Lola

Lola


CAPÍTULO 11

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CAPÍTULO 11

Lola había pasado la noche entera en duermevela regocijándose en su pena, recordando cada uno de los momentos vividos al lado de Mario, removiendo su corazón y provocando continuas lágrimas que rodaban por sus mejillas con total libertad. Ella no era así, y no podía entender su actitud. Llevaba dos meses apática, y cuando menos se lo esperaba, las lágrimas y un incontrolable llanto volvían a aparecer. ¿Dónde estaba la Lola fuerte y descarada que se comía el mundo? Desaparecida, como si la hubieran abducido y en su puesto hubieran dejado a una mujer pusilánime.

No había nadie en casa. Estaba totalmente sola. Margaret se había marchado a Inglaterra a pasar unos días con su familia. Ese verano habían planeado pasar unos días las cuatro amigas juntas, aunque Julia y Elena estarían cinco días y después volverían a Barcelona, ya que tenían planes con sus parejas. En otras ocasiones habían hecho un viaje más largo, pero en esta ocasión no quisieron hacer muchos kilómetros para estar juntas y eligieron como destino un pequeño pueblo de la Costa Brava para disfrutar de unos días de descanso y confidencias, y sobre todo tranquilo. Les hacía gracia estar rodeadas de guiris todo el día.

Después de pasar esos días juntas, Julia tenía la intención de irse con Samuel a su pueblo en Teruel, donde vivían sus padres y con los que pasarían unos días. El resto de las vacaciones las pasarían en Menorca, relajadamente y en plan romántico.

Elena también tenía la intención de irse con Javier. Ellos se marcharían tres semanas a Sicilia, lo más lejos posible de su ciudad para evitar que algún conocido, al menos de Javier o su exmujer, los vieran. Necesitaban esa soledad y hacer vida normal, al menos una vez. Margaret pensaba marcharse unos días a Ibiza con unos amigos y había intentado convencer a Lola para ir juntas, pero ella no tenía el ánimo para el perpetuo ambiente de fiesta de la isla y había pensado ir a Camprodon. Cuando los abuelos murieron, unos años atrás, sus padres le dieron la parte que les correspondía a sus tíos y se quedaron con la casa que tan buenos recuerdos les traía de su niñez a las cuatro hermanas. Siempre buscaban unos días, durante las vacaciones, para pasarlos todos juntos, como cuando eran niñas. Pero aquella vez Lola tenía muchas dudas. Su apatía y tristeza era la causa, no podría fingir durante todo el día.

Tantos planes y ahora no sabía si podría realizarlos, no se veía con el ánimo de disimular que tenía el corazón destrozado y fingir una alegría que no sentía. Solo le apetecía pasarse el día tumbada y nada más.

Era sábado y sabía que en pocas horas Julia pasaría a buscarla para ir a la playa a pesar de que no le apetecía nada. Conocía lo insistente que podía llegar a ser y de lo imposible que resultaba convencerla de lo contrario cuando algo se le metía en la cabeza. Estaba dudando si confesarse con su amiga o no hacerlo. Para ella sería mucho más fácil contarle que estaba enamorada su hermano y que desde que conocía la existencia de una mujer seria en la vida de Mario, tenía el corazón hecho añicos, y que no podía seguir fingiendo una despreocupación que no sentía.

Margaret le había dicho muchas veces que confiara en ellas, que estaba segura de que Julia jamás le diría nada a Mario. Además, podría contar no solo con su consuelo, sino que le daría mucha tranquilidad no tener que fingir constantemente cuando estaban juntas.

El móvil sonó, y al mirar la pantalla y ver el nombre de Julia, contestó al primer toque.

—Lola, estoy con el coche en la esquina. No encuentro aparcamiento. Baja.

—Tardaré unos minutos. Todavía no estoy arreglada.

—Que no vamos de fiesta. Vamos a la playa, así que coge el bolso de baño del armario que siempre tienes preparado y ponte el bikini. Cinco minutos. ¡Espabila!

—Vale —le contestó desganada Lola.

Así era Julia: te planeaba la vida en un segundo. Y todo lo que había dicho era verdad. Lola siempre tenía la bolsa de playa preparada, así nunca se dejaba nada. Entró en la habitación, se colocó su bikini y un vestidito de tirantes y cogió la bolsa. Se aseguró de que llevaba las llaves y el monedero y salió de casa.

Allí estaba su amiga, esperando dentro del coche porque el calor era insoportable. Parada en doble fila, vigilaba continuamente a través del retrovisor por si aparecía un urbano, puesto que en menos de un minuto te llevabas una multa para casa... Ni siquiera fue a llamar al timbre. Prefería hacerlo por teléfono y no arriesgarse a que la multaran.

Las dos se metieron a la vez. Lola llevaba sus enormes gafas de sol que disimulaban los ojos hinchados de tanto llorar, pero a nadie le extrañaba que las llevara porque caía un sol de castigo. Así que Julia ni sospechó, y ella no pensaba quitárselas en todo el día.

—¿Vamos a la playa Icaria? Podemos comer allí mismo.

—Vamos.

No dijo nada más. Su voz era ronca, de cazalla, muy parecida a la de Sabina; la delataba. Suerte que no tendría que ver a nadie más. Dejaría hablar durante un buen rato a Julia y, para cuando tuviera que entrar en la conversación, su voz ya estaría templada y afinada.

Lo que Lola no sabía era que Julia le había tendido una trampa, lo mismo que a su hermano. Había quedado con Mario en la misma playa a la que estaba llevando a Lola. Una vez allí, ya se arreglarían. No estaba ella para mensajitos y tonterías.

«¡Coño, que mi hermano tiene treinta años y los huevos negros! No voy a hablar con Lola y después llamarlo a él para contarle qué me ha dicho. ¡Venga ya, que no están en la EGB!», pensaba Julia, haciendo sus planes.

Eran las once y había quedado con Mario en la playa a las doce. Sería una reunión fortuita. Sabía que Mario no diría nada, que no la delataría frente a Lola. A simple vista resultaría un encuentro casual, y en realidad podía ser una situación muy lógica y normal, ya que Mario vivía muy cerca de allí, y cuando iba a la playa, siempre iba a esa.

Las dos colocaron sus toallas, y lo primero que hicieron fue darse un buen chapuzón. El calor a las once de la mañana era ya agobiante. Después se tumbaron y, en pocos minutos, el agua de sus cuerpos desapareció completamente.

Julia hablaba sin cesar. Primero sobre Samuel, que estaba en Brasil. El mundial estaba a punto de terminar, pero su vuelta se había retrasado porque el periódico le había pedido un reportaje sobre las futuras estrellas del futbol brasileño: los niños. Iba con un ojeador del más importante equipo de la ciudad de Barcelona y un fotógrafo. Así que, si en un principio tenía que volver sobre la mitad de julio, su vuelta finalmente sería para finales. Quedaba muy poco para volver a abrazarlo.

Después, Julia continuó describiendo el paquete de actividades que tenía preparado para los cinco días que iban a pasar juntas, cuando a Lola lo único que le apetecía era estar así, como en ese momento: tumbada, con los ojos cerrados y, si fuera posible, sin pensar en nada, aunque eso era del todo imposible. Pero el constante parloteo de Julia la ayudaba a no centrar sus pensamientos en nada.

De pronto esta se dio cuenta del excesivo silencio de Lola, apenas contestaba con monosílabos. Se quedó mirándola porque no se movía.

—¿Estás dormida?

—No, te estoy escuchando.

—¿Te pasa algo? Apenas dices nada.

—No, tranquila, estoy bien. Anoche se me hizo tarde repasando las cuentas. Tengo que dejarlo todo en orden antes de las vacaciones. Sin darme cuenta me fui a la cama bien entrada la madrugada.

—Mi padre me lo dijo, el negocio ha aumentado mucho debido a la repostería, ¿verdad?

—Si. Por eso me estaba quedando medio dormida.

—Vale, un descanso hasta la hora de comer te vendrá bien.

Y se tumbó junto a su amiga en silencio.

—No te calles, no hace falta. Yo descanso igual escuchándote.

No tuvo que insistir para que Julia siguiera con su interminable parloteo.

Se acercaban las doce y Julia miraba hacia todos los lados intentando ver a su hermano entre tanta gente, pero sabía que él las encontraría. Siempre iban al mismo lugar, muy cerquita del chiringuito.

Lola daba la impresión de estar dormida porque apenas se movía. Se habían metido un par de veces en el agua para calmar el asfixiante calor y, cuando se tumbaba con sus gafas y su gorra para evitar el sol en la cara, apenas daba señales de vida. Y es que había ratos que la vencía el sueño. Apenas había pegado ojo la noche anterior y estaba cayendo rendida.

Mario divisó a su hermana en cuanto llegó al chiringuito y se acercó a ella. No sabía con quién estaba porque la persona que la acompañaba estaba tumbada y con la cara tapada, pero cuanto más se acercaba, más opresión sentía en su pecho. Ese cuerpo tirado en la toalla lo conocía bastante bien. La última vez que lo vio, no dejó ni un centímetro por acariciar ni por besar. No había duda, ¡era Lola!

Se paró en seco y dudó entre seguir hasta ellas o darse media vuelta y marcharse, pero no le dio tiempo. Justo en ese preciso momento, su mente, normalmente ágil y rápida, se quedó colapsada. Julia se volvió y, cuando vio lo que su hermano estaba a punto de hacer, no lo permitió. Así que, sin más, levantó la mano para llamar su atención y la voz:

—¡Mario, aquí! ¡Qué casualidad!

Julia no se dio cuenta, pero Lola se tensó sobre la toalla. Volver a ver a Mario después de casi tres meses, y sobre todo después de saber que salía con alguien y que esta vez iba en serio, la puso muy nerviosa. Había estado llorando casi toda la noche por ese motivo y estaba temiendo ponerse a llorar delante de él, o como se había vuelto tan patética, era capaz de suplicar por unas migajas de amor. No se levantó de la toalla ni miró hacia donde señalaba Julia. Emplearía el tiempo que le costaría a Mario llegar hasta ellas en calmarse y colocar su máscara de indiferencia y mujer dura de mundo; algo muy lejos de la realidad, porque, aunque nadie lo sabía, estaba al límite de derrumbarse.

En ese momento cayó en la cuenta, totalmente alarmada. Se preguntó si iría con su novia. Lo tenía muy claro: se levantaría y se marcharía. No tenía que pasar por algo parecido.

Sin necesidad de abrir los ojos y sin tocarlo, supo que Mario estaba a su lado, lo sintió. No sabía cuál sería su reacción al verlo. Estaba como un flan. Poco a poco, se sentó en la toalla y levantó la vista sin quitarse las gafas para ver el motivo de sus constantes quebraderos de cabeza. La imagen de Mario apareció ante ella como un adonis griego, bronceado y con aquellos músculos trabajados, su pelo negro como el azabache y aquellos ojos verdes que, aunque escondidos tras unas oscuras gafas de sol, ella conocía tan bien. ¡Cada día estaba más guapo!

Mario también estaba igual de nervioso que Lola. Cuando cogiera a su hermana a solas, ¡la mataría!

—¡Qué casualidad, hermano! ¿Tú también has buscado la playa para calmar el sofocante calor? Coloca tu toalla al lado de la nuestra, que todavía hay sitio.

Mario tuvo que colocar la toalla al lado de Lola porque al otro lado estaban las bolsas y había una pareja muy cerca. Cuando ya estuvo sentado en la toalla, se acercó a darle dos besos a cada una. Su hermana pasó sobre Lola sin ningún miramiento y lo abrazó. Y cuando llegó el turno de Lola, Mario hizo lo mismo, pero el efecto en sus cuerpos fue muy diferente. Los dos sintieron lo mismo: un temblor que subía desde los dedos de los pies hasta el último pelo de la cabeza. Y cuando los labios de Mario se posaron en su mejilla, ninguno de los dos pudo evitar recordar aquellos últimos besos tan ardientes y tan diferentes a ese casto e insatisfactorio que estaban compartiendo.

—Hola, Lola, ¿cómo estás?

—Muy bien, y ya veo que tú también.

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