Live

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There was a time

I met a girl of a different kind.

We ruled the world,

I thought I’d never lose her out of sight.

Swedish House Mafia, ‹‹Don’t You Worry Child››

Lo último que necesitaba aquella noche era quedarme solo en casa.

Desgraciadamente, ni Oli ni David podían venir a pasar la noche conmigo, y aunque habíamos quedado para vernos pronto, era hoy cuando necesitaba estar con alguien. Las peleas infantiles y fuera de lugar con mi hermano cada vez las llevaba peor. Nadie tenía que recordarme que mi vida a partir de ahora sería muy distinta a la que había llevado en Nueva York, gracias.

Me di la vuelta sobre la cama y lancé contra la pared opuesta una pelota de goma que me había regalado Alicia la última vez que pasamos por casa. La recogí tras el rebote y volví a lanzarla distraído. Me dolía reconocerlo, pero en ocasiones como aquella echaba de menos el ritmo frenético al que estaba sometido en Develstar. Al menos entonces no tenía que pensar qué hacer, solo hacerlo. Incluso cuando decaía mi ánimo, tenía que seguir componiendo, o grabando o ensayando o lo que se terciase. Aquí no. Aquí podía regodearme en mis penas hasta convertirme en un Gollum sin anillo.

Miré de soslayo mi Gibson Les Paul Custom apoyada sobre su atril frente al inmenso armario empotrado que ocupaba una de las paredes blancas de la habitación y después volví la vista hacia la ventana.

Definitivamente necesitaba hacer algo con mi vida y salir del agobio en el que me estaba hundiendo desde aquella misma mañana. Necesitaba poner en orden mis ideas y aprovechar el momento para tomar una decisión sobre mi futuro.

El experto que mi padre había contratado para que nos llevara la contabilidad nos lo había dejado claro (sobre todo a mí): mis ahorros, o sea, el dinero que había acumulado mientras estaba en Nueva York, acabaría fundiéndose pronto si no encontraba una nueva fuente de ingresos. Y el hecho de que la gente me siguiera felicitando por mi trabajo, que mis canciones siguieran sonando en la radio o que siguieran vendiendo discos, cuando yo ya no tenía nada que ver con ello, no facilitaba nada las cosas.

Por eso no había hecho públicos ninguno de los nueve temas que había compuesto en los últimos meses. Solo mis amigos y el profesor Haru los habían escuchado, y sabía que aún necesitaban algunos retoques. Además, ¿cómo se suponía que los iba a promocionar sin nadie que me ayudara? ¿Sin el respaldo de una discográfica o de una empresa que limpiase mi imagen hasta rehacerla de nuevo? El desánimo crecía por momentos solo con pensar en la cantidad de tiempo y de trabajo que me llevaría.

Me incorporé, apoyé la espalda contra el cabecero y volví la cabeza hacia mi derecha. Allí, más allá de la terraza de mi habitación, las luces de los edificios colindantes dibujaban la noche madrileña con mi reflejo y el de la cama flotando en la oscuridad junto al de la bombilla de la lámpara. Podía ser peor, pensé. En este piso solo me molestaba Leo, y tenía una habitación mucho más grande que la que me había visto crecer, si bien aún le faltaba personalidad: pósters, cuadros o fotos que cubrieran las paredes, parte de mis libros en las estanterías casi vacías… pero lo más importante ya lo tenía aquí.

La otra opción de volver a casa de mi madre, y tener que aguantar a mi hermana Esther, los horarios o la incesante curiosidad de mi madre por saber qué iba a hacer con mi vida, me resultaba imposible de imaginar siquiera. Y más ahora que, de repente, a mi padre le había dado por volver a Madrid e intentar arreglar su matrimonio como si los últimos años no hubieran existido.

Harto, me levanté de la cama y miré a mi alrededor en busca de una distracción. Fue entonces cuando mis ojos se posaron en la caja que todavía quedaba sin abrir de la mudanza. Un escalofrío me hizo dudar un instante, pero después me agaché frente a ella y, con ayuda de unas tijeras, quité la cinta adhesiva que la protegía y la abrí.

Aquellas eran las pertenencias que había traído de Estados Unidos: de mi habitación en Develstar y de la que había compartido con el resto de los chicos en la casa del reality. En las semanas que llevábamos en España aún no me había sentido con ganas de vaciarlas.

Sabía lo que contenían, puesto que yo mismo las había llenado, pero prefería vaciarla cuando ya hubiera encauzado de algún modo mi nueva vida. Así al menos podría enfrentarme a ello con la frialdad de quien analiza una etapa de su pasado. Pero como eso no parecía que fuera a suceder en un futuro próximo, hice de tripas corazón y comencé a dejar su contenido en el suelo con un cuidado casi reverencial.

El daruma que me regaló el profesor Haru y que mi hermano había apodado sin razón aparente Daruma Matt, el ejemplar de El catalejo lacado con el que me habían echado una mano Leo, Emma e Ícaro durante el reality, la púa que había utilizado en mi primer concierto público después de que mi hermano tuviera que regresar a España, el DVD de Solteros que me había regalado Zoe y su colgante con forma de cámara de fotos…

Me quedé observando este último objeto mientras lo balanceaba con el dedo índice. ¿Por qué no lo había sacado hasta ese momento? Multitud de recuerdos compartidos inundaron mi mente. El recuerdo de la primera vez que Zoe me lo enseñó, en el Rockwood Music Hall, antes de nuestro primer beso, las tardes en la azotea del edificio de Develstar, el concierto en el metro de Nueva York, la foto falsa que nos hicimos en el jardín de la casa de True Stars, la preocupación que sentí cuando se llevaron a Zoe al hospital, nuestra despedida…

De pronto me parecía estar escuchando su violín en el piso vacío. Pocas cosas me hubieran hecho tanta ilusión en ese momento, pero fue otro sonido bien distinto el que me despertó de mi ensimismamiento: el grito enlatado de mi hermana Alicia avisándome de que tenía un nuevo mensaje en el móvil. El susto, ya que casi siempre lo llevaba en vibración, me hizo tomar buena nota de no volver a dejar a mi hermana pequeña jugar con mis cosas.

Como si hubiera leído mi pensamiento, Zoe me preguntaba si tenía ganas y tiempo de hablar por Skype, que ya estaba en casa.

Recogí todo y me fui al estudio de trabajo. Dejé encendiéndose el ordenador y me fui al baño para comprobar que tenía un aspecto presentable a pesar de lo desmoralizado que me sentía.

No había respondido a ninguno de los mensajes que aquella mañana había recibido para el examen. ¿Para qué? Si seguro que todo el mundo se habría enterado tan rápido como yo de que había suspendido. Al menos me había dado tiempo de llamar a mi madre y contárselo yo mismo. El resto, Emma y Zoe incluidas, lo habían dejado pasar y yo lo prefería así.

Cuando inicié el programa, solo Zoe aparecía conectada entre mis pocos contactos. Le abrí conversación y la saludé con un sonriente emoticono que estaba lejos de representar mi auténtico estado de ánimo. Al instante me llegó su petición de llamada entrante.

—Hola —me saludó agitando los dedos frente a la cámara. Se había cortado el pelo desde la última vez que habíamos hablado y ahora lo llevaba como el día en que la conocí: a la altura de la barbilla y con las puntas disparadas sutilmente hacia fuera.

—¿Qué tal estás? —dije yo de mejor humor al escuchar su voz.

—Acabo de volver de clase y estoy agotada.

Calculé que, si en Madrid eran las once de la noche, allí serían las cinco.

—¿Ya le has dicho a la señora Tessport lo del viaje? —pregunté.

Ella hizo un mohín y frunció los labios.

—Bueno… más o menos —masculló—. Últimamente no coincidimos demasiado en casa. Además, me da igual lo que diga: dentro de muy poco me tienes ahí. Ya tengo los billetes.

—¿Ya los has comprado? —Después de asentir entusiasmada, añadí—: Te dije que te los pagaba yo. ¿Cuánto te han costado? Te lo ingres…

—No es necesario, Aarón —me interrumpió—. Desde que volví no he tenido ni tiempo ni ganas de gastar un solo dólar de los bolos.

A raíz del escándalo del concurso, Develstar parecía haber desaparecido de la faz de la tierra, aunque no sus productos y derivados. Según Emma, la empresa estaba siendo investigada y habían detenido sus actividades. Por ello, y por lo que le había sucedido en el reality, Zoe rompió todos los compromisos que tenía con el señor Gladstone y el resto del equipo directivo y se había negado a iniciar su carrera profesional con ellos. Dadas las circunstancias, nadie la presionó para que se quedara y ella regresó a Boston.

Allí, gracias a la popularidad que su estancia en el programa le había proporcionado, se había hecho un hueco en los circuitos de actuaciones de su estado y había pasado los últimos meses compatibilizando sus clases en el conservatorio con estos conciertos.

—¿Y tú? ¿Ha sido muy difícil el examen de conducir?

Me encogí de hombros y le conté la terrible mañana que había tenido desde que me levanté.

—Yo creo que podemos echarle la culpa de todo a Leo y a que se terminara el café, ¿cómo lo ves? —comentó de broma cuando terminé—. ¿Has pensado cuándo vas a repetirlo?

—¿Repetirlo? —pregunté casi ofendido—. No pienso volver a acercarme allí en meses… ¡o años!

—Anda ya. No puedes rendirte tan deprisa. Deja que pasen unos días para relajarte y vuelve a intentarlo después.

No contesté. Me recoloqué en la silla y miré a través de la ventana, tras la pantalla.

—Prométeme que volverás a examinarte —insistió ella. Cuando, con un gesto de resignación, dije que sí, ella asintió satisfecha—. Y como está claro que los periodistas no te van a dejar en paz, el próximo día organízate para que no sepan cuándo te vas a examinar. Y…

—¡Vale, muy bien! —la interrumpí con una sonrisa—. No necesito que me agobies como mi madre.

En ese instante oí que alguien abría la puerta principal y entraba. Unas carcajadas me anunciaron que Leo ya estaba en casa… y que venía con compañía.

—Fantástico. Justo lo que necesitaba para rematar la jornada.

—¿Tu hermano? —preguntó Zoe adivinando la razón de mi repentino cambio de humor—. Bueno, no seas muy duro con él —me recomendó—. Yo también tengo que dejarte, me parece que también tengo compañía.

—Coméntale lo del viaje —le recordé.

—Haz las paces con tu hermano —me replicó mordaz antes de lanzarle un beso a la cámara—. Te quiero.

Por un instante, una fracción de tiempo tan sutil que estoy seguro de que solo yo aprecié, estuve a punto de responder que yo también, incluso con las mismas palabras. Pero al final hubo algo que me lo impidió, y me limité a desearle buenas noches con otro beso a la pantalla.

Cuando colgué, me recosté y me eché el pelo hacia atrás con las manos. De pronto me sentía como un traidor. ¿Estaría Zoe mirando la pantalla de su ordenador preguntándose por qué no le había respondido que yo también la quería? ¿Por qué siempre rehusaba contestar? Esperaba que no. Tal vez ni se hubiera dado cuenta.

Simplemente no me sentía preparado. Sabía que eran solo dos palabras que en el pasado me había resultado sencillo pronunciar, que las había dicho con orgullo e ilusión. Sin embargo, ahora se me atragantaban y se me enredaban en una maraña de espinos que me hacían considerarlas malditas, traicioneras. Fuera como fuese, había preferido desterrarlas de mi vocabulario durante una larga temporada.

—¡Ay! ¡Leo! —oí gritar con voz aguda a la chica que había traído mi hermano esa noche.

Antes de apagar y a falta de tener nada mejor que hacer, visité mis cuentas de e-mail y en la más antigua, la que tenía desde crío, entre decenas de correos de spam y publicidad, hubo uno que me llamó la atención sobre los demás. Uno enviado por el Diógenes Laercio, mi antiguo colegio.

Pinché lleno de curiosidad para descubrir que se trataba de una invitación a una fiesta de antiguos alumnos que tendría lugar dentro de unos días y a la que habían decidido invitar a las últimas tres promociones graduadas.

Sin perder un segundo, escribí a Oli y a David para preguntarles si ellos también lo habían recibido. No tardaron en responder que sí.

—¿Vamos a ir? —pregunté.

—¡Obvio QUE SÍ! —contestó David.

—Y tú también —añadió Oli.

Pues entonces había poco que debatir. Solo me quedaba saber si mi hermano también se apuntaría, ya que, por años, aquella también era su fiesta.

Salí de mi cuarto arrastrando los pies y me dirigí a la cocina. Por el camino me crucé con la pareja y desestimé el momento para preguntarle. Leo tenía atrapada contra la pared del salón a una morena con una delantera considerable mientras ella soltaba grititos cada vez que él acercaba los labios a su cuello.

—¡Leo, para, Le…! —La chica se interrumpió en seco cuando me vio aparecer. Yo me limité a levantar la mano por saludo y seguí andando hasta la nevera, de donde saqué un bol con la ensalada de pasta que había sobrado de la comida.

—¡No sabía que estaba tu hermano! —la oí susurrar con poco disimulo en el tiempo que cogía un tenedor y una bandeja para llevarme la cena a mi habitación.

Mientras me servía un vaso de agua, la chica se acercó a mí con un par de saltitos y se recolocó la ropa.

—Hola, soy Catia. —Asentí sin decir nada—. Soy megafán de tus canciones. Estoy siempre escuchándolas.

Le di las gracias y cuando me disponía a marcharme ella me agarró del brazo y me pidió que nos hiciéramos una foto juntos con el móvil en la mano.

—Hoy no es un buen día —respondió mi hermano por mí cogiéndola de la cintura, quitándole el teléfono para dejarlo sobre la mesa y alejándola de mí.

La chica pareció ofendida durante un instante, pero asentí fingiendo un ataque de tos y me despedí de ellos tras desearles buenas noches.

Aquella había sido una de las pocas normas que Leo me había permitido imponer y que él acataba sin rechistar: cualquier desconocido que entrara por la puerta, tenía que dejar la cámara, el móvil o cualquier otro aparato electrónico en la puerta, donde no pudiera causarnos problemas.

Al pasar junto a mi hermano, le miré a los ojos de la manera más significativa posible y después los dejé a solas con sus arrumacos y besos.

Desde que habíamos vuelto, una decena de chicas habían pasado ya por el catre de mi hermano. En eso sí que éramos como el día y la noche: ahora yo estaba con Zoe, pero de no haber sido así tampoco habría sido capaz de liarme con una tía cada fin de semana.

Después del día que había pasado, esperaba tirarme en la cama y quedarme frito y olvidar las últimas veinticuatro horas, pero no fue posible.

Antes de que terminara de cenar, la animada charla entre mi hermano y mi megafán había concluido y, como era previsible, las palabras habían dado paso a otro tipo de lenguaje que se traducía en suaves gemidos, risitas entrecortadas y algún que otro comentario que prefería no escuchar, pero que se colaban con facilidad a través de la pared que separaba nuestras habitaciones.

Debido a ello, terminé como siempre durmiendo con los auriculares puestos y la música de FUN ahogando a todo volumen los ruidos procedentes del otro cuarto y mis propios pensamientos.

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