Live

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Where there is desire

There is gonna be a flame

Where there is a flame

Someone’s bound to get burned.

Pink, ‹‹Try››

Noté la resaca incluso antes de abrir los ojos. Sentía el cerebro y todos los músculos deshidratados, suplicando agua o que los arrancasen de mi cuerpo, una de dos. Y no los culpaba. Tardé unos segundos en advertir que había sido el despertador lo que me había desvelado. Su insistente pitido no cesaba a pesar de las súplicas veladas que intentaba transmitirle desde mi cama. En momentos como aquel era cuando más rabia me daba no ser Jedi y poder estrellar el aparato contra la pared sin tan siquiera mover el brazo.

Pero al final no fueron ni el pitido ni mi fuerza de voluntad lo que me obligaron a levantarme, sino los golpes en la pared y los gruñidos de mi hermano porque apagara «ese jodido ruido». Tambaleante, me acerqué a la ventana, subí la persiana y comprendí lo que debían de sentir los vampiros clásicos al contacto con la luz. Hubiera preferido echarme a brillar, la verdad.

Mientras me masajeaba la frente, regresé a la cama, pero controlé las ganas de tirarme de nuevo sobre ella. Me limité a sentarme al borde con la cabeza entre las manos y los ojos cerrados, e intenté recordar todos los detalles de la noche anterior. No sería fácil, advertí enseguida. Había fragmentos de la noche en los que mi mente dejó de registrar la realidad y sacar de allí cualquier recuerdo lógico era una batalla perdida. Si al menos pudiera utilizar un pensadero…

«Somos estrellas —dijo Leo cuando le pregunté si había que vestirse de alguna manera particular—. Podemos llevar lo que nos dé la gana, mientras lo hagamos con estilo. Excepto un chándal. Todavía no somos tan famosos como para salir en chándal».

Cuando Ícaro apareció en camisa y cazadora de vestir, unos pantalones negros y las botas de viaje, salimos.

—No importa el precio —nos dijo de camino al restaurante—. Hoy pago yo. Bueno, hoy y durante todo el tiempo que esté viviendo en vuestra casa.

Le llevamos a un nuevo local que habían abierto por la zona de Serrano del que Leo había oído hablar maravillas, y que no nos decepcionó. Durante la cena, además de pimplarnos dos botellas del vino más caro de la carta, Ícaro nos contó lo mal que lo había pasado los últimos meses, aburrido en Nueva York, ayudando a su padre con los negocios e intentando comprender el funcionamiento de la empresa para cuando él tuviera que hacerse cargo de ella.

—Fue horrible —confesó, ya achispado—. ¡Ni siquiera me dejaba salir de fiesta los fines de semana! ¿Y para qué? Ya os lo digo yo: para nada, porque no entendía un carajo de lo que intentaba explicarme. Yo no estoy hecho para esa vida, tíos. Necesito viajar, conocer mundo, sacar fotos, enamorarme…

Nuestras historias eran incluso peores, yo sin carnet de conducir y Leo perdiendo su trabajo. Pero, ya fuera por efecto del alcohol o por el incombustible buen humor y positivismo de Ícaro, todo parecía un chiste, una broma para echarse unas risas y olvidar.

—Somos unos fracasados —dijo Leo alzando la copa y derramando algunas gotas de su contenido sobre el mantel.

—Somos unos temerarios en este mundo. Un cantante, un actor y un… ¿bohemio? Juntos en la ciudad. Decidme si no parece el argumento de una serie legendaria.

Los tres temerarios —dije yo—. Me gusta cómo suena.

—Es mejor que Los tres gilipollas, desde luego —añadió Leo.

Tomamos las primeras copas en un bar cercano, donde, al poco de llegar, ya se me acercó un grupo de cuatro chicas para pedirme autógrafos y posar en una foto conmigo.

—Lo siento, chicas —les dijo Ícaro con su español más elemental—, pero si queréis haceros la foto, mi amigo Leo y yo también tendremos que salir.

Las tías, que no disimularon ni por un instante lo genial que les parecía la idea de posar junto a mi hermano y a aquel atractivo americano, nos abrazaron como si fuéramos amigos de toda la vida y ya se quedaron con nosotros buena parte de la noche.

Bailé y charlé con dos de ellas mientras las otras se repartían a Ícaro y a Leo. Pasado el rato, y con excusas de lo más absurdas, nos despedimos de las chicas, no sin antes cruzar números de teléfono falsos y un par de besos de propina.

Salimos a la calle entre risas y tropiezos. Nos metimos en un taxi y nos dirigimos a una discoteca en la que Leo conocía a alguien que nos permitió ocupar la zona VIP. Allí nos quedamos hasta pasadas las cuatro de la madrugada. En cosa de diez minutos, me vi rodeado por un montón de encantadores desconocidos que, durante varias horas, fueron mis mejores amigos. Sin empujones ni apelotonamientos ni pisotones ni copas derramadas, salir de marcha era una experiencia nueva y maravillosa.

Igual que sucedió en el bar anterior, enseguida mi hermano e Ícaro desaparecieron bajo los besos y abrazos de una chica (en el caso de Leo) y de un chico de una edad más cercana a la mía que a la suya (en el caso de Ícaro), y ya no pude hablar con ellos hasta que se encendieron las luces del local y dimos por concluida nuestra soirée privada.

De haber mirado entonces el móvil, habría visto el mensaje que Zoe me había enviado para informarme de que ya estaba embarcando y yo me habría retirado a casa. Pero como no lo hice, cuando Ícaro suplicó que alargásemos un poco más la fiesta y mi hermano propuso acabarla por todo lo alto, como regalo de bienvenida, en el Kamikaze, tuve que decir que sí.

No había vuelto allí desde el primer concierto de Play Serafin, y la verdad es que me hizo ilusión agotar en él las últimas fuerzas. Para cuando salimos, eran las siete de la mañana y nos había salido un apéndice de casi dos metros que se abrazaba a Ícaro como un koala. Si algo me había quedado claro en aquella noche era que el americano tenía un don para ligar y un magnetismo casi animal al que pocos lograban resistirse. Eso, y que era inmune al jet-lag. Si yo me encontraba al borde de la muerte en ese momento, no quería imaginar cómo estaría él después de un viaje transatlántico.

Un repentino ataque de tos de Ícaro en su habitación me devolvió al resacoso presente.

Miré la hora en el móvil, y para cuando mi mente consiguió registrar los números que aparecían en la pantalla comprendí que ya iba tarde. El avión en el que viajaba Zoe aterrizaría en Barajas en escasos cuarenta minutos y yo todavía no había podido abrir del todo los párpados ni asimilar mi desagradable aliento. Aprisa escribí un mensaje a Sergio para que viniera con el chófer a buscarme lo antes posible.

Me puse en pie y enseguida tuve que apoyarme en la pared para no caerme. No estaba resacoso, comprendí. Seguía borracho. Lo que por la noche me pareció una idea divertida (¡dormir menos de tres horas!) ahora me parecía un castigo divino.

Me pegué una ducha rápida, con los ojos cerrados la mayor parte del tiempo y me quedé un rato bajo el chorro, rogando por que con el agua me deshiciera no solo del sudor, sino también del mareo. Tras vestirme con unos vaqueros, una camiseta y la primera sudadera que encontré, cogí una aspirina del cajón de las medicinas y fui a prepararme un café… pero se me habían adelantado.

El tío que había traído Ícaro a casa se estaba sirviendo una taza vestido solo con unos slips, dejando a la vista un cuerpo moldeado centímetro a centímetro en el gimnasio.

—¡Buenos días! —exclamó con un vozarrón que hizo que me temblara hasta la última neurona—. ¿Te pongo café? Espero que no te importe que me haya adelantado, pero para mí es como la gasolina.

Me limité a negar en silencio y a agradecer el gesto con la cabeza antes de dirigirme al sofá. Mi intención era bebérmelo de un trago y marcharme, pero estaba tan caliente que no me quedó otra que esperar. El problema fue que él me siguió y se sentó a mi lado con ganas de charla.

Para cuando me marché de casa, un rato después, el tío me había recitado su currículum como bailarín y me había hecho prometerle que le avisaría para actuar en alguno de mis futuros conciertos.

—¿Mucha resaca? —preguntó Sergio cuando me subí al coche y me puse las gafas de sol.

—Solo diré que como se os ocurra encender la radio, os despido.

Sergio esbozó una sonrisa y nos pusimos en camino. En cuanto cogimos la M-40, atestada de coches, perdí la conciencia, y no volví a abrir los ojos hasta veinte minutos después, cuando llegamos a la Terminal 4 de Barajas. Comprobé que justo Zoe me acababa de escribir un mensaje para avisarme de que estaba recogiendo su maleta y el corazón se me desbocó en el pecho. Con la mañana que llevaba no me había parado a asimilar la idea de que fuéramos a reencontrarnos después de tanto tiempo.

Sin quitarme las gafas, y con una gorra calada, entré acompañado de Sergio y nos quedamos junto al puesto de información, donde no llamaríamos mucho la atención.

Unos minutos después, las puertas de cristal de Llegadas se abrieron y Zoe apareció cargada con la caja de su violín al hombro, una mochila y una enorme maleta de ruedas. Como si nuestras mentes se hubieran pegado un grito, nuestras miradas se cruzaron y ella alzó la mano para indicarme que me había visto.

Todavía no se había levantado nadie cuando llegamos a casa. Antes de que el bailarín en slips de Ícaro (si es que seguía por allí) me acosara de nuevo, opté por encerrarme con Zoe en mi cuarto y ayudarla a colocar su equipaje en los huecos libres de mi armario.

Cuando terminó de vaciar la maleta, se volvió y yo la estreché entre mis brazos como había querido hacer desde que la había visto. Me separé unos centímetros de ella para mirarla a los ojos y le dije que la había echado de menos. Ella, por respuesta, se acercó para darme un beso en los labios, y aquello fue como el pistoletazo de salida.

De repente se me olvidaron el dolor de cabeza, la resaca y el cansancio. Acerqué su cuerpo al mío y alargué aquel beso hasta que nos faltó el aire. Teníamos los labios enrojecidos, pero no quería parar. Por suerte, ella tampoco.

A pasos cortos, sin separarnos un solo centímetro, anduvimos hasta la cama, donde nos dejamos caer entre risas veladas. Hundí los dedos en los mechones de su cabello y seguí besándole los labios, la frente, las orejas, el cuello… Con cada nuevo beso, con cada nueva caricia, el deseo iba conquistando mi razón mientras el instinto amordazaba mi cordura.

Nuestras camisetas fueron lo primero en caer al suelo. El sujetador oscuro sobre su piel clara terminó de nublar mi mente. No daba abasto con los labios y las manos, y ella parecía sentir lo mismo. Zoe alargó los brazos y me desabotonó el pantalón. Después, yo, de un par de patadas, me terminé de deshacer de ellos. Entre risas, ella se tumbó para atrás y yo, de rodillas frente a ella, le quité los vaqueros y después recorrí sus piernas acariciándolas con mis labios y mis dientes hasta llegar a su boca y volver a devorar sus labios con un instinto casi animal.

No habíamos vuelto a acostarnos desde aquella vez en la habitación sin cámaras del reality, pero nuestros cuerpos se reconocieron con una complicidad primitiva. En cuanto el preservativo estuvo en su sitio, nos entregamos el uno al otro con una naturalidad y una fogosidad que poco tenía que ver con la prudencia y el tiento de la primera vez.

Nuestras respiraciones, cada vez más intensas, se acompasaron con nuestros movimientos. El tiempo dejó de existir. El resto del mundo —el sol que entraba a raudales por la ventana y que nos servía de manta, las sábanas arrugadas, mi cuarto, Madrid…— se diluyó entre nuestras caricias hasta que solo fuimos nosotros. Zoe y yo.

La mano de Zoe acariciaba el arco del violín. Yo, tumbado boca arriba en la cama, con la sábana cubriéndome pudorosamente de la cintura para abajo y la cabeza apoyada en las manos, la escuchaba y la observaba tocar con la admiración reflejada en mis pupilas.

Su brazo se agitaba en el aire mientras los dedos de su mano izquierda saltaban por las cuerdas. Al ritmo de una divertida y enérgica melodía compuesta por ella, Zoe se movía por mi cuarto con la elegancia de un gato vestida con sus braguitas y su camiseta. Las piernas desnudas giraban y se alzaban en el aire como las de una bailarina. Sus ojos se cerraban de vez en cuando como si llevara la partitura escrita en el interior de sus párpados.

Solo con verla, una melodía fue componiéndose en mi cabeza. Hacía tanto desde la última vez que la inspiración me venía de una manera tan rauda, que no pude controlarme y saqué mi cuaderno de partituras de la mesilla de noche y comencé a escribir un esbozo de canción.

Estaba concentrado en el pentagrama cuando la música de Zoe se interrumpió de pronto con el gañido de una cuerda y su chillido. Cuando alcé la mirada para ver qué pasaba, me encontré con Leo sonriendo en la puerta con los brazos cruzados.

—Una violinista salvaje apareció —dijo—. Así da gusto levantarse por las mañanas.

—¿Así que te ha gustado la canción? —preguntó Zoe sentándose a mi lado.

—No lo decía por mí —replicó él, y desvió los ojos hacia mí antes de guiñarme un ojo. Yo, por respuesta, le saqué un dedo.

En ese momento, Ícaro asomó la cabeza completamente despeinada por encima del brazo de mi hermano, bostezó y dijo:

—Ya veo que no soy el único que ha oído hablar de las maravillas del hostal Serafin. —Con algo de torpeza por el mareo, se subió también a la cama, le dio un beso a Zoe en la mejilla y acurrucó su enorme cuerpo contra la pared—. Vamos, Leo, solo faltas tú.

Y mi hermano, porque es así de idiota, se lanzó sobre nosotros con los brazos abiertos.

—Eh, ¿qué hacéis? ¡Largo de aquí! —me quejé enrollándome mejor con la sábana.

—Esto es perfecto —comentó Ícaro cuando todos encontramos nuestra posición entre los cuerpos del resto y nos quedamos quietos—. Cambia un poco los planes originales, pero creo que para mejor.

—¿Ya estamos con los planes y los misterios? —preguntó Leo—. ¿Quieres contarnos por qué estás aquí y en qué lío piensas meternos?

Ícaro giró el cuello para mirar a mi hermano.

—Me encanta la fe que tienes en mí.

—¿Lío? —añadió Zoe—. Suena genial. Yo me apunto, sea lo que sea.

—¡Esa es la actitud! Aprended de la dama, muchachos. Esta noche os lo explicaré todo. Me da igual los planes que tengáis. Canceladlos. Lo que tengo que contaros es importante y no puede haber una sola baja.

—Yo había quedado… —musitó Leo. Pero, cuando le interrogué con la mirada, él desestimó contestar aclarando con un gesto que no era de mi incumbencia.

—Pues desquedas —le dijo el americano—. Esta noche es para mí, ¿oído, pipiolos?

Ícaro se levantó de un salto y se estiró hasta rozar con la punta de los dedos el techo.

—Por cierto, Aarón —me dijo antes de desaparecer por el pasillo—, el tío que me traje anoche busca trabajo de bailarín. No se lo des.

—¿Y eso?

—Si baila igual de mal que se mueve en la cama, no merece la pena ni que se presente a ningún casting. Está descartado.

Con aquellas palabras, nos dejó riéndonos y se marchó a su cuarto. Leo fue el siguiente en abandonar mi habitación, no sin antes echarme en cara que la ventilásemos un poco y que me tocaba a mí preparar la comida.

—Lo siento… —le dije a Zoe cuando nos quedamos solos. Ella se había arrastrado hasta apoyar la cabeza en la almohada, a mi lado.

—No tienes nada de lo que disculparte —me aseguró con una sonrisa—. Creo que esta bienvenida perdona todos los errores que no hayas cometido.

—Yo también lo pienso —dije, enredando mi dedo angular en su cabello—. Te echaba de menos.

—Ya me lo has dicho —contestó, girándose sobre mí y apoyando la barbilla en sus brazos—. Pero me gusta oírtelo decir.

—A riesgo de parecer un disco rayado, te he echado de menos.

—A riesgo de parecer una cursi, eres el único disco rayado que no me cansaría nunca de escuchar.

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