Live

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I won’t believe in heaven and hell.

No saints, no sinners, no Devil as well.

No pearly gates, no thorny crown.

You’re always letting us humans down.

XTC, ‹‹Dear God››

—¡¿Cómo has podido ocultarnos algo así?!

Acabábamos de salir del restaurante después de que Leo pidiera precipitadamente la cuenta y de que Ícaro amenazase al camarero con hundirle el negocio si se le ocurría coger la tarjeta de mi hermano para pagar. El resto seguimos en silencio toda la escena hasta que nos marchamos del local y salimos a la silenciosa calle de Salzburgo.

Fue entonces cuando Leo hizo aquella pregunta que cortó el aire con la sutileza del viento y que nos dejó petrificados a los demás, expectantes. Emma fue la primera en salir del aturdimiento.

—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Quién era?

Mi hermano, sin apartar la mirada de Ícaro, dijo:

—Responde tú, ¿o quieres que también ellos se enteren por los demás?

El americano puso los ojos en blanco, como si estuviera harto, o como si se diera por vencido, y chasqueó la lengua.

—Tengo un astrocitoma anaplásico, ¿contentos? Pues eso.

—Cáncer. Tiene cáncer —aclaró Leo antes de que ninguno pudiéramos preguntar siquiera qué era eso.

Las reacciones no se hicieron esperar.

Manos a la boca o al pecho. Ojos bien abiertos, como si nos hubieran arrancado un velo de los párpados de cuajo. Labios separados, sin ninguna palabra adecuada que pronunciar. Y un agujero entre las costillas que amenazaba con devorarnos de dentro afuera. Una coreografía impresa en el código genético de los seres humanos, lista para activarse al oír algo así.

Se me aceleraron las pulsaciones y se me entrecortó la respiración, como si mis órganos estuvieran comprobando automáticamente que ellos seguían funcionando adecuadamente.

Creo que sacudí la cabeza para dejar de pensar. Para arrancar de mis pensamientos hasta la última fibra de optimismo que quedara en ellos. No tenía por qué ser algo tan drástico. No podía serlo. No con Ícaro ni con nadie que yo conociera. Simplemente, no podía ser.

—¿Desde cuándo? —preguntó Selena.

—¿Es… hum… maligno? —Las palabras se me atragantaron, como con cualquier pregunta sencilla cuya única complejidad residía en saber si los signos de interrogación eran necesarios.

—¿Es maligno? Pues sí, lo es —contestó él con dolorosa tranquilidad—. ¿Me voy a morir? También.

—¡Ícaro! —exclamó Selena torciendo el gesto como si la hubieran abofeteado.

—En serio, os lo pido por favor: no hagamos un drama de esto, ¿de acuerdo? Soy yo el que está enfermo y lo tengo asumido. Si no os lo he dicho ha sido para evitar precisamente esto.

—¿Y cómo sabes que es terminal? —pregunté, y a mi lado Emma tomó aire con fuerza.

El americano se masajeó la frente y cerró los ojos, como si estuviera valorando un puñado de posibilidades al mismo tiempo. Cuando los abrió, respiró hondo y dijo que fuéramos dando un paseo hasta el hotel.

—No pensaba hacerlo —añadió cuando echamos a andar—. Contároslo. Y ya os advierto que si lo hago es solo porque sois vosotros. Odio hablar del tema. Odio que me pregunten sobre el tema, y por encima de todo, odio esas caras que habéis puesto desde que Leo ha dicho la dichosa palabra.

—No nos digas encima cómo tenemos que reaccionar —replicó mi hermano mordaz.

—Sí si queréis que os lo cuente —le espetó el otro, parándose en seco en mitad de la calle y amenazándonos con la mirada. Después relajó el gesto y con un tono ridículo añadió—: ¿A ver esas sonrisitas?

Aquel sencillo comentario, tan repentino, cumplió su propósito, y aunque fueron tímidas y bastante patéticas, todos obedecimos. Todos excepto Emma y mi hermano, que seguían imperturbables.

Cualquiera que conociera a Leo como yo sabía que su aparente tranquilidad disfrazaba una rabia contenida. Aun así, a Ícaro le debió de parecer suficiente, puesto que siguió hablando.

—Me lo detectaron por primera vez cuando no era más que un crío. Ocho años, ¿qué os parece? A esa edad empezó mi tournée de hospitales. Al principio creyeron que se trataba de ataques epilépticos aislados, provocados seguramente por ver demasiado anime… Vale, de acuerdo, eso solo lo pensaba yo porque lo leí una vez en una revista. —Aguardó unos segundos para ver si alguno nos reíamos. No sucedió, por supuesto—. Las pruebas, los exámenes y las noches en el hospital vinieron después. Los mejores médicos. Las mejores clínicas. Todas llegaron a la misma conclusión: tenía un tumor en el lóbulo frontal. —Y se dio unos golpecitos en la frente—. Recuerdo cuando aprendí la palabra: astrocitoma, se llamaba mi nuevo colega. Un tumor sencillo, dijeron. De bajo grado. De los que, con una operación, pueden eliminarse con facilidad. —Y se rió entre dientes, como si se tratara de una broma mala.

Cuando hizo una pausa, deseé por primera vez en mi vida poder interrumpir una historia allí mismo. Como si con ese sencillo gesto pudiera darse la vuelta a la realidad y ser diferente.

—La operación fue bien, y consiguieron extirparme el tumor. Todo el mundo se alegró. Mis padres parecían tan felices que fantaseé con que gracias a ello acabarían sus peleas. Fue algo tan definitivo, tan radical y limpio, que con los años hasta llegué a pensar en aquella etapa de mi vida como en una anécdota que le hubiera pasado a otro. Algo que le hubiera oído a algún amigo de la infancia. El hecho de que mi padre tampoco mencionara nunca el tema y se enfadara cada vez que alguien lo sacara a relucir ayudó a acentuar la naturaleza inventada del recuerdo. No le culpo: mientras que para mí no era más que la constatación de que era un chico único, que había eludido incluso a la propia muerte, para mi padre era un recordatorio de que por muy poderoso que fuera, por mucho dinero que tuviera, él y su familia estábamos a merced de las mismas desgracias que el resto de los mortales.

Ícaro gesticulaba mucho al narrar su historia. Su tono de voz nunca se mantenía uniforme. Como si quisiera restarle importancia, como si quisiera distraernos con otros detalles para ocultar lo más importante. Me recordaba a un marionetista que intentara dar color y alegría a una historia cuyos personajes, por muy bien tallados que estuvieran, por muy bien que hablaran, estaban destinados a un trágico final. No había, sin embargo, factor sorpresa: conocíamos el desenlace.

—Los años siguientes ya los conocéis: viajé, asistí a los colegios a los que me arrastró mi padre, y me matriculé en la Universidad de Nueva York. Dos años —aclaró volviendo la cabeza para mirarnos hasta dejar la vista fija en Leo—. A mitad del tercero, lo dejé. Supongo que también mereces una disculpa por esa mentira.

—¿Otra más? —preguntó con sarcasmo mi hermano, y yo tuve ganas de atizarle como la noche anterior, por insensible. Pero sabía que era precisamente su hipersensibilidad al momento lo que le estaba llevando a comportarse de esa manera tan agresiva.

—Sí, otra más —respondió el americano—. Te dije que no me matriculé en tercero porque me echaron al no asistir a clase y suspender. Era mentira: vale que no sacaba las notas más brillantes, pero eran suficientes. Fue la recaída lo que me obligó a dejar los estudios. A punto de cumplir los veintidós años, tuve un nuevo episodio epiléptico. En mitad de una fiesta —añadió, y volvió a mostrar los dientes como si estuviera recordando algo épico—. Mis amigos fliparon, y no me extraña.

»En mitad de la pista. Me caí en mitad de la pista. O, bueno, lo habría hecho de no ser porque en ese momento estaba agarrado a una tía que me sostuvo hasta que llegaron mis colegas… Ese fue el comienzo de un nuevo periplo por hospitales y especialistas. Al menos esta vez ya sabían lo que podía ser desde el principio y mi padre me consiguió cita con los oncólogos más conocidos del país. Una vez más, la opinión fue unánime: el tumor había vuelto sin que nadie le diera permiso y esta vez lo había hecho con intención de quedarse.

La otra mitad de Salzburgo surgió perfilada en la noche ante nosotros, más allá del río. El cielo estaba oscuro y encapotado, amenazando con soltar una tromba de agua en cualquier momento. No sabía si el frío que sentía era real o producto de la historia que estaba contando Ícaro, pero tuve un escalofrío y me froté los brazos sobre la cazadora para entrar en calor.

—Anaplásico. Ese fue el término que utilizaron entonces. El tumor se había vuelto anaplásico —dijo, ofendido—. Había crecido cuando nadie miraba y la operación para extirparlo no sería tan sencilla como la primera vez. Al menos entonces los médicos hablaron conmigo también, y no solo con mi padre, y me explicaron todas las consecuencias que podría tener la intervención. Así que, llegado el momento, ya fuera por miedo o por intuición, me negué. Me negaba a que tocaran algo que no debían y, que, yo qué sé… —No hizo falta que aclarara nada más—. La quimio fue el siguiente paso, pero no duré mucho con ella: después de meses sin mejoras, con un índice más bien nulo de probabilidad de que sirviera de algo, interrumpí las sesiones y me di por vencido.

Habíamos llegado a la calle del hotel. A la entrada había un cúmulo de personas, periodistas probablemente, así que optamos por dar la vuelta al edificio y colarnos por la misma puerta por la que habíamos salido Zoe y yo aquella mañana. De camino allí, Ícaro terminó su relato.

—Me pronosticaron tres años de vida, con suerte cuatro. ¿Os imagináis? ¿Que de pronto la vida tenga fecha de caducidad? ¿Que eches para atrás la vista y descubras que no has hecho ni la mitad de lo que habías deseado? ¿Que sepas que no vas a tener oportunidad de desear nada más? —Emma, aún a mi lado, se llevó el dorso de la mano a la mejilla y se secó una lágrima. Solo yo la vi hacerlo—. Pues eso me pasó a mí. Así que empecé a vivir como siempre había querido hacer y nunca me había atrevido. Empecé a viajar por todo el mundo, a conocer gente sin dejar que me conocieran a mí y a disfrutar. Llamadme frívolo, banal, egoísta —enumeró, señalándose los dedos—. Me da igual. Para cada uno la felicidad es una cosa distinta… y para mí era eso. Mi padre también dejó de intentar convencerme, dejó de preocuparse por mí, y se limitó a pagarme todas mis excentricidades.

—Hasta ahora —dijo mi hermano—. ¿No? Vamos, cuando he hablado con él no parecía muy contento de que estuviéramos de viaje contigo por Europa.

El americano negó en silencio.

—Ha sido culpa de mi madre. Tendría que haber imaginado que le llamaría cuando se lo contara. Conociéndole, seguro que lo que le ha cabreado es que haya quedado con ella. Mirad, cuando os marchasteis de Nueva York volví a intentarlo con la recuperación, ¿de acuerdo?, y acabé tan, tan mal que tuve que dejarlo.

—¡Pero si siguieras…! —exclamó Selena sin poder creerse lo que escuchaba—. A lo mejor estás a tiempo de…

—¿A tiempo de qué? ¿De pasarme el resto de mi vida viendo cómo me debilito en una habitación y se me cae el pelo? ¿De que me extirpen medio cerebro? ¡Porque eso es lo que tendrían que hacerme! —Ahora sí que estaba enfadado—. No. Me niego.

—¿Te parece mejor idea pasar el resto de tu vida ignorando que se va a terminar en cualquier momento? —preguntó mi hermano.

Ícaro entornó los ojos desafiante, serio y audaz.

—Me parece mejor idea pasar ese tiempo con mis amigos, sí —dijo—. Hay quien quemaría un sol para despedirse, yo he preferido irme de viaje con vosotros e intentar que fuera épico. Y espero que podáis aceptarlo.

Esa noche no creo que ninguno pegáramos ojos. Bueno, tal vez Ícaro. Según habíamos quedado, después de desayunar nos pondríamos en marcha camino de nuestro siguiente destino: París. Como siempre, las quejas de los demás le habían entrado por un oído y le habían salido por el otro.

—Mañana dormimos en Francia. Os pongáis como os pongáis —había dicho.

Sí, definitivamente Ícaro dormiría bien esa noche. O al menos tan bien como lo había hecho los últimos años.

Pero podía imaginarnos a los otros cinco, acurrucados, estirados sobre la colcha, sentados en el borde, mirando por la ventana o con el rostro contra la almohada para ahogar las lágrimas… sin un ápice de sueño. Sin ganas de cerrar los ojos y que las pesadillas que nos acechaban despiertos lo hicieran en forma de imágenes y sonidos. Al menos yo, aunque lo intenté, fui incapaz de dormitar más de un par de horas, desvelándome cada pocos minutos entre sudores.

Solo podía imaginar la tristeza que debía de sentir mi hermano, siendo como era mucho más amigo de Ícaro que yo. O la de Emma.

Ya en mi habitación, sin nadie ni nada que pudiera distraerme, los pensamientos más oscuros, tristes y desesperantes me desgarraban por dentro. Cuando me di por vencido, en torno a las cinco y media de la madrugada, encendí la luz, me levanté a beber agua y me quedé allí, frente al espejo, mirándome. Solo llevaba los bóxers puestos. En algún momento de la noche, empapado como estaba, me había deshecho del pijama. Me apoyé en la encimera de mármol y tomé aire varias veces antes de comenzar a llorar. Así, de repente. Las lágrimas que había contenido mientras Ícaro contaba la historia, durante las horas en las que había intentado dormirme rodaban por mis mejillas y caían en la pila entre estertores. Mi pecho se convulsionaba mientras cerraba los puños con impotencia sin saber qué hacer con ellos, contra qué dirigir mi rabia.

Fue en forma de lamento como surgieron los primeros acordes. Un lamento dentro de mi cabeza que fue subiendo de volumen hasta que pude escucharlo con claridad por encima de mi llanto. Era el principio de una canción que no había escuchado nunca. Una canción nueva que, desde ese preciso instante, necesitaba escribir en un pentagrama.

Abandoné el cuarto de baño y saqué de la maleta mi cuaderno, donde había permanecido los últimos días intacto. Lo abrí por una de las últimas páginas que aún estaban en blanco y me dediqué hasta el amanecer a hacer lo único que, en ese momento, podía salvarme de la pena más honda y profunda que había sentido jamás.

En algún punto después de trabajar en el tema, que no había sabido terminar, me quedé dormido y fue el teléfono de la habitación lo que me despertó de un susto. Era Ícaro, con su energía habitual, dándome los buenos días e indicándome que dentro de cuarenta minutos debía estar en recepción para desayunar todos juntos y marcharnos.

Nadie habló cuando nos reunimos en el comedor. Las ojeras confirmaban lo que yo había supuesto: no era el único que había pasado mala noche. Mi hermano, incluso, parecía hasta más pálido que cuando se despidió de todos por la noche, y no tomó ni un sorbo de café.

La cosa cambió cuando terminamos de guardar todas las maletas en la TARDIS e Ícaro fue a sentarse al volante.

—Debes de estar de coña —le dijo Leo con la voz rasposa—. No pienso dejar que conduzcas tú más.

—¿Y quién lo va a hacer? ¿Tú?

—Entre todos —respondí yo—. Si conduces tú, yo tampoco pienso subirme. —Y me crucé de brazos.

Las chicas reaccionaron de una manera similar. Solo Emma, que seguía encerrada en un mutismo absoluto, se limitó a esperar apoyada contra el coche. Ícaro intentó convencernos de mil maneras posibles de que no iba a pasar nada porque él llevara el coche, como no había pasado antes, cuando desconocíamos lo de su enfermedad.

—¡Me estoy medicando! —aseguró—. Corticoides, ¿vale? Y ni siquiera recuerdo la última vez que me dio un ataque. Estoy bien —repitió remarcando cada sílaba.

Pero no hubo manera de convencernos. Al final, resignado, terminó dándole las llaves a Selena y nos organizamos para repartirnos la conducción del viaje entre todos.

Con las cuatro paradas reglamentarias, una de ellas para comer, llegamos a la capital francesa pasadas las ocho de la tarde, con los primeros vestigios de la noche y tras un viaje en el cual el único que no paró de hablar, además de los distintos artistas que amenizaron el viaje con sus canciones desde la radio, fue Ícaro. Los demás, o dormíamos, o éramos incapaces de seguir la conversación de manera espontánea con los sucesos del día anterior reproduciéndose en bucle en nuestra memoria.

El Hotel du Collectionneur Arc de Triomphe me pareció, de primeras, el hotel más impresionante de todos los que habíamos estado. Quizá fue por el encanto que desprendía París, o la mera idea de saber que estábamos allí, lo que logró, a pesar de los ánimos que llevábamos, ilusionarnos un poco.

Después de registrarnos en recepción y admirar el vestíbulo de entrada, con aquella escalera de palacio, los techos altos, las columnas y los sillones delante de los ventanales, subimos a dejar nuestras cosas.

En mi cabeza, además del hecho de que estuviéramos en un país y en una ciudad nuevos, lo de Ícaro y que aquí los periodistas sí podían reconocernos, todavía me quedaba espacio para darle vueltas a un asunto más: Emma.

Quizá fuera por un motivo tan egoísta como comprender que nuestras vidas eran limitadas, pero desde que Ícaro nos había dado la noticia me ahogaba la necesidad de volver a hablar con ella y corregir todo lo que en la anterior conversación había salido mal. Más aún después de ver la manera tan extraña en la que había reaccionado a la noticia del americano.

Por eso, apenas dejé la maleta y la guitarra en el cuarto, bajé a buscarla a su habitación. La casualidad quiso que, justo cuando estaba llegando, la viera desaparecer a toda prisa por el extremo opuesto del pasillo enmoquetado.

—¿Emma? —pregunté a media voz, como si en el fondo no quisiera que me descubriera.

La seguí en silencio. Recorrimos el piso separados por unos metros y cuando ella entró por una puerta de seguridad, yo aguardé unos instantes antes de abrirla. Cuando lo hice, descubrí que daba a una escalera de incendios y escuché sus pasos varios pisos por encima de mi cabeza. Fui ascendiendo a su mismo ritmo, pegado a la pared y preguntándome adónde se dirigía hasta llegar al último piso. Allí, la puerta estaba entreabierta. Asomé la cabeza y después la mitad del cuerpo.

Entonces la vi.

Caminaba con decisión hacia el borde.

El cielo estaba completamente encapotado, y ya se empezaban a oír los rugidos de una próxima tormenta. Era como si los nubarrones nos hubieran seguido desde Austria. Pero de todo eso no fui consciente en ese momento. Solo tenía ojos para Emma, que seguía andando deprisa.

No podía ser, me dije. No podía querer… Y, sin embargo, después de todo lo sucedido, después de todo lo que había pasado, de lo que le había dicho yo… ¿Y si las circunstancias la habían superado? ¿Y si no era tan fuerte como todos pensábamos? ¿Y si estaba dispuesta a…?

—¡Emma, detente! —grité, corriendo tras ella.

A un metro escaso del vacío, se dio la vuelta y me miró. Su cabello largo se agitó con el viento y el primer relámpago, en la distancia, partió la estampa de París en dos mitades. En aquel momento, mientras corría hacia ella, me pareció la poderosa heroína de cualquiera de mis novelas favoritas.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó sorprendida cuando llegué hasta ella.

—¿Qué pensabas hacer? —le pregunté con mi mano sobre su hombro y el corazón desbocado.

Emma pareció que iba a responder algo, pero una idea fugaz se cruzó por su mente, se reflejó en sus ojos y al instante me dirigió una mirada de comprensión y sorpresa.

—Dios mío, Aarón… ¿no pensarías que iba a…? —No formuló el final de la pregunta, porque resultaba ridículo. Ahora lo veía—. ¿De verdad me crees capaz de hacer algo así? ¿De haceros algo así?

—¡No! —me apresuré a contestar, muerto de vergüenza—. Claro que no. Es solo que…

—Que has creído que había perdido la cabeza con todo lo de Ícaro. —El final de la frase terminó de marchitar la sonrisa—. Esa no es la solución —añadió, desviando la mirada hacia el horizonte—. En realidad, no hay ninguna solución. ¿Por qué me has seguido?

—Porque… quería saber adónde ibas.

Emma se alejó un par de pasos y entonces comprendí la razón por la que estábamos allí arriba.

A lo lejos, rodeada por el comienzo de la noche y de nubes oscuras, altiva como una reina dorada sobre sus súbditos, se alzaba la torre Eiffel entre los demás edificios de París.

Yo también recorté los metros que me separaban del borde y me coloqué junto a Emma. Sobraban las palabras. Dijera lo que dijese, estaba claro que ella ya lo habría pensado. Preferí guardar silencio y disfrutar de aquel instante.

—Es como oírme hablar a mí, Aarón —dijo ella de repente, con la mirada fija en la distancia—. Como revivir la muerte de mi madre otra vez. La impotencia, el dolor, la rabia contra mi padre por tener tanto y en el fondo ser tan insignificante frente a algo así. Y solo pensar que me estoy comparando con él porque mi madre falleció de ese modo, cuando es él el que está sufriendo la enfermedad, me hace sentirme despreciable y egoísta, y…

Emma hundió la cara en las manos y se convulsionó de pronto por el llanto. Pero antes de que sus hombros volvieran a agitarse una segunda vez, ya los estaba rodeando con mis brazos.

—No quiero que se muera —me dijo entre estertores, abrazándose a mí con fuerza—. ¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué quiere…?

Había tanta pena, tanta tristeza en ella, y yo me sentía tan inútil sin saber cómo ayudarla, que de pronto comencé a cantarle al oído, tan bajo que apenas era capaz de reconocer mis propias palabras. Era la canción que había compuesto la noche anterior.

En mi vida había hecho algo así y no entendía por qué lo estaba haciendo entonces, pero me salió de dentro, como una orden que no pudiera desobedecer. Pensé que, quizá, a ella también la ayudaría como me había ayudado a mí. Y así fue.

Por la razón que fuera, al poco de empezar a cantar, Emma fue tranquilizándose. Su respiración se sosegó y su pecho comenzó a moverse al mismo ritmo que el mío.

Cuando terminé de tararear el último estribillo, pues aún no tenía letra, Emma se separó de mí para mirarme.

—¿Por qué has venido? —preguntó una vez más, con una voz débil, un susurro.

Y yo comprendí que no solo se refería a ese instante.

—Porque quería estar contigo —contesté—. Porque necesito decirte algo desde aquella tarde en la que te cerré la puerta de mi habitación en Nueva York: te quiero, Emma. Te quiero —repetí, y me encantó cómo sonaba—. Y sé que te he querido desde antes incluso de que fuera consciente de ello. Me da igual lo que haya ocurrido en el pasado. Me da igual Develstar, me dan igual tu padre o mi hermano, me da igual si estamos en París, en Salzburgo o en la Luna, necesito que se entere todo el mundo… No, —me corregí—, necesito que te enteres de que te quiero con locura. Tanto que ningún libro de ninguna librería de ningún universo podría contener una dedicatoria tan perfecta como para reflejar lo que siento. Y aun así, por ti, intentaría buscarla y entregártela.

Podría haber seguido, podría haberle recitado los mil versos que había estado guardando para ella en mi cabeza sin saberlo, versos que, con música o sin ella, expresaban de mil formas diferentes lo que acababa de decirle y que en el fondo podían reducirse a aquellas dos sencillas palabras.

Podría haber seguido, pero no fue necesario. Porque Emma no pidió explicaciones de a qué venía ese cambio. No necesitó convencerme ni que yo la convenciera a ella. Se enderezó, estiró el cuello, ladeó la cabeza, y nuestros labios volvieron a encajar con la perfección y la suavidad de la primera vez.

Y aunque las nubes decidieron que ese era el momento idóneo para ponerse a llover, nosotros seguimos pegados el uno al otro, besándonos con la seguridad y la firmeza de que, pasara lo que pasase, permaneceríamos juntos, tal y como estaba predestinado en algún libro, escrito en algún lugar de algún tiempo desconocidos.

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