Live

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Lately, I’ve been, I’ve been losing sleep

Dreaming about the things that we could be.

One Republic, ‹‹Counting Stars››

Cuando me desperté a la mañana siguiente, Selena ya estaba levantada y trabajando en el escritorio de la habitación. De hecho, fue su manera de teclear, tan fuerte y con tanta rabia, lo que terminó de desvelarme.

—¿Por qué no vuelves a la cama y te desahogas conmigo? —musité en un ronroneo. Selena dio un respingo y se dio la vuelta como si hubiera recordado de pronto que no estaba sola en aquella habitación.

—¿Te he despertado? Lo siento. Ahora acabo. —Se dio la vuelta y en voz baja añadió—: Con todo.

Me levanté, bostecé y me acerqué a ella. Le puse las manos sobre los hombros y le di un beso en el pelo, en el cuello y en la clavícula.

—¿Qué haces? —pregunté. Y seguí repartiendo besos por su piel.

—Buscar mi despido, me temo —contestó ella después de apartarme con delicadeza—. Ahora no.

Lo que Selena escribía con tanto ahínco era un e-mail, y por lo que pude leer antes de volver a sentarme en la cama, tenía que ver con el dichoso vídeo de mi canal de YouTube.

Cuando terminó, le dio a «Enviar» y se levantó de la silla. Anduvo hasta la ventana, sacó de uno de los bolsillos de sus pantalones sueltos un cigarrillo y un mechero y le dio una calada.

Apoyé los brazos en las rodillas y ladeé la cabeza para observarla. De perfil contra el cristal, con el cabello suelto y rubio sobre un hombro, el sol reflejado en las facciones recortadas contra los edificios de Salzburgo, la mirada perdida y el cigarrillo a unos centímetros de sus labios, sujeto entre el dedo índice y el anular, parecía la portada de un libro que no me hubiera importado leer. O el cartel de una película europea, con muchos silencios y miradas. O la carátula de un vinilo antiguo, de esos que se guardan más por la historia que los envuelve que por la música grabada en los surcos de su superficie.

—Eres preciosa —le dije, y ella soltó el humo por la ventana y se volvió para mirarme.

—No sé si soy preciosa —respondió—, pero soy coherente con mi manera de pensar. Y me temo que mi período en Nosolorumores ha terminado esta misma mañana.

Fruncí el ceño y me acerqué a ella.

—¿Tan grave ha sido tu e-mail? Ya te he dicho que hablé con Aarón ayer y que lo entiende. La gente se olvidará de todo esto como se ha olvidado de lo demás. Dales un par de semanas y tendrán otra pareja de famosos a la que acosar.

Ella asintió sabiendo que estaba en lo cierto, pero me dijo que no tenía que ver con eso, sino con una cuestión de principios.

—Me han pedido que te espíe, Leo. A ti y a tu hermano y a Emma y a Zoe, ¡y a quien se tercie! Me han pedido que tenga siempre a mano la grabadora, que ninguna periodista había llegado a estar tan cerca de vosotros nunca y que era la oportunidad perfecta para conseguir declaraciones exclusivas.

—¿Cómo? —pregunté con un nudo en la garganta—. Pensé que en esta web…

—Yo también lo pensaba… —dijo ella con los ojos brillantes—. Joder, Leo, ¡que era mi curro! Acepté el trabajo porque me gustaba su manera de enfocar la prensa del corazón, porque quería ser la fuente de noticias fiable que desmintiera los rumores de otros medios… ¡ahora quieren que sea más rastrera incluso que el resto!

Apagó el cigarrillo en la pared de fuera del edificio y envolvió la colilla en un papel para tirarla más tarde en una basura de la calle. Parecía que toda su fuerza la hubiera abandonado con las últimas bocanadas de humo. Nunca la había visto tan frágil. Le puse una mano en la nuca y comencé a masajeársela con suavidad.

—¿Qué voy a hacer ahora? —preguntó a nadie en particular.

—Podrías crear tu propio medio —sugerí.

Esperaba que me dijera que eso era una tontería. Que aquello no tenía ni pies ni cabeza. «Leo, por favor…», diría. Y su voz en mi mente sonó como la de Sophie. Por el contrario, meditó unos segundos mi comentario y dijo:

—¿Tú crees?

—Pues claro —dije, y la atraje hacia mí—. Uno que sea exactamente como tú quieres que sea. Sin mentiras, ni espionajes ni mierdas… Uno que desbanque a Nosolorumores.

Volvió a quedarse callada, y después asintió imperceptiblemente. Desde mi posición vi el fragmento de una sonrisa cansada.

—Sí. Puede que tengas razón.

—¿Puede? —Y me incliné sobre ella—. Selena, yo siempre tengo razón.

Ella me dio un beso rápido. Después, con cierto miedo, añadí:

—Lo único es…

—¿Tu canal? —¿Tan evidente resultaba?—. No me gustaría cerrarlo…

—Ni a mí tampoco —me aseguró—. Aunque deje la web, el canal es tuyo. Lo único que pasará es que desapareceremos de su página, pero ¿qué más da si ahora nos conoce todo el mundo?

La estreché entre mis brazos.

—Entonces no me dejarás solo, ¿verdad? Porque no creo que supiera ni encender la cámara —comenté con voz tristona mientras la acercaba a la cama pasito a pasito.

—Parece que a alguien le gusta mucho salir por internet…

—Pídeme que lo deje, y te juro que lo haré —le dije, sentándome en el colchón sin apartar la mirada de ella. Selena se subió de rodillas con las piernas a ambos lados de mi cintura y me empujó suavemente hasta quedar los dos tumbados sobre las sábanas revueltas, con ella encima de mí.

—¿De verdad lo harías? —preguntó—. ¿Dejarlo todo? ¿No más vídeos, ni escenarios, ni películas? ¿Dejar de ser una estrella?

Resoplé y desvié la mirada.

—No, pero por ti lo intentaría, que ya es mucho —dije tras sopesarlo unos segundos—. He tardado más de veinte años, pero ahora sé que cuando te rodeas de las personas adecuadas puedes llegar a brillar sin necesidad de los focos. Aunque estos me atraigan más que a los insectos —añadí con una sonrisa de soslayo.

Selena rió también, sin apartar sus ojos de los míos hasta que murmuró:

—No quiero que cambies ni un ápice. Me gustas tal y como eres, Leo Serafin. —Y se abalanzó sobre mis labios con tal deseo que mis pensamientos quedaron reducidos a saliva y tacto.

Aarón llamó un rato después al teléfono de la habitación. Quería saber si Selena estaba disponible.

—¿Estás disponible? —le pregunté a la chica que cavilaba en silencio, desnuda, con la mirada puesta en el techo de la habitación.

—Dile que nos vemos dentro de media hora en la cafetería del hotel —me pidió ella.

—Ya la has oído —respondí al teléfono.

En esa media hora nos duchamos y nos vestimos. Cuando salimos del cuarto, tenía un mensaje de Emma y otro de Ícaro. Ella había decidido hacer turismo por su cuenta. «Os veo por la tarde», había puesto como despedida. Él se había marchado con su madre a hacer el tour de Sonrisas y lágrimas del que tanto había despotricado el día anterior. Los otros cuatro tíquets los tenía mi hermano, así que temía que, a pesar de todo lo sucedido, nos tocaría revivir la historia de los Von Trapp entre bromas y canciones con un puñado de desconocidos. Yuju.

Aarón estaba terminándose un café cuando nos reunimos con él. Solo hizo falta que se levantara para que supiera que estaba nervioso. Nos saludó con demasiado entusiasmo y se encargó de arrastrar dos sillas más a su mesa con demasiada prisa. Una vez que estuvimos los tres sentados, cruzamos algunos comentarios banales antes de que se aclarara la garganta y, rojo como un tomate, le pidiera perdón a Selena por lo que le había dicho la noche anterior.

—Todo olvidado —le aseguró ella—. Además, yo también quiero pedirte disculpas. Bueno, a los dos… y a Emma, claro. De haber revisado el vídeo entero antes de subirlo, nos habríamos ahorrado todo esto.

—¿Y quitarlo…? —preguntó Aarón. Selena y yo negamos al unísono.

—Imposible —contestó ella—. Primero, porque ya está por toda la red. Y segundo, porque demostraríamos al resto del mundo que le estamos dando importancia. Lo mejor es ignorarlo y esperar… De verdad que lo siento —repitió.

—A veces me encantaría vivir en los siglos pasados —comentó mi hermano dejándose caer en su silla—. Al menos entonces podías cortar relaciones con alguien y no encontrártelo en las malditas redes sociales, en el e-mail, en el móvil… joder, en la televisión.

—Totalmente de acuerdo —asentí—. Como mucho, retabas a tu oponente al amanecer en la orilla de algún río, con un paisaje idílico de fondo, y te batías en duelo hasta que solo quedara uno en pie. Ahí sí que no te lo volvías a encontrar ni en pintura. Si sobrevivías tú, claro. —Me recliné y asentí con sabiduría—. Ah… aquellos maravillosos tiempos…

Estábamos riéndonos cuando Zoe entró en el comedor. Mi hermano le hizo una seña con la mano y ella se acercó con una sonrisa vacilante y algo de maquillaje alrededor de los párpados. Puede que fueran imaginaciones mías, pero se la veía más serena que hacía veinticuatro horas. Más libre, quizá. Sus ojos brillaban de una manera que no recordaba haberle visto desde su paso por el reality show.

—¿Qué plan tenemos para hoy? —preguntó.

Como esperaba, mi hermano respondió sacando los cuatro tíquets para el tour del musical, y la violinista esbozó una sonrisa igual de tímida que antes, pero mucho más sincera. Selena debió de entender mi gesto y llegó al rescate:

—Nosotros no creo que podamos acompañaros: tenemos que solucionar el asunto del vídeo y grabar otro nuevo lo antes posible.

—¿Otro? —preguntó Aarón, preocupado—. Sabrán que estamos aquí.

Zoe se aclaró la garganta y todos la miramos.

—Ya saben que estamos aquí.

Nos explicó que cuando venía de camino al bar se había asomado a la calle y había visto a un enjambre de periodistas con cámaras y grabadoras en mano esperando en la calle.

Mi hermano soltó una maldición y se levantó para asomarse por la ventana, escondido tras las cortinas.

—¿Enemigo a la vista, soldado? —exclamé con tono autoritario.

—No veo nada, pero puedo sentirlos.

Me volví hacia las chicas.

—Genial, ahora también tiene poderes…

Selena se levantó con una sonrisa y se acercó a mi hermano, que seguía buscando a través del cristal.

—Hagamos una cosa: Leo y yo saldremos para distraerles, y vosotros mientras escapáis por la puerta trasera.

—¡¿Y por qué íbamos a hacer nosotros esa estupidez?! —me quejé.

Pero la mirada de súplica de Aarón terminó de convencerme. Nos dieron las gracias, recogieron sus cosas y se marcharon. Nosotros salimos de la cafetería y nos dirigimos a la puerta de entrada.

Eran cinco, y como nos había advertido Zoe, iban armados con grabadoras (dos), cámara (uno), micrófono (otra) y cuaderno y boli (la última). Solo hizo falta que esta nos descubriera y que saliera corriendo hacia nosotros mientras destapaba el bolígrafo y abría la libreta para que los demás también nos reconocieran e hicieran lo mismo. Fue como volver a Madrid, a las estampidas a la entrada del edificio, solo que en menor medida, claro.

Las preguntas las formulaban en inglés, algunas con un fuerte acento alemán y otras con una perfecta pronunciación británica.

—¿Estás saliendo con Emma Davies?

—¿Tuvo algo que ver ella con la salida de tu hermano de la empresa Develstar?

—¿Os conocisteis mientras fingías ser la voz de Play Serafin?

—¿Qué ha dicho tu hermano? ¿Cómo ha afectado esta revelación a vuestra, ya de por sí, complicada relación?

—¿Cómo se ha tomado vuestras declaraciones la actual pareja de tu hermano, Zoe Tessport?

Con tanta ansia buscaban mis respuestas que la periodista de la grabadora no calculó bien y acabó golpeándome en la mejilla con la máquina. Solté un grito de dolor que en el fondo no sentía y con ello se interrumpieron todas las voces. Me llevé la mano a la boca, como si me hubiera hecho tanto daño como para sacarme una muela, y me aparté de allí con Selena cubriéndome los hombros.

A nuestra espalda quedaron todos los periodistas sin saber muy bien cómo reaccionar. La mujer que me había atizado con la grabadora se disculpaba en voz baja mientras intercambiaba miradas con el resto de sus compañeros de profesión. Tanto era así que parecía que les estuviera pidiendo perdón a ellos en lugar de a por espantar a la presa.

Dio lo mismo: saltamos dentro del primer taxi que encontramos esperando en la acera y le pedimos que nos llevara a donde él quisiera.

—¿Donde yo quiera? —repitió extrañado.

—Un lugar bonito para una pareja de enamorados —aclaré con el golpe completamente olvidado.

El coche arrancó y nos perdimos por las calles de Salzburgo con nuestras manos agarradas sobre la tapicería negra de los asientos traseros.

El Mönchsberg, una de las colinas que rodean Salzburgo, contaba en su cima con uno de los restaurantes con las mejores vistas de la ciudad. El taxista nos dejó al comienzo de la ladera y nos indicó dónde tomar un elevador que iba por dentro de la tierra y que te subía hasta arriba. Desde los inmensos ventanales junto a los que nos sentaron cuando terminamos de dar un paseo por los bosques de alrededor, podía contemplarse todo aquel escenario con una nitidez envidiable.

El castillo, la fortaleza, el río, los múltiples y cuidados jardines brillaban bajo la luz de un sol espléndido que parecía brillar solo para nosotros.

—Al final vamos a tener que darles las gracias a los periodistas por esta sorpresa improvisada —comentó Selena tras servirle una copa del vino que había pedido por recomendación del camarero.

—No seré yo quien lo haga —dije masajeándome la mejilla.

—¡Te había dado en la otra!

—Lo sé —repliqué con un guiño.

Selena pidió salmón y yo cordero. Mientras dábamos los primeros bocados a nuestra comida, nos miramos sin decir nada. Ya fuera por el lugar tan idílico en el que habíamos acabado, el maravilloso tiempo que hacía, o lo guapa que me parecía que estaba Selena ese día, sin apenas maquillaje y el cabello rubio y ondulado cayéndole en cascada, tuve una revelación.

Fue como si ante mis ojos apareciera el guión de mi vida. El único que había ignorado durante todos esos años, improvisando oportunidades cada vez que me sentía acosado por las circunstancias o, simplemente, controlado por alguien que no fuera yo.

Sin embargo, en aquel instante leí las palabras con una claridad pasmosa, las interioricé, y las solté porque sabía que era exactamente lo que tocaba, lo que debía decir, lo que había estado esperando sin saberlo.

—Selena, ¿te gustaría salir conmigo?

Ella me miró sin mover ni una pestaña de más. Terminó de tragar, bebió de su copa y aguardó otros instantes, aún con la vista clavada en mis ojos.

—Pensé que era eso lo que estábamos haciendo —dijo fingiendo sorpresa.

—No se deben perder los rituales. Así que hasta que uno de los dos no lo pidiera, no estábamos saliendo del todo…

Ella suspiró aliviada.

—Pues menos mal que lo has hecho, ¡uf!

—¿Entonces? ¿Quieres?

Ella estiró el brazo y agarró mi mano. Mis dedos acariciaron su muñeca.

—Solo por seguir con el ritual: sí, me encantaría salir contigo, Leo —respondió. Y nunca mi nombre me sonó tan dulce y tan natural en labios de nadie.

Quedamos con los demás a la hora de la cena. Aarón me había escrito para decirme que el tour había sido inolvidable, que habíamos sido unos idiotas por perdérnoslo, pero que nos lo agradecía porque así había podido estar con Zoe a solas y limar algunas asperezas. Avancé directamente hasta el final para enterarme de que Ícaro había reservado una mesa para seis en un maravilloso restaurante con música en directo cerca de la fortaleza de la ciudad.

—Cuando vuelva a mi vida normal en mi piso diminuto de Madrid, sin dinero para salir más que los fines de semana, voy a sentirme triste y despreciable —comentó Selena de broma cuando le conté el plan.

—¿Ves? Ahí tienes una ventaja más de salir con alguien rico y famoso como yo.

Nos habíamos pasado los últimos veinte minutos bromeando sobre el tema: cuántos yates compraríamos, a qué archipiélago le pondría su nombre, de cuántos pisos quería la mansión de nuestra segunda residencia… lo típico, vaya.

Fuimos los últimos en llegar al sitio acordado, y lo primero que advertimos fue que, una vez más, no íbamos vestidos apropiadamente para la ocasión. Intentando no llamar mucho la atención de los demás comensales, atravesamos el salón hasta la mesa desde donde Ícaro nos saludaba y nos sentamos. Incluso ellos cuatro se habían adecentado un poco, no como nosotros, que llevábamos la misma ropa de por la mañana.

—Quiero proponer un brindis —sugirió Ícaro después de ponernos al día de lo que habíamos hecho cada uno—. Por nosotros… y por Salzburgo.

Mi hermano, que se había sentado entre Zoe y Emma, sonrió nervioso cuando alzó la copa, y me fijé en que no cruzó la mirada con la segunda cuando chocaron sus copas. Deduje que la conversación de la noche anterior no debía de haber resultado como esperaban.

Antes de que llegaran los entrantes que Ícaro había pedido por todos, le escribí un mensaje al móvil donde le decía que me acompañara al baño. A continuación pedí que me excusaran y él, obedientemente, me siguió.

Una vez a solas, en el pasillo que separaba los aseos masculinos de los femeninos le expliqué al americano lo que había sucedido la noche anterior. Por supuesto, no tenía ni idea.

—¿Y no se hablan? —preguntó asomándose para echar un vistazo a nuestra mesa, que ahora había adquirido una aspecto diferente a sus ojos.

—Se hablan, se hablan. De hecho, ya está prácticamente todo solucionado. Es solo cuestión de tiempo que todo vuelva a la normalidad.

—¡Manda narices que al final se haya tenido que enterar por ti en vez de por mí! —se quejó en broma—. Con lo que sabes que me gusta a mí dar esta clase de noticias…

Me reí con desgana antes de preguntarle:

—¿Tú todo bien con tu madre?

Él asintió.

—Necesitaba verla y hablar y hacerle las preguntas que me comían por dentro y escuchar sus respuestas… No sé, en realidad aún quedan muchos temas pendientes, pero los importantes… —suspiró con pesadez— están resueltos.

—Me alegro, tío.

Le di una palmada en la espalda y regresamos, aún con los móviles en la mano.

—¿Dónde se supone que debe dejar uno el teléfono en una cena de etiqueta? —preguntó el americano.

—A la derecha. Siempre a la derecha —respondió Selena con una seriedad que nos hizo reír—. Junto con el cuchillo y la cuchara.

Durante el resto de la velada, entre tema musical y tema musical con los que nos deleitaba el coro del restaurante, seguimos hablando y riendo como hacía días que no lo hacíamos. La nube gris y pesada que parecía haberse posado sobre nuestras cabezas al comienzo del viaje se había disuelto casi por completo, con solo algún pequeño rastro sobre mi hermano y Emma.

Era verdad aquello que dicen de que los amigos son la familia elegida. Ni aunque me hubieran dado la oportunidad hubiera cambiado absolutamente nada de aquel momento. Y por primera vez en mi vida sentí la impotencia de no saber atrapar aquel instante en una pintura, un poema o una canción.

El teléfono de Ícaro comenzó a sonar en ese instante y yo volví al presente.

El americano se había levantado hacía medio minuto para ir al cuarto de baño y no había ni rastro de él.

—¿Lo cogemos? —preguntó Emma, que estaba a su lado. Se inclinó y después dijo—: Es su padre.

Nos miramos entre todos sin saber muy bien qué hacer y con la máquina rompiendo la paz del lugar.

—Anda, trae —decidí al sentir la mirada de impaciencia de los otros clientes sobre nosotros—. ¿Señor Bright? —dije cuando descolgué.

—¿Icarus?

—No, soy Leo Serafin, Ícaro… Icarus está en el baño. Quiere que…

—¿Dónde demonios está mi hijo? —me interrumpió con un tono de voz tan autoritario que me hizo sentirme como un bebé—. ¿En qué estáis pensando? ¡Volved inmediatamente!

—Señor Bright, estamos en Salzburgo, todavía no…

—¡Ya sé dónde estáis! Maldita sea, ¿no sois sus amigos? —rugió aún más fuerte. El miedo debía de reflejarse en mi cara, porque todos me miraban consternados. Al otro lado, el magnate me suplicaba—. ¡Ordenadle que vuelva a Nueva York! ¡Convencedle de que no está todo perdido!

—¿De qué está hablando…? —le pregunté con un hilo de voz.

—¿Cómo que de qué…? ¡De su enfermedad! Del cáncer de Icarus. ¿De qué si no? Hacedle entrar en razón, os lo suplico. Si ingresa ahora…

Pero yo ya no escuchaba. Cáncer. El cáncer de Icarus.

Colgué justo cuando mi amigo regresaba a la mesa tan sonriente como se había ido. Fue entonces, al colocarse la servilleta sobre las rodillas, cuando advirtió la empalizada de miradas de incomprensión que lo atravesaban desde todos los flancos de la mesa.

La mía sangraba lágrimas.

No hizo falta decir nada. Se dio cuenta de que le faltaba el teléfono, lo vio en mi mano, a unos centímetros de mi oreja, y su expresión se convirtió en una de absoluto pánico antes de abalanzarse sobre mí para quitármelo.

Como si con aquel sencillo gesto pudiera salvar algo de los escombros en los que las palabras de su padre me habían convertido.

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