Live

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Yeah, I forget about the consequences

For a minute there I lose my senses

And in the heat of the moment my mouth starts going

The words start flowing, oh.

Jessie J, ‹‹Nobody’s Perfect››

Oí con toda claridad cómo mi hermano se iba a dormir y cerraba la puerta de su cuarto. Miré el reloj de agujas que colgaba de la pared y, con la luz de la calle reflejada en su cristal, comprobé que eran las cuatro de la madrugada. A pesar de llevar horas en la cama, no conseguía pegar ojo. Sentía un nudo en el estómago, un suave ácido que me estaba devorando lentamente por dentro.

Habíamos dejado a Zoe y a Aarón en el Ponte Vecchio rodeados de decenas de fans que no me habían dedicado ni una sola mirada. Sabía, y me lo había repetido desde que me había quedado solo, que Aarón era la estrella. Que yo le había acompañado en su camino hasta allí, que yo le había propulsado a la fama, pero que nuestros caminos hacía meses que se habían separado. Lo cual era mejor para mí, añadí, girando y tumbándome boca abajo. Era mejor para mí porque así podía inventarme de cero, como decía Selena siempre que sacaba el tema.

Ya no necesitaba ni guiones ni metas impuestas por otros: ahora tenía la libertad para presentarme al mundo como realmente era. Sin filtros de ningún tipo, sin robarles las palabras ni las canciones a otros.

Aquel sería el último intento.

El pensamiento, que era más una conclusión definitiva que una amenaza, volvió a perforarme por dentro. Porque no eran los celos hacia mi hermano lo que no me dejaba dormir. No, para mi sorpresa y orgullo, poco a poco estaba aprendiendo a admirar su carrera sin sentir un ápice de envidia. Era en realidad la impotencia de comprender que, después de tanto tiempo negándomelo, a lo mejor no tenía en realidad ningún talento. Ninguno del que pudiera vivir, al menos.

Estaba harto de dejarme la piel en los castings y el dinero en cursos inútiles y viajes que no servirían de nada a la larga (ni a la corta, dicho sea de paso). Si con los vídeos de Selena y mi canal personal de YouTube no lograba nada, me rendiría. Prefería darme por vencido a convertirme en un juguete roto. ¿Acaso me estaba haciendo mayor?

La duda me hizo desvelarme del todo. Encendí la lámpara de la mesilla de noche y me incorporé con la espalda apoyada en el cabecero de la cama. Aquel viaje parecía una excedencia en mi vida. Un tiempo muerto para aclarar por completo mis ideas. Cuando regresara a España, tendría que ponerme a buscar curro. Uno que pudiera compaginar con el canal.

Necesitaba aprender a resignarme.

Cogí el móvil y me entretuve revisando mis redes sociales sin ganas suficientes como para responder a las menciones que la gente me había dejado. Aunque el número de comentarios negativos e insultos había descendido considerablemente en el último mes, todavía encontré algunos que me hicieron suspirar y preguntarme por qué no podía ser una persona normal, con sueños sencillos y accesibles, que no requiriesen de la aprobación de cientos de desconocidos…

De repente me entró un mensaje. Era Emma, desde la habitación de enfrente.

—¿Qué haces despierto?

—¿Qué haces despierta TÚ? —contesté, con una sonrisa en los labios.

—No puedo dormir.

—Yo tampoco… ¿Vienes o voy?

Aguardé su respuesta, pero lo siguiente que escuché fue el picaporte de mi puerta crujiendo y los goznes chirriando suavemente. Emma asomó la cabeza y su cabello cobrizo se deslizó en cascada por un lado.

—¿Se puede? —preguntó.

—Mi cama es tu cama —respondí, palmeando el espacio libre en el colchón. Entró y cerró la puerta. Llevaba un pijama azul marino con estampado blanco e iba descalza. Crucé las piernas y ella se sentó enfrente.

—Así que no puedes dormir… —dijo, en voz baja. Negué en silencio y ella asintió, comprensiva—. ¿Quién empieza?

—Te recuerdo que la última vez que nos sinceramos e intentamos animarnos el uno al otro acabamos liándonos —comenté con una sonrisa de soslayo—. Y ahora encima estamos en un lugar tan íntimo…

Antes de acabar la frase, Emma se incorporó y me golpeó en el pecho con el puño cerrado. El golpe, más que hacerme daño, me provocó una carcajada que tuve que reprimir para no despertar a todo el mundo.

—Un comentario más al respecto de aquella noche y me voy —me avisó, aunque se le notara que intentaba contener la risa—. Así que, venga, dime qué es lo que te pasa.

—¿No deberían empezar las damas primero?

—No, la dama elige. Y elijo que empieces tú —replicó.

Suspiré sin estar seguro de querer hablar con nadie de lo que me pasaba, pero la mirada sincera y clara de Emma terminó por convencerme. Con cierta dificultad para encontrar las palabras adecuadas, le hablé de mi última decisión, la irrevocable, la definitiva.

—Si estás tan seguro —dijo cuando hube terminado—, no tardarás en encontrar algo que te haga feliz sin estar relacionado con los escenarios ni las cámaras. Pero no des por perdido lo de los vídeos. Al menos, no todavía.

Sus últimas palabras me descolocaron.

—Pensé que serías la última persona en animarme con esta tontería…

—¿Tontería? ¿Por qué tontería? —preguntó, sinceramente extrañada—. La última vez que hablamos… de la cual no vamos a dar detalles —añadió— te dije que eras una auténtica estrella, aunque tú no te lo creyeras. Y sigo pensándolo.

—¿Incluso ahora que he decidido rendirme?

—Ahora incluso más que antes. Porque no te has rendido, al contrario: estás probando cosas nuevas, te estás reinventando, y eso siempre les sienta bien a los artistas.

—Me parece que lo de «artista» me queda grande —contesté esbozando una sonrisa triste—. Poco tiene de artístico ponerse delante de una cámara y contarles tu vida a un puñado de desconocidos.

Emma estiró el brazo y me acarició la pierna con la mano.

—Eh —dijo, y hasta que nuestras miradas no se cruzaron no siguió hablando—. No todo el mundo puede hacer lo que haces. He visto tus vídeos hace un rato y… y me han encantado. —Y soltó una risita cantarina—. Tienes un talento innato para caer bien cuando no estás preocupado por caer bien.

—¿Sabes que nunca sé cuándo me estás halagando y cuándo insultando? Empiezo a preocuparme…

Emma sonrió y alzó las cejas misteriosa.

—O sea, que crees que tengo una oportunidad con los vídeos, ¿no?

—Creo que tienes más de una oportunidad, sí. ¿Has entrado a leer los comentarios? —Asentí—. La mayoría son realmente positivos. Muchos te conocían de antes, pero, como yo, parece que te han redescubierto ahora en tu faceta más humana, y les gusta. Les gustas. Fue una gran idea.

—Fue de Selena.

—No, Selena me dijo que la idea fue tuya. Ella solo te animó a llevarla a cabo.

—En realidad fue de Oli —reconocí.

—Pues bien por Oli. Y por ti, que lo estás haciendo genial. No te quites méritos, anda, que no te pega.

Me reí entre dientes.

—Ya no sé qué me pega y qué no —comenté.

Era tan sencillo hablar con ella que incluso mis pensamientos más íntimos, los que me costaría compartir con cualquier otra persona, salían solos de mi boca.

Emma bajó la mirada y comenzó a jugar con el dobladillo de la sábana.

—¿Pues sabes quién creo que te pega? —preguntó entonces—. Selena.

Lo que tardó en pronunciar las tres sílabas de su nombre fue lo que tardé en sonrojarme como si fuera mi hermano.

—Solo porque pasamos tiempo juntos con los vídeos, ¿no?

—Por eso y por cómo os habláis y os lleváis. Por lo parecidos que sois en los detalles que importan, que no siempre son los más evidentes…

—El otro día estuve a punto de besarla —confesé de repente. Otra vez había ocurrido. Aquello no se lo había dicho ni a Ícaro, y ahí estaba soltándoselo a la ex de mi hermano. No, a mi amiga, me corregí—. Y ella creo que se hubiera dejado. El caso es que me detuve a tiempo…

Su sonrisa me confirmó que ella ya imaginaba que algo así debía de haber pasado.

—Se os nota —dijo—. Y, si me lo permites, me gusta más que Sophie.

No me sentó bien escuchar el nombre de mi antigua novia, y algo debió de notar Emma en mi expresión porque enseguida me preguntó cómo había ocurrido. En pocas palabras le conté lo del parque. Aguardó unos segundos y preguntó:

—¿Te gusta?

—Sí, claro —respondí—. Pero después de lo de Sophie decidí no volver a echarme novia en una larga temporada…

Emma se quedó pensativa.

—Eso es una estupidez, Leo. ¿Y si Selena fuera la mujer de tu vida?

—Eso pensaba de Sophie —repliqué con una risa irónica.

—Pero tal vez ahora sea cierto. Te gusta, y está claro que tú a ella también…

—¿Aunque no hayamos vuelto a hablar del tema? No sé. A mí me parece que fue la tontería del momento. Además, no sería profesional: trabajamos juntos.

Emma chasqueó la lengua.

—La profesionalidad está sobrevalorada cuando se habla de amor.

—Me lo dice una experta, ¿eh? —comenté sin poder aguantarme, y esta vez acepté el calmante que me soltó con resignación. Cuando contuve la risa, dije—: Mira, lo que tampoco quiero es añadir más drama a este viaje del que ya hay.

—¿Drama? —preguntó ella con el ceño fruncido.

—No te hagas la tonta, que a ti tampoco te pega.

—Vas a tener que darme una pista, porque ahora mismo…

—Te voy a dar tres: Zoe, mi hermano y tú.

Esta vez fue ella quien se quedó lívida, pero enseguida se recuperó y sacudió la cabeza con cara de no saber a qué me refería.

—Me da que en esa ecuación sobra un nombre: el mío.

—Eso pensaba yo hasta que apareciste en el aeropuerto de Barcelona. ¿Podemos dejar de fingir ahora que estamos solos o vas a seguir mintiéndote?

—¡¿Mintiéndome con qué?! —exclamó ella, pero enseguida se dio cuenta de lo alto que había hablado y lo repitió en voz baja—: No me he mentido con nada.

—¡Anda que no!

—A ver, ¿con qué?

—¡Con que no te gusta Aarón, por ejemplo! —La amenacé con el dedo, entorné los ojos y luego añadí—: A mí no me engañas, brujita.

Emma resopló con exasperación y se dejó caer sobre el colchón, con la cabeza colgando boca arriba por uno de los lados de la cama y el pelo sobre la alfombra. Yo la imité y me coloqué a su lado, también con la cabeza a unos centímetros del suelo.

—Da igual si me gusta o no —dijo con un hilo de voz que sonó aún más bajo por la posición de la garganta—. Lo único que queda son los recuerdos de lo que hubo.

—Recuerdos, dice… —La risa se me atragantó—. No puedes hablar en serio: mi hermano también está loco por tus huesos. Puede que todavía te odie un poco…

—Lo hace. Me lo ha dicho.

—No te odiaría si no le importases.

—¿Y tú desde cuándo te has vuelto un experto en temas sentimentales?

—Es una de mis facetas reinventadas. Para superar al enemigo hay que entenderlo previamente.

—¿Y quién es el enemigo aquí? ¿Aarón o yo?

—Las mujeres, Emma. Siempre las mujeres —dije, y le pellizqué en el costado, haciéndole soltar un gritito que, por fuerza, debía de haber despertado a todo el mundo.

Nos tapamos las bocas, aún tirados sobre la cama, para ahogar nuestras carcajadas. La sangre comenzaba a subírseme a la cabeza.

—Ahora, si no le importa, jovencita, volvamos al tema que nos ocupa —dije engolando la voz como un catedrático experimentado.

—El tema que nos atañe empieza y termina aquí, Leo —contestó ella girando el cuello para mirarme con la frente y los mofletes colorados—. No sé si Aarón estará enamorado o no de Zoe, pero desde luego ella sí lo está de él. Y tu hermano es demasiado leal, demasiado bueno, para hacerle ningún daño.

Su voz había adquirido semejante tono de admiración y resignación que durante unos segundos no supe cómo rebatirle el comentario.

—Precisamente por cómo es —dije al final—, acabará entendiendo que la lealtad hacia sí mismo es más importante que hacia los demás.

—Ya, Leo, pero quizá para cuando eso ocurra, ya sea demasiado tarde.

Negué con la cabeza y me incorporé para ofrecerle una respuesta que perfectamente podría estar grabada en el dodecaedro de Tonya:

—Nunca es tarde para los finales felices.

Fue Aarón quien nos descubrió durmiendo juntos en mi cama.

Cuando entró para avisarme de que se estaba haciendo tarde y que no íbamos a cumplir el plan turístico que nos habíamos propuesto, advirtió que no estaba solo debajo de las sábanas. Abrí los ojos a tiempo de ver cómo daba un respingo y hacía amago de cerrar la puerta, pero en ese momento vio que Selena estaba hablando con Zoe en el salón y que debía de ser otra persona la que había pasado la noche conmigo.

—¿Emma? —El nombre estaba teñido de miedo y duda.

La situación me pareció tan absurda y divertida, tan evidentemente equívoca que cuando vi la duda tatuada en el gesto de Aarón no pude resistir la tentación de hacer broma en lugar de ofrecerle una aclaración y dije:

—Buenos días, gatita. —Acompañé mis palabras con un ronroneo estúpido.

La chica se arrebujó bajo la manta antes de bostezar, abrir los ojos, parpadear varias veces e incorporarse de golpe al encajar las piezas de la escena en su cabeza.

Primero me miró a mí, después a Aarón y de nuevo a mí.

—Los demás ya estamos listos —masculló mi hermano.

—¡Aarón, espera! —exclamó Emma estirando el brazo como para detenerle, pero él ya había salido, cerrando la puerta. Cuando Emma se volvió hacia mí, la rabia llameaba en sus ojos—. ¿A qué ha venido eso de «gatita»? ¿Estás imbécil o qué? ¡Se va a creer lo que no es!

Se peleó con las sábanas y las mantas hasta liberarse de ellas y salió de la cama hecha un basilisco.

—Era una broma. Se le pasará.

—¿Qué hay de todo lo que me dijiste anoche?

—¿Que te amaba? ¿Que me quedaría con los niños? ¿Lo del chalet y el perro? —añadí con una risa boba.

—Eres realmente gilipollas, Leo —me espetó—. Siempre que creo que has cambiado, te las ingenias para demostrarme que lo has hecho, sí, pero para peor.

Me tapé la cara con las manos y me dejé caer sobre la almohada.

—Era. Una. Broma. ¡Una broma! ¿Vale? —resoplé con impaciencia—. ¡No es para ponerse así! Hablaré con él…

—Más te vale —me advirtió, amenazándome con el dedo—. Más te vale.

Me vestí con las primeras prendas arrugadas que saqué de la maleta y fui al pequeño salón donde Ícaro, Selena y Zoe estaban terminando de desayunar.

—Buenos días, tortolito —me dijo Ícaro, y como el buen humor me había abandonado junto a Emma, ignoré el saludo y fui a por un café a la cocina. Cuando regresé, los tres me miraban en silencio.

—Que no ha pasado nada. ¡Nada! —les aseguré antes de que pudieran preguntarme—. Anoche estuvimos hablando hasta tarde y Emma se quedó dormida en mi cama. Fin de la historia.

—Ya —dijo Ícaro, chasqueando la lengua. Y tuve que contenerme para no pegarle un grito.

—¿Dónde está Aarón? —quise saber. Selena me indicó con un movimiento de cabeza la puerta de la habitación que compartía con Zoe.

La violinista, por su parte, no dijo una palabra. Su mirada estaba concentrada en los grumos de chocolate que flotaban en el tazón, como si intentara ver el futuro… o comprender el presente.

Me bebí de dos tragos el café y me dirigí al cuarto de mi hermano. Tras llamar un par de veces sin obtener respuesta, abrí.

—¡Joder, Leo! —exclamó mi hermano desnudo, cogiendo la camiseta que había sobre su cama y tapándose la cintura—. ¡Me estoy cambiando!

—Pensé que no me oías —me excusé encogiéndome de hombros. Después entré y cerré la puerta. Me senté en el extremo opuesto del colchón, dándole la espalda, para ofrecer la intimidad que requería.

—¿Qué haces aquí?

—Quiero hablar contigo. De lo de antes.

—No tienes que darme explicaciones.

—¡Ya lo sé! —exclamé, y me volví justo cuando él terminaba de ponerse el pantalón—. Pero quiero hacerlo: estaba de broma. No ha pasado nada entre Emma y yo, ¿vale? Se quedó a dormir en mi cama. Punto.

—Pues muy bien —replicó él con tono de voz monótono—. Ya te he dicho que me da igual.

—¿Y por qué parece como si estuvieras aguantándote las ganas de arrancarme el cuello?

—Porque sigues siendo Leo y, aunque te sorprenda, provocas esa reacción en muchas, muchas personas.

Me puse en pie y negué con la cabeza.

—Mira, yo ya lo he dicho, ahora rállate lo que te dé la gana. Cuando quieras hablar conmigo, me avisas.

—Espérate sentado.

Harto, salí de su cuarto solo para cruzarme con Emma en el pasillo.

—Ni lo intentes —le dije cuando quiso pasar a la habitación de mi hermano para hablar con él.

La chica suspiró con el cabreo tatuado en las pupilas y regresó a su cuarto. Hice ademán de ir tras ella y explicarle que si la situación había tomado semejantes derroteros era porque ambos se gustaban y se negaban a reconocerlo. Pero no lo hice, primero porque podía haberme escuchado cualquiera, y segundo porque Selena me pidió que fuera al salón.

—¡Mira esto! —exclamó, entusiasmada. Volvió la pantalla de su portátil hacia mí y señaló el número de reproducciones del último vídeo—. ¡Ha duplicado las del primero y el segundo, Leo!

—¿No les han molestado los subtítulos en algunas partes?

—¡Al contrario! Lee los comentarios: «Me encanta que sea como un documental», «¿Esto es de mentira? Porque parece muy, muy real», «¿Leo, estás en Florencia?» —leyó en voz alta.

—«Está amañado. Pero me mola» —añadí yo señalando otro mensaje.

—Les gusta que salgan tu hermano o Zoe… —comentó.

—Les parece una versión juvenil de Oprah —dije marcando con el cursor el comentario de una tal Bizcochinuk.

—Vamos, tenemos que grabar el de hoy y anunciar el concierto.

El Duomo fue nuestra primera parada. Aunque tuvimos que hacer cola como todo el mundo para subir a la cúpula de la catedral, las vistas merecieron la pena. Allí arriba aprovechamos que hacía un sol espléndido para grabar y hacernos fotos con el océano de tejados rojos y paredes claras de Florencia. Al menos en aquellas instantáneas no se reflejaban las tensiones que, desde que había amanecido, comenzaban a tirar de unos y otros.

Mi hermano no me había vuelto a dirigir la palabra, y yo tampoco había hecho ningún esfuerzo por mejorar la situación. Zoe, aunque en apariencia estaba tranquila y alegre, de vez en cuando se sumía en un silencio nada propio de ella, por lo que tampoco me atreví a preguntar. Tan solo Selena e Ícaro eran capaces de rebajar la tensión creciente con sus comentarios distendidos, y eso que al americano se le veía aún más cansado que el día anterior a pesar de las horas que había dormido.

Cuando bajamos, Emma, mapa en mano, nos dirigió hacia la Piazza della Signoria. Apenas hablamos durante los cinco minutos de paseo, pero cuando llegamos al lugar, no pude reprimir una suave exclamación. A pesar de las decenas de turistas que atestaban el lugar, era imposible no sentir el peso de la historia en aquellas piedras.

Las estatuas, tanto las que se encontraban a la intemperie, frente al palazzo como las que había en el interior de la Loggia dei Lanzi, un monumento cubierto y con columnas en el extremo opuesto de la plaza, pegado a los Uffizi, me dejaron boquiabierto. Emma nos explicó que algunas de ellas, como el David que custodiaba la entrada al palacio, eran reproducciones, pero no me importó lo más mínimo.

Caminamos sin prisa, con las cámaras en alto, inmortalizando la ciudad igual que otros cientos de miles de personas habían hecho antes que nosotros.

—Mirad —dijo entonces Aarón, y señaló el cruce de calles peatonales unos metros por delante de nosotros, donde una chica armada con una guitarra ofrecía un concierto improvisado a los transeúntes—. Podemos hacerlo aquí nosotros. Mañana. Aunque necesitaremos comprar micrófonos portátiles para que se nos oiga bien…

—Como se reúna mucha gente, no vamos a poder ni llegar al lugar —comenté—. ¿Por qué no en la misma plaza?

—Ese sitio me parece más íntimo, más exclusivo —explicó Aarón—. ¿Tú cómo lo ves, Zoe?

—Me parece bien —respondió ella, y se alejó del grupo en dirección a la guitarrista.

—Entonces ¿lo anuncio en el canal? —pregunté.

—Sí, pero da solo algunas pistas para que sea más divertido —intervino Emma—.

Enseña la plaza, di que será cerca, cuando se ponga el sol… no sé, detalles poco concretos.

—Me gusta la idea del misterio —dije, y agarré de la mano a Selena para alejarla del tumulto y grabarlo cuanto antes.

Cuando regresamos, un rato después, ellos decidieron entrar a ver el Palazzo Vecchio, que se levantaba con indolencia frente a la plaza, tan bien cuidado que apenas costaba imaginar cómo habían cruzado sus puertas los florentinos cientos de años atrás. Selena declinó la oferta porque tenía que volver al hotel, montar el vídeo y colgarlo.

—Pues te acompaño —me ofrecí.

—¿Y perderte una clase magistral de historia del arte?

—Creo que podré soportarlo —le aseguré.

Nos despedimos de los demás, que, a excepción de Ícaro, tampoco hicieron demasiado esfuerzo por convencernos de que nos quedáramos, y nos marchamos.

Por el camino, entre tiendas de piel, alimentos y artesanía de madera, Selena me pidió que le contara lo que había pasado por la mañana. Le conté mi versión, que sin duda era la más real y objetiva, y le confesé lo mucho que me había molestado que Emma se enfadara conmigo también.

—Yo me habría puesto igual —dijo ella—. Y más si durante la noche te hubiera confesado que me seguía gustando tu hermano.

—¡Pues precisamente por eso lo hice! Para que Aarón también espabilara un poco. —Bueno, por eso y por echarme unas risas.

—Nadie debería meterse en las relaciones de otras personas. Tú mejor que nadie deberías saberlo… ¿No fue precisamente eso lo que dinamitó tu relación con Sophie?

—Vaya, no sabía que te hubiera concedido una entrevista —le espeté. Cuando se volvió con la mirada de sorpresa, mascullé una disculpa—. No me gusta hablar de Sophie… ni de nada de lo que pasó entonces.

—Todos tenemos temas que preferimos olvidar e ignorar. Te recomiendo que lo recuerdes la próxima vez que quieras ayudar a tu hermano.

El injusto rapapolvo, más viniendo de ella, me terminó de cargar. Por eso me paré en mitad de la calle y dejé de fingir que el casi beso del otro día me había dado igual. De no haberme detenido a tiempo, sabía que ella me habría devuelto aquel beso en Barcelona. ¿Pretendía hacerme creer que no era así? ¿Que no sentía por mí algo más que lo que dejaba entrever?

—Es porque soy yo, ¿no? —le pregunté al fin—. De haber sido cualquier otro, esto, lo nuestro, se habría resuelto hace días, ¿o no? Sigues… sigues pensando que soy el mujeriego que sale en las revistas y todo eso. Y no quieres mezclarte con alguien como yo, por mucho que digas.

—Leo, creo que te estás confundiendo… —dijo ella, y su sonrisa de desconcierto terminó de abochornarme—. Yo no te veo como a un mujeriego. Y sabes de sobra que me da igual lo que digan las revistas sobre ti. Es solo que no sé qué pasa entre nosotros…

—¿No lo sabes? —pregunté con sorna y la garganta seca.

—No, no lo sé. Y prefiero tenerlo claro antes de que pase nada más… si es que llega a ocurrir algo.

O sea, que estaba en período de prueba. Como si fuera un examen o si tuviera que comprobar la garantía del producto. Ya vería ella si merecía la pena tener algo conmigo, ¿no? Fantástico.

—Eres un tío genial, Leo —añadió—. Y podríamos lanzarnos los dos de cabeza a esto solo por diversión, por ver qué pasaría… Pero prefiero no forzarlo. Creo que es mejor esperar a que surja, como aquel instante en Barcelona en el que estuvimos a punto de… —O sea, que definitivamente ella también lo había sentido, me dije con orgullo—. Mira, lo que intento decir es que para mí un beso es algo más que dos labios que se juntan. Es… el punto álgido de una atmósfera, de unos sonidos, de una cercanía, de unas palabras. Al menos un beso de verdad. Y si llegamos a compartir uno, quiero que sea así.

Aquello me dejó aún más contrariado. ¿Eso qué significaba? ¿Que tendríamos que esperar a que se alinearan los astros para que pasara algo más entre nosotros?

—Los besos falsos también tienen su encanto —repliqué.

—Lo sé… pero me cansé de ellos.

Su mirada me indicó que no debía indagar más. Aun así, no pude evitar sentirme molesto con su manera tan analítica de hablar de lo que podría ocurrir entre nosotros.

—Entonces —dije, sin ocultar la burla en mis palabras—, hasta que surja un beso de verdad entre nosotros…

—Puedes hacer lo que quieras, Leo, sí —contestó ella con la misma decisión de antes—. Igual que yo.

—Claro.

—Lo siento si te he dado una impresión equivocada. Pensé que tú tampoco le habías dado vueltas.

—Y no lo he hecho —mentí, con el orgullo herido.

Ella asintió y seguimos andando. Pero a cada paso que daba a su lado, más rabia sentía por dentro.

No era justo. Podía engañarla todo lo que quisiera, pero era inútil intentar mentirme a mí mismo: para mí, los instantes a solas que habíamos compartido eran especiales y únicos. Me hacían creer que a lo mejor podía volver a sentir algo tan intenso por una chica como lo que había sentido por Sophie.

Pero ahora, después de confesarme aquello, descubría que los días pasados, los momentos compartidos, las miradas cruzadas que había interpretado como un posible camino hacia algo, no eran más que una ilusión.

Y como siempre que sufría una decepción, no pude fingir y, al llegar a la pensión, me encerré en mi cuarto e intenté dormir. Supongo que ella estuvo editando el vídeo y colgándolo en internet. Cuando me levanté, horas después, se había marchado. Asustado, y temiéndome lo peor, fui a su cuarto y comprobé que las maletas seguían allí. Respiré más tranquilo al verlas y regresé a mi cuarto.

El resto del grupo llegó un rato después. Traían, además de unos micrófonos con altavoces portátiles para el concierto, la cena. Justo entonces reapareció Selena y nos contó que había subido hasta la basílica románica de San Miniato al Monte, situada en uno de los puntos más altos de toda Florencia, para visitarla. Nos enseñó las fotos que había hecho desde lo alto de la colina, pero yo no les presté atención.

Cuando terminamos, nos vestimos para salir de marcha. Lucilda, junto a Ícaro, fue la encargada de llevarnos a los mejores locales de la ciudad. Sitios que, dada la sobriedad y la historia que rezumaban de todas las calles de Florencia, parecía imposible que existieran. Pero allí estaban, y fue genial poder ahogar los recuerdos y los problemas en ron, como un auténtico pirata.

Para cuando quise darme cuenta, el alcohol se había apoderado de mis extremidades, que en ese momento rodeaban sin tapujos el cuerpo de una morena de ojos grandes que se contoneaba con la misma intensidad que una serpiente. Creo que fue ella quien se lanzó primero, pero yo no le hice ascos. Más bien, todo lo contrario.

¿Era aquel beso uno de verdad? Quizá no, pero para mí era suficiente. No esperé a que los demás dieran por concluida la noche. Le pedí a Ícaro una de las dos copias de las llaves y arrastré a la chica fuera del local en dirección al hotel.

Antes de marcharme, volví un instante la mirada a mi espalda para ver cómo Selena me observaba en silencio junto a la barra. Su expresión y su pose, incluso allí, en mitad de la fiesta, con las luces multicolores arañando la oscuridad, me pareció tan noble como las de las maravillas que decoraban aquella ciudad.

Por un instante, en el que fui incapaz de comprender lo que me decían sus ojos, solté los dedos de la morena, pero entonces la chica me agarró del brazo con insistencia y me empujó fuera del local y yo, cansado y desorientado, me dejé arrastrar por la corriente.

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