Llama

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Isabeau fue muy consciente de que todos los hombres se acercaban ahora, seguramente para salvar a Jeremiah en caso de que fuera necesario. De repente, la situación ya no giraba en torno a ella. Jeremiah corría un verdadero peligro amenazado por un hombre que hacía unos minutos había rechazado sus avances. Sin embargo, lo que lo estuviera impulsando a actuar así era verdadero y peligroso.

Se acercó a Conner y le apoyó una mano en el brazo. Pudo sentir el acero y la adrenalina que lo recorrían. Estaba empezando a comprender el terrible efecto del leopardo en los hombres. Les era imposible ignorar las leyes de los felinos. Siempre pisaban un terreno delicado en lo referente a sus rasgos animales.

—Quería... quería decir que Felipe ha hecho un tiempo increíble y que necesito trabajar mucho más duro si quiero acercarme siquiera a eso —tartamudeó Jeremiah.

—Ha sido culpa mía —señaló Isabeau—. Por favor, Conner, te lo pido por favor.

Conner se quedó allí durante un momento mientras su cuerpo luchaba por eliminar la adrenalina y entonces se volvió de repente, la rodeó con el brazo y la obligó a apartarse del otro leopardo. Tenía la cabeza cerca de la suya de forma que sus labios pudieron rozarle el oído.

—Se ha excitado con tu olor. Ése ha sido su primer error.

Se la llevó al interior de la selva, lejos de los demás y del olor de hombre excitado que volvía loco a su felino y a él mismo.

Isabeau adoptó un tono casi carmesí. ¿Cómo no iba a ruborizarse? No estaba acostumbrada a hablar sobre nada que tuviera que ver con el sexo en un contexto informal, y el modo en que esos hombres trataban la desnudez y el celo de una hembra leopardo bordeaba lo mundano. No era exactamente ofensivo. Era simplemente un poco perturbador el hecho de que todos ellos supieran que estaba entrando en una especie de ciclo. Y no sólo que lo supieran sino que fueran realmente conscientes de ello.

—Ojalá fuera algo más que mi olor —se lamentó Isabeau intentando reducir la tensión, aunque sentía lo que decía de todos modos—. No quiero que nadie me desee por cómo huelo.

Conner inhaló profundamente y se llenó los pulmones con su fragancia deliberadamente. Esa mujer podía hacer que estallaran llamas en su sangre sin siquiera ser consciente de ello, pero en ese momento, con su inocente fruncimiento de ceño y las largas pestañas, hacía que apenas pudiera controlar su deseo.

—El olor es importante para los felinos. —Restregó el rostro por la piel desnuda de su cuello—. También lo es el hecho de marcar con el olor. Cualquier hombre lo bastante estúpido como para invadir mi territorio se habrá buscado una pelea.

Isabeau se alejó de él, zafándose de su brazo.

—Yo solía ser tu territorio. Hace tiempo, cuando eras otra persona, ¿recuerdas?

—Recuerdo cada momento. —Sus ojos dorados ardían en las profundidades de los de ella—. ¿Y tú?

Isabeau contuvo una recriminación. No iba a discutir con él porque sería capaz de hacerla llorar en segundos. Sabía que no era rival para él, nunca lo había sido.

—No puedes hacer esto, Conner. ¿No me deseas, pero vas a matar a cualquier otro que me desee? Eso no tiene ningún sentido.

—¿Que yo no te deseo? —Escupió cada palabra mientras un gruñido resonaba en su pecho. Tensó los dedos alrededor de sus brazos y la atrajo hacia él, la pegó a su cuerpo dejando que sintiera su inflamada erección—. La palabra deseo es una palabra insulsa, Isabeau, para expresar lo que siento por ti. No voy a estropearlo todo porque no pueda quitarte las manos de encima. Eso pasó una vez y no permitiré que vuelva a suceder.

—¿No puedes apartar las manos de mí?

—No actúes como si no lo supieras. Sé muy bien que eres consciente de ello. Seducir a una mujer no siempre implica llevársela a la cama. No pude evitarlo y mira lo que mi falta de control nos hizo a los dos. —Por un momento pudo ver un manifiesto dolor en su rostro—. Ya era bastante malo saber que te había traicionado, pero descubrir que, antes de morir, mi madre supo lo que yo había hecho... —No acabó la frase y sacudió la cabeza—. Cuando te lleve a la cama, será porque tú lo desees, no porque tu leopardo grite pidiendo un alivio.

Isabeau volvió a ruborizarse, pero su orgullo no importaba tanto como las palabras de Conner. Se las guardó muy cerca del corazón, sintió por primera vez que su confuso mundo podía ordenarse de nuevo. ¿Era sólo su leopardo la que lo deseaba? Ella no lo creía así, pero no estaba segura, y Conner tenía razón, tenía que estar segura. Aunque las cosas eran más fáciles sabiendo que él no la había rechazado por completo.

Conner le enmarcó el rostro con las manos y deslizó el pulgar por sus labios mientras su mirada ardiente se clavaba en la de ella.

—Eres mía, Isabeau. Siempre lo serás. No te equivoques al respecto. Decidas o no perdonarme y darnos una segunda oportunidad, tú serás la única para mí.

El corazón se le detuvo. Simplemente se le detuvo. Podía sentirlo allí en el pecho, encogiéndose con fuerza, y luego inició un frenético martilleo. Por una vez, su leopardo se mantuvo calmada y le permitió disfrutar de ese momento perfecto. Alzó la mirada hacia su rostro, un rostro que quedó grabado para siempre en su mente, en su alma, y supo que estaba perdida de nuevo.

—¿Por qué no viniste tras de mí? —Eso le había dolido más de lo que podía expresar.

—Decidí ir en tu busca —reconoció—. Hace seis meses. Sabía que tenía que intentar explicártelo aunque, en realidad, no tenía excusa. Tenía un trabajo que hacer, Isabeau, y en el momento en que me di cuenta de que se me estaba yendo de las manos, de que nos estábamos involucrando demasiado profundamente, debería haberle puesto fin. Me gustaría decir que no lo hice porque las víctimas del secuestro significaban mucho para mí, pero he pensado mucho en ello y ésa no es la verdad. Una vez estuve contigo, una vez crucé la línea, no hubo vuelta atrás para mí. No pude encontrar la fuerza para hacer lo correcto y renunciar a ti.

Sus palabras eran duras. Crudas. Y eran verdad. Isabeau lo vio en sus ardientes ojos, lo oyó en su voz de terciopelo y lo olió con el agudo sistema sensorial de un leopardo. Pero sólo fue capaz de quedarse mirándolo, intentando no dejar que la felicidad que le surgía de la boca del estómago se expandiera por todo el cuerpo con una absoluta muestra de júbilo en el rostro. Se tocó el labio inferior con la lengua y al instante su mirada estuvo allí, siguiendo el pequeño movimiento.

Se quedó inmóvil. Absolutamente inmóvil. Incluso contuvo la respiración. Había rechazado sus avances antes, así que no se pondría en ridículo una segunda vez, ni siquiera cuando le había asegurado que su tiempo juntos no había sido todo una mentira. La verdad la inundó y la llenó, trayendo consigo tal alivio que le temblaron las piernas. O quizá era la excitación que jugueteaba en sus muslos y hacía que se elevara su temperatura.

Conner bajó la cabeza. Despacio. Aguardando a ver su reacción. Isabeau se quedó inmóvil bajo sus manos, observando cómo su mirada vagaba posesiva por su rostro. Observando el modo en que cambiaban sus ojos, convirtiéndose en los de un leopardo, resplandeciendo hambrientos. Su boca lo era todo. Seductora. De infarto. Perfecta. Y, entonces, sus labios tocaron los de ella. Un mero roce. El estómago se le revolvió. Se le contrajo el útero. Un calor líquido se acumuló en su interior. La boca de Conner volvió a moverse sobre la suya, un pequeño movimiento hacia un lado y hacia otro pensado para tentarla, para volverla loca. Y lo logró.

Los pechos le dolían, los pezones se convirtieron en dos duros bultos que tiraban de la tela de la camiseta en un esfuerzo por acercarse más a su calor. Conner le lamió el labio inferior, disfrutando de su sabor. Le mordisqueó y la punzada de dolor le provocó otro espasmo que la atravesó hasta el mismo centro de su ser. Conner emitió un sonido, un grave gruñido en la garganta que la empapó inmediatamente en deseo.

—Durante este tiempo, te he echado de menos cada segundo —le susurró—. Soñaba contigo cada vez que cerraba los ojos aunque la mayor parte del tiempo no podía dormir porque te necesitaba.

La besó. Fue un largo y embriagador beso que anuló cada uno de sus sentidos. Cuando se apartó, fue para pegar la frente a la de ella mientras inspiraba con brusquedad.

—Me encanta el sonido de tu risa. Me enseñaste tantas cosas, Isabeau, sobre lo que importa. Cuando lo encuentras todo y luego lo pierdes...

Su boca encontró la de ella de nuevo, una y otra vez, cada beso más exigente que el anterior, más lleno de deseo, hasta el punto que casi la devoró, arrastrándola en una enorme oleada de deseo. Siempre había sido capaz de hacer eso, borrar cualquier vestigio de cordura de su mente hasta que dejaba de ser una persona racional y se convertía en una criatura de puras sensaciones. Nunca había sabido que pudiera ser apasionada o sexy hasta que Conner llegó a su vida y todo cambió, ella cambió.

Conner la cogió del pelo y le echó la cabeza hacia atrás, sujetándola mientras su mirada le grababa una marca a fuego. Su rostro estaba surcado por unas profundas líneas de pasión, en los ojos le resplandecía una oscura lujuria. El corazón le dio un vuelco. Otra oleada de calor se extendió como fuego líquido. Le temblaron las piernas. Siempre había sido sensible a los apetitos sensuales de Conner, pero ahora su voraz deseo era como el son de un tambor en sus venas.

Isabeau jadeó levemente cuando la boca de Conner volvió a descender. La dulzura había desaparecido y había sido sustituida por pura pasión. Tomó su respuesta a su modo, dominante y seguro. Sintió sus manos fuertes, su cuerpo duro, el calor se elevó entre ellos como el vapor en la selva. El cuerpo de Isabeau se tornó maleable, suave, se fundió con el suyo. Conner gruñó una grave y vibrante nota que hizo que el fuego le recorriera la piel y la lamiera como si se tratara de un millar de lenguas. Deslizó las manos por su espalda hasta la curva del trasero y la levantó. Isabeau automáticamente le rodeó la cintura con las piernas y juntó los tobillos detrás de él.

El punto donde se unían sus piernas se acopló a la perfección sobre el inflamado bulto, fundiéndolos juntos. En todo momento la hambrienta boca de Conner siguió devorando la suya. Su mundo se estrechó, se redujo únicamente a ese hombre. Sus manos. Su calor. Su sabor y textura. Era consciente de cada entrecortada inspiración, del mordisco de sus dientes, de la aspereza de sus caricias, incluso del contacto de su piel bajo la tela que le impedía tocarlo directamente.

Todo desapareció de su mente, todo excepto Conner. Sabía maravillosamente bien. Como una mezcla de paraíso, por el placer, y de infierno, por el anhelo que siempre sentiría por él. La boca de Conner abandonó la suya y empezó a viajar despacio, descendió seductoramente hasta su rostro, el lateral del cuello, la garganta y luego el hombro. Sintió la punta de los dientes y se estremeció de deseo. No quería que fuera suave y delicado. Necesitaba su brusca posesión, reclamándola, marcándola a fuego, arrastrándola hacia una tormenta de calor y llamas que acabaría con el mundo a su alrededor, que los reduciría a cenizas, purificados y fieros, y unidos para siempre.

De repente, Conner alzó la cabeza alerta y su mirada dorada recorrió la selva que los rodeaba. Los hombres, en el lejano claro, se fundieron, desaparecieron simplemente como si nunca hubieran estado ahí. Conner dejó que apoyara las temblorosas piernas en el suelo e inhaló profundamente, en busca de aire y... de información.

 

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Isabeau, conmocionada y con todo el cuerpo tembloroso, se agarró a los hombros de Conner en busca de apoyo.

—¿Qué ocurre? —No podía pensar, no podía respirar bien.

—Tenemos compañía, se acercan por ahí —le respondió—. Últimamente, la selva está volviéndose un lugar muy transitado. —La rodeó con el brazo y la atrajo bajo el hombro. Retrocedió aún más y se metió entre los arbustos—. Estaremos bien. Los chicos se están acercando a ellos.

—¿A ellos? —repitió en voz baja. Si la supervivencia era cuestión de estar alerta en todo momento, ella no lo lograría. Conner había captado el olor de los intrusos, o los había sentido de algún modo, mientras ella se había visto superada por su propia pasión. ¿Cómo lo hacía? Casi estaba enfadada con aquel hombre, aunque sabía que era una habilidad que él necesitaba, que ellos necesitaban, para sobrevivir.

—Dos hombres. Se mueven como si conocieran la selva.

—No lo entiendo. —No entendía qué quería decir, pero más que eso, no entendía cómo su cuerpo podía estar pidiendo a gritos un alivio, cómo cada terminación nerviosa chillaba pidiéndole a Conner que se quedara, que centrara su atención únicamente en ella. Era algo estúpido comportarse así ante un peligro, pero no podía evitarlo, todos sus sentidos estaban centrados en él y pensaba que Conner sentía lo mismo, la misma necesidad y obsesión por ella.

—La mayoría de la gente entra en la selva e intenta dominarla abriéndose paso a hachazos, pero estos hombres están familiarizados con ella y se sienten cómodos, lo cual nos indica que quizá habitualmente viven en el interior. —Le rodeó la nuca con la palma de la mano e inclinó la cabeza para dejarle un rastro de besos en el lateral del cuello—. Podría matarlos sólo por interrumpirnos.

Fue su voz, un poco temblorosa, ronca, incluso áspera, revelando que hablaba en serio, lo que le permitió perdonarlo por anteponer su instinto de supervivencia a sus deseos. Isabeau se apoyó en él y le permitió que la abrazara con fuerza, esforzándose al máximo por mitigar ese calor interno que la derritía por dentro.

—Respira. Eso ayuda.

—¿Sí?

Conner se rió en voz baja, un mero hilo de voz.

—No mucho. Pero fingiremos que sí. Cuando estoy contigo, Isabeau, es como si acercara una cerilla a un cartucho de dinamita. Parece que no puedo controlarlo. —Le mordió el hombro y sumergió el rostro brevemente en su cuello, mientras se hacía evidente que también estaba luchando por mitigar el calor de su cuerpo. Aún estaba inflamado y duro y, a pesar de la posible gravedad de la situación, Isabeau se sintió feliz.

—Al menos nos pasa a los dos.

—¿Acaso lo dudabas? —Conner alzó la cabeza y su mirada se desvió de la selva a ella para quedarse mirándola con esa intensidad penetrante y centrada que siempre lograba que su sangre ardiera—. ¿Es tu leopardo la que me desea? —Su voz sonó suave como el terciopelo. Casi una caricia. Pero en su pregunta había un leve rastro de inseguridad.

—¿Por qué tendrías que pensar eso?

Un leopardo gruñó. Los pájaros alzaron el vuelo. Varios monos aulladores gritaron una advertencia. Isabeau no pudo evitar que se le escapara un pequeño jadeo de alarma.

Conner la empujó a su espalda.

—Nunca te dejes llevar por el pánico, Isabeau. En cualquier situación, tu cerebro siempre es tu mejor arma, estés en la forma de leopardo o humana. Siempre habrá un momento en el que tú tendrás ventaja. Todas esas técnicas de defensa que os estamos enseñando están muy bien, pero la preparación física y tu mente siempre van a ser tus mejores armas.

Hablaba con total naturalidad, le transmitía la información al mismo tiempo que se agazapaba aún más entre los arbustos y cambiaba de posición para poder captar la leve brisa que soplaba a través de la selva. Abajo, en el suelo, rara vez había viento a menos que lo generara una tormenta lo bastante grande. Generalmente, el viento soplaba en el dosel de ramas, pero con sus agudos sentidos, Conner pudo reunir la información que necesitaba. Isabeau intentó imitarlo. Estaba decidida a aprender, a serle de ayuda.

Captó un leve aroma que flotaba en el aire y de inmediato lo asoció a la aldea de Adan. Su gente usaba raíces como jabón. Isabeau aguardó unos cuantos minutos, consciente de que Conner debía de saberlo. Sin embargo, no se dejó ver ni tampoco lo hizo ninguno de los otros. No se mostraban confiados, y quizá eso ya era en sí una lección.

Aparecieron dos hombres en el claro. Los dos iban ataviados con taparrabos, uno llevaba sandalias, el otro iba descalzo. La selva era tan húmeda que la ropa molestaba a cualquiera que, por rutina, se moviera en su interior, y por eso la mayoría se vestía con lo mínimo. Isabeau lo sabía por experiencia. Incluso ella se ponía la mínima ropa posible cuando trabajaba. Reconoció al hombre más mayor como uno de los ancianos, el hermano de Adan, Gerald. El otro era el hijo de Adan, Will. Isabeau hizo ademán de pasar por delante de Conner para saludarlos, pero él la atrajo hacia sus brazos y deslizó una mano sobre su boca.

Isabeau lo miró a los ojos y el corazón le dio un vuelco. En ese momento, tenía más rasgos animales que humanos. Se quedaron mirándose el uno al otro. Tenía todo el aspecto de un depredador, sus ojos se veían fríos, ardían con un resplandor letal que hizo que el corazón le martilleara con fuerza. Lentamente, aflojó la presión de la mano sobre su boca y levantó un dedo entre ellos sin dejar de mirarla a los ojos.

Isabeau no habría podido moverse aunque hubiera querido. En lugar de eso, se descubrió a sí misma fascinada, hipnotizada por su mirada. Sabía que eso podía suceder con los grandes felinos. Tenían poder en esa mirada fija, el fascinante momento en el que su presa se quedaba totalmente inmóvil a la espera de ese golpe mortal. Isabeau apenas podía respirar y permaneció completamente inmóvil. En silencio. Incapaz de desobedecerle.

Conner volvió la cabeza lentamente, interrumpiendo el contacto visual, y se centró en los dos hombres que atravesaban decididos el claro en dirección a la cabaña. Isabeau no volvió la cabeza, sino que más bien desvió la mirada, temerosa de moverse, mientras contenía la respiración. Podía sentir a Conner a su lado, totalmente quieto, con los músculos en tensión.

Aquellos hombres llevaban cerbatanas en las manos y avanzaban con cuidado, observando la selva que los rodeaba, andando con cautela como era su costumbre. Isabeau los había visto muchas veces moviéndose con facilidad a través de los densos matorrales. Un leopardo gruñó. Los dos hombres se detuvieron en seco, se colocaron espalda contra espalda, agarrando con firmeza las armas. Otro leopardo respondió desde un lugar frente a ellos. Un tercero lo hizo a su izquierda. Conner emitió un sonido que surgió de lo más profundo de su garganta. La llamada de Rio llegó desde detrás de ellos, bloqueándoles la vía de escape, de forma que los hombres supieron que estaban totalmente rodeados.

Gerald dejó el arma en el suelo lentamente y levantó las manos, una sostenía un libro. Cuando su sobrino vaciló, le espetó una orden y el hombre más joven colocó su cerbatana junto a la de su tío a regañadientes. Se quedaron allí de pie con las manos levantadas.

—No te muevas —le advirtió Conner—. Si hacen un movimiento equivocado hacia ti, no seré capaz de salvarles la vida.

—Son mis amigos —protestó Isabeau.

—Nadie es nuestro amigo durante una misión. Podrían haber cambiado de opinión y querer que esto se resuelva de otro modo. Limítate a hacer lo que te diga y mantente fuera de la vista. Déjame que hable con ellos. Si algo va mal, tírate al suelo y tápate los ojos. Y, esta vez, Isabeau... —Conner aguardó hasta que lo miró a los ojos—, haz lo que te digo.

La joven asintió con la cabeza. Estaba totalmente segura de que no deseaba ver cómo los leopardos mataban a dos hombres que ella conocía.

Conner salió de los arbustos hacia el borde del claro.

—Gerald. Tu hermano no dijo nada de que fueras a venir.

Los dos hombres se volvieron, el más mayor mantuvo las manos levantadas y separadas del cuerpo, el más joven se agachó, casi en cuclillas intentando alcanzar el arma.

—Es imposible que lo logres, Will —le advirtió Conner—. Y lo sabes. Si la coges, te garantizo que eres hombre muerto.

Gerald le espetó algo a su sobrino en su propio idioma. Conner había pasado el suficiente tiempo en su aldea de niño como para comprenderlo, pero, por educación, fingió que no sabía que Will estaba siendo duramente reprendido. Habían sido amigos, buenos amigos, pero de eso hacía ya mucho tiempo.

—Pensamos que tenías que saber la verdad antes de poner en marcha esta misión —le explicó Gerald—. Adan me ha enviado con el libro de tu madre.

—¿Por qué no me lo trajo él?

—Lo tenía mi madre —respondió Will—. Marisa se lo puso en las manos cuando llegaron los hombres y a mi madre se le cayó. No lo recordó hasta más tarde y cuando se puso a buscarlo mi padre ya se había ido.

Conner permaneció quieto, casi rígido, mientras obligaba a sus pulmones a seguir respirando. Sabía que su madre escribía un diario. Lo había visto muchas veces cuando era un niño. Escribía en él casi todos los días. Le encantaban las palabras y a menudo fluían en forma de poesía o de relatos breves. Will hizo aparecer por arte de magia vívidos recuerdos que era mejor reprimir allí, en la selva tropical, rodeado de peligro, pero era una explicación plausible.

—Hay mucho que contar —continuó Gerald—. Y el libro de tu madre corroborará mis palabras.

Conner le indicó que bajara las manos.

—Tenemos que ser cuidadosos, Gerald. Alguien intentó matar a tu hermano anoche.

Gerald asintió.

—Lo sé. Y hubo división en la aldea sobre cómo manejar la situación para recuperar a los niños.

—¿Esa división te incluye a ti, Will? —preguntó Conner.

—Mi hijo, Artureo, fue secuestrado —explicó Will—, pero estoy de acuerdo con mi padre. Nada de lo que hagamos será suficiente para Cortez si no la detenemos ahora.

Conner les indicó que se acercaran. Gerald se alejó de las armas y caminó hacia Conner. Will lo siguió con un aspecto mucho menos hostil. Sacaron unas finas esterillas de los pequeños fardos que llevaban colgados al hombro, las extendieron en el suelo y se sentaron, adoptando una posición claramente vulnerable. Conner hizo una leve señal con la mano a los demás, aconsejándoles que retrocedieran y se limitaran a observar.

—Gracias. —Cogió el libro que Gerald le ofreció al tiempo que se sentaba frente a ellos con las piernas cruzadas—. Will, me alegro de verte de nuevo, viejo amigo. —Saludó al hombre más joven con un gesto de la cabeza. Habían pasado jugando juntos unos cuantos años de su infancia. Sin embargo, los miembros de las tribus tomaban esposa a una edad mucho más temprana, y a los diecisiete años, Will ya tenía las responsabilidades que un hijo conllevaba.

Will asintió con la cabeza.

—Ojalá la situación fuera diferente.

—Sabía que se habían llevado a uno de los nietos de Adan. ¿Esto es por tu hijo?

Will miró a su tío y luego negó con la cabeza mientras miraba a Conner a los ojos.

Conner se preparó para recibir un golpe. No había ninguna expresión en el rostro de Will, pero sí una gran compasión en sus ojos.

—No, Conner. Es por tu hermano.

El primer impulso de Conner fue saltar para cubrir el pequeño espacio que los separaba y arrancarle el corazón a Will, pero se obligó a sí mismo a quedarse sentado completamente inmóvil con la mirada clavada en su presa y todos los músculos listos para saltar. Conocía a esos hombres. Eran extremadamente sinceros, y si Will decía que él tenía un hermano, es que creía que lo tenía. Se obligó a llenar de aire los ardientes pulmones mientras estudiaba a los dos hombres y tensaba los dedos alrededor del libro de su madre.

Isabeau había mencionado a un niño. «Marisa venía con un niño» o algo por el estilo. Pero su madre siempre estaba acompañada de niños, por eso no había pensado mucho en ello y no había preguntado de quién era el niño.

—Ella me lo hubiera dicho si hubiera tenido otro hijo —comentó. No podía imaginar a su madre ocultando a su hijo, por ningún motivo. Pero se había quedado cerca de la aldea de Adan, incluso después de que él se marchara. ¿Podría haber encontrado el amor con un miembro de la tribu? Arqueó una ceja exigiendo una explicación en silencio.

—No es el hijo de tu madre, Conner. Una mujer trajo un bebé a nuestra aldea, uno de los vuestros. Ella no lo quería.

A Conner se le revolvió el estómago. Sabía lo que vendría a continuación y el niño que había en él recordó esa sensación de absoluto rechazo. Sin pensarlo, volvió la cabeza para mirar a Isabeau. Rara vez necesitaba a alguien, pero en ese momento, supo que necesitaba su apoyo. La joven salió de entre los matorrales sin vacilar, atravesó el claro decidida, con aspecto regio pero el rostro tierno y los ojos fijos en él. Esbozó una leve sonrisa y saludó a los miembros de la tribu al tiempo que se sentaba cerca de Conner. Apoyó la palma en su muslo y sintió que estaba ardiendo. Conner colocó la mano sobre la suya pegándola a él mientras Isabeau lo miraba.

Conner no deseaba que acabara ese momento y empezara el siguiente. Isabeau le sonrió, mostrándole sin palabras que lo apoyaría sin importar lo que se les viniera encima. Sabía que estaba afectado, sin embargo, no hizo ninguna pregunta, simplemente esperó. Su madre también había sido así. Calmada. Tolerante. Alguien que se mantendría al lado de un hombre y se enfrentaría a lo peor. Y Conner deseaba que la madre de sus hijos fuera así.

—Mi padre tuvo otro hijo. —Se obligó a sí mismo a decir las palabras en voz alta. Pronunciarlas le sirvió para dos propósitos: Isabeau lo entendería y él podría comprender mejor la realidad.

Will asintió.

—Tú ya estabas en Borneo. Tu padre tenía otra mujer y cuando se quedó embarazada, le dijo que debería abortar o largarse. Ella quería quedarse con él, así que tuvo el bebé y luego renunció a él para regresar con tu padre.

—Maldito sea. ¿Cuántas vidas tiene que destruir antes de quedarse satisfecho? —Conner escupió en el suelo asqueado.

Isabeau cambió levemente de posición, lo suficiente para apoyarse en él, como si deseara echarse al hombro la carga que él llevaba. La quiso por ese pequeño movimiento, tensó los dedos alrededor de los de ella y le acarició el dorso de la mano con el pulgar.

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