Live

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You’re on a different road,

I’m in the milky way

You want me down on earth,

but I am up in space.

Icona Pop, ‹‹I Love It››

—¡Leo! ¿Estás o qué? Sergio lleva esperando diez minutos.

—Ya voy —musité tan bajo que apenas yo me escuché, y terminé de pasarme el peine y comprobar que la camisa azul que me había puesto no tuviera una sola arruga.

La noche con Catia y el sueñecito posterior me habían cargado las pilas y mi estado de ánimo. Era un nuevo día y el sol resplandecía por las ventanas.

—¡Tío, no te lo repito más veces! ¡O sales ya, o nos largamos sin ti!

—¡Que ya voy, cansino! —grité. Metí el colgante de Tonya por debajo de la ropa y abrí la puerta de mi cuarto tras quitar el pestillo.

Aarón puso cara de disgusto cuando salí.

—Podrías ventilar de vez en cuando tu cuarto. Apesta a pachuli y a colonia barata.

—Pachuli y colonia barata… —me burlé mientras me calzaba—. Ahí dentro huele a hombrrre —dije pronunciando la última palabra con acento ruso.

—Ahórrame los detalles.

—¡No seas tan duro conmigo! Hoy he conseguido despacharla antes de que te levantaras.

—No esperes que te dé las gracias —dijo él.

Me puse en pie, me sacudí los pantalones y volví a mirarme en el espejo del recibidor.

—En serio, no es bueno para la salud lo que estás haciendo —comenté, con la cazadora en el brazo. Aarón cogió las llaves y me miró sin entender—. Me refiero a lo de… vamos, que no mojar en tanto tiempo no es bueno. Al final te reventará alguna arteria o algo. Lo he leído.

Él me miró con los ojos abiertos de par en par.

—Y yo que pensaba que ya habías cubierto el cupo de imbecilidades que decir por vida… No sé por qué estás tan alegre, pero me das un poco de miedo. Te prefiero de mala leche.

—Escúchame —le dije agarrándole del brazo. Hacía tiempo que quería comentarle el asunto, y aquel era un momento tan bueno como otro cualquiera—. No son cuernos si os separa un océano. Y tampoco tiene por qué enterarse…

—¡¿Desde cuándo te importa a ti mi vida sexual?! —me espetó liberándose de mi mano y saliendo del piso. Yo le seguí y, tras el portazo, le dio varias vueltas a la llave—. No todos estamos tan salidos como tú.

—Eso lo dices porque no puedes mojar todo lo que te gustaría.

—Y dale bolinga… —Nos metimos en el ascensor, Aarón apretó el botón del garaje y añadió—: He vivido dieciocho años sin mojar. Creo que podré aguantar unos días más. Además, si hubiera querido, la tía de anoche se habría venido conmigo a mi cuarto.

—¡Uau! —exclamé fingiendo estar escandalizado—. ¡Esconded a vuestras novias y mujeres, que Aarón el semental ha llegado a la ciudad!

—¿No me crees? ¿No la viste? Casi se desmaya cuando salí de la habitación. Y eso que iba en chándal.

—Entonces ¿por qué no sacas provecho a ese poder tuyo? —pregunté—. ¿De qué sirve ser famoso si no aprovechas la mejor parte de todas?

—¿Que es…?

—¡Las tías, Aarón! ¡Las tías! ¿Es que no ves que los que hemos sido bendecidos con nuestro carisma y nuestra popularidad tenemos un imán irresistible para ellas?

—Algunos preferimos estar con alguien que nos quiera por algo más que por nuestro dinero y fama. Ya sabes, una persona que merezca más la pena que un millón de tías frívolas e interesadas.

—Gay.

—Gilipollas —exclamó él, y me intentó dar un golpe en el hombro que yo esquivé escapando del ascensor justo cuando se abrieron las puertas.

Nos adentramos en el aparcamiento subterráneo buscando el Mercedes con las ventanillas tintadas. El chófer nos hizo luces y Sergio salió para saludarnos. Como siempre, Aarón se metió en la parte de atrás con el guardaespaldas y yo en el asiento del copiloto.

—¡Solo quince minutos tarde! Esto es un récord —comentó Sergio mientras el coche maniobraba para salir a la calle por la rampa.

Tenía treinta años recién cumplidos, barba morena recortada al milímetro, cabello igual de oscuro e igual de corto y unos ojos azules, casi transparentes, que lo mismo le servían para encandilar a cualquier fémina que se le cruzara por delante como para intimidar hasta al paparazzo más atrevido.

Siempre vestía trajes impolutos con camisa blanca y corbata bajo los cuales se marcaba un cuerpo trabajado, y parecía saber de todo: política, deporte, cine, música… A diferencia de Hermanm, el gorila de Develstar, Sergio era un buen tipo, majo, simpático y distendido cuando no había ningún peligro al acecho; alguien en quien podíamos confiar y con el que uno podía salir de copas, aunque él no probara nunca una sola gota de alcohol.

—Os noto de buen humor. ¿Con ganas de ver a la familia? —preguntó.

—No veas… —contesté con ironía—. Y encima nuestro padre se apunta al plan.

—¿Otra vez? —intervino Aarón con un deje de disgusto—. Creí que se había marchado…

—Pues creíste mal. Me lo dijo ayer mamá. Así que —y engolé la voz para que sonara tan grave como la de nuestro padre— ¿has pensado ya lo que vas a hacer con tu vida? Aún estás a tiempo de entrar en alguna universidad, Aarón. Mientras piensas la respuesta, ¿por qué no te sacas el carnet de conducir?

Sergio soltó una risotada y yo me volví para guiñarle un ojo a mi hermano.

—Sé lo que es eso. Pero tranquilo, te protegeré de todos los dardos que te lance. Para eso estamos los hermanos mayores, ¿o no, Sergio?

—Por supuesto —contestó él, diligente.

Aunque los chóferes de la empresa iban cambiando según el día, él no. Su prioridad era Aarón, pero yo también entraba en el radio de protección si la situación lo requería y mi hermano se lo pedía. Ahora bien, sabía que en caso de un tiroteo, Sergio se lanzaría delante de mi hermano y a mí me dejarían hecho un colador.

Salimos de la ciudad y atravesamos la autopista en dirección a la casa de nuestra madre.

A raíz —o con la excusa— del reality show, nuestros padres habían estrechado una relación que hasta entonces estaba muerta y enterrada, a base de llamadas, mensajes y visitas esporádicas de él a la capital. Para la última gala del programa, a la que les había rogado que no asistiesen, nuestra madre había preparado una cena especial y le había invitado para que pasara la noche con ella y nuestras hermanas.

Cuando Alicia nos lo contó una tarde, ni Aarón ni yo dábamos crédito a sus palabras. Era difícil de creer que después de más de diez años divorciados pudiera surgir algo entre ellos que no fueran amenazas, demandas y recriminaciones. Pero así había sido. Solo esperaba, por el bien de mis hermanas (sobre todo, por el de Alicia), que supieran lo que estaban haciendo.

Sergio aparcó el enorme todoterreno negro frente al chalet de mi madre detrás de un coche que mi hermano y yo reconocimos al instante. Los tres nos bajamos en silencio y encontramos a nuestro padre saludándonos con la mano desde el caminito de entrada del jardín.

—Menuda puntualidad. Ni que nos hubiéramos puesto de acuerdo para llegar a la vez —dijo con una sonrisa de anuncio.

Ya fuera por el polo que vestía o por su distendida cordialidad, tan poco frecuente en él, parecía un hombre distinto al padre al que estábamos acostumbrados. Para mi sorpresa, me reconocí en él de una manera tan evidente que me quedé aturdido unos instantes.

—Buenas tardes, señor Serafin —saludó Sergio mientras mi hermano y yo nos acercábamos para darle un fugaz abrazo. El chófer se quedó dentro.

Entonces se abrió la puerta principal y Alicia salió corriendo para darle un abrazo a mi padre. Sentí un ramalazo de envidia por no ser el primero en recibir sus muestras de afecto, pero se desvaneció en cuanto me vio y se lanzó a mi cuello.

—Disfruta ahora que puedes —le dije a mi hermana—, porque con lo rápido que estás creciendo en nada vas a llevarme tú a mí a caballito.

Mi madre y Esther salieron detrás, cerraron la puerta con llave y se reunieron con nosotros en mitad del jardín. Nuestra hermana mayor, con el flequillo rubio tapándole media cara y unos jeans ceñidos, nos saludó con un rápido beso antes de dirigirse al coche con los auriculares en las orejas.

—Te veo más flaco, Leo —me dijo mi madre por saludo antes de besarme.

—Será por los disgustos que me da Aarón.

Mi hermano fingió reírse y se fue de vuelta al coche.

Nuestros padres se saludaron con la tontería propia de dos adolescentes, y yo seguí a mi hermano con los ojos en blanco para no desmayarme por una sobredosis de azúcar.

—Alicia, Esther, id con papá —ordenó mi madre cuando salieron del jardín—. Yo voy con Leo y Aarón.

Desde que habíamos regresado de Nueva York, nos reuníamos una vez a la semana para comer juntos y pasar el día en familia. No sabía si se trataba de algún nuevo invento del psicoterapeuta al que visitaba mi madre semanalmente, pero la verdad es que solo por ver la ilusión que le hacía a Alicia merecía la pena el esfuerzo. Además, tampoco es que tuviéramos cosas mejores que hacer…

Mientras Sergio conducía siguiéndole la pista al otro coche, nuestra madre se volvió desde el asiento del copiloto para preguntarnos con seriedad cómo estábamos. Ambos sabíamos que un simple «bien» no satisfaría su interés, y que en aquellas palabras iban implícitas otras cuestiones como la de qué tal nos iba viviendo por nuestra cuenta, si habíamos tenido algún problema con la prensa en los últimos días, si había novedades respecto a nuestros trabajos y, mi favorita de todas, si comíamos bien.

—Ya sabéis que podéis volver a casa cuando queráis —nos recordó tras escuchar nuestras concisas respuestas.

—Mamá, se te olvida que ahora somos estrellas —le recordé—. Eso no va a ocurrir.

—No digas tonterías, Leo. Con tanto paparazzi y tanta mentira en las revistas, no podéis ni salir del piso. Pero allá vosotros. No voy a insistir más.

—A ver si es verdad —masculló mi hermano, mirando por la ventanilla.

El resto del camino nos mantuvimos en silencio hasta que, de improviso, la voz de mi hermano y su tema «ILU» desde la radio nos sacó a todos de golpe de nuestros pensamientos. Conociendo la reacción de Aarón, Sergio fue a cambiar de emisora, pero mi madre le detuvo con un gesto de la mano, y sin hacer ningún comentario se puso a tararear la melodía con una sonrisa de orgullo que no me pasó inadvertida.

Develstar se había quedado con todo lo relacionado con Play Serafin, como nos advirtieron cuando mi hermano firmó el contrato de su liberación. Nos despojaron de las canciones, del canal de YouTube, de la web, la marca y, de haber podido, hasta de nuestro apellido. Play Serafin seguía vivo, sí, pero sin cantante ni imagen, cosa que, a mi entender, no tenía sentido. ¿Acaso iban a contratar a alguien más para que fuera la tercera imagen de la marca? Era ridículo. Y más si teníamos en cuenta el ruinoso estado en el que había quedado la empresa después del escándalo del reality show.

Todo lo relacionado con Develstar había desaparecido de nuestras vidas de manera tan radical que a veces parecía como si no hubiera existido. Pero después sucedían cosas como esa, escuchar a Aarón en la radio, que nos recordaban la auténtica realidad. Empresas como la del señor Gladstone no se desvanecían de la noche a la mañana; permanecían en la sombra, controlando detalles de la vida diaria del mundo sin que nadie lo advirtiera, esperando volver a surgir con fuerzas renovadas y una cara diferente. Lo único que me tranquilizaba era saber que nosotros al menos habíamos conseguido escapar de sus garras sin apenas secuelas.

—Ahí tienes un sitio —señaló Aarón al conductor cuando llegamos al aparcamiento del restaurante.

Aunque mi padre encontraba siempre lugares nuevos a los que llevarnos, aquel italiano había vuelto a convertirse en uno de nuestros habituales. Antes del divorcio, acostumbrábamos a ir allí a menudo, pero después el sitio quedó desterrado de nuestras vidas, como los besos de buenas noches a mi padre o poner la mesa para seis.

El reservado en el que nos sentaron, en un extremo del salón principal, era el lugar en el que, de pequeños, jugábamos Aarón y yo a escondernos de Esther cuando terminábamos de comer.

Al cruzar el restaurante en fila india, con mis padres y mis hermanas a la cabeza, y Sergio pegado a nuestra espalda, los clientes se giraron para mirarnos. A la mayoría les cambiaba el gesto cuando descubrían quién acababa de entrar por la puerta. El nombre de mi hermano y nuestro apellido nos acompañó como un rumor creciente hasta la mesa. Nos colocamos de tal modo que Aarón fuera invisible para los demás comensales, y yo aproveché para echar un vistazo rápido a mi alrededor para dedicar algunas sonrisas a quienes también hubieran reparado en mí. Sergio se quedó de pie, cerca de nuestra mesa y con actitud vigilante.

—¿Están cómodos aquí? —preguntó el maître cuando se acercó con una sonrisa tan amplia como los calzone que servían allí—. Puedo pedir que les traigan un biombo si quieren…

—Este sitio es perfecto, muchas gracias —le dijo mi padre con un tono que no admitía réplica.

El tipo asintió, repartió las cartas del menú, dirigió la mirada a mi hermano una última vez y después se marchó.

—A lo mejor tendríamos que haber ido a otro sitio más… tranquilo —masculló nuestra madre insegura.

—O haber reservado todo el local —sugerí yo, y mi hermano se rió.

—No se preocupe por nada —añadió Sergio—. Yo estoy atento.

Mientras los demás estudiaban la carta (yo me decanté por la Napolitana que pedía siempre que íbamos allí), desvié los ojos hacia el fondo del restaurante, hacia la cocina, donde un grupo de camareros y cocineros comentaban algo animadamente mientras señalaban sin demasiado disimulo hacia nuestra mesa. Cuando una de las camareras cruzó su mirada con la mía, aproveché para guiñarle un ojo.

—Leo, ¿has elegido ya? —me preguntó mi padre, devolviendo mi atención a la mesa. Cuando asentí, añadió—: ¿La Napolitana?

—La misma —contesté, sorprendido. No solo recordaba un detalle como aquel, sino que además me había llamado Leo y no Leonardo. Estaba claro que la única razón para tan buen humor era que quería compartir con nosotros alguna noticia.

Mis sospechas se confirmaron cuando nos trajeron el postre. Durante la comida, para sorpresa de Aarón y mía, no se mencionó una sola vez el tema de nuestros trabajos. Alicia nos contó la última pelea y reconciliación con su mejor amiga y hasta Esther estuvo más dicharachera de lo normal cuando le preguntamos cómo le iba en el curso de baile al que se había apuntado hacía unas semanas.

La manera de interactuar de nuestros padres entre ellos y con nosotros resultaba tan natural, tan sencilla, tan perfecta, que parecía coreografiada. Aunque supuse que eso era lo habitual en cualquier familia normal. Viéndoles conversar e intercambiar miradas era fácil olvidarse de los últimos años. Fácil, pero no imposible.

—¿Os ha gustado la comida? —preguntó nuestro padre tras probar la tarta de queso.

Mientras nosotros asentíamos, pillé a mi madre acercando su mano a la de mi padre y apretándosela sobre el mantel.

—Eh, un momento… —dije de repente—, a vosotros os pasa algo. ¿Estáis pensando en volver a vivir juntos?

Mis tres hermanos me miraron primero a mí asombrados, y después desviaron la vista hacia nuestros padres, que se habían quedado pálidos al escuchar mis palabras.

—La verdad es que… —comenzó nuestra madre—. Sí, bueno, nos lo hemos estado planteando y…

—¿En serio vas a volver a casa? —preguntó Alicia a nuestro padre con los ojos brillantes.

Él le sonrió con cariño y después se fijó en nosotros tres.

—Lo hemos meditado mucho —dijo—. Y queremos volver a intentarlo, sí. Si a vosotros os parece bien, claro.

—No nos pedisteis nuestra opinión para el divorcio, ¿y lo hacéis ahora para la reconciliación? —pregunté sin poder evitarlo.

—A ver, Leonardo —me advirtió mi padre, y supe que más me valía guardar silencio un rato—. Queremos saber qué os parece porque ya sois mayores y porque también es vuestra casa.

Fui a corregirle ese último punto, pero me mordí la lengua y esperé a que mis hermanos añadieran algo.

—Pues supongo que solo queda felicitaros, ¿no? —comentó Aarón.

—¿Esther? —dijo mi madre, volviéndose hacia su hija mayor.

—A mí, mientras no me toquéis mi cuarto, como si os queréis mudar a Japón y dejarme la casa —respondió ella.

Nuestros padres volvieron a cruzar una mirada cómplice y suspiraron felices. Podría haberme puesto en plan egoísta, haberles recordado todo lo que habíamos sufrido, sobre todo Aarón y yo, con la ruptura; lo difícil que había sido no tener un padre en casa durante la adolescencia; escuchar los gritos y las broncas por teléfono; advertirles que lo pensaran una vez más antes de precipitarse; que se asegurasen de que era eso lo que de verdad querían… Podría haberles dicho todo aquello, pero después me di cuenta de que ellos, aunque fueran adultos, también merecían nuevas oportunidades, por lo que exclamé:

—¡Por la reconciliación! —y alcé mi copa.

—Porque esta vez sea la definitiva —añadió mi hermano, levantando la suya.

—Por todos nosotros —dijo mi madre— y porque Aarón se saque el carnet la próxima vez.

—¡Mamá! —exclamó mi hermano, pero su indignación quedó ahogada por las risas del resto.

Cuando terminamos de comer, el director del restaurante se acercó a nuestra mesa para pedirle a mi hermano que posara con él en una foto que luego colgarían en la pared. Aquel gesto de buena voluntad que mi hermano aceptó encantado, y que a mí me hubiera gustado compartir, desencadenó un tumulto en todo el italiano. La gente, al ver que se había abierto la veda, se levantó de sus sillas para acercarse, cámara, móvil y bolígrafo en mano, en busca de Aarón.

Con un simple gesto entre Sergio y mi hermano, quedó todo claro. Poli bueno, poli malo. El guardaespaldas se dedicó a apartar con delicadeza a la gente mientras Aarón fingía querer posar y los demás salíamos del restaurante por una puerta trasera. Me habría quedado unos minutos más esperando a que alguien no solo me reconociese sino que también me pidiera una firma. Por desgracia, mi padre advirtió mis intenciones y me agarró de los hombros para sacarme de allí con el resto de su progenie.

Volví a casa con la familia en su coche. Aarón llegó detrás de nosotros con Sergio. Nos despedimos en la entrada del jardín, y acompañamos los besos y los abrazos con los consejos y advertencias rápidas de nuestra madre. Cuando regresé al coche, vi que mi hermano seguía junto a la valla del jardín, hablando con Esther y firmando un papel como si se llevaran bien, o algo parecido. Extrañado, en cuanto Aarón entró le interrogué al respecto.

—Nada, que quería que le firmara un par de autógrafos para unos amigos.

—Estás flipando. ¿Ya está de buenas contigo? ¿Y por qué no me lo ha pedido a mí también? ¿No se ha enterado de que salgo por la tele o qué?

—Ni idea…

—Te das cuenta de que te está utilizando, ¿no?

—¿Y tú te das cuenta de que parece que tienes celos por nuestra hermana? Déjala. Prefiero que me pida autógrafos por ser quien soy a que no me dirija la palabra, por muy cansina que me parezca a veces.

Resoplé. No eran celos lo que sentía, pero sí me molestaba que mi hermana siguiera sin confiar en mí después de todo el asunto de Play Serafin y que a él le hubiera perdonado solo porque quería fardar de su hermano famoso.

—En serio —comentó dándome una palmada en la rodilla—, no te preocupes, prometo dejarte a ti todas las charlas de hermano mayor que surjan.

—¿Tan bueno crees que soy en eso?

—No, por eso creo que te vendrá bien algo de práctica.

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