pone en marcha el motor. Tiene que dar marcha atrás y dirigir el vehículo en la dirección correcta, lejos del cementerio y del pueblo.

Emma recorre la avenida de cipreses. Abre las barreras del jardín y sale. Empieza a caminar por la carretera. Es oscuro y el camino está mal iluminado. Ve la sombra de un conejo entre los matorrales y siente el frío de la noche en el cuerpo. Cae el relente. No sabe adónde va. Está a punto de torcerse el pie y caer al suelo, pero ni siquiera se da cuenta. En ese momento se oye el ruido de un vehículo que frena. Se para en seco, a pocos centímetros de su cuerpo. Ha estado a punto de atropellarla. Sólo cuando está casi bajo las ruedas del coche, Emma reacciona. No se mueve, sino que queda parada en medio del asfalto. Muy quieta. Alguien baja la ventanilla y un rostro de mujer le pregunta:

—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?

—No ha sido nada, gracias —la voz suena muy débil—. Ha sido culpa mía.

—No son horas para aventurarse sin luz en un lugar tan oscuro. ¿Adónde vas? —pregunta la conductora mientras asoma la cabeza por la ventanilla.

—A cualquier parte lejos de esta casa —dice señalando el hotel—. En realidad estoy intentando huir.

—Todos intentamos huir a veces. Yo también he vivido en esta casa. La conozco muy bien. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?

—Gracias. La verdad es que estoy muy cansada.

Abre la puerta del coche y Emma se instala a su lado. Se observan. Agueda ve una versión rejuvenecida de Lola, el impulso y la fuerza que la vida corta de raíz. Emma murmura:

—Tu rostro me resulta muy familiar. Me recuerdas a alguien. ¿Nos hemos visto antes?

—Quizá —responde Agueda mientras vuelve a poner en marcha el motor.

Se van. El coche circula por una carretera cubierta de nubes color ceniza. Los faros proyectan círculos de luz. Es una noche oscura.

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