Loki

Loki


Capítulo veinticuatro

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Capítulo veinticuatro

Había llegado la hora. Tal vez había sido inevitable, pero Heimdall no podía asegurarlo a ciencia cierta. Siempre se había cernido sobre sus cabezas como una amenaza distante y a la vez irremediable que marcaba todas sus palabras y actos. Si bien él había sido capaz de cumplir su papel de guardián de Asgard, independientemente de lo que sucediera, no podía negar que el Ragnarok permanecía siempre en algún lugar de su mente, un recordatorio perpetuo y difuso de la mortalidad.

Ahora era innegable. Mientras miraba hacia abajo a Midgard desde el arco multicolor de Bifrost, una nube de polvo se levantó al paso de una masa multípeda que se aproximaba a la base del puente, más ancha que cualquier ejército que hubiera visto, e imparable. Al avanzar, arrasaba todo a su paso.

Esperaba tal poder del grueso de Jotunheim, aunque contemplarlo seguía siendo impresionante. A pesar de la distancia —tardaría aún varios días antes de llegar a los pies del puente— su tamaño era colosal y no sólo en número, sino en la envergadura de los que constituían su grueso. Cuando menos, sus orejas rozaban las copas de los árboles junto a los que pasaban, pero había muchos entre ellos, al menos en la primera fila, que empequeñecían incluso a esos gigantes. El más alto rivalizaba con el tamaño del constructor y Heimdall recordó la destrucción causada por la monstruosa criatura. ¿Cuánto más devastadores serían decenas o cientos de ellos?

Al llevarse a Gjall a los labios, hizo caso omiso de todos los pensamientos sobre la próxima batalla y centró toda su atención en hacer que la llamada de su cuerno se oyera a través de los Nueve Mundos, alertando a todos por última vez de la inminente batalla y tal vez de la fatalidad. Disfrutó de la sencillez infalible del sonido, claro y penetrante. Una sola nota de un cuerno cuyo propósito era advertir a todos los que lo oyeran del fin, y que, sin embargo, provocó que la inspiración le hinchara el pecho confiado y desafiante, negando el destino con el que cargaban los dioses.

Le costó poco esfuerzo hacer sonar el cuerno. Sus pulmones exhalaron sólo una mínima pizca de aliento, pero sólo con eso Gjall envió una onda sonora que se extendió a través de todo Midgard y más allá. Era como si el propio cuerno originara el sonido y él no fuera más que un instrumento de entrega, en lugar de ser al revés. Cuando por fin retiró el cuerno de su boca, el sonido dejó de emitirse, pero reverberó a través de los Nueve Mundos y volvieron a sus oídos los ecos que hablaban de la fuerza de la llamada original.

A pesar de la muerte inminente que Gjall presagiaba, Heimdall sintió la incitación y la confianza bien enraizadas en su pecho. No se habría atemorizado ante la lucha que estaba por llegar, pues el miedo a la muerte no era un atributo de los Aesir, aunque habría marchado con resignación a la batalla final. Pero mientras se desvanecía el eco de Gjall, y pese a la imponente amenaza, se sintió repentinamente esperanzado, envalentonado y ansioso de enfrentarse a ella.

Habían temido al Ragnarok tanto tiempo como recordaba, pero se preguntó si la constante amenaza que se había dispuesto sobre ellos no los habría vuelto más pesimistas, más dispuestos a aceptar la predicción de la fatalidad que supuestamente les esperaba. Es cierto que el Padre de Todo era sabio más allá de todo cálculo, pero no era infalible. Tal vez estaba equivocado sólo en esto, en este hecho de proporciones tan abrumadoras. O quizá simplemente había optado por dejar que los demás dioses interpretaran sus profecías: ¿había llegado a decir el Alto que el Ragnarok sería la perdición de todos ellos? No podía recordarlo.

No importaba. Lo que tuviera que pasar, pasaría, y el destino no podía cambiarse. Heimdall se enfrentaría a él como lo haría el resto, con frío acero en sus manos y fuego en su corazón. Puede que cayera, puede que todos cayeran, pero arrastrarían a las huestes de Jotunheim con ellos cuando lo hicieran.

Tyr escuchó los aullidos de triunfo del lobo y sintió el chasquido del grillete enano mucho antes de que Gjall lo alertara. El escalofriante sonido lo había despertado de un sueño agitado, sacudiéndole y poniéndole de los nervios. En la fría oscuridad de sus aposentos había una presencia merodeadora, una maldad que saturaba las cámaras de la gran sala. Él la reconocía. Su aura simulada le había perseguido desde que Fenrir le hundió los dientes en el antebrazo y le arrancó la mano. No podía realizar las tareas más simples sin que el eco del incidente asomara a su recuerdo.

La obsesión de Tyr con la mano perdida iba más allá de la simple merma dolorosa de la carne: sentía en cambio que el lobo impregnaba cada uno de sus instantes de sueño y vigilia, como si con el mordisco le hubiese inyectado un veneno que se extendiera por todo el cuerpo y lo intoxicara con la memoria de ese momento.

Le frustraba y enfadaba no poder eliminar al lobo de sus pensamientos. Lo habían herido antes, pero nunca un enemigo se había entrometido así en cada uno de sus pálpitos. Cuanto más trataba de alejar a la bestia de su mente, más persistente regresaba, siempre burlándose de él. En ocasiones aparecían imágenes de dientes afilados, sangre que goteaba, una sonrisa salvaje y su mano disolviéndose entre jugos gástricos.

Se levantó de la cama y se acercó a la ventana. Mirando hacia la oscuridad antes del alba con la advertencia de Gjall resonando todavía en todo Asgard, sintió aún más la presencia del lobo. Sabía que Fenrir vendría junto al resto de los enemigos de los dioses.

Durante edades incontables había meditado sobre ese día. Como los demás Aesir, se había preguntado si realmente llegaría, se había preguntado cómo sería ver a todos sus enemigos reunidos para asaltar Asgard. Al igual que los otros, se había planteado si en verdad acabaría llegando, a pesar de que tenía pocas esperanzas de que el Alto estuviera equivocado. Él siempre había tenido la certeza de que el Ragnarok tendría su ocaso en Asgard y se había asegurado de que estaba preparado para la batalla.

Pero nunca había considerado que sus pensamientos pudieran estar tan concentrados sobre un enemigo solitario. En su mente se había visto a sí mismo en el centro de multitudes, cortando y descuartizando con su espada, había visto los montones de víctimas apiladas elevarse más y más y había sentido acrecentarse su sed de sangre con cada enemigo que conocía su acero. Incluso se había imaginado cómo podía caer. Sería una ola, una muchedumbre de enemigos que lo alcanzaría mientras él se mantenía firme y hacía caer a docenas antes de ser finalmente superado por el simple peso de los números y el agotamiento de la lucha prolongada. No sentía miedo de esa muerte; simplemente esperaba que ocurriera de alguna forma similar.

Pero cuando ahora pensaba en la batalla final, estaba obsesionado con una sola idea: matar a la bestia. Se imaginaba frente a ella en un campo sembrado de cadáveres en el que ambos sabían que su conflicto era inevitable. Combatirían, pero en esa contienda no buscaría la gloria ni pelearía como si los escaldos fueran a cantar sobre ese encuentro durante mucho tiempo. Lucharía tan sólo para matar a esa criatura, para destruir a la bestia que le había arrancado la mano.

Más allá del arco de Bifrost, los gigantes se movían inexorablemente hacia Asgard. Cada paso acercaba el Ragnarok. Podría significar la muerte de todos ellos, pero Tyr sólo podía pensar en su propio demonio personal, la bestia que lo perseguía en todo momento.

Se dio la vuelta y se dirigió a un gran cofre cerca de su cama en el que había dejado el cinto de la espada. Era difícil abrocharse con una sola mano —otro recordatorio de lo que había perdido—, pero ya estaba acostumbrado. Podría haber llamado a los sirvientes para que le ayudaran, y lo haría cuando tuviera que colocarse la armadura, pero nadie más tocaría su acero. Permanecería inmaculado hasta que se empuñara ante la masacre que sobrevendría cuando las fuerzas del caos profanaran la tierra sagrada de Asgard.

Y a pesar de la inmensidad de esas fuerzas, a pesar del peso aplastante de los gigantes, monstruos y demonios a los que iban a enfrentarse, encontraría al lobo. Encontraría al lobo y no descansaría hasta que su espada labrara un rastro de sangre en la carne de la bestia.

El viaje de Odín a Niflheim había sido rápido. Montado sobre Sleipnir no tenía necesidad de cruzar la distancia real entre dos puntos; en cambio, podía deslizarse entre ellos, salir de los Nueve Mundos por un lugar y volver a entrar por otro sin haber recorrido en realidad la distancia entre ambos. Y Sleipnir no necesitaba ninguna indicación para llevarlo donde quisiera, pues el caballo simplemente conocía sus deseos y trasladaba a Odín hacia su próximo destino.

Pisando sobre la dura roca de Niflheim mientras Sleipnir retrocedía casi al instante hacia los intersticios, alzó la vista ante la imponente morada de Hel. Podía sentir la gélida presencia de los muertos, aunque aún no podía verlos. Se cernían sobre los bordes de la niebla, sintiendo el poder que emanaba de Odín, temerosos de ese ser que irradiaba la muerte de tal manera que incluso ellos la temían.

No sintió entre aquellas masas fétidas la presencia de aquel al que había venido a ver, pero ya sabía que sería así. Aquel espíritu estaba en el interior de la morada y Odín había sido depositado en la puerta para que pudiera entrar directamente.

Caminó lentamente hacia adelante sin necesidad ya de mantenerse disfrazado. Era bien conocido allí y ningún velo que pudiera construir ocultaría su identidad. Tampoco Gungnir estaba enmascarada: la cruel cabeza de la lanza, amenazadora, era el recordatorio visual de la muerte que empuñaba Odín.

Mientras se acercaba, las altas puertas negras que conducían al estrecho puente se abrieron, aunque nadie tiraba de ellas. Las puertas de la fortaleza hicieron lo mismo, y las atravesó. Desde que se había colgado de Yggdrasil se habían desarrollado ante sus ojos innumerables premoniciones de esa misma escena; podría haber navegado por los pasillos y escaleras incluso si le arrancaran su único ojo bueno.

Llegó a los dos grandes portones que conducían a la sala del trono. Súbitamente se abrieron, y entró sabiendo quién lo esperaba más allá.

Como en un laberinto, a lo largo de la cámara colgaban unas cortinas negras y brillantes que creaban la ilusión de poder dividir la sala en pequeñas habitaciones. Tras los pliegues bailaban formas vagas y sombras, de las que sólo algunas tenían aspecto humano. No vio a la sombra que buscaba, pero sabía que estaba allí. Su atención se centró en el trono y en su grotesca ocupante.

—Bienvenido a mi reino, Padre de Todo —dijo Hel. La mitad de su cuerpo y su rostro era preciosa: delicada piel de porcelana, cabello negro azulado, rasgos perfectos; la otra mitad era cadavérica, pútrida, fétida y arrugada, con unos pocos mechones de pelo que brotaban del desnudo y verdinegro cuero cabelludo, cayendo en hebras desiguales.

—Tu expulsión fue sensata por mi parte: eres una criatura asquerosa.

Ella lo miró con extrañeza, ladeando la cabeza. Mientras lo hacía, su lado muerto se expandió en zarcillos hacia el lado vivo, encaminando sinuosos afluentes de putrefacción a través de su rostro.

—No me expulsaste. Fui enviada aquí por tu hijo, el asesino.

—¿Así fue? No es así como yo lo recuerdo —dijo.

La expresión de su rostro dejaba claro que no le gustaba su respuesta.

—Le miré a los ojos mientras él me apuñalaba con la espada. Él puede confirmar su crimen. —Volvió la cabeza y dijo, en voz baja—: Ven.

La sombra fluyó a través de la trémula cortina sin apartarla, más bien caminando a través de ella. No estaba claro cuál de los dos era más insustancial, si la negra cortina o el hombre. Odín no había visto a su hijo desde que murió, y la sombra frente a él era a la vez igual y distinta de Balder.

Tenía la misma forma: los ojos, la cara, la musculatura magra, los rasgos juveniles. A primera vista era Balder, tal como había sido en vida. Y sin embargo había diferencias, difíciles de nombrar pero presentes. Había una sensación de oscuridad a su alrededor, una falta de fuego y luz en sus ojos que hablaba claramente de la muerte. El color de su piel, bajo una mirada más atenta, estaba teñido de gris, y sus movimientos eran mínimamente indecisos, como si su cuerpo se resistiera a obedecer sus órdenes.

—Saludos, padre —dijo, inclinando ligeramente la cabeza como lo había hecho en vida, pero con una curiosa falta de animación. Odín sabía que sería así, pero, pese a todo, era duro contemplarlo. Estaba acostumbrado a ver a su hijo lleno de vida, a veces demasiada, y siempre con un espíritu sin límites. Ahora hablaba con una sombra de lo que su hijo había sido que tenía la forma de Balder sin tener su esencia. Eso era lo que significaba vivir en Niflheim. Las almas lamentables que acababan allí se convertían en sombras y todos sus lazos con la vida se extinguían.

—Hijo mío, me alegro de verte de nuevo. —Y así era. A pesar del estado actual de Balder, Odín podía notar la emoción revolverse en su interior. No había sentido aquello en incontables edades y no había esperado sentirlo allí, pero se encontró lleno de una mezcla de alegría y pesar, tristeza y enojo. Y también de esperanza.

—Díselo a Odín —dijo Hel—. Dile cómo clavaste tu espada en mi garganta cuando era un bebé, enviándome aquí, arrebatándome mi vida.

Balder agachó la mirada. Odín tenía claro que Hel tenía esclavizado a su hijo y estaba saboreando su dominio sobre él. Y sobre Odín también, al menos por el momento.

—Me encontré con una cría. Suspendí mi espada sobre ella durante un momento antes de atravesarla. No había cometido ningún delito y pese a todo la maté sin dudarlo. —Su voz era un tanto vacilante, como si tuviera que obligar a que acudieran las palabras. Sin embargo, no había duda acerca de la verdad en su confesión, como Odín muy bien sabía. Lo había visto ocurrir decenas o tal vez cientos de veces y sabía también que él no había movido un dedo para impedirlo. Ese evento, como todos los demás, era necesario.

—Las palabras vienen directamente de su propia boca. No puedes expiar a este demonio: su culpabilidad es evidente y su penitencia como mi esclavo no ha hecho más que empezar.

Los ojos de Odín se volvieron nebulosos, como si estuviera viendo imágenes más allá del momento y el lugar inmediatos. Recitó:

—Las semillas de Angrboda y el Astuto fueron traídas ante mí. Sintiendo su amenaza, arrojé a la serpiente Jormungand al océano que rodea Midgard. Allí creció hasta que rodeó el mundo y mordió su propia cola. El lobo Fenrir se salvó gracias a las súplicas de quien pronto sería conocido como Tyr el manco, a su pesar, y se le permitió recorrer los campos de Asgard hasta el momento de su aprisionamiento. La monstruosa Hel, mitad viva, mitad muerta, fue expulsada por Odín a la oscuridad de Niflheim para gobernar allí a los muertos hasta que llegara el Ragnarok. —Su ojo se aclaró y miró a Hel directamente.

Ella lo observó entrecerrando los párpados.

—Los cuentos y las leyendas no abarcan la realidad, Alto. Es evidente que perdiste algo más que el ojo cuando te lo arrancaste de la cabeza y lo tiraste al pozo.

—Tal vez.

Ella lo valoró atentamente mientras la carne muerta de su cara sanaba y se volvía tan blanca y pura como para que su tez rivalizara con la de Freyja.

—¿Por qué has venido aquí? Tienes que saber que no puedes impedir lo que avanza hacia ti y hacia los tuyos. En este mismo momento los ejércitos de Jotunheim marchan sobre Asgard para ser secundados por los de Niflheim y por otro que se encargará de vuestra derrota y muerte.

—Me gustaría hablar con mi hijo.

—Él ya no es tu hijo; ahora sólo es mi esclavo. Un justo castigo por su crimen, ¿no te parece?

—¿Me permitirás hablar con él? —dijo Odín.

Los ahora carnosos labios de Hel esbozaron una sonrisa.

—¿Me amenazas, Altísimo? —Había un tono de burla en su voz, un sutil recordatorio de que ella reinaba en el lugar de los muertos. A pesar de su poder, no podía vencerla allí, donde ella podría beber del espíritu de cada alma de Niflheim. Sin embargo, no era necesario: no habría ninguna confrontación física ese día.

—No es una amenaza. Lo he visto. No perdamos el tiempo en apariencias sin sentido. Nuestra verdadera confrontación no se llevará a cabo aquí, sino en Asgard.

Hel apartó la vista de Odín y miró a la sombra de Balder.

—Tu padre quiere hablar contigo —dijo, y de pronto se había ido, disuelta entre niebla.

Balder miró a Odín con una mezcla de tristeza y resignación en su rostro. Sin embargo, no se movió de su sitio. Odín se adelantó a su encuentro.

—El plazo es breve, hijo mío. Se acerca el Ragnarok.

—Sí… —dijo Balder distraídamente, su voz apagándose en la nada como el fantasma que era.

—Los ejércitos de los muertos se unirán a la lucha contra Asgard.

—Sí…

—Tú no estarás entre ellos. —Eso sacó a Balder de su estupor—. Tu mano no se alzará contra los Aesir.

Una mirada de confusión cruzó su rostro.

—Hel es mi señora. He de cumplir sus órdenes. Me afirmó que mataría a los de mi propia especie.

—Eso no sucederá. No lucharás en el Ragnarok por ningún bando.

Balder estaba aún más confuso y desconcertado. Miró a su alrededor con ansiedad, sin duda en busca de la presencia tranquilizadora y soberana de Hel, pero ella no estaba allí.

—No puedo negarme a su voluntad.

A Odín le dolía ver a su hijo tan cautivo y lleno de conflictos.

—Sleipnir vendrá a por ti. Él te alejará de este lugar. Cumplirás un papel más importante que el de mero combatiente. —La aprehensión de Balder era palpable—. Lo entenderás cuando llegue el momento.

Odín extendió una mano y la colocó sobre el hombro de su hijo. A través de la ropa holgada, su carne era fría y se notaba vagamente insustancial.

—Te deseé buen viaje cuando fuiste enviado a las llamas, sabiendo que te vería sólo una vez más. Me despido ahora de ti, sabiendo que nunca volveré a verte, pero sabiendo también que tu muerte servía a un propósito más elevado de lo que ahora puedes comprender.

Odín apretó de nuevo el hombro del fantasma de su hijo antes de dejar caer su brazo. Se dio la vuelta y salió de la cámara convocando a Sleipnir. Su trabajo había terminado y el resultado era inevitable. Apretó a Gungnir con fuerza. Muy pronto, la lanza vería más sangre y muerte de la que había visto jamás.

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