Loki

Loki


Capítulo veintitrés

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Capítulo veintitrés

Odín desmontó de Sleipnir. Con una mano en la crin le comunicó sus deseos al caballo sin decir una palabra. El enorme corcel retrocedió y desapareció, dejando a Odín solo en Midgard. El Padre de Todo no miró hacia atrás, pero en su mente podía ver al animal desapareciendo en el espacio entre los Nueve Mundos, volviéndose más insustancial a cada instante. Odín se colocó la capucha de su capa gris y se dirigió a la lejana aldea.

Gungnir estaba con él, pero sólo era visible como un báculo largo y nudoso. No estaría bien entrar en un pueblo desconocido con un arma que podía matar a toda la población. La lanza tenía un efecto en aquellos que la veían, estimulándolos a veces sin sentido hacia ella, por lo general para ser empalados en la punta. Era probable que los mortales del pueblo le temieran y Odín quería evitar por el momento toda masacre innecesaria.

Al llegar a la entrada, algunos de los que están fuera de sus casas se fijaron en él. Dos hombres desollaban una oveja sacrificada y colgada de una viga de madera; cuatro niños, tres jóvenes muchachos y una chica, luchaban en un parche de hierba gruesa pisoteada; varios chicos mayores con hachas colgadas en los hombros transportaban madera cargada sobre los brazos. Todos se detuvieron cuando el viejo de la capa plomiza vagó hacia ellos, con su larga barba gris sobresaliendo de entre las sombras de su capucha.

Detuvieron sus tareas mientras caminaba junto a ellos. Había algo extrañamente fascinante acerca de aquel anciano enjuto que tan alegremente vagabundeaba por su pueblo como si fuera de allí. El anciano irradiaba un aura que inspiraba respeto y temor. No sabían qué les atemorizaba, porque todos podían ver que el delgado anciano no constituía ninguna amenaza; no obstante, el temor existía y los mantenía inmóviles allí donde se encontraban.

Llegó al centro y se sentó en el tocón de un árbol de gran tamaño que servía como sede del poder en el pueblo. Esa acción despertó a la mayor parte de los espectadores y por primera vez se miraron perplejos antes de avanzar lentamente hacia el tocón donde estaba Odín. Unos pocos se metieron en las casas para alertar a los ancianos y al resto de vecinos, y no pasó mucho rato antes de que Olvir, el musculoso jefe rubio de la aldea, saliera de la mayor casa comunal con un grueso trozo de carne curada en la mano y un gran pedazo en la boca.

Masticando lentamente se acercó a Odín, flanqueado por tres de los guerreros del pueblo, ninguno de los cuales iba armado. Tras haber visto muchas batallas y enemigos formidables, la presencia de Odín no impresionaba a esos cuatro como al resto. Algunos se habían preguntado si el jefe estaría indignado por la presuntuosa actitud del anciano, pero, al acercarse, Olvir parecía más divertido que otra cosa.

—Vieja cabra, ¿qué crees que estás haciendo? —dijo a Odín al llegar a distancia de hacha. Hubo risas nerviosas y dispersas, pero la mayoría observaba en silencio.

Los vecinos comenzaron a llegar al centro de la aldea para ver la escena del anciano frente a Olvir. Al igual que muchos jefes, Olvir no era amado u odiado indebidamente. Su destreza y su fuerza eran admiradas, como apreciada era su capacidad para tomar decisiones rápidas, aunque muchas de ellas no fueran compartidas por el resto de la aldea. Aún así, habían estado seguros y la mayoría había prosperado bajo su mando, y esas dos cualidades triunfaban con bastante facilidad sobre el afecto por un líder.

Odín retiró su capucha, dejando al descubierto su rostro curtido y escarpado. Se quedó mirando a Olvir con su único ojo bueno y no dijo nada. Gungnir reposaba inocentemente sobre su regazo.

Los ojos del cacique se abrieron un poco ante la visión de la cara retorcida del Padre de Todo. Se tragó el trozo de carne que había estado masticando y luego se rió burlonamente. Siguiendo la señal, sus guerreros hicieron lo mismo.

—¡Por las barbas de Woden, eres más viejo que la suciedad! —A Odín le hizo gracia escuchar a Olvir utilizar uno de sus antiguos nombres.

Hubo más risas de sus camaradas, pero los aldeanos miraban nerviosos. Presentían problemas y su temor inicial por el viejo se desvaneció con la amenaza implícita que Olvir radiaba: estaba claro para todos que podría haber violencia, y sintieron una simpatía natural por esa criatura antigua que se enfrentaba a cuatro guerreros en su mejor momento, impulsados por un jefe que tenía poco interés y paciencia por cualquier persona que lo desafiara.

—Mira, creo que hasta ahora he sido paciente, pero levanta de mi asiento y ruega a los dioses que no aplaste tu viejo cráneo.

Odín miró más allá de él, contemplando una escena venidera.

—No te apaciguarás tan fácilmente —dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza. Volvió al presente y miró a Olvir—. ¿Serías tan valiente sin tus guerreros a la espalda? ¿Se necesitan seis brazos extra para hacer frente a un viejo?

El silencio se hizo en la multitud. Olvir dejó de sonreír. No era anormalmente inteligente, pero se dio cuenta del dilema. Estaba siendo insultado por ese viejo tonto delante de todo el pueblo. Normalmente, eso requeriría una demostración de fuerza para mantener el orden, pero estaba claro que no ganaba mucho dando una paliza a aquel anciano.

En todo caso, empezaba a perder la talla debido al claro desequilibrio: sus hombres y él sólo parecían matones. No era tonto: comprendía que no gobernaba únicamente con el puño, sino con el concierto de aquellos bajo él.

—No necesito nada más que mi bota para lidiar contigo. Ésta es la última vez que lo digo: sal de mi asiento y de este pueblo antes de que te parta el cráneo.

—Te conozco, Olvir. He visto tu nacimiento.

—¿Qué quieres decir? —A su pesar, sentía curiosidad—. ¿Quién eres en los Nueve Mundos, viejo?

—Vi a tu madre abrir las piernas para alumbrarte, al igual que la vi hacer lo mismo cuando se acostó con perros para concebirte.

Olvir sintió rabia al rojo vivo trepando por su columna vertebral. Golpeó rápidamente con la mano abierta, con la intención de abofetear al anciano. El golpe no alcanzó a Odín, sino que, cuando su puño estaba en mitad del ataque, la cabeza de Olvir se sacudió hacia atrás y cayó violentamente al suelo mientras su sangre y tres dientes volaban tras encontrarse con la culata de la lanza de Odín.

Los tres guerreros, momentáneamente conmocionados por el giro de los acontecimientos, se recuperaron con presteza y se abalanzaron sobre Odín. Su báculo voló veloz, golpeando a un guerrero en el estómago y enviándolo doblado al suelo. El segundo sintió la dura madera golpear un lado de su cara y también cayó tambaleándose a tierra. El tercero encontró su garganta en las garras de hierro del anciano y perdió el aliento en un instante. Se llevó las manos instintivamente al cuello mientras Odín se lo acercaba al rostro como a un niño peleón. Forzado a mirarlo en el único ojo restante vio reflejados en él los Nueve Mundos y presintió la magnitud del error que habían cometido. Dejó de luchar y Odín lo liberó. Se dejó caer de rodillas, agradecido por haber salvado su miserable vida.

Odín se alzó y paseó lentamente la mirada por el pueblo aturdido. Todos estaban arrodillados, con la cabeza inclinada en actitud de súplica. No comprendían realmente quién era, pero se daban cuenta de que estaban en presencia de lo sagrado y reaccionaron en consecuencia. Olvir y sus hombres también se postraron. Se recuperarían pronto de sus lesiones; había empleado la mínima cantidad de fuerza con ellos, la suficiente para enseñarles humildad y sabiduría.

—Se acerca una época oscura —dijo—. El tiempo del hacha, la espada y el lobo está próximo, y lo seguirá Fimbulvetr, el invierno de inviernos. —No añadió la profecía de Mímir que había escuchado una y otra vez: «los hermanos matarán a sus hermanos, las madres yacerán con sus hijos, los clanes y las familias se hundirán desmembradas…». Él mismo había contemplado las visiones, pero no encontró motivos para contar toda la verdad a los mortales. Era suficiente con que supieran que se enfrentaban a tiempos difíciles. No era necesario insistirles más para que se cumplieran los presagios.

Mientras hablaba, la curiosidad y el miedo por lo que auguraba superaron al temor de los aldeanos y, aunque permanecieron postrados, finalmente alzaron la vista. Mientras los miraba a los ojos, espoleó aún más su miedo y sus bajos instintos. Ninguno de los mortales de aquel pueblo sobreviviría al Ragnarok, y así era como debía ser.

Tras el mensaje, permanecieron con los ojos abiertos y temerosos pero con un propósito. Incluso Olvir y sus tres guerreros parecían haber superado la ira y la vergüenza inicial. Los permeaba la revelación sobre el tiempo de cambios que se aproximaba y, aunque pocos sabían exactamente quién era el anciano, todos entendían que como mínimo se trataba de un mensajero de los propios dioses.

Se levantó de nuevo la capucha y salió caminando lentamente de la aldea mientras se apoyaba en la disimulada Gungnir. Decenas de ojos le siguieron en silencio, un silencio que se prolongó hasta mucho después de que estuviera fuera de la vista. En las semanas y meses venideros se contarían historias sobre el viajero gris. Se diría que era el Espíritu de los Dioses, la encarnación humana de Yggdrasil, un fantasma. Unos pocos lo llamarían Woden por la imprecación de Olvir acerca de lo viejo que era, pero ninguno estaría completamente seguro de su identidad.

Odín pasó las siguientes semanas viajando de pueblo en pueblo para informar a los mortales de su juicio inminente. En la mayoría de los lugares ocurrió lo mismo que en el pueblo de Olvir: unos pocos guerreros temerarios lo desafiarían y serían rápidamente silenciados, los sumisos mortales le escucharían extasiados y después los dejaría en silencio, asombrados y susurrando sobre el misterioso viajero gris.

Se propagaron las noticias sobre este heraldo del caos. Mientras viajaba, los mortales ya habían comenzado a sembrar la discordia y el desorden en Midgard. De pueblo en pueblo escuchó los sonidos del miedo y la ira y fue recibido con visiones de afiladas hachas y espadas, de lanzas pulidas clavadas en el suelo para ensartar a los enemigos en la entrada, de barcos cargados con suministros, preparados para una rápida partida. Había miradas de terror y temor en los rostros de muchos, junto a mandíbulas de acero en los luchadores, ansiosos por derramar sangre.

Odín sonrió sombrío: todo era como lo había contemplado una y otra vez. Se preguntó si el horror que se impondría en Midgard se debía al caos inminente del Ragnarok o era a causa de los augures que él estaba propagando. De cualquier forma, el resultado era inevitable y las vidas de unos pocos mortales —más breves que el guiño de un ojo— no eran relevantes si se comparaban con lo que estaba a punto de llegar. De hecho, Odín sacrificaría a los propios dioses en el Ragnarok; los de Midgard también debían sufrir y morir. Así debía ser.

No se molestó en disimular su apariencia al entrar en Jotunheim y siguió disfrazado como un viajero gris que traía palabras de pesimismo y desesperación a los pueblos mortales. Los acantilados se alzaron a ambos lados mientras se adentraba lenta y pesadamente en la tierra de sus enemigos. En la lejanía vio a unos pocos gigantes dispersos que miraron con incredulidad a aquel tonto mortal solitario que se acercaba a un lugar que sería su perdición. Divertidos, lo vieron caminar, claramente desorientado sobre dónde estaba y hacia dónde se dirigía. Lo más probable, pensaron, es que fuera un humano de mente huera que encontraría rápidamente su muerte en cuanto se adentrara demasiado en Jotunheim. Mientras tanto, disfrutaron del espectáculo humorístico e incongruente.

Los pueblos y ciudadelas de los gigantes eran tan colosales como los recordaba: empequeñecían las estructuras de los Aesir, haciendo que se vieran como casitas para niños. Cuando finalmente llegó a un pueblo grande —y era realmente grande, con casas comunales que podrían albergar ejércitos humanos— llevaba detrás a varias docenas de gigantes que le seguían por pura curiosidad, deseosos de ver lo que pasaba con aquel humano insensato.

Como en los pueblos de los hombres, Odín se dirigió al centro. Sin embargo, la sede del poder, tan similar a las que había visto antes, era más alta que él. En lugar de sentarse en ella, se colocó a su lado y se volvió hacia la multitud de gigantes reunidos.

El más pequeño se levantaba al menos al doble de la altura de Odín y había muchos de ese tamaño. Otros eran bastante más altos y descomunales. No había correlación entre edad y tamaño, pues las variaciones entre el menor y el mayor eran diferentes a las de los seres humanos e incluso a las de los dioses.

Se acercaron más, manteniendo cierta distancia. El miedo no se reflejaba en ninguna cara. Pronto lo haría.

—Traedme a vuestro jefe —dijo Odín con una voz que sonaba débil entre las grandes figuras que le rodeaban. En ese punto estaba casi rodeado por un pequeño ejército de gigantes que podría arrasar Midgard si quisiera. Era una suerte para los humanos que los gigantes rara vez se interesaran por sus asuntos.

Fue recibido primero con un silencio estupefacto que pronto dio paso a una sonora carcajada, tan fuerte que la tierra tembló. Los gigantes se doblaban de risa y rugían divertidos a los cielos. La idea de que aquel solitario espantapájaros humano les exigiera algo era la cosa más ridículamente audaz y absurda que ninguno de ellos hubiera oído jamás.

Odín esperó en silencio a que la risa se extinguiera. Cuando acabó, volvió a decir incluso más tranquilamente que la primera vez: «Traedme a vuestro jefe». Dejó caer su capa al suelo y pudieron ver que llevaba debajo una cota de malla gris adornada con la imagen de un cuervo negro. Aunque los gigantes no habían quitado sus ojos de la ridícula criatura desde que había entrado al pueblo, ninguno lo había visto colocarse un casco negro, firmemente asentado en su cabeza, con cuernos curvándose hacia abajo. La expresión de su rostro era sombría. Dejó de ocultar a Gungnir bajo la apariencia de un bastón nudoso y lo manifestó como una lanza de batalla con una punta larga, amenazante y afilada.

Los gigantes no se rieron, sino que arrugaron los labios en repentina enemistad hacia ese hombre descarado que caminaba arrogantemente por su tierra esperando sobrevivir. Sin embargo, la mayoría no sabía si simplemente debía correr hacia adelante y aplastarlo contra el suelo o esperar a que su jefe hubiera determinado algo. Unos pocos de los gigantes más jóvenes e impetuosos tomaron la decisión por el resto caminando hacia adelante con los puños apretados y preparándose para triturar la vida de ese idiota.

Gungnir voló de la mano de Odín y ensartó a uno de los gigantes en el pecho. Cayó al suelo con fuerza, apretando el vástago de la lanza con ambas manos mientras la sangre le brotaba por la herida y por la boca. Los demás gigantes que se habían lanzado hacia delante se detuvieron con la boca abierta por la sorpresa antes de mirar a Odín con furia repentina. Gungnir estaba en su mano una vez más, expedita para infligir más daño, con el asta todavía pegajosa del pecho del gigante muerto sobre el suelo.

Primero hubo un silencio interminable, seguido de un rugido de furia y una súbita y masiva embestida de carne gigante para matar al anciano, sin margen para considerar cómo había acabado tan fácilmente con uno de ellos o cómo la lanza podía estar en dos lugares a la vez.

En el centro de la masa, Gungnir destelló una y otra vez, atravesando el ojo de un gigante y rajando la garganta del otro, derramando sangre y vida de cada víctima a la que asestaba y derrumbando a las imponentes criaturas en montones sangrientos a su alrededor. Cada vez que abandonaba sus manos y abría las entrañas de algún enemigo, inexplicablemente volvía a estar en su poder, lista para ensartar a otro.

A medida que la intensidad de la masacre aumentaba, las casas se vaciaron de ocupantes y un gran número de gigantes fue testigo de la batalla en el centro del pueblo. Blandiendo las armas que tenían o sus puños desnudos, se unieron a la refriega. Ni siquiera estaban seguros de quién era el enemigo: sólo sabían que alguien o algo estaba matando a los de su especie. Una bruma sangrienta flotaba en el aire, oscureciendo todo salvo un ímpetu de movimientos, violencia, sangre y muerte.

Cuando acabó la carnicería, a su alrededor prácticamente todos permanecían descuartizados y cubiertos de rojo. Los cuerpos apilados por el suelo casi oscurecían a la delgada figura con malla gris situada en el centro de la escena. El pueblo había quedado desierto: unos pocos habían huido, pero la mayoría se había unido al combate, cayendo bajo la lanza de Odín.

Había dejado vivos a nueve gigantes. Estaban heridos y agonizaban, pero sobrevivirían. Habían caído cerca unos de otros y respiraban sibilantes o gemían de dolor. Se acercó a ellos, navegando por el laberinto de cuerpos descomunales.

Lo miraron con ira latente en sus rostros, marcados por las penetrantes punzadas de dolor que les llegaban de sus numerosas heridas. Odín había elegido a esos nueve y había templado los ataques de Gungnir de modo que sobrevivieran. Había arqueado la lanza como un bastón sobre algunos, rompiéndoles las piernas y mandándolos al suelo, y había atravesado los hombros de los demás, desgarrando músculo y hueso para lisiarlos sin llegar a matarlos.

—Queréis mi nombre —dijo, afirmando más que preguntando. No respondieron, pero lo miraron con un desprecio no disimulado—. Queréis saber quién os puede hacer esto a vosotros.

Clavó a Gungnir en el suelo a su lado y se quitó el casco, que se desvaneció en la nada al levantarlo, al igual que su armadura. Se quedó con su manto gris, colgando sobre su cuerpo delgado como cuando entró en el pueblo.

—Yo era viejo cuando las montañas eran nuevas. He creado las tierras que pisáis, las nubes del cielo y los océanos que rodean Midgard. Los tallé de Ymir el gigante, el primero de vuestra asquerosa raza, después de que mis hermanos y yo lo matáramos.

»Yo soy el Padre de Todo, el Alto, el Dios de los Ahorcados. Yo soy el Señor del Túmulo, el Tuerto, el Poderoso Poeta. Yo soy el Alimentador de cuervos y lobos, Aquel que se sienta en lo Alto, el Viajero Gris. Yo soy la Sabiduría Eterna y el Heraldo de la Muerte, el Señor de las Valkirias y los Einherjar. Yo soy el padre de vuestro mayor enemigo, el que hace temblar el mundo, el Tronador, el Asesino de Gigantes.

Había una mezcla de odio y miedo en sus rostros, pero él no la disfrutó. Dijo lo que debía ser dicho no por ego o arrogancia sino por la pura necesidad que nunca podría ser explicada o entendida. Nadie podía imaginar su carga.

—Habéis sido perdonados para difundir el mensaje de mi venida a otros de vuestra especie. No descansaré hasta que los gigantes hayan sido borrados de los Nueve Mundos. Conduciré un ejército de Aesir para destruiros y quemar cualquier rastro de vuestra existencia. Masacraré a vuestras mujeres, a vuestros hijos, a vuestros enfermos y a vuestros ancianos. Prepararé con vuestros cadáveres un festín de carroña para que lo devoren los cuervos y los lobos.

»Abandonad este lugar y maldecíos a vosotros mismos por haber sobrevivido y tener que entregar este mensaje a través de Jotunheim: Odín viene a por los gigantes.

Parpadearon y ya no estaba, dejándolos con su ira candente y su humillación, ardiéndoles las entrañas porque, a la vez, deseaban y despreciaban tener que entregar el mensaje.

Montado sobre Sleipnir, Odín lo espoleó de nuevo. Sus preparativos estaban casi completos; sólo quedaba una última tarea.

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