Loki

Loki


Capítulo seis

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Capítulo seis

De vuelta a Asgard, las palabras de las Nornas bailaban al filo de sus pensamientos. Una vez fuera del árbol había encontrado a su caballo donde lo había dejado, casi como si hubieran pasado sólo unos minutos desde que vio al animal. Lo espoleó de nuevo hacia las torres de Asgard, reflexionando continuamente sobre lo que las Nornas habían revelado —no mucho— y más aún sobre lo que habían insinuado.

Le habían llamado hijo del caos, heraldo del crepúsculo, ladrón de tiempo. No sabía lo que aquello significaba y sin embargo estaba seguro de que significaba algo. Podría haber inventado mil explicaciones para esos epítetos sin llegar a saber lo que querían decir realmente. Los monstruos surgirán de ti… Perteneces a dos mundos… La respuesta está dentro de ti.

No era lo suficientemente temerario como para ignorar sus adivinanzas, pero decidió que no podía perseguirlas mientras la amenaza del constructor pendiera sobre su cabeza. Algo de lo que habían dicho parecía ser más relevante para el problema en cuestión, mientras que el resto se refería a cosas lejanas: serás padre y madre para tu respuesta. Allí había una pizca de verdad, si tan sólo pudiera tirar de ella. Esperaba que le llegara una revelación cuando hubiera regresado a Asgard. Buscaría al constructor, como le habían dicho. Sois uno y el mismo. Cuando lo encontrara tal vez entendiera lo que aquello significaba.

El viaje fue rápido. Su montura se había repuesto por completo mientras pastaba la hierba a los pies de Yggdrasil y galopó sin queja ni descanso durante casi un día, al final del cual Asgard se mostró en la distancia. Había poco tiempo: en unos días las murallas estarían finalizadas y todavía no tenía ni idea de lo que iba a hacer.

Loki desmontó y dejó que su caballo descansara un momento. La bestia no parecía necesitarlo, pero aquello le daba la oportunidad de elucubrar y considerar sus alternativas —o de preocuparse por la falta de ellas— antes de volver. Las Nornas no le habían ofrecido ninguna solución para detener al constructor. Tal vez su destino era completar la reconstrucción y reclamar a Freyja, enviando así a los Aesir por un camino distinto al que ahora seguían. Si así fuera, bien podría suceder que la línea de su vida, tallada en Yggdrasil, fuera muy corta. Era ciertamente posible que lo asesinaran como condena por la esclavitud de Freyja. Todo lo que se requeriría era que Odín lo permitiera, o que no lo prohibiera. Podía imaginar con facilidad la determinación de Frey para castigar su ofensa. Dudaba que pudiera vencerlo en combate.

Un estruendo lejano lo sacudió de sus pensamientos. La familiar nube de polvo que nacía del avance del constructor se encaminó hacia una cantera lejos de Asgard. Loki estaba más próximo a ella que el artesano y pensó que podía llegar a tiempo para observar cómo trabajaba. Era posible que allí, lejos de la ciudad y antes de que fuera demasiado tarde, pudiera encontrar un punto débil. Subió a su montura y se alejó a toda velocidad.

La cantera, una cuenca profunda al borde de un frondoso bosquecillo de árboles centenarios que tenía forma de medialuna, estaba cubierta por lo que una vez fueron trozos de rocas irregulares que habían sido talladas por el cincel del constructor hasta formar enormes bloques. Quedaban algunos peñascos que el constructor utilizaría sin duda para reconstruir la muralla.

Loki condujo su caballo hasta el bosquecillo y se adentró en él para encontrar un lugar desde donde observar sin ser visto. Desmontó y dejó que su montura pastara mientras él se aproximaba a la cantera.

Divisó por el polvo la estela de la montura del constructor antes de que apareciera el propio caballo. Su velocidad era increíble. Se hizo visible por completo un momento después de que lo localizara. Era un corcel robusto con manchas grises, una larga melena plateada y una fina capa de sudor que cubría su cuerpo. A medida que se acercaba, Loki vio al constructor encaramado a la red que arrastraba la bestia.

Su aspecto no había cambiado: grande, con brazos poderosos y hombros anchos. Era perfecto para un trabajo pesado como aquél. Loki sintió de nuevo la magia que lo envolvía, un matiz indefinido. Cada uno de sus movimientos estaba minúsculamente desplazado, como si fuera una sombra de sí mismo.

Mientras Loki le observaba, el constructor tomó unas enormes herramientas de su carro y se adentró en la cantera. Se acercó a una roca que le doblaba en altura y comenzó a tallarla con golpes rápidos y precisos de su martillo. Sus manos se desplazaban más deprisa de lo que Loki era capaz de seguir. En pocos minutos había terminado el cincelado de un bloque cuadrado casi perfecto. Se dirigió a otra roca y repitió el proceso. Las astillas de piedra volaban a la vez que los golpes levantaban un polvo que flotaba en el aire.

Tras verlo trabajar rápidamente roca tras roca, apenas se preguntó cómo era capaz de transportar los bloques por la ladera de la cantera; estaba seguro de que le bastaba con recogerlos —tonelada sobre tonelada— y llevarlos hasta la cima de la ladera, dejándolos caer en la red para que su caballo los acarreara. También abandonó cualquier idea que pudiera haber albergado de atacar al constructor: aparte de la ruptura del trato, lo que verdaderamente detuvo su mano era la absoluta certeza de que nunca sobreviviría para golpearlo una segunda vez en caso de ser tan necio como para atacarle.

Loki notó cómo, a medida que observaba al maestro de obras, su contorno se modificaba sutilmente. Un momento no parecía ser más alto que Loki y al siguiente competía con Thor en altura. Aparentemente, sus brazos se extendían cuando amartillaban las piedras y también se volvían numerosos, como si espiara a varios hombres mientras percutían acelerados con el martillo. Debía tratarse de una ilusión óptica, un veloz movimiento de los golpes de martillo que le daba el aspecto de tener más de dos brazos. Era desconcertante.

Extrañamente, sintió una afinidad con el constructor mientras le observaba. Sus secretos estaban siendo revelados y él, a su vez, se sentía distinto, como si estuviera empezando a conectar con algo que existía en su interior. No estaba seguro de poder identificarlo, pero su sensación era que sabía más, que veía cosas ocultas que los demás no podían percibir.

La respuesta está en ti, le habían dicho las Nornas. Algo de su propia naturaleza se descubría al contemplar al constructor. Algo que fluía. Notaba su piel como una prisión, como algo que intentaba evitar… ¿qué? No estaba seguro. Sólo sabía que algún secreto guardado en su interior se encontraba al borde de la liberación. El constructor no era lo que parecía ser. De repente sintió que, para él, eso también era cierto. Sois uno y el mismo, le habían dicho.

El constructor acabaría pronto con las rocas. Cuando las cargara, regresaría a Asgard para continuar con la reconstrucción, y tendría que dar otro viaje a la cantera. Si Loki no actuaba pronto, todo estaría perdido. Al ver el caballo del constructor una vez más, maldijo en silencio la condición del acuerdo que le permitía el uso de la bestia. Si se hubiera vetado tan sólo esa cláusula, seguramente el constructor no habría llegado hasta allí.

Al examinar el caballo, comenzó a ver como él veía. Sintió cómo calibraba sutilmente el equilibrio midiendo cada paso al instante, incluso al apoyar los cascos. Percibió la manera en que el animal interpretaba su entorno: los peligros ocultos en un grupo de árboles o las llanuras abiertas, llenas de brotes altos para sustentar la vida; su poder; su fuerza; la sensación del viento agitando su melena en el galope.

Algo se agitó en su interior y gradualmente empezó a comprender el mensaje de las Nornas. Estudió al constructor y se sorprendió al detectar su verdadera forma. Entendió atónito cómo había reconstruido gran parte de la muralla en un plazo tan breve. Sin embargo, incluso si sentía asco y repugnancia ante la verdadera naturaleza del maestro de obras, también comprendió al fin por qué había reparado en su magia cuando nadie más lo había hecho.

No lo habría creído si las Nornas sólo se lo hubieran contado, y ellas debían saberlo. En cambio, lo único que podían hacer era aludir a su verdadera esencia, a una naturaleza que podía descubrir gracias a un monstruo que se hacía pasar por un simple maestro de obras. El hallazgo le asombró, aunque lo aceptó como verdadero. Su ascendencia provenía de otro lugar y no podía negarlo ahora que la sentía reafirmándose en su interior. Sois uno y el mismo.

Le turbaron las consecuencias de aquello. Toda su vida —milenios dedicado a Asgard— era falsa. En verdad no era más Aesir que el constructor, y la idea le asqueó aún cuando la asumía como cierta.

Contuvo su repulsión a la vez que tramaba alguna forma de emplear su nuevo conocimiento. Podía no ser un auténtico Aesir, pero eso era algo que todavía podía mantenerse oculto. No tendrían que saberlo: lo más probable es que lo mataran si lo supieran. El mero hecho de conocer su verdadera naturaleza no cambiaría quién era ni a quién servía. Era una patraña proseguir como hasta ahora, pero no le importaba, pues una mentira que nunca se contaba no existía de verdad. Lo cierto era que, incluso ahora, él servía al Alto por encima de todo, y las circunstancias acerca de su auténtica ascendencia carecían de importancia.

La respuesta le llegó cuando giró la mirada hacia el caballo. El animal había permitido llegar más lejos al constructor en la reconstrucción de lo que hubiera sido capaz de lograr solo. No podría completarla sin aquella bestia.

—El maestro de obras no terminará la muralla —pensó.

Su artimaña no hubiera sido posible sin los consejos de las Nornas y la revelación de su verdadero ser. No disfrutaría con aquello, aunque evitaría la reconstrucción, salvaría a Freyja y no tendría que lidiar con los macabros einherjar o con los enojados asgardianos con otra fuerza que la de su ingenio. Se sacrificaría una vez más por los lazos que le unían con el Padre de Todo.

Al notar el cambio en su forma se preguntó si no era más honorable para él hacer aquello conociendo quién era en realidad. También le produjo más satisfacción saber que ninguno de los Aesir se sacrificaría así. Ellos harían rechinar sus espadas y gritarían con furia a los cielos, pero no se someterían a lo que había planeado ni le agradecerían su sacrificio si supieran de él. Todo lo que tenían que saber era que él había impedido que las murallas se alzaran de nuevo. Aunque recelaran, no podían dejar de honrarlo por su servicio.

El caballo del constructor se fijó en él por primera vez y Loki se adentró profundamente en el bosquecillo. Sintió que su forma cambiaba mientras los árboles lo envolvían. La transformación se completaría pronto, y el caballo lo seguiría.

El constructor dio los toques finales a la última roca y guardó las herramientas en su cinturón. Abarcó la enorme piedra extendiendo sus brazos cuanto pudo y la izó con la sencillez con la que un niño levanta un bloque de juguete.

Caminó por la falda de la cantera y dejó caer la piedra sobre la red antes de darse cuenta. Su montura se había marchado. El arnés estaba suelto en la tierra donde el caballo se hallaba unos minutos atrás.

La incredulidad se convirtió rápidamente en ira. Apretó los puños en los costados y sintió que se transformaba al permitir que el caos actuara, pero se contuvo deprisa. Se obligó a enfriar su temperamento y a reflexionar sobre lo que había ocurrido.

Examinó el arnés. Lo habían cortado bastamente. No era la labor de una espada, sino que los bordes estaban mellados como si se hubieran mordido. Se los acercó al rostro. Los cortes eran desiguales y a su alrededor el cuero era frágil. Soltó el arnés y su ira fue de nuevo en aumento. La bestia había masticado el arnés y luego había tirado de él hasta romperlo. Le había traicionado. ¿Por qué?

Trató de seguir sus huellas, pero el camino estaba demasiado seco y duro. Había pocas marcas de pezuñas y, de todos modos, no era un rastreador. Pensó que las huellas podían conducir a los árboles y que si su caballo había seguido ese camino, las posibilidades de encontrarlo eran escasas. Y el tiempo corría.

Tragándose la rabia ante aquel imprevisto, se convenció de que no podía perder el tiempo buscando a un caballo que era poco probable que encontrara. Si la bestia quería volver, lo haría. Si no, bien podía estar a millas de distancia. Enojado, el constructor siguió cargando piedras en la red.

Como antes, tardó poco en llenarla. Agarró lo que quedaba de los arneses y los sostuvo por encima de su hombro. Clavando los talones, empezó a tirar de la red, cargada con docenas de bloques, hacia el último tramo inconcluso de muralla.

El peso no suponía un problema, pero no era capaz de avanzar a la velocidad de su montura. A lo sumo, podía moverse tan deprisa como un caballo normal, lo que no se acercaba en absoluto al paso de su cabalgadura. Se obligó a desplazarse más rápido, pero incluso a ese ritmo vertiginoso sabía que no terminaría el trabajo antes de la fecha límite.

Durante los tres días siguientes, el constructor hizo caso omiso a la imposibilidad de completar la tarea y no se detuvo a tomar aliento, sino que simplemente talló piedras, arrastró su carga y la apiló sobre un muro casi completado. Su impresionante velocidad y su resistencia imposible no fueron suficientes para acabar la tarea. Vio cómo se ponía el sol del último día mientras arrastraba en vano esa última carga por las puertas de Asgard. No había cumplido el trato.

Continuó tirando del cargamento hasta la muralla. No estaba seguro de si se trataba de un acto de desafío o si simplemente se negaba a dejar sin entregar esa remesa final. Arrastró los bloques hasta la última sección sin terminar de la muralla y soltó el arnés. Volvió a mirar las decenas de bloques que yacían inertes. Habría terminado la pared con ésa y una o dos cargas más, otro día de trabajo a lo sumo. No importaba. El sol se había puesto y el lapso para completar la obra había expirado.

Las calles estaban llenas de observadores que cubrían sus rostros con sonrisitas insolentes mientras él caminaba hacia Gladsheim. Todos conocían el pacto y todos sabían que no había podido cumplirlo. A su paso escuchaba sus risas, sus alardes, sus burlas. Dejó escapar la rabia que había estado conteniendo desde la pérdida de su caballo desaparecido y ésta siguió aumentando a cada paso. La certeza de que habría terminado si su animal no le hubiera abandonado era como un puñal en las entrañas.

Cada vez estaba más seguro de que había traición en aquel acto. ¿Por qué si no se iba a marchar la bestia cuando la tarea estaba tan cerca de terminar? Se había liberado por su propia voluntad: ¿qué lo había incitado a hacerlo? Nunca antes había fallado a su dueño. Sabía que era por algo que habían hecho los Aesir; le habían privado de su recompensa.

Escupió en el polvo ante ese pensamiento. Se enorgullecían de su «honor», pero ¿qué honor había en el robo cobarde de una bestia de carga, simplemente porque no podían soportar perder un trato? Proclamaban la honestidad de su palabra, pero eran todo trampas y engaños: cumplían un acuerdo cuando les convenía y planeaban tretas turbias cuando no.

Sintió un tumulto en su interior, un cambio de energía. Había ocultado algo desde que partió para Asgard. Ni siquiera sabía que lo tenía dentro antes de visitar a Thiazi, pero el brujo se lo había liberado, mostrándole después cómo esconderlo para que ni el guardián de Bifrost descubriera la verdad. Ahora todos la verían, daría rienda suelta a su furia y haría caer la ciudad sobre ellos. Si no podía tener a Freyja, entonces aplastaría a todos los Aesir bajo sus talones.

Llegó a Gladsheim e hizo una pausa para tomar aliento. Al aumentar su ira, se desvanecía la fuerza de voluntad que había empleado para evitar que su energía caótica rebosara. Ya veía las cosas de manera diferente. Gladsheim parecía más pequeño, más vulnerable. Notaba su mente más sombría, como si le costara más expresar los pensamientos y las ideas que antes tenía. Sin embargo no se sentía embotado, sino más salvaje, como si algo se hubiera destapado y ahora fluyera con libertad.

Gladsheim se levantaba ante él. La última vez había estado allí con una propuesta. Entonces, en lugar de miedo había sentido admiración por aquellos poderosos enemigos: no había tomado a la ligera su sitio en medio de los dioses de Asgard. Sabía que lo atacarían si supieran lo que era en realidad, pero si había engañado a Heimdall, nadie más lo descubriría. Y a pesar de que era un enemigo acérrimo, habrían cumplido el pacto si hubiera reconstruido las murallas, más fuertes y mejores que las anteriores.

Esta vez no llevaba una propuesta.

Abrió las enormes puertas de madera de Gladsheim. El mismo portón de entrada que la vez anterior sobresalía varias alturas por encima de él ahora le raspaba la cabeza.

Como ya sabía, los Aesir estaban reunidos. Se rieron al verle y sintió hervir su sangre. Sentía una comezón en los costados y notaba como si algo estuviera tratando de escarbar para salir de su torso. Le fallaban las piernas. Cada movimiento era más difícil de dar que el anterior. Liberó el caos, sintiendo deslizarse la hechicería como una segunda piel. Los Aesir se volvieron más y más repugnantes a cada paso. No veía figuras poderosas con malla brillante, sino enanos deformes con cabezas pequeñas y manos diminutas demasiado insignificantes para sus cuerpos.

Había uno en la entrada de la sala. El constructor no podía recordar su nombre —sus recuerdos se oscurecían deprisa y los sustituía una rabia amarga—, pero lo reconoció por su único ojo y su larga barba. Era alto y tenía una lanza, pero era tan enjuto que un viento fuerte podría derribarlo. Habló y el constructor tuvo dificultades para entender las palabras. El tuerto arrojó una bolsa a sus pies. Su contenido se derramó. Bajó la mirada hacia los círculos amarillos que brillaban en el suelo y se preguntó qué pensaba el tuerto que debía hacer con esos inútiles objetos.

Escuchó cómo al crecer su propia ropa se desgarraba. Sintió expandirse su cráneo. De su torso nacieron sangrientamente nuevos brazos y pisó el suelo bajo nuevas piernas situadas junto a las antiguas. Le estimulaba la sensación de frío de la piedra en sus recién germinados pies descalzos, y una sonrisa se dibujó en su rostro deforme. Le satisfizo ver cómo se borraban las miradas petulantes de aquellas caras mientras su propia cabeza presionaba la madera y la pizarra del techo. El sonido de ambas partiéndose y desgarrándose estuvo acompañado por la entrada de aire nocturno y de la iluminación de la luz de la luna sobre el polvo que caía a su alrededor. Las pequeñas criaturas continuaban disminuyendo. Sus rostros mostraban alarma y sus manos agarraban sus minúsculas armas.

Sintió que el caos terminó de transformarlo en la esencia de lo que era y tuvo dos pensamientos abrumadores. Vio a aquella por la que había venido, a la que había deseado, y sufrió un ardor que lo atravesaba: todavía la tendría. Su segundo pensamiento fue aplastar los huesos de las pequeñas y asquerosas criaturas que lo rodeaban y golpear su carne hasta que no fueran más que manchas rojas en el suelo. A lo lejos se oyó sonar un cuerno, pero su sangre, turbia de ira, lo vació pronto de todo significado. Avanzó a por las cosas diminutas a su alrededor.

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