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If you can’t be what you want

You learn to be the things you’re not

If you can’t get what you need

You learn to need the things that stop you dreaming.

Passenger, ‹‹Things That Stop You Dreaming››

Cuando Cora se enfadaba, se le hinchaba una vena en la frente que amenazaba con estallarle bajo el peinado de peluquería. Aquella vena solo se la había visto hinchada en dos ocasiones: en Nueva York, tras la última gala de True Stars, cuando desaparecí para acompañar a Aarón a la casa en vez de quedarme a contestar entrevistas como se suponía que debía hacer, y cuando rechacé un papel en una webserie que me pareció ofensivo para mi carrera. Pero nunca había estado tan seguro de que le iba a estallar hasta la bronca por lo sucedido en el Diógenes Laercio.

«Los Serafin atacan de nuevo», «Leo y Aarón, ¿problemas de control de ira?», «Embarazosa vuelta al cole de los Serafin», eran algunos de los sembrados titulares que nos dedicaban algunos medios.

Durante cuarenta y cinco minutos, Cora se dedicó a mostrarnos todos los enlaces, recortes en revistas, noticias de radio y grabaciones de televisión en los que hablaban de la pelea, con imágenes incluidas. Tampoco ayudaban nuestras pintas, con el tajo en el puente de la nariz en la cara de mi hermano y mis moretones en la mejilla y el ojo, ni la llamada a tres bandas que acabábamos de compartir con nuestros padres desde el propio despacho de Cora. Pero la bronca no nos la tragamos Aarón y yo solos. Sergio también tuvo que soportar el chaparrón en silencio en una de las incómodas sillas de diseño del despacho de nuestra agente.

Tanto mi hermano como yo intentamos hacerle comprender que nuestro guardaespaldas no tenía nada que ver con lo que había sucedido y que, en cuanto se había enterado, había intervenido para detener la pelea sin éxito. Para Cora, era una falta gravísima y un error imperdonable que Sergio hubiera permitido que la situación se desmadrase hasta semejante punto.

—Y si consideras que el trabajo por el que se te paga es demasiado complicado para ti, dímelo y prescindiremos de tus servicios —concluyó la mujer.

Antes de que mi hermano o yo pudiéramos rebatirla, le pidió al guardaespaldas que nos dejara solos y él, solícito, abandonó el despacho sin pronunciar palabra.

—Vosotros no comprendéis la gravedad de la situación —nos dijo limpiándose los cristales de las gafas—. No entendéis lo mal que podría haber terminado ayer esa pelea. La función de Sergio es evitar eso, no organizar una fila de firmas. Y ha descuidado su trabajo.

—Por favor, Cora. Ayer todos cometimos muchos errores, pero creo que esto —y Aarón levantó una de las revistas que había sobre la mesa— ya es suficiente escarnio para todos. No despidas a Sergio.

—Si avisas a su empresa, lo negaremos todo —añadí, amenazante—. Diremos que Sergio estuvo ahí desde el principio, pero que éramos seis personas peleándonos y que no pudo hacer nada.

La mirada que Cora me dedicó hizo que me recorriera un escalofrío por toda la espalda.

—En ese caso, no tenemos mucho más que hablar.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Aarón, inclinándose hacia delante.

—Significa que, si no vais a dejaros aconsejar más por mí, nuestra relación ha terminado. Y puesto que he sido yo quien ha pagado los servicios de Sergio hasta el momento, me temo que tendré que romper también su contrato.

Aarón y yo nos miramos sorprendidos.

—¿Nos despides? ¿Por una tontería como esta?

—Leo, más te vale aprender pronto que todas las decisiones tienen sus consecuencias. Es algo que he intentado enseñarte este tiempo. Lo que a ti te parece una tontería, a mí me parece de vital importancia. Vuestra seguridad es primordial, óyeme bien: primordial para mí y para vuestras carreras.

—O sea, que nos estás despidiendo —repetí.

—Yo no os despido, pero los tres estaremos de acuerdo en que esta relación profesional no funciona y no está dando ningún fruto desde hace tiempo. Solo quebraderos de cabeza.

Solté un bufido y eché un brazo por encima del respaldo de la silla.

—Esto no es solo por lo de anoche, ¿verdad? —dije—. Ya no te sale rentable representarnos.

—¿Y a quién le saldría? —me espetó ella, irguiéndose—. Tú dinamitas tu carrera con cada casting al que te presentas, y tú —señaló a Aarón— has decidido desaparecer de los escenarios y mi trabajo se ha reducido a intentar frenar la aparición de determinadas noticias en la prensa.

—Sin demasiada eficacia, por cierto —dije, señalando las revistas de la mesa con la sangre acumulada en las mejillas por su comentario.

Cora me ignoró y añadió:

—Sintiéndolo mucho, debo reconocer que me equivoqué al pensar que podía trabajar con vosotros. No creáis que no he meditado esta decisión: es mejor que sigamos nuestro camino por separado.

—¿Es una decisión irrevocable? —pregunté. A continuación, me volví hacia mi hermano, molesto con su silencio—: ¿No piensas decir nada?

—¿Qué quieres que diga? —me rebatió él—. Ya os lo dije el día que acepté la representación: hasta que no me aclarase, no pensaba hacer nada. Comprendo tu decisión, Cora. Pero creo que deberías mantener a Leo.

—¡Ni de coña! —repliqué yo—. ¿Después de lo que ha dicho? Soy yo el que no quiere seguir aquí, gracias. Prefiero dinamitar mi carrera en solitario y no tener que repartir los beneficios con alguien que ha dejado de creer en mí.

Mi ex agente me miró con pena y chasqueó la lengua.

—Te aseguro que ha sido un placer trabajar contigo y para ti, Leo. Y siento que esta relación termine de este modo, pero tienes que comprender que esto es un negocio y que yo puedo dedicarme a un número limitado de artistas. Si esos artistas no me reportan beneficios, ¿de qué vivo yo?

Ya fuera por el tono que utilizó, por lo que habíamos vivido juntos o porque, en el fondo, tenía que reconocer que tenía razón, me tragué mis palabras de reproche y me resigné a hacerme a la idea de que, una vez más, estaba solo.

Nos despedimos de Cora con la triste incertidumbre de no saber si volveríamos a vernos. Cuando la contraté, pensé que estaríamos juntos hasta hacerme viejo, pero ya estaba más que acostumbrado a que las personas a mi lado tuvieran fecha de caducidad, como Sophie.

Aun así, me costaba imaginar mi carrera sin sus mensajes mañaneros con la lista de próximos castings, sus regañinas y su inagotable esperanza de que tarde o temprano mi carrera despegaría. Ahora, si lo hacía, sería por mi cuenta.

Sergio nos esperaba a la salida del edificio, con los brazos tras la espalda y la mirada clavada en el cielo. Al salir, le di una palmada en el hombro y nos dirigimos al coche.

—Ya puedes dejar de preocuparte: aquí al único al que han despedido ha sido a mí.

—Bueno, y a ti —añadió Aarón—. Pero te han vuelto a contratar.

—¿Quién? —preguntó él.

—Yo. Nosotros —contestó mi hermano—. Si quieres, claro.

El guardaespaldas dijo que por supuesto. Nos dio las gracias y le prometimos no volver a meternos en una pelea sin decírselo antes. Nos despedimos de él en el garaje y subimos a casa. Una vez en el piso, recordé algo que quería decirle a Aarón y me detuve en seco.

—Oye, gracias por lo de antes. Por intentar que Cora… bueno, eso, que no me echara.

—Es lo mínimo que podía hacer. Y ya que estamos en plan sinceros, déjame decirte que creo que ha cometido un gran error dejándote marchar.

Esbocé una sonrisa escéptica y él insistió:

—Tarde o temprano vas a dar el salto. No sé ni cómo ni cuándo, pero la gente va a descubrir todo tu potencial y Cora se tirará de los pelos por no haber estado a tu lado.

—Ahora pareces tú el hermano mayor.

—¿A que se me da bien?

El muy cabrón estaba a punto de hacerme llorar, así que opté por darle las gracias, revolverle el pelo al pasar por su lado y refugiarme en mi cuarto en busca de las respuestas del universo. O, al menos, de mi negro futuro.

Como era de suponer, aquella predisposición me duró media hora. Durante ese tiempo me dediqué a dar vueltas al dado de Tonya y a hacerle preguntas sobre mi carrera. Pero como sus respuestas eran, o demasiado enigmáticas, o demasiado negativas, terminé por aburrirme y encendí el ordenador.

Encenderlo no fue una mala decisión. Pero sí lo fue ponerme a rastrear por internet mi nombre. Si ya no tenía agente, si ahora yo tendría que ser mi propio representante, necesitaba empezar a encargarme de esos detalles que, mientras había tenido a Cora, había delegado en ella.

No estaba preparado para lo que encontré.

Quiero decir, era consciente de que no caía muy bien a la gente y que algunas de mis equivocaciones en el pasado muchos se las habían tomado como algo personal, y que el hermano favorito era Aarón, por su manera de ser y por su talento. Pero nunca se me había pasado por la cabeza que hubiera tanta gente que me considerara un fantoche y un tipo sin escrúpulos.

Tras los primeros minutos, estaba asqueado de haberme conocido. Mentiroso, violento, creído, desleal, pésimo actor, peor persona, patético, misógino, envidioso… los insultos, con razonamientos más o menos elaborados, o solo en forma de dardos envenenados, me revolvían el estómago. También había comentarios positivos y gente que me defendía, pero eran los menos. O al menos, eso me parecía.

Había rumores vertidos por chicas que conocía y que no; por antiguos fans que aún no habían superado la verdad sobre Play Serafin; por los seguidores de las hermanas Leroi o de la pérfida Kim-Kim, que se dedicaban a arrastrar mi nombre por el barro y a acusarme de haber hecho trampas para que mi hermano llegara a la final del maldito reality de Develstar.

Había gente que imitaba mis actuaciones en Con la casa a cuestas; clubes en Facebook con títulos tan variopintos como «Ser más falso que la voz de Leo Serafin» o «Señoras que no querrían a Leo Serafin ni para que les cantara los números del bingo». Nunca encontraría trabajo, no con esa reputación.

Pero ¿por qué tanto odio? La mayoría daban por hecho que, menospreciando mi trabajo y a mi persona, defendían y protegían a mi hermano. Como si Aarón me odiara y se sintiera aún dolido por lo que hice con las canciones; como si todo lo que sucedió después hubiera sido mi culpa. ¡Como si mi hermano estuviera sufriendo!

La misteriosa periodista de la fiesta tenía razón: no había mentido al decirme que necesitaba limpiar mi nombre. Solo por curiosidad, entré en Nosolorumores.com para ver si habían puesto algo sobre el incidente en el Diógenes Laercio, y me entristeció comprobar que no solo estaba en portada, sino que el reportaje estaba firmado por Selena Piaf. «Estrepitosa noche para los Serafin», decía el título.

Con el corazón en un puño, comencé a leer. Después del atracón que me había metido y todas las referencias que Cora había compartido con nosotros en su despacho, ya nada me sorprendería. O eso pensaba.

Selena había cubierto el incidente, sí, pero a diferencia del resto de los medios que habían decidido cubrir la pelea, ella había preferido contrastar sus fuentes con todos los alumnos y profesores que aceptaron contestar a sus preguntas. Por esa razón, solo en esa web se mencionaba a Elena Mingo.

O sea, en el resto de los links también aparecía la chica que había generado el conflicto, pero no su nombre ni tampoco las circunstancias en que habían propiciado el altercado. O lo que es lo mismo, solo en el artículo de Selena se mencionaba que estaba perdidamente borracha y que se había dedicado durante buena parte de la noche a calentar a mi hermano y a pasar de su supuesto novio.

Por primera vez en todo el rato que llevaba frente al ordenador, pude relajarme y hasta sonreír. Debajo del artículo y los vídeos que habían colgado para completar la noticia, la gente no nos insultaba ni a mí ni a mi hermano, sino al animal de Sebas y a su novia. De hecho, alguna había comentado lo sexy que le parecía que el hermano mayor hubiera salido en defensa del pequeño en plena pelea.

Me levanté movido por una idea, y cogí los pantalones que había llevado a la fiesta del montón de ropa que se apilaba en la silla junto a mi cama. Después rebusqué en los bolsillos hasta dar con la tarjeta que me había dado Selena y la estudié con calma.

No perdía nada por escribirle, me dije. Por escuchar su propuesta completa. Si no me gustaba, siempre podía despedirme y no volver a hablar con ella. Y si… bueno, pues ya vería.

Para asegurarme de que era buena idea, le pregunté a Tonya, cerré los ojos y coloqué el dedo al azar en el dodecaedro. Cuando abrí los ojos, mi yema estaba apoyada sobre el flamante «Sí».

Antes de que la determinación me abandonase, abrí mi e-mail y le escribí un escueto correo (tampoco quería que pensara que estaba completamente entregado a la causa). Le agradecí su artículo y le pregunté si tendría algún rato libre esa semana para que nos viéramos. Me despedí con un sencillo «Saludos» para dejar las cosas aún más claras y, justo cuando le estaba dando a «Enviar», llamaron a la puerta.

—¡Ya abro yo! —exclamó mi hermano desde el salón.

—¿Quién es? —pregunté con un grito, pero no obtuve respuesta—. Aarón, ¿quién ha…?

—¡Yo! ¡He llamado yo! —contestó alguien mientras se abría la puerta de mi cuarto—. Y espero que te haga una ilusión inmensa que lo haya hecho.

Cuando me volví, creí que mis sentidos me engañaban. No podía ser cierto. Me puse en pie casi de un salto y me abalancé para dar un fuerte abrazo a Ícaro, que me miraba, como una aparición ultraterrena con su habitual sonrisa de soslayo desde el dintel.

—¿Un abrazo sin beso? ¿En serio? Vaya amistad la nuestra —dijo él cuando me separé.

—¿Qué haces aquí? ¿Y por qué no nos has avisado? ¿Cuánto tiempo te quedas? ¿Dónde?

—Respira —me ordenó antes de entrar y repasar la enorme habitación de un vistazo y volverse hacia mí—. ¿Cómo que no os he avisado? ¿No recibisteis mi e-mail o qué?

Aarón y yo nos miramos con extrañeza.

—¿Eso… iba en serio? ¿Lo de los plátanos también? —pregunté.

—Joder, pues claro que iba en serio. Seguís sin ver Doctor Who… Muy mal.

Apenas había cambiado desde que nos despedimos en Nueva York. Se había rapado el pelo y estaba algo más delgado, pero seguía en buena forma, con las facciones y la mandíbula cinceladas como las de un modelo, destilando el mismo magnetismo y la misma seguridad que tanto me habían fascinado el día que lo conocí.

Con aquellos vaqueros desgastados, las botas con la lengüeta por encima, la camisa con las mangas remangadas hasta los codos y el colgante de piezas de madera, parecía un surfero californiano escapado de alguna pasarela de modelos.

Aarón llegó en ese instante.

—Te he dejado la maleta en la habitación de invitados, Ícaro. Mañana llega Zoe, pero dormirá en mi habitación.

—¿Te quedas aquí? ¿En casa? —pregunté, emocionado.

—Si no os parece mal…

—¿Cómo nos va a parecer mal? Es solo que ha sido toda una sorpresa. Tu e-mail era un poco… Entonces ¿no estás aquí por algún asunto de la empresa de tu padre?

Ícaro se acercó a la terraza de mi habitación y abrió la puerta para disfrutar de las vistas. Después regresó y tomó asiento al borde de mi cama.

—Nada de trabajo. Esto es un viaje de placer, puro y duro, como ya sabríais si fuerais mínimamente avispados.

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