Loki

Loki


Capítulo veintidós

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Capítulo veintidós

La agonía de Fenrir era incesante: la hoja de la espada cortaba continuamente sus fauces y Gleipnir se hundía en su piel y sus músculos, apretándole más tras cada pequeño movimiento. Lo peor era su intensa ira, la rabia que lo enfurecía cada vez más por su impotencia. No podía aceptar el tormento eterno al que se enfrentaba y la idea de que nunca sería libre le angustiaba, ennegreciendo más su alma.

Al principio, sus oscuros pensamientos de venganza se centraban en Balder y Tyr. Imaginaba que les clavaba los dientes y los desgarraba, les partía los huesos y se tragaba sus médulas mientras observaban, impotentes, cómo los devoraba lentamente, saboreando cada bocado.

A medida que el dolor y la angustia aumentaban, incluyó a todos los Aesir en sus fantasías, imaginando carne rasgada y vísceras derramadas, manteniéndolos siempre con vida mientras los destripaba. Arrancaría el cuello de Freyja; masticaría el brazo amputado de Thor con el martillo todavía en la mano; Odín se ahogaría cuando aún con vida le arrancara la garganta y el Tuerto buscara algún asidero para librarse del húmedo gaznate de Fenrir.

Cuando ni esos pensamientos le proporcionaban satisfacción, se volvió más brutal y ciego a todo aquello que se asemejara a un pensamiento o una razón y, en su lugar, imaginó únicamente intensas escenas abstractas de violencia del color de la sangre. Dejó de percibir las cosas a su alrededor y se convirtió tan sólo en lo que habían pensado que era: una bestia enloquecida y salvaje cuyo propósito era la destrucción pura. Pero la incapacidad para ejercer esa furia sólo le empujaba más y más hacia una rabia demente que se alimentaba sin cesar pero no se saciaba. Si no hubiera estado tan estrechamente atado, se habría despedazado de pura furia.

Hubo sin embargo un momento en el que la brizna más ínfima de sentido volvió a él. Se dio cuenta de su propia rabia destructora y, con ese conocimiento, un ápice de su furia se desvaneció. El mundo a su alrededor regresó a su conciencia y la agonía de su situación se hizo más concreta y no un sufrimiento abrumador e insoportable. El dolor no remitió, pero recuperó su capacidad para entender sus circunstancias. Su naturaleza bestial, todavía despierta y furiosa, se desvaneció para dar voz a la comprensión.

¿Qué había cambiado? ¿Qué le había sacado de la rabia ciega y absoluta?

No vio nada, pero había una presencia. La sentía extrañamente familiar. Como si se tratara de una fuerza exterior que estaba allí junto a él pero a la que además estuviera vinculado. Reparó en que algo o alguien trataba de comunicarse con él.

Cerró los ojos, relegando el dolor de Gleipnir y de la espada a un lugar distante en su interior para poder concentrarse en la otra presencia. Reconoció que no habría sido capaz de amortiguar el dolor sin la existencia de aquella fuerza externa.

No había palabras, aunque sí un claro intento de comunicación: sintió tristeza, dolor y principalmente ira. Aquella presencia reflejaba sus propios pensamientos primarios. Sin entender claramente cómo ni por qué, se abrió a ella y le dio la bienvenida. Notó que la presencia impregnaba su cuerpo, despertando en su interior algo que no sabía que existía.

Sintió dentro una energía turbulenta, algo que había alimentado su fuerza sin que lo supiera y que le prometía más poder del que hubiera conocido. Casi inconscientemente, dirigió aquella energía hacia el exterior y, por vez primera desde su captura, fue capaz de aflojar los grilletes de Gleipnir. No empleó la fuerza física sino más bien el deseo de liberar algo de tensión. Cuando la presa se relajó, su sorpresa fue palpable. Se apoderó de aquella débil esperanza de indulto y centró de nuevo su atención en el uso de su fuerza de voluntad para abrir aún más los grilletes.

La cinta se tensó, resistiéndose contra Fenrir, quien empleó su poder emergente para aumentar su fuerza mientras tiraba de Gleipnir. Sus músculos aumentaron de tamaño y empujaron cada vez más contra las adujas, que se aflojaban lentamente. La presa le cortaba, pero él seguía tensando, haciendo caso omiso de la feroz resistencia de las ataduras. Fenrir sacudió violentamente la cabeza y los hombros a ambos lados, aflojando la presa con cada tirón e ignorando el dolor de la espada que le partía el hocico.

Gleipnir luchaba contra él. La artesanía enana desafiaba su asalto continuo. No estaba viva, pero los enanos imbuían todas sus obras con sus almas y espíritus y aquellos objetos no fallaban o se rompían con facilidad. Gleipnir no era un simple hilo de seda, sino algo que se acercaba tanto a una fuerza primordial de la naturaleza como era posible para un artefacto. Pero ahora se enfrentaba a la ira enérgica de una criatura tallada en puro caos que despertaba a la conciencia de su verdadera esencia.

Fenrir arqueó la espalda, poniendo en juego todo el poder de su musculoso cuerpo. Al tensar, los grilletes se clavaron en la carne tirante. Apretó con fuerza su mandíbula mientras centraba cada ápice de su ser en superar los límites de Gleipnir, tanto físicamente como con su fuerza de voluntad.

Hubo un sonido de desgarro. Fenrir había forzado sus músculos tan cerca del punto de ruptura que no estaba seguro de si la fractura provenía de Gleipnir o de sus propios tendones. Con una sacudida del cuello y los hombros liberó la tensión, y las espirales de su atadura se quebraron.

Levantándose completamente por primera vez en mucho tiempo, con los pies bien plantados sobre la roca que habría sido su tumba, soltó un grito que hizo temblar la tierra. Muy lejos, en Asgard, los dioses se agitaron inquietos en sus palacios, angustiados por los pensamientos que presagiaba aquel funesto sonido.

El ciclo había continuado durante mucho tiempo, momentos de sufrimiento alternados con breves períodos de respiro donde podía sanar lo suficiente para sobrevivir y regenerarse antes del siguiente ataque del veneno, negado para siempre el alivio de la muerte misericordiosa. Pero aquello estaba a punto de terminar y cada gota de ácido, aunque sólo fuera por el menor de los márgenes, se había vuelto ahora tolerable.

Sigyn también podía notarlo. Su rostro, durante mucho la imagen del dolor y la traición, se había convertido en una máscara de miedo y expectación. Había notado los temblores y escuchó el aullido, pero no estaba segura del significado.

Loki tenía siempre presente su pesar por la condena a su esposa, pero incluso más insaciable que éste era la rabia que sentía hacia los Aesir por haberla incluido a ella en su tormento, que sólo demostraba su deseo de destruir todo lo que él había tocado. Ahora sería capaz de devolver los agravios y las heridas.

Los retumbos continuos hacían caer polvo y pequeños cantos de roca a lo largo de la caverna. Podía ver a la serpiente justo encima del cuenco de Sigyn y creyó sentir la incertidumbre de la criatura. No demasiada, pero la suficiente para indicar que la serpiente también se daba cuenta de que su propósito infinito podría estar llegando a su fin.

Su energía había sido drenada de continuo por los grilletes de Frey, cuyo poder se había desvanecido. Había sido gradual al principio, pero la liberación de Fenrir originó vibraciones caóticas que habían perturbado el hechizo. Poco a poco, sintió que el caos se acumulaba en su interior, desesperado por liberarse.

El cuenco estaba casi lleno de veneno. Pronto Sigyn se retiraría permitiendo así que fluyera de nuevo, pero él ya no sería una víctima incapaz de evitar el dolor que dejaba caer la serpiente. No podía cambiar de forma, pero pudo dirigir un pequeño zarcillo hacia la serpiente. Un momento antes de que Sigyn retirara el cuenco, envolvió el zarcillo alrededor del cuello de la serpiente y ordenó que se contrajera.

Pudo ver las muescas del caos invisible en el cuello de la serpiente, estrangulándola. El veneno no se detuvo por completo, pero la menor cantidad con la que era rociado era soportable y no lo distraía de su propósito. Forzó la presión del zarcillo para que perforara el cuello de la serpiente.

La lenta llovizna de veneno se detuvo y la serpiente se dejó caer, colgando sin vida desde donde estaba incrustada en la roca. Loki tumbó la cabeza y cerró los ojos, saboreando el respiro que le había sido negado durante mucho tiempo.

Cuando los abrió, vio a Sigyn de pie junto a él con el rostro preocupado y lleno de ansiedad. Todavía sostenía la escudilla, incapaz de dejar de lado su papel, aferrándose a ella como símbolo de su propósito. Abrió la boca para decir algo pero la cerró, tal vez recordando las órdenes de Odín sobre su silencio e insegura sobre si dichas instrucciones eran válidas todavía. Siempre obediente, se quedó callada y miró suplicante a Loki, desesperada y asustada por saber lo que iba a pasar.

Él no dijo nada, centrándose en cambio en los lazos que lo tenían inmovilizado. La magia los abandonaba y a cada momento sentía que su propia fuerza regresaba. La perturbación provocada por su hijo al liberarse le permitió soltarse al fin.

Tensó sus músculos y tiró de las cadenas, notando su resistencia. Apretó los puños, cerró los ojos y se concentró, canalizando toda su energía hacia los lazos que lo sujetaban. Sus brazos y sus piernas se volvieron de acero. Tiró poco a poco, poniendo en marcha toda su fuerza, que regresaba deprisa. Los grilletes resistieron obstinados, pero él siguió tirando de manera sostenida e implacable, utilizando tanto su propia fuerza como el caos en su interior. Los tendones le dolían y sus brazos y piernas se tensaron al límite, pero las cadenas ya no pudieron soportar la presión. Se partieron simultáneamente por ambos lados. La caída de sus ataduras le produjo un escalofrío de satisfacción a lo largo de todo el cuerpo.

Sigyn dejó caer el cuenco, que resonó con un eco sordo por toda la cámara. Después colocó su cabeza entre las manos y lloró. Loki no se engañó pensando que podía aliviar su dolor. Hacía mucho que había pasado el tiempo del perdón, para él y para todos los demás. La expiación ya no podía ser alcanzada: los crímenes eran tan graves como profundas las heridas. Ahora era el momento de la venganza.

Bajó de la roca y se situó a su lado un momento, colocándole una mano suavemente en la mejilla, como si todavía fuera su esposo en todo salvo en el nombre. Ella bajó las manos y lo miró, comunicando algo con su silencio. ¿Perdón por su propio crimen imaginado? ¿Piedad para los Aesir? En cuanto a lo primero, no había delito: la culpa por el papel de Sigyn en aquello era de Loki. En cuanto a lo segundo, no había piedad en su corazón para los que con sus propias acciones, retorcidas y perversas, habían traído el mal sobre ellos mismos.

Se dio la vuelta y salió de la cueva, abandonando a Sigyn por última vez.

Jormungand había sido brutalmente arrojado contra la superficie del agua, golpeándola con gran violencia. El dolor del impacto lo había aturdido, pero las aguas heladas lo habían revivido rápidamente y le habían hecho apreciar todo el horror de su situación. Se había retorcido al hundirse en las profundidades, intentando desesperadamente llegar a la superficie y llenar sus pulmones de aire. Sus movimientos ineficaces pronto se volvieron lentos y cerró los ojos, entregándose a su destino.

Tras un tiempo, sus ojos se abrieron. Estaba confundido: no estaba muerto. Ya no respiraba grandes bocanadas de aire y sintió que la vida le hinchaba el pecho. El agua estaba en todas partes, tanto fuera como dentro de él, y transmitía movimientos y perturbaciones de todos los seres vivos que nadaban o pulsaban o respiraban a su alrededor. Estaba cambiando, convirtiéndose poco a poco en parte del tapiz del mundo bajo el agua.

A medida que su cuerpo se ajustaba cada vez más a ese entorno, vio que las criaturas más grandes tenían más probabilidades de sobrevivir, y por eso creció y se extendió sin esfuerzo, asumiendo una forma sinuosa que le permitió navegar por las lóbregas profundidades. Descubrió que esa forma también le permitía excavar en el fondo del océano, retorciéndose por debajo de la tierra y esperando en silencio a cualquier presa que pudiera pasar.

Al aumentar de tamaño, lo desafiaron grandes criaturas que intentaron devorarlo. Lo habían descubierto cuando era menudo y decidieron que su presa constituiría un bocado fácil y rápido. Algunos escaparon de él antes de ser devorados; la mayoría, no.

No era consciente de lo vastas que eran sus dimensiones en comparación con las de aquellos que lo habían arrojado al mar. Lo único que sabía era que sobrepasaba en tamaño a cualquier otra cosa bajo el agua y que, a menudo, devoraba criaturas frente a las que la mayoría parecería diminuta. Era el señor tácito de aquel lugar, por lo que dejó de crecer; ya no resultaba necesario.

Recordaba de forma vaga una época anterior, pero aquella memoria se desvanecía rápidamente. Había otros de su tamaño y algunos que eran más grandes. Había sentido apego hacia ellos, un vínculo que no podía describir. Y ahora que ya no estaban quedaba un vacío en su interior. No tenía la capacidad de interrogarse acerca de aquel vacío, por lo que éste siguió sin más en su interior, e hizo que la presencia familiar que de repente se comunicó con él fuera tan bien acogida.

La había notado cuando estaba a punto de dormirse, tras llenar el estómago con el cuerpo sin huesos de una enorme criatura con muchas extremidades. Curioso, nadó lentamente hacia la superficie para buscar el origen de aquella extraña presencia.

Ante su masa imparable, miles de pequeñas criaturas se apartaron de su trayectoria. Nadaba justo bajo el agua y su despertar había desatado marejadas que se estrellaron en costas lejanas. Cuando Jormungand por fin salió a la superficie, el violento oleaje que levantó volcó varias embarcaciones que habían tenido la desgracia de estar cerca.

A medida que se acercaba, la sensación de familiaridad se intensificó. Empezó a ver tras sus ojos imágenes de cosas que recordaba vagamente y deseó percibir más; al ver a alguien en una imagen, lo identificó inmediatamente con la presencia que lo invocaba. Alguien a quien no había visto desde hacía tanto que casi había olvidado cómo era.

Empezó a comprender que aquella presencia la había enviado la criatura que él recordaba y, más aún, que la criatura lo había buscado y le había llamado.

Aumentó su ritmo, creando olas cada vez más altas con cada movimiento de su larga cola. No podía saber que el oleaje creció tanto como para ahogar varias villas costeras, pero no le hubiese importado: lo único que le importaba ahora era reunirse con la presencia. Y a medida que la llamada se hizo más y más clara, una idea repetitiva lo impulsó. Carecía de lengua, pero su cerebro primitivo entendía el concepto lo suficiente.

La imagen de su padre había surgido en su conciencia y lo encontraría sin importar lo que se interpusiera en su camino.

Hel vio acercarse a los tres y, a pesar del enorme tamaño de la serpiente, al único al que verdaderamente tuvo en cuenta fue al más débil. Ella lo conocía aunque su tiempo juntos había sido tan breve que casi era inexistente. Y su recuerdo era aún más tenue. Hacía toda una vida que lo había visto, aunque esa vida había seguido un rumbo más extraño del que Loki podía comprender. Sin embargo, había un vínculo que ella no podía negar y estaba ansiosa por volver a verle.

Loki no entendía cómo Hel podía ser a la vez su hija y la señora de Niflheim, pero eso no importaba: era suficiente con ofrecerle lo que buscaba. Incluso si no quería ver la verdad, aceptaría sus palabras o, por conveniencia, parecería al menos que lo hacía. Poderosos como eran sus dos hijos, necesitaba aún más para conquistar Asgard. Tendría el apoyo de Jotunheim y ella le ofrecería también a los ejércitos interminables de Niflheim, pero había un elemento final que necesitaba, uno que sólo ella podía conceder.

Se acercó a la ventana y los vio acercarse. Los muertos se reunieron a su alrededor para verlos avanzar hacia el palacio. Sólo tenían un conocimiento precario de lo que observaban, pero una serpiente gigante que transportaba a un lobo y a un dios caído era suficiente para distraer su atención de la aburrida miseria de sus estados mortuorios. Al menos era un acontecimiento, algo distinto en un reino en el que nunca sucedía nada diferente, donde cada día oscuro era tan miserable y exánime como el que le precedió. Y a pesar de que estaban muertos, todavía albergaban una humanidad residual que les hacía ser dolorosamente conscientes de su desdichada existencia.

Hel vio a los muertos mantenerse a distancia, apenas visibles para los tres visitantes. Eran capaces de inquietar a casi todos los que acudían a Niflheim, pero probablemente no a estos tres: la serpiente era demasiado necia para comprender el temor, impulsada por las emociones básicas; el lobo estaba demasiado lleno de rabia y fuerza como para temer nada; y el pequeño ya había sido invitado antes a este lugar y no se asustaría con facilidad. Hel sonrió para sus adentros, pensando que cualquiera que esgrimiera el poder de la serpiente de Midgard probablemente tuviera poco que temer.

La puerta de la cámara se abrió con un movimiento tan lento que pareció tardar horas en trazar una grieta lo bastante ancha como para que su siervo pasara a través de ella. Cuando finalmente cruzó, sus movimientos eran apenas perceptibles: a cualquiera salvo a Hel le parecería que simplemente estaba detenido. Y sin embargo, ella podía ver cada movimiento que hacía, cada paso, cada contracción de un músculo. Cuando después de días llegó a su lado con su mensaje, ella asintió una vez y luego lo despidió. Tardó un poco más en dar la vuelta y salir de la habitación. No se le ocurrió ni siquiera advertir que el tiempo transcurría de manera muy diferente para los visitantes que se acercaban al palacio; tales eran los caminos de Niflheim, como Loki no tardaría en descubrir.

Estaba satisfecha con el mensaje: había llegado el huésped al que había convocado. Estaría esperando cerca y ella lo vería pronto, pero ahora era el momento de reunirse con Loki y discutir su petición. Había pasado demasiado tiempo desde que había visto a su padre.

Había algo familiar en su presencia. Incluso antes de que Loki hubiera cruzado las puertas de hierro, se acordó de la visión que ella le había enviado. No creía que la vez anterior hubiera estado realmente en Niflheim, pero no obstante conocía ese lugar. Y también la conocía a ella.

Era tan antigua como cualquiera de los dioses, tal vez más. Cuando el primer ser tomó aliento y comenzó así su camino hacia su destino final, ella estaba allí, esperando para llevarlo a las zonas oscuras de Niflheim.

Había algunos que la consideraban malvada, pero la mayoría la aceptaba simplemente como otro aspecto de los Nueve Mundos: no había vida sin muerte, y ella y su reino completaban el equilibrio. Sin embargo, aunque la mayoría aceptaba que finalmente pasaría a su reino, en realidad nadie deseaba conocerla.

Ella era todo lo que él había esperado que fuera, pero también era diferente. Radiante y oscuramente hermosa de cintura para arriba, Loki sólo podía adivinar lo que tenía debajo, pues estaba sentada en su trono y se cubría con un largo vestido negro que llegaba hasta el suelo. Sin embargo, más allá de su aspecto, estaba cubierta del mismo caos puro que él guardaba en su interior.

Lo saludó, y el sonido del viento sopló a través de un bosque de árboles muertos.

—Bienvenido, padre.

Entrecerró los ojos ante el saludo.

—Balder te asesinó cuando eras un bebé. Y sin embargo no sólo estás viva sino que has sido gobernante de este lugar desde la época de Ymir. ¿Cómo puedes ser mi hija y también Hel, la Señora de Niflheim?

Hel sonrió insinuante, traicionando su naturaleza antigua. Sus ojos guardaban secretos, pensó Loki, al igual que los de Odín.

—Recuerdo ese día. Hubo una lucha más allá de mi vista. La que me dio a luz se enfrentó a aquellos que querían hacernos daño. Pero fracasó.

—¿De qué eras consciente? ¿Entendías incluso entonces lo que ocurrió?

—No era comprensión como tú la llamas. Había una conciencia que era parte de mí. Veía con mis propios ojos, pero también percibía las presencias y los sentimientos de los que me rodeaban. Había miedo, miedo de lo que podríamos llegar a ser.

—Sí, ellos temían que fueras la precursora del Ragnarok, junto a tus hermanos. —Con la pregunta todavía en la lengua, hizo una pausa—. ¿Cómo es que eres mi hija y también la regente de Niflheim desde antes de que yo existiera?

Se puso en pie y caminó hacia él, pasándole cerca y rozándole con la tela de su vestido negro. Emitía a su paso un breve olor, húmedo y desagradable. Se acercó a la ventana y miró más allá hacia las oscuras llanuras de niebla.

—Ya no soy tu hija. No tienes ningún poder sobre mí. Estás aquí para servir a mis caprichos, y no al revés. No te engañes pensando lo contrario.

Loki frunció el ceño. Sentía su poder y era innegable que lo podía destruir si lo deseaba. Sin embargo, estaba allí porque ella lo había convocado.

—Le pido perdón, señora. ¿Qué desea de mí?

Loki sonrió interiormente ante la facilidad con la que había vuelto a caer en su antiguo papel de adulador. ¿Sería como había sido en Asgard? ¿Realizaría tareas interminables que la satisficieran, sólo para ser expulsado? No, no iba a terminar así. No importaba lo que ella pensara: él no estaba allí para servir. Estaba allí con un único propósito: reunir un ejército.

Hubo un suave ruido al abrirse la puerta de la cámara. Loki se volvió y vio una figura oscura caminar detrás del trono, donde colgaba una cortina que separaba la habitación y mantenía oculta parte de ella. Alguien estaba allí, esperando.

—Sé lo que buscas y mis propósitos no son opuestos a los tuyos —dijo ella.

Loki sintió una duplicidad en su hija; percibía que había algo más que lo que decía. Sus objetivos coincidían, pero le ocultaba algo.

—¿Por eso me enviaste una visión?

No respondió nada más que una mirada por encima del hombro. Finalmente volvió la cabeza al frente y miró una vez más a lo largo de la llanura.

—Hay un lugar en los bordes de los Nueve Mundos, uno de fuego y llama…

—Muspelheim —dijo, más bien para sí mismo.

—En ese reino hay un ser cuyo poder eclipsa a todos. Has oído hablar de él.

Loki asintió.

—Sí. Aunque se dice que es un mito. —Todos conocía la leyenda de la existencia de Surt el negro, el gigante que encarnaba ese reino de fuego. Loki no conocía a nadie que hubiera estado allí o siquiera hubiera confirmado su existencia. Por lo que había escuchado, nadie podría vivir en ese lugar: aquello no era más que fuego y llamas, la muerte instantánea para cualquiera salvo el propio Surt. Odín había hablado de ambos en raras ocasiones, pero siempre vagamente. Por lo que Loki sabía, el Tuerto se había inventado las historias de la criatura que blandía una espada flamígera y suponía la muerte para todos los seres vivos.

—Él existe, aunque no de la misma forma que nosotros, los de los Nueve Mundos. —Hel se volvió para mirarle—. Llevamos una fuerza del universo dentro de nosotros y somos capaces de manejarla a nuestro antojo. Surt es una fuerza del universo. Con él, los Aesir no serán capaces de detenerte.

—¿Cómo convencemos a alguien como él para que nos ayude?

Ella sonrió.

—No se puede convencer a Surt.

—Entonces ¿qué vamos a hacer para alistarlo?

Ella no respondió, sino que se acercó a él.

—¿Qué estás dispuesto a sacrificar para obtener tu venganza sobre Asgard, padre?

Él no lo dudó.

—No hay nada que no hiciera para verlos pagar por sus crímenes.

—Eso es bueno, porque para poder usar a Surt tendrás que renunciar a lo más valioso para ti.

—¿Qué quieres decir?

Como respuesta, la carne de Hel se onduló y se volvió negra. Su piel se hundió sobre sí misma y Loki pudo ver los contornos de su cráneo. Sus ojos se licuaron y rezumaron por su rostro mientras sus labios se retiraban, dejando al descubierto sus blancos dientes. Su pelo permaneció en la cabeza, inquietante, incluso cuando la piel se cayó a pedazos. Levantó una mano esquelética como una garra y se la ofreció.

—Ven, padre. Yo te mostraré el camino a la Tierra de Muspel.

Con sólo una mínima pizca de reticencia, Loki tomó su garra huesuda y permitió que lo guiara fuera de la cámara.

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